Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
Marie lee los mensajes que las cuatro desaparecidas intercambiaron en el transcurso de su caza del hombre. El primer anuncio había aparecido seis meses atrás en el Liberia Post de Monrovia. Un recuadro en medio de las esquelas y los anuncios de nacimientos.
Queridas primas:
Abuela fallecida trágicamente en su casa de Buchanan. Se requiere presencia para las exequias. Con cariño,
Dorothy.
Si Braxton había decidido que su mensaje apareciera en una publicación africana, eso significaba que las demás religiosas estaban investigando en el mismo continente. Con excepción de Mary-Jane Barko, a la que Sandy Clarks había alertado publicando el mismo anuncio en el Daily Telegraph. Barko había respondido en las columnas del día siguiente:
Llegaré a Buchanan en el vuelo de las 13 horas procedente de Londres.
Vuestra prima Mary-Jane.
Parks lee el informe de la policía de Liberia que el jefe del FBI ha grapado un poco más adelante: acababan de encontrar a una anciana religiosa asesinada en su convento de Buchanan, una recoleta, la supuesta abuela del mensaje publicado por Dorothy Braxton en el diario de Monrovia. La caza del hombre había podido reanudarse. Lo que implicaba que el crimen de Buchanan no era el primero de la serie y que las cuatro desaparecidas ya andaban tras la pista de Caleb antes de llegar a Liberia.
Marie hojea el expediente en busca de un crimen anterior al de la recoleta de Buchanan. Nada. Como si todo hubiera empezado ahí, en las playas blancas de Liberia. Después, su mirada se fija en un anuncio publicado dos meses atrás en un periódico de Cairns, una pequeña ciudad australiana perdida entre el golfo de Carpentaria y los arrecifes de la Gran Barrera de Coral.
Queridas todas:
El abuelo ha vuelto.
Venid enseguida.
Mary-Jane
«El abuelo ha vuelto.» El primer asesinato, el que ella buscaba. El pistoletazo de salida de la caza del hombre. Parks, ahora con impaciencia febril, abre una libreta de espiral encontrada por el FBI en la habitación de Barko: «El Viajero ha vuelto…».
Al leer esa frase que la religiosa ha garabateado en la primera página de la libreta, la joven siente que la angustia le quema la garganta. La letra de Mary-Jane es muy irregular, casi resulta ilegible, como si hubiera escrito esas líneas bajo los efectos de un terror indescriptible. Pero, aparte del miedo que reflejan, esas palabras significan ante todo que los primeros asesinatos fueron cometidos mucho antes que los de Cairns y Buchanan. Y que, al igual que Marie persigue a sus asesinos itinerantes a través del planeta, las cuatro desaparecidas acechaban desde hacía años la reanudación de la serie.
Parks pasa las páginas del cuaderno en el que Mary-Jane Barko escribió otras palabras sueltas. Fechas, nombres y direcciones situadas en las diferentes ciudades que la caza del hombre le había hecho visitar. Su respiración se acelera. Las páginas siguientes están llenas de dibujos sangrientos. Ancianas crucificadas, tumbas abiertas y bosques de cruces. Mary-Jane Barko no estaba bien, le pasaba lo mismo que a esos agentes del FBI a los que se les funden los plomos al dar con la reserva de cadáveres de un asesino en serie.
Marie pasa las últimas páginas y encuentra una frase que Mary-Jane Barko había escrito en letras mayúsculas:
VUELVE.
SIEMPRE VUELVE.
CREEMOS QUE HA MUERTO, PERO VUELVE.
Parks cierra los ojos. Sí, es justo eso: en el momento de escribir esa frase, la religiosa estaba a punto de perder los nervios.
Después de Liberia, las cuatro desaparecidas no dieron señales de vida durante casi tres semanas. Veinte días de silencio en el transcurso de los cuales se dirigieron hacia el sur, cada una por su lado, siguiendo el golfo de Guinea. Todas iban tras la pista de Caleb.
El anuncio siguiente lo publicó el 7 de agosto Sandy Clarks en las columnas del diario nacional de la República Democrática del Congo. El texto cifrado anunciaba que una anciana recoleta negra acababa de ser asesinada en su convento de Kinshasa. Las otras tres desaparecidas se reunieron con ella al día siguiente y registraron la celda de la difunta. Según el expediente, Caleb había conseguido recuperar un fragmento del evangelio de Satán que unas recoletas de la Edad Media habían copiado antes de que el manuscrito se perdiera. Ese fragmento contenía suficientes secretos para justificar la muerte de las que garantizaban su custodia desde hacía siglos.
Parks pasa la página y encuentra el mensaje que Sandy Clarks publicó un mes más tarde en el periódico sudafricano Mail amp; Guardian. Acababa de llegar a la costa del Pacífico, al puerto de Durban, donde estaba investigando en los barrios bajos contiguos a los muelles. Allí encontró algo. El anuncio, muy breve, rezaba así:
Queridas primas:
Tía Jenny gravemente enferma.
Hospital Addington de Durban.
Venid enseguida.
Marie examina el informe del teniente Mike Douwey, de la policía criminal del condado de Durban. El funcionario exponía con todo detalle la hospitalización urgente de una anciana religiosa, una recoleta, a la que habían encontrado crucificada en la celda de su convento, en la provincia de Kwazulu-Natal. Una chica que afirmaba ser su sobrina era quien había encontrado a la desdichada. Sus primas se reunieron con ella al día siguiente y se relevaron a la cabecera de la moribunda. La anciana entregó el alma poco antes del alba y las cuatro chicas desaparecieron. Caso archivado por falta de pistas. Parks deja escapar un suspiro. Las otras tres religiosas ni siquiera perdieron el tiempo contestando al mensaje acuciante de Sandy Clarks. Acudieron desde Botswana, Namibia y Mozambique para ayudar a su hermana, que había estado a punto de atrapar a Caleb. Llegaron unos segundos tarde, unos segundos que le habían costado la vida a otra recoleta.
Según las notas encontradas en los apartamentos de las desaparecidas en Hattiesburg, la anciana crucificada recobró el conocimiento poco antes del alba. Tuvo el tiempo justo de decir que la había crucificado un monje y que ese monje llevaba en los antebrazos las escarificaciones de los Ladrones de Almas. Añadió que las puertas del Infierno estaban abiertas y que los ejércitos de la Bestia estaban extendiéndose por el mundo. Mary-Jane Barko se inclinó entonces sobre ella para preguntarle si Caleb había conseguido llevarse algo de su celda. En ese momento, la anciana intentó estrangularla. Las otras tres mujeres se abalanzaron sobre ella para reducirla, pero la pobre loca se debatía de tal manera que las religiosas notaron cómo sus brazos y sus piernas se fracturaban bajo sus manos. Tras proferir un grito con una voz que no era la suya, la recoleta murió.
Parks cierra los ojos. Chorradas, todo eso eran chorradas. La recoleta debía de ser una de esas viejas chifladas de las que los manicomios están llenos. Desde luego, no había visto los ejércitos de Satanás. No. No podía haber visto eso.
Marie vuelve a sumergirse en la lectura. Después de Durban, las cuatro desaparecidas persiguieron a Caleb a lo largo de las costas de Sudáfrica. Mil seiscientos kilómetros hasta El Cabo acosando a un fantasma cuyo rastro se disipaba poco a poco como huellas en la arena.
El 16 de octubre, las religiosas llegaron a los acantilados de Cape Point, en el extremo del continente africano. Cuatro chicas silenciosas y extenuadas sumergieron la mirada en las aguas oscuras del cabo de Buena Esperanza, donde un carguero portacontenedores que acababa de zarpar de la bahía de False luchaba duramente contra las corrientes.
Ahí era donde la pista de Caleb se interrumpía, al final del continente negro, en el lugar preciso donde la espuma del Atlántico se junta con la del océano Índico para formar un solo e inmenso desierto frío y movedizo. Ahí fue también donde las cuatro religiosas comprendieron que habían perdido la batalla.
A cuatro kilómetros en dirección sur, el Antártico y sus hielos eternos. Nada entre los dos, ni siquiera un islote, una roca que emergiera de las frías aguas. Al oeste, ocho mil kilómetros de océano separaban África del continente sudamericano. Al este, el mismo abismo hasta las costas de Australia. Aquel día, Mary-Jane Barko escribió en su libreta:
Que Dios nos perdone
y nos proteja en lo sucesivo
del gran mal que se propaga.
Los altavoces de la cabina anuncian que el aparato acaba de cruzar la frontera de Nebraska y que la temperatura está bajando, señal de que se prepara una tormenta de nieve sobre las montañas Rocosas. Parks alza los ojos del expediente y pega de nuevo la nariz contra el ojo de buey. El mar verde de las grandes llanuras se extiende ahora hasta el horizonte. Contempla la fina película de escarcha que se forma en la superficie del plexiglás y borra poco a poco el paisaje. Un espeso penacho de condensación escapa de las turbinas y las alas empiezan a brillar en el aire glacial. Marie aguza el oído. El siseo de los reactores cambia a medida que el piloto da más potencia para compensar el peso del hielo que se forma sobre la carlinga. La joven maldice a Crossman pensando en el frío que pasará antes de llegar a ese dichoso convento perdido en medio de las Rocosas. Se sumerge de nuevo en la lectura.
Ningún signo más de vida en los principales periódicos del planeta después de Durban. Y, en la libreta de Mary-Jane Barko, la caza del hombre parecía terminar ahí, en la punta de África. Los ojos de Parks se agrandan al ver, unas páginas más adelante, un informe de la policía marítima sudafricana. El documento, muy deshilvanado, habla de diversos fenómenos extraños que tuvieron lugar en las aguas de las islas de Tristan da Cunha, un archipiélago perdido en medio del Atlántico, a más de dos mil quinientos kilómetros de las costas sudafricanas, la noche del 27 al 28 de octubre, es decir, una semana y media después de que las religiosas hubieran perdido el rastro de Caleb.
Al captar un mensaje de petición de auxilio procedente del Melchior, un portacontenedores que se dirigía a Argentina tras haber hecho escala en El Cabo, el paquebote Sea Star puso rumbo en plena noche hacia la señal. El informe precisa que el Sea Star paró máquinas ante el Melchior, cuya proa golpeaba las olas de un modo que parecía indicar que el carguero iba a la deriva.
Los marineros del Sea Star subieron a bordo y recorrieron las cubiertas desiertas. Luego, una voz neutra anunció por radio que la zona de las crujías estaba empapada de sangre y que había numerosas señales de lucha, descargas de perdigones en las paredes y balas perdidas en las puertas de los camarotes. Más allá, los marineros del Sea Star encontraron cuatro cadáveres horriblemente mutilados. Los cuerpos estaban despedazados de manera incomprensible. Después siguieron hasta la pasarela, donde los supervivientes del Melchior se habían refugiado antes de que aquella cosa los atrapara.
Como vieron que faltaba un bote salvavidas, el capitán del Sea Star mandó hacer un barrido sobre el mar con sus potentes focos. En vano. Así pues, tras haber alertado a la policía marítima sudafricana, el Sea Star reanudó su ruta hacia el oeste.
Parks, febril, pasa las páginas del informe Crossman para confirmar las fechas. Dos meses de silencio habían transcurrido desde Durban cuando Patricia Gray publicó otro anuncio en el periódico La Nación, de Buenos Aires. La caza del hombre se había reanudado. Marie vuelve unas páginas atrás y lee el destino del Sea Star. Punta Arenas, un puerto de Tierra de Fuego situado en el extremo del continente sudamericano. Cierra los ojos para luchar contra el vértigo que se apodera de su mente. Caleb se había marchado de El Cabo a bordo del carguero Melchior, el portacontenedores que las religiosas habían visto debatirse contra las corrientes mientras contemplaban las aguas oscuras en el extremo sur de África. Debió de esconderse en la bodega de la embarcación. Probablemente, mientras el carguero se acercaba al archipiélago de Tristan da Cunha, un marinero lo descubrió y Caleb mató a la tripulación. Había visto las luces del Sea Star a través de los cristales mugrientos de la pasarela donde acababa de acorralar a los supervivientes del Melchior. Entonces soltó una chalupa, se zambulló en el mar y nadó con todas sus fuerzas para apartarse del estrave del paquebote que se acercaba. Luego consiguió subir al Sea Star, donde permaneció escondido hasta que el barco llegó a su destino.
Cientos de turistas dormidos sobre Caleb. Parks siente náuseas al imaginar qué habría pasado si un marinero del Sea Star hubiera despertado a la Bestia.
Después de oír hablar de la matanza que había tenido lugar en el Melchior, las cuatro religiosas emprendieron el vuelo desde el extremo sur de Chile. Aterrizaron en el aeropuerto Carlos Ibáñez, de Punta Arenas, unas horas antes de la llegada del Sea Star. Fueron al puerto y esperaron a que el humo del paquebote apareciera a lo lejos. Dorothy Braxton fue la primera en verlo, mientras el barco remontaba lentamente las aguas blancas del estrecho de Magallanes.
Las religiosas enfocaron con sus prismáticos las cubiertas exteriores, donde se apiñaban cientos de pasajeros. Los examinaron detenidamente y luego los observaron mientras bajaban por las pasarelas que los marineros acababan de colocar. Ni el menor rastro de Caleb.
Las cuatro hermanas esperaron hasta la noche para subir a escondidas a bordo del Sea Star y registrar las bodegas a la luz de sus linternas. Encontraron el escondrijo de Caleb en un conducto de climatización bajo la línea de flotación. Así era como procedían desde hacía meses: fijándose en los signos de muerte y desolación que Caleb dejaba tras de sí. Cadáveres de ratas, insectos muertos y moscas. Pero en esa ocasión otro indicio atrajo su atención: encajonado en las tinieblas durante los dieciséis días de la travesía, Caleb había grabado en la pared del conducto un bosque de cruces y un océano de rostros gritando en la tormenta. El coro de las almas condenadas. Debajo de ese fresco, había añadido una inscripción latina que las religiosas fotografiaron:
Ad Majorem Satanae Gloriam. A la mayor gloria de Satanás.
A continuación, las religiosas registraron los conductos de ventilación hasta llegar a la sala de máquinas, pero fue en vano. Caleb debía de haber saltado del paquebote a cierta distancia de la costa, pero había dejado tras de sí suficientes indicios para reanudar la caza del hombre.
Parks vuelve atrás, hasta el anuncio que Patricia Gray publicó el 16 de noviembre en el diario La Nación de Buenos Aires, es decir, unos días antes de que atracara el Sea Star.