Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
Sus pasos se alejan. Se le oye murmurar en la distancia; luego vuelve a acercarse a la grabadora. Frufrú de sotana: se agacha. Un choque. Un grito sofocado. Unos ruidos húmedos y metálicos, como puñaladas. Una última queja resuena bajo la bóveda. Ahí acaba el camino de Ballestra. La inspectora se está inclinando para examinar más de cerca los rastros de su agonía cuando sus gafas de visión nocturna perciben una forma azulada que avanza disimuladamente entre los pilares de la Cámara de los Misterios.
Una vez ha guardado su macabro descubrimiento, Landegaard ordena a su escolta que abra un camino en el precipicio con cuerdas y clavijas a fin de izar a los notarios y sus baúles de registros. Por su parte, tras negarse a que tiren de él como si fuera una mula, se ata una cuerda a la cintura y efectúa el ascenso solo.
—Ánimo, muchachos, ya estamos cerca.
El inquisidor acaba de llegar a la cima de las murallas y pasa por encima del parapeto agarrándose de la mano que le tiende uno de sus guardias. Después se asoma al vacío para guiar con la voz a los aterrorizados notarios, a los que la escolta iza con la fuerza de sus brazos. Abajo, los cadáveres de las recoletas parecen contemplar el cielo.
Reunida su tropa en la explanada, Landegaard se dirige hacia la pesada puerta de hierro que comunica con el convento. Acerca los ojos al ventanillo, que está abierto. Al otro lado, una amplia sala con las paredes encaladas. Ni el menor movimiento en los pasillos, ni el menor ruido salvo los silbidos de la brisa que circula entre las vidrieras, que las recoletas han olvidado cerrar.
Después de abrir con su llave maestra de inquisidor, Landegaard y sus hombres se reparten el edificio: mientras que un puñado se reserva los pisos superiores, el inquisidor y su guardia toman la escalera que desciende hacia las salas secretas del convento. Allí, al ver las puertas derribadas y las bibliotecas volcadas, Landegaard comprende que lo irreparable se ha producido.
Arrodillado al pie de la chimenea, contempla los compactos montones de ceniza que las corrientes de aire arremolinan en el hogar. A juzgar por los cristales de hielo que se han formado en el conducto, los fogones deben de haber permanecido apagados durante largos meses. Removiendo cuidadosamente las cenizas con ayuda de un atizador, la mano enguantada de Landegaard halla fragmentos de papel chamuscado y trozos de cubiertas. Pasa un dedo por la capa de hollín adherida a los morillos. Su olfato identifica sin dificultad un depósito pegajoso: el olor del cuero con que se cubren los manuscritos. El inquisidor se vuelve hacia las estanterías derribadas. Las recoletas, atrapadas, aplicaron al pie de la letra la regla de las bibliotecas prohibidas: destruir las obras antes que dejar que el enemigo se apodere de ellas.
Landegaard continúa removiendo las cenizas. Esquirlas duras y blancas han caído al fondo del hogar. Las recoge y las examina en silencio. Parecen huesos. Después encuentra una muestra mucho mayor y la saca con unas pinzas: un trozo de tibia humana seca y quebradiza, que el fuego ha devorado en unos minutos. Guarda su hallazgo en un estuche de terciopelo y examina el suelo. Huellas de bota aparecen encima de las de sandalia; botas de jinete con las suelas llenas de barro han manchado ese lugar preservado. Otras huellas de sandalia se detienen al pie de una pared donde el ojo experto del inquisidor adivina el ligero hundimiento de una puerta secreta. Tocando el tabique, enseguida localiza el mecanismo que acciona la apertura. El tabique gira con un chirrido de bisagras. Una estancia secreta. Las mismas huellas de sandalia en el polvo. Un escondrijo abierto en la pared. En el centro de la habitación, Landegaard ve unos cofres abiertos y unos trozos de lona. Entonces comprende que los huesos que acaba de encontrar en el hogar proceden del esqueleto de Janus. Pero —en esto el inquisidor es tajante-entre las cenizas no había ni dientes ni articulaciones de mandíbulas, por lo que se aferra a esa esperanza. Con un poco de suerte, la recoleta que recuperó la osamenta quizá logró salvar el cráneo de Janus. A no ser que muriera en el transcurso del ataque y que las dos reliquias acabaran cayendo en manos del enemigo, lo que sería una catástrofe sin precedentes en la historia de la Iglesia. Porque, si los secretos que contiene el evangelio llegaran a ser revelados en estos tiempos de peste y de caos, la cristiandad se derrumbaría en unas semanas. Ciudades y continentes destruidos a sangre y fuego, el fin de los reinos y de los imperios, ejércitos de criminales incendiando las iglesias y colgando a los clérigos de los árboles antes de dirigirse a Roma para destituir al Papa. Mil años de tinieblas abatiéndose sobre el mundo. El reinado de la Bestia.
Landegaard se dispone a salir de la estancia secreta para reunirse con sus hombres cuando un largo toque de cuerno suena en los pisos superiores del convento. El destacamento enviado a esa parte del edificio acaba de encontrar algo.
El asesino que avanza en la Cámara de los Misterios parece desplazarse rozando el suelo. Lleva un sayal y una capucha de monje que oculta completamente su rostro.
Valentina se refugia detrás de un pilar y desenfunda su Beretta. Inserta una bala en la culata y hace saltar el seguro. A continuación aguza el oído. El monje no hace ningún ruido al caminar.
Cuando considera que el asesino se encuentra a menos de cincuenta metros de ella, sale de detrás del pilar y apunta a la forma que avanza a la luz azulada de sus gafas.
—¡Alto! ¡Policía!
La reacción del monje ante esta intimidación es prácticamente nula. Valentina siente que el estómago se le contrae. O ese tipo está sordo o es un tarado declarado. Levanta el martillo del arma.
—Se lo advierto, ¡deténgase inmediatamente o disparo!
Ve brillar en la oscuridad el destello de una hoja mientras el monje abre los brazos. Una potente oleada de cólera mezclada con terror la invade.
—Escúchame atentamente, cabrón de mierda, o sueltas el arma ahora mismo o te mato como a un perro.
El monje levanta la cabeza. Valentina ve brillar sus ojos en la oscuridad de la capucha. Siente que su vejiga se contrae. El asesino sonríe.
La inspectora dispara cuatro balas seguidas que alcanzan al monje en el hombro. El primer impacto lo detiene en seco. Los otros le hacen retroceder unos pasos. Valentina oye rebotar los casquillos en el suelo. Cuando lograr ver a través del humo que escapa de la culata, se da cuenta de que el monje sigue avanzando. Se esfuerza en calmar los latidos desbocados de su corazón y apunta con el arma al tórax del hombre. Luego, con un pie hacia atrás, como en los entrenamientos, dispara nueve balas blindadas que destrozan el pecho del monje y proyectan largos chorros de sangre tras producirse los impactos. El hombre cae de rodillas. Nueve casquillos humeantes quedan depositados sobre el polvo. Cuando Valentina vuelve a abrir los ojos, el olor de la pólvora le quema las fosas nasales. Se estremece al ver que el monje se levanta lentamente. Titubea un instante y luego echa a andar apretándose las heridas con una mano.
«Dios mío, es imposible…»
El pulgar de la joven libera el cargador vacío, que rebota en el suelo. El monje está a diez metros escasos. La inspectora introduce otro cargador y lo vacía gritando con todas sus fuerzas:
—¡Mierda! ¿Es que no vas a palmarla nunca, pedazo de bestia?
La capucha parece caer bajo la ráfaga de proyectiles que hacen estallar el rostro del monje. Este titubea y suelta el puñal, después de lo cual cae de rodillas y se desploma.
Valentina expulsa el segundo cargador, vacío, introduce el último que le queda y, con un chasquido, inserta una bala en la recámara. Sin aliento, avanza lentamente hacia el asesino. Apuntando a la capucha empapada de sangre, dispara cuatro tiros más que retumban en el silencio. Cuando está segura de que el monje no volverá a levantarse, rompe a llorar.
Hace cada vez más frío. El padre Carzo contempla las marcas violáceas que las tiras de cuero dibujan en los antebrazos de Parks. La respiración de la joven continúa siendo sibilante. Sin embargo, el ritmo al que su pecho se mueve no corresponde en absoluto a esa respiración, como si algo respirara a través de ella, algo que se apodera progresivamente de su cuerpo. O más bien como si, tomando poco a poco el control de Parks, esa cosa se hiciera cada vez más… presente. Sí, es eso lo que le hiela la sangre a Carzo mientras el rostro de la joven se contrae: la cosa que crece en Parks está imponiéndose.
—¿Marie?
Un silbido ronco y profundo. Las tiras de cuero se tensan debido a la presión de los antebrazos. Carzo se vuelve. Los colores del refectorio están cambiando y los antiguos tapices que lo decoraban en la Edad Media reaparecen. Sus motivos cubren ahora las manchas claras que dejaron en las paredes. Colgaduras cargadas de polvo y de recuerdos. Carzo se sobresalta al oír el lamento de un cuerno a lo lejos. Se vuelve hacia Parks y se da cuenta de que lo observa fijamente.
—¿Marie?
El sacerdote clava la mirada en la de la chica. No son sus ojos.
—¡Por el amor de Dios, Marie! ¡Tiene que despertar! ¡Estoy perdiéndola otra vez!
Silencio. Luego, un sonido de cuerno en las tinieblas. Carzo se yergue al oír ruido de botas en la escalera de la fortaleza.
—¿Marie?
Una voz grave y melodiosa hace vibrar la garganta de Parks:
—Mi nombre es Thomas Landegaard, inquisidor general de las marcas de Aragón, Cataluña, Provenza y Milán.
—Marie, sea buena y despierte.
Las correas ceden con un chasquido mientras la joven se levanta y se dirige hacia las mesas del refectorio.
Valentina abandona el cadáver del monje en la Cámara de los Misterios para seguir el rastro de sangre que este dejó en el suelo al arrastrar el cuerpo de Ballestra. Al fondo de la sala, toma un pasadizo secreto que ha quedado abierto en la pared.
Cada vez más fuertes a medida que la inspectora sube los peldaños, las notas del órgano hacen vibrar el silencio. Al final de la escalera, sale del pasadizo y examina el túnel estrecho y abovedado al que acaba de llegar. Reconoce el cubículo iluminado donde descansan los restos de san Pedro. Por tanto, se encuentra en la galería abierta al público que pasa por debajo de la tumba de la basílica. Tras guardar la automática, Valentina sube los pocos peldaños que la separan de la superficie.
* * *
El órgano ataca los primeros compases de la Pasión de Bach cuando ella sale en medio de la multitud de peregrinos. Se apoya en un pilar; después de la atmósfera cerrada de la Cámara, los vapores de incienso y las notas ensordecedoras de la música sacra han estado a punto de hacer que se desmaye. Expuestos ante el altar, los restos mortales del Papa están rodeados por un cordón de guardias suizos con uniforme de gala. Cuatro filas de cardenales con sotana púrpura están arrodillados al pie del féretro, un verdadero ejército de prelados que la multitud bordea al rodear el catafalco antes de dirigirse lentamente hacia la salida.
Apoyada en el pilar, Valentina piensa en qué haría esa multitud recogida y apenada si ella se pusiera de repente a gritar que tiene la prueba de que el Papa ha sido asesinado y de que son los cardenales quienes han cometido el crimen. Cierra los ojos para dejar de ver esos fantasmas que la rodean. Si gritara eso a través de los clamores del órgano, sin duda miles de rostros anónimos se volverían hacia ella, le sonreirían, tomándola por una loca, y reanudarían su procesión silenciosa al tiempo que los guardias suizos la detendrían sin brusquedad para entregarla a su comandante. «No. Se abalanzarían sobre mí para devorarme viva».
Valentina se estremece. Por esa razón no dice nada y se deja llevar por la riada de gente hacia la salida. No obstante, echa un vistazo por encima del hombro y ve que el comandante de la guardia murmura algo al oído del camarlengo Campini, arrodillado en un reclinatorio. El anciano escucha con la cabeza baja. Luego susurra a su vez unas palabras al oído del comandante. Parece furioso. El coloso se incorpora y hace una seña a un destacamento de su guardia, que desaparece tras él por una puerta secreta.
La joven intenta abrirse paso a codazos para llegar más deprisa a la salida, pero la afluencia es tal que lo único que consigue es atraer miradas molestas y provocar murmullos de reprobación. Diez minutos más tarde, cuando llega por fin al pórtico azotado por la lluvia, el destacamento de los guardias suizos ya ha tomado posición allí. Apostado en lo alto de la escalera, el comandante mira pasar la multitud. No, escruta las caras. El viento que barre la plaza hace tiritar a Valentina. Su primer impulso es retroceder, pero la muchedumbre se lo impide. Entonces se refugia bajo un paraguas, dirige una sonrisa al peregrino que le presta cobijo y aprovecha para pegarse a él mientras la procesión pasa por delante de los guardias. Siente que la mirada del coloso se detiene sobre el paraguas. Intentando no apretar demasiado fuerte el brazo del peregrino, avanza. Ya está, acaba de llegar al final de la escalera. Mientras se pierde entre la multitud, echa un vistazo rápido por encima de su hombro. El coloso mira hacia otro lado. Suelta a su peregrino y se escabulle entre las columnas que bordean la plaza. Luego echa a correr sobre los adoquines húmedos del Borgo Santo Spirito y llega en unas zancadas al puente que cruza el Tíber. Allí, con los dientes castañeteando bajo la lluvia, conecta el móvil y marca el número personal de Mario Canale, el jefe de redacción del Corriere della Sera.
Mientras la alarma resuena en las tinieblas, el inquisidor y sus guardias corren por la escalera que conduce a las salas superiores del convento. Allí, llegan a un ancho corredor que asciende en suave pendiente. Al final, una puerta que da al refectorio y que Landegaard casi arranca de sus goznes empujándola con un hombro.
El hombre que ha tocado el cuerno está arrodillado en el suelo. Los demás guardias del destacamento están pálidos. Las recoletas asesinadas quedaron atadas sobre las mesas del refectorio con cuerdas de cáñamo. Como los cadáveres abotargados han empezado a descomponerse con el deshielo, regueros de líquidos corporales traspasan su ropa y se mezclan con la sangre seca que cubre la madera. Los olores se suman al de la sopa enmohecida que aún permanece pegada al fondo de las escudillas.
Pasando de una mesa a otra, Landegaard examina detenidamente los cuerpos. El estómago se le revuelve a medida que descubre el espantoso suplicio que las recoletas han sufrido: los ojos reventados, la lengua arrancada, el sexo profanado y los miembros desollados. Unas sevicias extremas que en ocasiones practica la Santa Inquisición. Pero con la diferencia de que, en este caso, esas torturas demuestran un odio y una furia tan desenfrenados que solo pueden haber sido cometidas por secuaces de Satán o por soldadotes abyectos. Quienes torturaron a las religiosas no solo intentaban hacerlas confesar; también querían vengarse de algo, como si ellos mismos hubieran sido interrogados de un modo similar en otros tiempos. Landegaard busca en su memoria. La última vez que la Inquisición había infligido semejantes tormentos fue cuarenta años atrás en las mazmorras del rey de Francia, cuando los templarios fueron torturados durante meses antes de confesar finalmente sus crímenes.