El evangelio del mal (17 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Tras un silencio, prosigue:

—Durante todo ese tiempo, el evangelio de Satán, que había salido de la memoria de los hombres, dormitaba bajo la arena ardiente del gran desierto de Siria. En el año 1104 lo encontró la vanguardia de la Primera Cruzada, que lo escoltó hasta San Juan de Acre, donde fue encerrado en un escondite de piedra. Desgraciadamente, Acre volvió a caer en manos del enemigo y hubo que esperar hasta la Tercera Cruzada de Ricardo Corazón de León para que el estandarte de Cristo ondeara de nuevo sobre las murallas de la ciudad. Llegamos a 1191. Acre acaba de caer tras un asedio de meses. Impaciente por dirigirse a Jaffa y Ascalón, Corazón de León deja la ciudad a cargo de los templarios, que la registran de punta a cabo. Robert de Sablé, gran maestre de la orden, es quien encuentra por casualidad el evangelio en los sótanos de la fortaleza.

El Papa golpea ligeramente el cristal con los dientes al dar un sorbo de agua. Hace una mueca. El agua tiene un sabor terroso. Nota cómo baja por su esófago. Un amago de náuseas le revuelve el estómago. Deja el vaso y reanuda su relato.

—Sabemos que Sablé abrió el evangelio y descubrió algo que utilizó para enriquecer a su orden comerciando con el Demonio. Gracias en parte al contenido de ese manuscrito, el Temple llegó a ser más poderoso que los reyes y más rico que la Iglesia. Pero en 1291 la caída definitiva de Acre marcó el fin de las cruzadas y la pérdida de Tierra Santa.

Un silencio.

—Durante los años que siguieron, los templarios que habían encontrado refugio en Francia se infiltraron en el Vaticano tras sobornar a unos cardenales del entorno del Papa. Su objetivo era hacerse con el control de los cónclaves para elegir un papa adepto al culto de Janus, el cual revelaría al mundo la negación de Jesús en la cruz. Semejante cataclismo habría sumido a Occidente en el caos y habría significado a la larga la muerte de la Iglesia y el desmantelamiento de los reinos. Alertados por ese peligro mortal contra la fe, unos emisarios de Roma se reunieron entonces con otros del rey de Francia en unos castillos perdidos de Suiza. El trato que resultó de esos encuentros estipulaba que el rey se comprometía a devolver al Papa el evangelio de Satán. A cambio, este renunciaba a recuperar el fabuloso tesoro del Temple. Una vez firmado este acuerdo, el 13 de octubre de 1307, al amanecer, fueron detenidos y encarcelados todos los templarios de Francia. Esa misma noche, los espías del rey de Francia infiltrados en el Vaticano hicieron degollar a los cardenales que se habían convertido a la regla maldita de la orden, con excepción de un puñado de ellos cuya pertenencia al Temple se desconocía. Esos cardenales, que figuraban entre los más poderosos, fundaron en la clandestinidad una cofradía secreta que bautizaron con el nombre del Humo Negro de Satán.

Capítulo 56

—¿Te encuentras bien, Parks?

Apartando con dificultad la mirada del cadáver, Parks levanta los ojos hacia Mancuzo.

—¿Cómo dices?

—Te pregunto si te encuentras bien. Estás muy pálida.

—Estoy bien, Mancuzo, no te preocupes.

—Ve a por un sándwich, si quieres.

—De carne cruda y mayonesa para mí.

—¡Cierra el pico, Stanton!

—Oye, no he sido yo quien le ha propuesto ir a buscar algo de comer mientras nos disponemos a descuartizar a su enamorado.

La voz de Stanton se eleva en el aire helado para reanudar la grabación:

—A continuación pasamos a las partes internas.

Con ayuda de un rotulador negro, Mancuzo dibuja en el pecho de Caleb una marca que Stanton utiliza para clavar una aguja larga y biselada entre las costillas cuarta y quinta. Marie, fascinada, mira cómo la aguja fuerza la pleura y desaparece lentamente en el tórax del cadáver. Cuando ha penetrado tres cuartas partes, Stanton anuncia que acaba de traspasar el envoltorio del corazón.

—Procedemos a realizar una punción de sesenta centímetros cúbicos de sangre ventricular intracardiaca.

La mano del oficial interrumpe el avance del instrumento y tira firmemente del émbolo de la jeringuilla hacia atrás para compensar la ausencia de presión sanguínea. La jeringuilla se llena de un líquido pardusco, que Stanton vierte en cuatro tubos que contienen sulfuro de sodio destinado a neutralizar la formación de alcohol de descomposición. Al mismo tiempo, Mancuzo efectúa varias tomas de líquido en la aorta, la vena cava y el brazo, a fin de comparar las concentraciones sanguíneas de las diferentes muestras.

Mientras Stanton conecta la centrifugadora, Mancuzo se pone unos guantes de goma que le llegan hasta el codo. Después de trazar una línea roja en el pecho de Caleb, clava el bisturí en la carne y abre el tórax hasta el hueso. Luego, empuñando una sierra circular cuyo chirrido invade el aire helado, corta con aplicación la placa ósea que sujeta la caja torácica de Caleb. Minúsculas esquirlas de hueso rebotan contra sus gafas mientras la hoja ataca el último nudo de resistencia. Un crujido sordo. La hoja patina bruscamente en el vacío. La caja torácica de Caleb, liberada, despide un fuerte olor de órganos putrefactos que se extiende por la sala.

Para evitar las arcadas, Mancuzo extiende una capa de pomada mentolada bajo sus fosas nasales y se inclina sobre la abertura torácica. Dirigiendo una mirada de incredulidad a Marie, que no se pierde ni un detalle, prosigue la grabación con voz menos segura:

—El doctor Mancuzo toma el relevo. Constatamos una fuerte degradación de los tejidos, con descomposición orgánica avanzada. Los órganos principales todavía están enteros, pero las vísceras parecen descomponerse a un ritmo acelerado, como si el cadáver se hallara en un entorno inusual y sus células se degradaran al estar en contacto con el oxígeno. Un examen visual de la epidermis del sujeto muestra que su piel se afloja y se marchita. Observamos también una producción importante de cabellos y un crecimiento anormal de las uñas. El cuadro clínico recuerda el proceso de momificación que se encuentra en los cadáveres descompuestos a salvo de la putrefacción en un entorno cálido y seco: una degradación rápida de los tejidos blandos seguida de una evaporación de los líquidos corporales y el desecamiento de los órganos. En conclusión, si tuviera que datar la muerte del sujeto basándome solo en su estado de descomposición interna, diría que nos hallamos en presencia de un hombre fallecido hace más de… seis meses.

Al oír esas palabras, Parks siente vértigo. Bannerman, a su lado, tiene los ojos vidriosos de luchar contra las náuseas.

Mientras Mancuzo limpia la sierra y la guarda en su estuche, Stanton coloca dos separadores cuyas mandíbulas de acero ensanchan la brecha abierta en la caja torácica de Caleb. Las costillas del cadáver crujen al desplazarse cada vez que Stanton ejerce presión. Cuando este considera que la abertura es suficientemente grande, bloquea los separadores y cede el sitio a Mancuzo; sus dedos se abren paso entre la carne para extraer los pulmones. Tras depositarlos sobre la mesa metálica, los corta con un escalpelo y separa los lóbulos con precaución. Su voz se eleva de nuevo a través del micrófono.

—Examen visual de la superficie pulmonar del sujeto. Los órganos respiratorios están particularmente descompuestos. Los alvéolos todavía visibles están relativamente limpios y son bastante anchos, pero la base anterior está atrofiada, signo de una afección respiratoria crónica, confirmada por las radiografías. Sin duda el sujeto era asmático. Observamos la ausencia total de contaminantes químicos modernos y de alquitranes producto de los gases de escape, confirmada por las mismas radiografías. El examen de las paredes demuestra que el sujeto no ha fumado nunca ni ha estado expuesto nunca al tabaco. Se observa, sin embargo, la presencia de importantes depósitos carbonados y de hollines residuales que parecen indicar que el sujeto ha inhalado humo de fuego de leña durante muchos años. Unas secuelas características que actualmente solo se encuentran en las tribus aisladas de la Amazonia y de Borneo, así como en los últimos lugares apartados del mundo donde la leña sigue siendo el único combustible conocido. Por lo tanto, nuestro sujeto es con toda seguridad un hombre primitivo, hipótesis confirmada por las numerosas cicatrices internas que presentan sus pulmones. Sin duda secuelas de patologías mal tratadas, como si el sujeto no hubiera tenido acceso jamás a la atención médica moderna. Así pues, la tesis del vagabundo parece perder peso, en la medida en que nadie nace siendo vagabundo.

Una vez finalizada su exposición, Mancuzo cierra cuidadosamente los lóbulos pulmonares y se acerca a Stanton, que está practicando una incisión en el ojo intacto de Caleb. Marie siente arcadas al ver cómo se achata el globo ocular mientras la hoja del bisturí atraviesa el cristalino. Stanton retira un fragmento de córnea y la coloca bajo un microscopio; hace girar la rueda hasta obtener el máximo aumento. Un ligero silbido escapa de sus labios. Hace una seña a Mancuzo, que acerca los ojos a la lente.

—¿Ves lo que yo veo?

Sin perder tiempo en responder, Mancuzo sopla hacia el micrófono para reanudar la grabación. Se seca una gota de sudor de la frente.

—Continuamos con el examen de la córnea del asesino de Hattiesburg. La muestra presenta una concentración anormal de células bastones, las que se adaptan a la visión nocturna. Las células cono, células de la visión diurna, son poco numerosas y están deficientemente desarrolladas, lo que permite pensar que nuestro sujeto ha pasado la mayor parte de su vida en las tinieblas. Hasta tal punto que su ojo se ha adaptado a esa ausencia de luz. Incluso se puede concluir que el sujeto era casi ciego a la luz del día y que no debía de exponerse a ella salvo en caso de absoluta necesidad.

La voz vacilante de Bannerman interrumpe al oficial.

—¿Quiere decir que ese asesino era una especie de… de vampiro?

—No, sheriff, más bien un tipo que vivía escondido bajo tierra y solo salía por la noche. Un tipo que no empezaba a distinguir el mundo hasta el crepúsculo. Algo parecido a lo que les sucede a ciertas tribus de la cuenca del Orinoco, perdidas en lo más recóndito de la jungla, que unos exploradores descubrieron en los años treinta. Vivían en una parte tan profunda de la selva que los árboles solo dejaban pasar un vago resplandor a través de las ramas. Se observó que la mayoría de los miembros de esa tribu apenas utilizaban los ojos y que su cristalino se hacía cada vez más opaco hasta volverse translúcido. Una característica transmitida a los hijos, la mayoría de los cuales nacían con los ojos blancos. Ojos nocturnos.

Capítulo 57

—¿Y qué sucedió después, Santidad?

El Papa permanece largo rato en silencio. Hace ya más de una hora que empezó su relato y Camano teme que no tenga fuerzas para terminarlo. Al final, con la mirada fija, el anciano retoma el hilo de la historia.

—Al día siguiente de la detención de los templarios y de la ejecución de los cardenales que se habían convertido al culto de Janus, el evangelio de Satán fue trasladado bajo custodia al convento de Nuestra Señora del Cervino. Fue allí donde las recoletas lo estudiaron durante más de cuarenta años, hasta 1348, cuando estalló la gran peste negra. La noche del 13 al 14 de enero de ese año de desgracia, aprovechando el caos en el que la epidemia había sumido a la población, unos monjes sin orden ni Dios atacaron el convento y mataron a las recoletas. Ahora sabemos que lo que fueron a buscar era el evangelio de Satán.

—¿Eran los Ladrones de Almas?

—Sí. Son el brazo armado de los cardenales de la cofradía del Humo Negro, sin duda descendientes del Temple que sobrevivieron al desmantelamiento de la orden.

Un silencio.

—¿Y el evangelio?

—Se sabe que, la noche en que la congregación del Cervino fue asesinada, una anciana recoleta consiguió huir con el manuscrito. Se sabe también que atravesó parte de los Alpes y que logró llegar a un convento de agustinas perdido en los Dolomitas. Ahí es donde se pierde su rastro, a la vez que el del evangelio. Nadie ha vuelto a oír hablar de él.

—¿Por eso los asesinatos de recoletas han seguido produciéndose a lo largo de los siglos?

—Sí. Los cardenales de la cofradía del Humo Negro pensaron sin duda que la Iglesia había recuperado el evangelio y que el Papa lo había confiado de nuevo a las recoletas. En la época en que aún lo tenían bajo su custodia, estas religiosas habían conseguido copiar algunos fragmentos del manuscrito que mis lejanos predecesores dispersaron por diversos conventos de la orden, primero en Europa y más adelante en África y en América, a medida que los exploradores descubrían nuevos continentes. Pero la distancia y los océanos no han detenido nunca a los Ladrones de Almas, y los asesinatos continuaron. Hasta el día de hoy.

—¿Quiere decir que la cofradía del Humo Negro de Satán todavía existe y continúa creciendo en el seno del Vaticano?

El Papa asiente lentamente con la cabeza.

—Los últimos asesinatos se remontan a la primera década del siglo XX. Pero la profecía se repite. La peste y los asesinatos. Cuando creemos que todo ha acabado, vuelve a empezar. Vuelve a empezar una y otra vez.

Un silencio.

—Hay una cosa que sigo sin entender, Santidad.

—¿Cuál?

—¿Cómo se explica semejante obstinación por parte de la cofradía del Humo Negro para encontrar un viejo libro que, por sí solo, no demuestra nada?

El Papa se levanta trabajosamente y se dirige hacia la pesada caja de caudales donde guarda sus documentos más secretos.

—Después de haber leído el evangelio en los sótanos de San Juan de Acre, Robert de Sablé envió a sus templarios al norte de Galilea, donde, según afirmaba el manuscrito, mil años atrás los discípulos de la negación habían enterrado los restos de Janus.

—¿Y…?

Camano oye cómo chirría la pesada puerta de acero al girar sobre sus goznes. Acto seguido, el Papa regresa con una bolsa de terciopelo y se la tiende. Los dedos del cardenal desatan el cordón. La bolsa contiene un hueso ennegrecido por el fuego, un trozo de tibia. El cardenal siente que se le encoge el corazón mientras el Papa reanuda su relato.

—Ese hueso procede de un esqueleto que los templarios encontraron en las grutas en cuestión y que presentaba todos los estigmas de la Pasión de Cristo, así como las múltiples fracturas que los romanos habían causado con sus garrotazos en los brazos y las piernas de Janus para acelerar su muerte. Un esqueleto perfectamente conservado por el ambiente seco de la cueva y cuyo cráneo estaba rodeado por una corona de espinos.

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