Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
El asesino estaba cepillándole el pelo a su víctima cuando Parks se le acercó por la espalda. Le pegó el cañón de la pistola detrás de la oreja a la vez que murmuraba «FBI». No demasiado fuerte, justo lo necesario para que el ruido de las olas no cubriera su voz. Tal como había imaginado, él desenfundó un puñal; la hoja brilló bajo la luna. Entonces, Parks cerró los ojos y vació un cargador a quemarropa. Oyó el crujido del cráneo de Gillian al partirse por efecto de los impactos y vio cómo su sangre salpicaba la arena. Aspiró el olor de su cerebro chamuscado. Después se obligó a abrir los ojos y a contemplar el cuerpo, a tocarlo para sentir la vida que escapaba de él. Gracias a las lágrimas que brotaron de sus ojos, Marie encontró por fin la salida del laberinto.
A medida que avanza hacia el viejo jesuita, Carzo distingue mejor la escena. El Ladrón de Almas ha izado al padre Jacomino medio muerto hasta una viga en la que le ha clavado los hombros, los codos y las manos. Seis clavos cuyas puntas se han abierto paso a través de las articulaciones antes de hundirse en la nudosa madera.
El sacerdote se queda inmóvil a unos centímetros del cuerpo suspendido en el vacío. De las heridas brotan unos regueros de sangre que serpentean por el cuello y el torso del anciano. El exorcista se acerca al jesuita. Un fuerte olor de amoníaco penetra en sus fosas nasales. Aparta la túnica de Jacomino y constata que el Ladrón de Almas le ha rajado el vientre unos centímetros a partir del ombligo, de manera que las tripas se agolpan contra la herida sin llegar a salirse. La muerte lenta.
Carzo se percata de pronto de que los chorros de sangre están aumentando, como si el corazón del anciano acelerara sus latidos.
—Padre Jacomino, ¿me oye?
La cabeza del torturado se levanta lentamente y Carzo clava la mirada en los ojos reventados del jesuita.
—Padre Jacomino, soy yo, Alfonso.
Una respiración ronca. La voz rota del anciano retumba en la sala.
—Dios mío, Alfonso, se acerca. Vuelve a por mí. Mátame antes de que se apodere de mi alma.
—¿Quién se acerca?
—Él. Vuelve en busca de mi alma para llevársela. Es así como actúan. Esa cosa te estrangula el alma y se la lleva. No se lo permitas, Alfonso. Mátame antes de que pierda la fe y esa cosa me lleve con ella.
—No puedo hacer eso, padre Jacomino. Sabe muy bien que no puedo.
El anciano crucificado se yergue y profiere un largo alarido de desesperación:
—¡Señor todopoderoso! ¡Ya no creo en Dios, Alfonso! ¿Me oyes? ¡Mi fe está extinguiéndose y arderé en el Infierno si no me matas ahora mismo!
El cuerpo de Jacomino cae de nuevo con todo su peso. La sangre que mana de sus heridas gotea sobre el suelo. Con los ojos llenos de lágrimas, Carzo se inclina y susurra:
—Padre, es usted quien asesina su alma pidiéndome que le quite la vida. Recuerde que Dios le mira y que es durante su agonía cuando juzgará su fe. Recuerde también que no hay ninguna falta, ningún crimen que Nuestro Señor no pueda perdonar. ¿Desea que le escuche en confesión antes de comparecer ante su Creador?
Jacomino levanta la cabeza. Sus ojos reventados parecen escrutar las tinieblas.
—Ya no nos queda tiempo para esas cosas. Los Ladrones de Almas han regresado y el gran mal se extiende de nuevo. Mi salvación a cambio de lo que voy a revelarte. Reza por mí. Haz celebrar misas por el descanso de mi alma.
—Padre, es su arrepentimiento lo que lo salvará, no mis remordimientos.
—Calla, pobre loco, no tienes ni idea de lo que se acerca.
Carzo se yergue. La voz del anciano está cambiando.
—Le escucho.
—La misión jesuita de Manaus, así como muchas otras misiones del mundo, recibe correos secretos que tenemos orden de transmitir al Vaticano. Quien envía esos correos codificados es un cardenal del entorno del Papa que consiguió infiltrarse, hace años, en una cofradía secreta que había contaminado el Vaticano justo después de las cruzadas y que desde entonces crece en su seno como un tumor.
—¿Una conspiración contra la Iglesia? ¿Cómo se llama esa cofradía?
—El Humo Negro de Satán. Es una secta que desciende de la orden del Temple. Intentan apoderarse del trono de san Pedro. Los Ladrones de Almas son su brazo armado.
—¿Usted conoce a esos miembros de la cofradía del Humo Negro?
—Nadie ha visto nunca sus caras. Ni siquiera ese cardenal infiltrado cuya identidad desconozco. Lo único que sabemos es que ocupan la mayoría de los puestos clave del Vaticano y que han tejido vínculos estrechos con las sectas satánicas de todo el mundo. Siguen un plan de varios siglos de antigüedad y son una treintena de cardenales dispersos por el mundo, suficientemente poderosos ahora para dirigir los cónclaves. Saben que la Iglesia ha mentido y quieren tomar el control del Vaticano para revelar esa mentira al mundo.
—¿Qué mentira?
—Todo… Todo está en la Cámara de los Misterios. Una estancia oculta a la que se llega por un pasadizo secreto desde la gran sala de los archivos del Vaticano. Esa estancia no figura en ningún plano. Ahí es donde se depositan los correos prohibidos de los papas y las pruebas de la conspiración. La Cámara se abre desplazando unos libros de una estantería… Hay que retirar de los estantes siete libros según una combinación de citas latinas correspondientes a dichas obras. El cardenal del Humo Negro me transmitió un duplicado de esa lista. Para mayor seguridad, hice enviar ese documento a un lugar secreto en Estados Unidos. Ahí es donde tendrás que ir para recuperarlo.
—Padre…
—Calla, Alfonso, no nos queda tiempo.
Carzo seca la frente de Jacomino. El anciano no puede más.
—La semana pasada recibí un correo por el canal de urgencia. El cardenal acababa de descubrir algo grave que tuvo tiempo de transmitirme.
—¿Qué?
—Está todo en una carpeta que mandé depositar en una consigna del aeropuerto de Manaus. Los correos secretos circulan a través de las consignas de los aeropuertos. Ahí encontrarás también un billete de avión para Estados Unidos. Tenía pensado tomar el vuelo de esta noche para recuperar la lista de citas antes de ir al concilio que se celebrará en el Vaticano. Pero ahora ya es demasiado tarde.
Carzo está a punto de contestar cuando nota un soplo glacial en los tobillos. El anciano se yergue. Al fondo de la sala, la puerta de la biblioteca acaba de abrirse.
—¡Señor, es él! ¡Ya llega!
—Padre Jacomino, ¿esa mentira que la cofradía del Humo Negro utiliza tiene alguna relación con el azote de los olmecas?
El viejo jesuita se sobresalta.
—¿Qué dices?
—He descubierto unos frescos muy antiguos en un templo perdido en medio de la jungla. Unos frescos que representan a las primeras criaturas del mundo y al arcángel Gabriel entregando el fuego a las tribus amerindias. El fresco más grande narraba la venida y la muerte de un Jesucristo lleno de odio y de resentimiento. Algo que al parecer liberó el gran mal. ¿Tienen los documentos guardados en la Cámara de los Misterios alguna relación con eso?
—Señor, es todavía más grave de lo que imaginaba…
Suenan unos pasos sobre el mármol de la biblioteca. Carzo se vuelve y ve que los haces luminosos parpadean y se apagan uno tras otro. Sus fosas nasales olfatean el aire. Acompañando el remolino que levanta los montones de documentos esparcidos por el suelo, un fuerte olor de violetas invade la sala.
—Vete ya, Carzo. Vete sin mirar atrás. Es su espíritu el que está aquí, no su envoltorio. No puede hacer nada contra ti si te das prisa.
—Padre, no ha contestado a mi pregunta sobre los olmecas. ¿Qué pasó en la selva?… ¿Padre?… ¡Padre!
Jacomino emite un estertor y su cabeza cae. Carzo coloca una mano sobre los cabellos del torturado y recita en voz baja la oración por los difuntos. En cuanto acaba de pronunciar las últimas palabras, la cabeza del anciano se yergue sonriendo. Su voz ha cambiado:
—¿Quién está ahí?
El exorcista retrocede unos pasos mientras la cosa que se ha apoderado del anciano aspira su olor.
—¿Eres tú, Carzo? ¿Qué te ha contado ese viejo?
—Pregúntaselo tú mismo.
Una risa clara escapa de la garganta del anciano.
—Tu amigo ha muerto, Carzo, y yo no tengo el poder de leer en el corazón de los muertos.
—Entonces, libera su alma y yo te responderé.
—Demasiado tarde.
—Mientes. Sé que todavía está aquí.
—¡Cómo vas a saberlo, pobre loco!
Carzo alza los ojos y contempla las manos del crucificado, que se crispan alrededor de los clavos.
—Sus palmas todavía sangran: su corazón sigue latiendo.
Otra carcajada agita la garganta del anciano.
—Sí, pero va a morir ahora mismo. Y devoraré su alma con la tuya.
Sin apartar la vista de la criatura, que intenta localizar su posición, el sacerdote retrocede lentamente hacia el escritorio en el que destaca el Tratado de los Infiernos.
—¿Adónde vas, Carzo?
La voz de la Bestia delata un velo de inquietud. El exorcista rodea el escritorio y limpia la sangre que cubre el manuscrito. El rito de las Tinieblas. El texto está escrito en una lengua tan antigua que se pierde en la noche de los tiempos. Carzo busca la fórmula que necesita. Una vez la ha encontrado, se concentra para expulsar el miedo que invade su mente. Luego levanta la mano hacia la cosa y pronuncia con voz potente:
—Amenach tah! Enla amalach nerod!
—¡Ah! ¡Me quemo! ¿Qué estás haciendo, Carzo?
—¿Por qué le has reventado los ojos?
—¡No he sido yo! ¡Ha sido él! ¡Se lo ha hecho él mismo con un trozo de madera antes de que devorara su alma!
—¿Sabes por qué ha hecho eso?
—¡Me quemo, Carzo!
—Lo ha hecho para que su cuerpo se convierta en tu prisión. Porque ningún espíritu puede escapar de un cuerpo ciego antes de que ese cuerpo fallezca. Está en el rito de las Tinieblas.
La cosa retuerce los labios.
—Va a morir, Carzo. Va a morir ahora mismo y yo escaparé de su envoltorio para apoderarme del tuyo.
—Su alma ya no te pertenece. Se ha confesado de sus pecados y ha recibido la absolución.
—¿Y qué, Carzo?
—Que has cometido el crimen de posesión de un alma redimida por el Señor. Su muerte no te liberará. Amenach tah. Enla amalach nerod. Mediante estas palabras te condeno al encierro perpetuo.
Un ronquido agónico escapa de los labios de Jacomino.
—Alguien vendrá a liberarme, Carzo. Alguien descubrirá los cuerpos de tus amigos y me liberará.
—Excepto los jesuitas que has asesinado, nadie conoce la existencia del pasadizo que conduce hasta aquí. Yo lo sellaré cuando me vaya y tú continuarás gritando hasta el fin de los tiempos.
Una vez pronunciada su sentencia, Carzo se aleja de la criatura, que se debate en un intento de arrancar los clavos. Ha recorrido media biblioteca cuando un grito de odio lo alcanza en la oscuridad:
—¡Esto no ha terminado, Carzo! ¿Me oyes? ¡No ha hecho más que empezar!
El exorcista cierra la puerta de la biblioteca. La voz de la Bestia lo persigue hasta el final del sótano; luego, los gritos van debilitándose a medida que sube la escalera que lleva al coro de la catedral. Justo antes de marcharse, bloquea el mecanismo. El pedestal de cemento gira sobre su eje y la imagen se inmoviliza emitiendo un chasquido: la entrada del panteón de los jesuitas queda condenada para siempre.
Una señal sonora avisa a Parks de que se ha establecido la conexión con el laboratorio vigía de Quantico. Sus dedos vuelan sobre el teclado para introducir su contraseña. La joven entra en la página del servicio de identificaciones morfológicas. En el formulario, marca las opciones que corresponden con el perfil de Caleb: hombre, entre treinta y cinco y cuarenta años, caucásico, piel clara, pelo castaño, ojos azules. En vista de que las huellas dactilares de Caleb no están fichadas en ninguna parte, Parks se salta el campo correspondiente y entra directamente en las características de las huellas dentales. Rellena también los campos de osamenta y musculatura y precisa las especificaciones morfológicas del asesino: la nariz, la barbilla, la distancia entre los ojos y la implantación de las cejas.
Cuando todos los campos están llenos, Marie abre el expediente preparado por Crossman y saca una foto del rostro de Caleb destrozado por los impactos. Un primer plano. Lo escanea y lo envía al banco de datos. Después pone en marcha el programa morfológico que, basándose en la fotografía y en las indicaciones del formulario, reconstruye la mitad que falta de la cara.
Primero la parte inferior: la curva de la barbilla, la línea de los labios y las hendiduras maxilares. Después las mandíbulas, que se dibujan lentamente ante los ojos de Parks. Por último los dientes, que se reconstruyen, y las encías reventadas por los disparos, cuya carne se cierra progresivamente alrededor del esmalte.
El programa emite unos bips y a continuación pasa a la parte superior del rostro: remodela la nariz, las sienes, las órbitas y la frente, en función de la posición de los ojos y de la implantación del cabello. Ante la mirada de Parks, las heridas abiertas en el cuero cabelludo desaparecen y la caja craneana se suelda. El programa reconstruye poco a poco la piel que envuelve el rostro descarnado. Por último, lo junta todo y proyecta el resultado definitivo en la pantalla.
Marie nota que se le hace un nudo en la garganta al descubrir el verdadero rostro de Caleb. Mira detenidamente las órbitas y la espesura de las cejas que coronan la mirada fría del asesino de Hattiesburg. Un rostro sembrado de forúnculos y de cicatrices, que Parks introduce sin muchas esperanzas en los módulos de búsquedas. El sistema empieza a barrer los archivos de las policías de todo el mundo. Cuatro retratos aparecen a la derecha de la pantalla, para desaparecer a continuación mientras el sistema afina la búsqueda. Luego, la respuesta «Not match found» parpadea. Tal como había previsto, Caleb no está fichado en ninguna parte.
Parks introduce entonces el ADN del asesino e inicia una nueva búsqueda en los archivos informatizados de la policía científica. Por el sistema desfilan los cientos de miles de fragmentos genéticos que contiene su memoria. Vacila un momento ante un grupo de diez muestras que presentan una similitud en las primeras secuencias. Después recorre rápidamente los últimos fragmentos del grupo e informa del fracaso de este nuevo intento. Parks se frota las sienes y enciende un cigarrillo contemplando el cielo bajo por la ventana del despacho. Expulsa una bocanada de humo y sus dedos vuelan de nuevo sobre el teclado. Abandona la búsqueda por asesino para concentrarse en el modus operandi del crimen y pide al sistema un análisis de los diversos asesinos registrados en la base de datos bajo el epígrafe «asesinos místicos», pero restringiendo la búsqueda a los profanadores de cementerios y a los psicópatas cuyos crímenes siguen el rito religioso de la crucifixión. Un asesino preferentemente escarificado, un monje. Temiendo reducir en exceso el campo de investigación, cambia de opinión y borra estos últimos criterios. Después introduce «diez años» en el campo «período al que se refiere la búsqueda» y pulsa la tecla «intro».