Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
A medida que la voz del sacerdote se aleja, la joven siente de nuevo que su cuerpo se distiende, sus manos se ensanchan y su piel y sus piernas se estiran. Su torso se cubre de vello y sus músculos aumentan de volumen. Por último, percibe el olor lejano de mugre que sube de sus axilas y su pubis. Como en el Cervino, otros olores empiezan a flotar en el aire caliente. Olores que se superponen poco a poco como las pinceladas de un cuadro. Olores apetitosos de piedra caliente, de miel y de matas de ortigas. Ruidos también: el ronroneo de una colmena, el chapaleo del agua sobre los guijarros, el chasquido de los zuecos sobre las piedras del camino, el zumbido de los insectos y los golpes que dan los caballos piafando en la pendiente. Luego, lo que queda de la conciencia de Parks detecta las mismas sensaciones que experimentó al meterse por primera vez en la piel de Landegaard. Reconoce el frotamiento de las riendas en sus manos y el estremecimiento de los flancos de su montura contra sus muslos.
Había hecho un calor atroz ese día, pero ni el ardor del sol ni los mosquitos sedientos de sangre habían conseguido turbar el descanso del inquisidor general, que se había dormido de nuevo a lomos de su caballo, con la espalda curvada y la barbilla contra el pecho. Cuando se yergue, Thomas Landegaard abre los ojos y contempla las aguas profundas del lago Mayor. A lo lejos, las torres de Maccagno Superiore se recortan contra el cielo rojizo del crepúsculo.
Con la piel de la cara enrojecida por el sol y el aire de las alturas, Landegaard y su escolta viajaron durante diez días por las crestas que unen el Cervino con el relieve abrupto de los montes de Ticino. Al amanecer del sexto día, el carruaje de un notario cayó por el precipicio. De pie sobre los estribos, Landegaard se asomó al abismo mientras el carricoche desvencijado rebotaba en las paredes. Sin una mirada para los supervivientes de su escolta, había hecho una seña indicando que reanudaran la marcha.
Ese día, al anochecer, tras horas buscando con los ojos el convento de las marianistas de Ponte Leone, cuyas torres deberían asomar en el horizonte, llegaron al fin a sus murallas carbonizadas e instalaron allí un pequeño campamento. Landegaard inspeccionó los pilares del claustro hasta encontrar las inscripciones que buscaba. La recoleta había hecho un alto allí y se había quedado unas horas, el tiempo de curar sus heridas. Cuando las marianistas descubrieron las reliquias que transportaba, la desdichada tuvo que proseguir su camino solitario hacia Maccagno. Landegaard adivinó sin dificultad qué sucedió después, al encontrar los restos de las marianistas crucificadas en las puertas del convento. Lo que significaba que los Ladrones de Almas se habían lanzado en persecución de la recoleta.
Los hombres de Landegaard se pusieron de nuevo en marcha cuando empezó a clarear. Bajaron de las cimas en dirección al lago Mayor, allá abajo, a lo lejos, en el valle. Hacía cada vez más calor. Apremiados por su señor, solo hicieron breves pausas hasta las murallas de Maccagno.
Parks, dormida, gime. Esos diez días de tristeza son los que acaba de descubrir en la memoria del inquisidor cuando este se despierta al acercarse a la abadía-fortaleza.
Al llegar al pie de las murallas, el inquisidor tira de la brida de su montura y levanta una mano enguantada. Detrás de él, los carruajes se detienen con un crujido de ruedas. Landegaard interroga al silencio. Ni un susurro, ni el menor graznido de cuervos. Levantándose sobre los estribos, grita tres veces el «quién vive» ante las murallas. Su voz rebota a lo largo de la pared y se pierde en el aire, entre el zumbido de los insectos. Landegaard aguza el oído. Nada. Entonces señala el mecanismo del puente levadizo a través de los barrotes del rastrillo. Sus ballesteros apuntan con el arma, pero, cuando se disponen a disparar, una vocecita procedente de las murallas pregunta quién va en esos tiempos de peste. Sorprendido, Landegaard tasca el freno de la boca de su montura, que se encabrita y levanta una nube de polvo. El inquisidor alza los ojos y ve una cabeza tonsurada que asoma por las almenas.
—¡Ah de las murallas! —dice, con las manos a modo de bocina—. Mi nombre es Thomas Landegaard, inquisidor general de las marcas de Aragón, Cataluña, Provenza y Milán. Tengo la misión de inspeccionar las congregaciones montañesas para comprobar que no les ha sucedido nada malo a las ciudadelas de Dios. Y te advierto, monje, que la peste está ahora en el norte y ya nada justifica que me desgañite como un cuervo para que bajes el puente a fin de recibir al embajador de Aviñón.
Otras tonsuras acaban de aparecer al lado de la primera. La brisa lleva a los oídos de Landegaard el conciliábulo que agita a los trapenses. Está a punto de montar en cólera cuando la primera tonsura se alza de nuevo por encima de las almenas.
—Gracias a Dios, excelencia reverendísima, nuestra congregación ha escapado al desastre. Pero me piden que os diga que deberíais seguir sin tardanza hasta la abadía de Santa Madonna di Carvagna, sobre el lago de Como. Unos vagabundos nos dijeron hace una luna que el gran mal ha sembrado muerte y desolación entre las filas de nuestros hermanos cistercienses.
Landegaard se vuelve hacia sus hombres, que le devuelven la sonrisa.
—Esa contestación me parece harto sospechosa, hermano trapense. Sabed que a un inquisidor de mi rango le tiene sin cuidado el parecer de los vagabundos sobre la dirección que debe tomar para cumplir su misión. Bajad el puente de inmediato para que compruebe con mis propios ojos que el mal no os ha afectado. ¡Bajadlo ahora mismo, o a fe mía que serán mis arietes quienes se encargarán de hacerlo!
Las tonsuras se mueven ahora en las almenas. El inquisidor cuenta dieciséis hombres, y una docena más que van y vienen agitando los brazos. Se oye un chirrido de cadenas mientras unas manos invisibles levantan el rastrillo. Tras haber dispuesto a sus ballesteros delante de él, Landegaard espolea a su montura.
Seguido de los carruajes, el inquisidor penetra en la fortaleza y observa a los trapenses, que se han agrupado en el patio. Cuarenta viejos monjes, sucios y atemorizados, que han sobrevivido milagrosamente a la plaga alimentándose de cuervos y de carne de perro, tal como atestiguan los esqueletos y los cráneos que alfombran el suelo. Esqueletos de gato y rabos de rata se descomponen entre el polvo. También restos de huesos de lechuza, que los viejos han roído para engañar el hambre. A estos extremos inconfesables había reducido la peste a los orgullosos pellejeros de Maccagno. Sin embargo, aunque los trapenses parecen haber adelgazado, un resto de barriga continúa tensando su sayal. Eso no encaja. Eso y una extraña luz que brilla en su mirada.
Los ballesteros se reparten las líneas de tiro mientras Landegaard se inclina hacia uno de sus guardias, que le susurra unas palabras al oído. El inquisidor se yergue en la silla y se vuelve hacia los monjes.
—Me informan de que el cadáver de un apestado ha corrompido el agua de la fuente que alimenta vuestro monasterio. Espero vuestras explicaciones.
Un silencio mortal acoge esta observación. Luego, una voz cascada se eleva por fin entre las filas:
—Monseñor, hemos fundido la nieve y bebido agua de lluvia.
Uno de los notarios abre un grueso libro encuadernado en piel y lo coloca sobre las rodillas de Landegaard. El inquisidor consulta algunas páginas.
—Puedo admitir esa explicación en lo que se refiere a las nieves de este invierno, pero, según las muestras de lluvia registradas por los bailes de Como y de Carvagna, solo ha habido cuatro tormentas durante la primavera.
Nuevo silencio.
—Subíos las mangas y mostrad vuestros brazos a mis notarios.
Los monjes obedecen y descubren los numerosos tajos que recorren sus mugrientos brazos; la falta de agua los ha obligado a hacerse cortes en la piel para beber su propia sangre. Mientras los soldados montan sus ballestas, los trapenses caen de rodillas e imploran piedad al inquisidor. Landegaard los manda callar haciendo chascar las riendas de su montura.
—Dejemos que sea Dios quien juzgue y se apiade de nuestras almas en estos tiempos de infortunio. No son vuestros pecados los que me han traído hasta aquí. Estoy buscando a una vieja hermana recoleta que huyó de su convento del Cervino en pleno invierno. Sé que pasó por aquí y espero que me proporcionéis alguna información.
Otro silencio. Landegaard se impacienta.
—¿Acaso os habéis comido también vuestra propia lengua? Según mis registros, el superior de vuestra congregación es el padre Alfredo de Toledo. Que dé un paso al frente y se identifique.
Un murmullo recorre la congregación, arrodillada. Un anciano monje se acerca inclinando la espalda. Landegaard le hace levantar la cabeza con el extremo de la fusta. La mirada del hombre es huidiza.
—Os conocí tiempo atrás en el seminario de Pisa, don Alfredo. Si la memoria no me falla, en aquella época disimulabais bajo una capa de polvos una fea cuchillada que un bandido os había asestado en la mejilla. ¿Quizá el hambre y la sed la han borrado de vuestra cara?
—El tiempo, excelencia, ha sido el tiempo quien la ha borrado.
La fusta de Landegaard silba en el aire y rasga la piel del monje; su sangre salpica el polvo. El infeliz grita tocándose la cara.
—Aquí está de vuelta vuestra fea cicatriz, hermano mentiroso.
Dirigiéndose a los demás monjes, temblorosos, añade rugiendo:
—¡Puñado de cerdos, os concedo el tiempo que tarda en caer una piedra de mi mano hasta el suelo para decirme qué ha sido del padre Alfredo! Pasado ese plazo, me veré obligado a haceros torturar por mis verdugos.
Una voz trémula se alza de la fila de arrodillados:
—Excelencia, el padre Alfredo nos fue arrebatado hace una luna.
—¿Y de qué murió? Hablad.
—La voluntad de Dios se lo llevó. Exhaló el último suspiro y lo velamos antes de enterrarlo.
Landegaard interroga a sus notarios con la mirada. El anciano Ambrosio, que conoce bien las negruras del alma humana, se acaricia la barba. El inquisidor tampoco cree una sola palabra.
—En tal caso, conducidme al cementerio y mostradme su tumba.
Se produce un destello al pie de Landegaard. El monje herido acaba de desenfundar un puñal y se abalanza sobre el inquisidor, que encabrita su montura. Desviada por este gesto, la hoja se hunde en el cuello del animal. Una saeta de ballesta silba en el aire y alcanza al trapense en la garganta. Saltando del caballo, que se desploma, Landegaard manda rodear a los demás monjes. Luego, dejándolos estrechamente vigilados, hace abrir la tumba del padre Alfredo y comprueba sin sorpresa que está vacía. Entonces ordena a sus hombres que registren el monasterio de arriba abajo.
Apenas han transcurrido unos minutos cuando suena un cuerno en los sótanos. Landegaard se reúne con sus hombres, que acaban de encontrar al superior despojado de sus miembros en la bodega del monasterio. Se tapa la nariz y la boca con un pañuelo para examinar el cadáver. Los cortes practicados en el cuerpo del infeliz han sido frotados con sal gorda para que las carnes amputadas no se estropeen: día tras día, los monjes han ido cogiendo trozos de carne de los costados y las partes grasas del padre Alfredo. Landegaard se estremece al imaginar esas viejas bocas desdentadas masticando esa carne.
El inquisidor somete a tortura a los monjes durante toda la noche para arrancarles una confesión sobre la suerte infame que reservaron a la recoleta. En medio de los alaridos, acaba enterándose de que la anciana religiosa se presentó en la puerta del monasterio el decimotercer día de su huida. Gritó ante las murallas que venía del Cervino y que pedía asilo para pasar la noche. Pero los trapenses no la dejaron entrar; se limitaron a echarle unos trozos de pan y unos insultos. Y algunos escupitajos también.
Chillando como un condenado mientras la prensa le parte los huesos, el más joven de esa miserable congregación confiesa que oyó cómo la recoleta martilleaba algo sobre una roca, junto al puente levadizo. Después vio que se alejaba en dirección este.
—¿Y luego? ¿Qué pasó?
El trapense profiere un grito de dolor cuando el inquisidor espolvorea sus heridas con sal gorda.
—¡Habla, maldito!
—Dos días más tarde, unos jinetes gritaron ante la puerta que buscaban a una recoleta escapada del Cervino. Nosotros les contestamos que siguieran su camino, pero empezaron a escalar las murallas como si sus pies fueran tan ganchudos como las pezuñas de los machos cabríos.
—¡No te detengas, perro sarnoso! ¿Supieron por dónde se había ido la recoleta después de que la echarais?
—¡Por Dios, excelencia! ¡Nos obligaron a decírselo!
—¿Cómo es posible, entonces, que no acabaran con vosotros?
Soltando unas carcajadas demenciales, el trapense se incorpora y escupe al inquisidor en la cara.
—¿A ti qué te parece, asqueroso engendro de Dios? ¡Renegamos de la Virgen y adoramos al Diablo para que nos dejaran con vida!
Mientras los verdugos continúan torturando a los monjes, Landegaard corre hacia el rastrillo y localiza la roca donde la recoleta grabó la siguiente etapa de su itinerario. Sus dedos recorren febrilmente la piedra. De repente, se queda paralizado.
—Señor todopoderoso y misericordioso…, la abadía cisterciense de Santa Madonna di Carvagna.
—¡Despierte, Marie!
—¡La infeliz! Se ha metido ella sola en la boca de la peste.
La voz grave que escapa de los labios de Parks repite esa frase interminablemente. La joven tiene los ojos en blanco y la cabeza caída sobre el sillón. Hace unos minutos que Carzo le busca el pulso. Una venita azul se pone a palpitar cada vez más fuerte a medida que Parks vuelve a quedar atrapada en su trance. De repente empieza a sufrir convulsiones y Carzo tiene que administrarle una inyección de adrenalina para que su corazón, que acaba de superar las ciento setenta y cinco pulsaciones por minuto, aguante.
—Agárrese, Marie, estoy trayéndola de vuelta.
Parks, que siente arder sus arterias por efecto de la adrenalina, profiere un grito al emerger por fin de su visión. Abre los ojos y aspira aire como si hubiera estado a punto de ahogarse. Está empapada. Carzo la estrecha torpemente contra sí y la acuna para darle calor. La joven está aterrorizada.
—¿Qué ha pasado, Marie? ¿Qué ha visto?
Con la voz todavía quebrada por el timbre de Landegaard, Marie cuenta el final de su visión al padre Carzo, que abre los ojos con estupor. Insensible a las lágrimas de los comedores de hombres, Landegaard los enterró vivos. El inquisidor y su escolta incendiaron a continuación el monasterio y se alejaron por el camino de las crestas que la recoleta había tomado unos meses antes en dirección a los Dolomitas.