El evangelio del mal (52 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Notando que las lágrimas de Parks se deslizan por su mejilla, Carzo la estrecha con más fuerza entre sus brazos. La joven había asistido a los desenfrenos de la Inquisición e iba a hacer falta algún tiempo, para que su mente digiriera lo que había visto.

—Ha dicho que la recoleta se dirigía hacia la abadía cisterciense de Santa Madonna di Carvagna, ¿no?

—Sí.

—Bien, por el momento es suficiente. Hay que dejarlo aquí; si no, los trances acabarán matándola.

—Entonces, ¿abandonamos?

—Imposible. Pero ahora sé que la recoleta no confió el manuscrito a ninguna de las comunidades a las que pidió asilo durante su huida.

—Quizá consiguió entregárselo a las cistercienses de Carvagna.

—Creo que no era esa su intención. Además, los trapenses de Maccagno Superiore dijeron la verdad a Landegaard al menos en una cosa.

—¿Cuál?

—La abadía de Carvagna fue efectivamente diezmada por la peste ese año. Sabemos, por nuestros archivos, que dejaron entrar a una mujer embarazada sin saber que era portadora del mal. Si la recoleta llamó a las puertas de esa abadía, nadie le abrió, pues solo quedaban cadáveres. Así que iremos directamente al convento de Bolzano, donde Landegaard y sus hombres encontraron la muerte y donde la Iglesia perdió definitivamente el rastro del manuscrito. Ahí es donde la pista de la recoleta se interrumpe.

Parks piensa en el último correo del inquisidor, que ella había leído en la biblioteca de las recoletas de Denver. Aquel en el que anunciaba al Papa que los fantasmas de sus guardias estaban derribando la puerta del torreón donde se había refugiado.

—No… no tendré fuerzas para revivir eso.

—No tenga miedo, Marie, no estoy tan loco como para enviarla hacia Landegaard justo antes de su muerte. Ya sé que no lo soportaría.

Abrazada al sacerdote, Parks escucha cómo los latidos de sus dos corazones se confunden en el silencio. Sabe que miente. Nuevas lágrimas brotan de sus ojos.

—Sin embargo, no tendré más remedio que meterme en la piel de la recoleta para encontrar el evangelio.

—Yo estaré con usted.

—No, Alfonso, estaré sola arañando con las uñas la tierra del cementerio cuando las agustinas hayan enterrado su cadáver. Estaré sola y tú lo sabes.

Carzo siente la respiración de Parks en su mejilla. Se sumerge en su mirada aterrada. Los labios de la joven se cierran sobre los suyos.

—Marie…

El sacerdote intenta resistirse un poco más. Después, cierra los ojos y le devuelve el beso.

Capítulo 163

Roma.

Diez de la noche

Sentado en la parte trasera de la limusina que acaba de recogerlo en el barrio del Coliseo, el cardenal Patrizio Giovanni está inquieto. En el Vaticano reina un extraño silencio, una sensación de vacío y de espera, como si la Iglesia contuviera la respiración. Ni siquiera la multitud de peregrinos que sigue acudiendo a la plaza de San Pedro hace más ruido que un ejército de fantasmas. Pero lo que preocupa al cardenal Giovanni mientras la limusina se abre paso con dificultad entre las procesiones es que nada ha sucedido con normalidad desde la muerte del Papa. Es decir, nada de lo que prevén las convenciones y las normas sagradas de la Iglesia. Unas horas antes, el cardenal camarlengo Campini incluso ha anunciado el entierro inminente de Su Santidad y la cancelación del plazo protocolario antes del cónclave. Algo nunca visto desde hace siglos.

A media tarde, el anciano camarlengo había subido a la tribuna del concilio para anunciar la noticia al colegio de cardenales; había justificado su decisión por los desórdenes que agitaban la cristiandad y hacían urgente la designación de un nuevo papa. Giovanni recuerda los murmullos que habían recorrido las filas de los prelados. Luego, tras haber decretado la disolución del concilio en virtud del canon 34 de la constitución apostólica Universi Dominici Gregis, Campini había convocado a los cardenales al cónclave que se iniciaría inmediatamente después del entierro. A partir de ese momento, un silencio mortal se había abatido sobre Roma. Como si hubiera entrado algo en el Vaticano. Algo que estaba tomando el control.

El cardenal Giovanni contempla las calles húmedas de la vieja ciudad a través de los cristales de la limusina. El habitáculo huele a cuero y a malta añejo; es un Bentley de colección que pertenece al cardenal Angelo Mendoza, secretario de Estado del Vaticano y primer ministro de la Iglesia. Justo después de la intervención del camarlengo y mientras los conciliares comentaban su anuncio con un murmullo de voces, la mano arrugada de Mendoza depositó un sobre encima del pupitre de Giovanni. Este último lo tapó haciendo como que seguía recogiendo sus documentos. Después miró al anciano prelado que se alejaba con un frufrú de sotana, antes de abrir el sobre a salvo de las miradas. En el interior, una simple hoja en la que Mendoza había escrito unas palabras en latín que significaban: «El necio tiene los ojos abiertos, pero el sabio camina en las tinieblas».

Giovanni sonrió al leer esa nueva versión de la cita del Eclesiastés que Mendoza había copiado invirtiendo los sujetos. «El sabio tiene los ojos abiertos, pero el necio camina en las tinieblas», esta era la versión original de esa máxima. Al volver a desdoblar ahora la hoja, como ya hizo en su habitación del hotel inmediatamente después de haber salido del concilio, Giovanni no sonríe en absoluto mientras contempla las frases escritas con tinta roja que danzan ante sus ojos. Tinta luminiscente que solo aparece en la oscuridad, a la vez que el texto original desaparece. Es la firma de los caballeros de la orden de los archivistas, que utilizan este arte propio de las recoletas cuando quieren intercambiar secretos. Giovanni lee de nuevo las líneas rojas que parecen flotar sobre el papel:

Mi limusina lo recogerá a las 22 horas en el número 12 de via di San Gregorio. No hable con nadie.

Está en peligro.

Giovanni dobla el documento y se lo guarda en el bolsillo de la sotana. El cardenal Mendoza es el número dos en la jerarquía de los poderosos del Vaticano, un amigo fiel del papa que acaba de fallecer, un miembro de la vieja guardia. Fue él quien recomendó seis meses atrás a Su Santidad que elevara a Giovanni al rango de cardenal el día que este cumplía cincuenta y un años. De este modo se convertía en el príncipe más joven de la Iglesia, y también en el más ingenuo. Sin embargo, por poca experiencia que tenga comparado con esos carcamales llenos de malicia, Giovanni ha aprendido pronto que es preferible confiar en un solo hombre que desconfiar de todos. Así pues, ha depositado su confianza en el que lo ha convertido en lo que es. Por eso el mensaje de Mendoza le inquieta. Eso y el silencio que ha invadido el Vaticano.

El prelado abre los ojos. La limusina acaba de detenerse ante un callejón al fondo del cual brillan las luces de neón de un restaurante. Un maître refugiado bajo un paraguas espera delante de la entrada de servicio.

—Es aquí.

El prelado se sobresalta ligeramente al oír por el interfono la voz metálica del chófer. Dirige la mirada hacia el cristal de separación. El hombre ni siquiera ha vuelto la cabeza. Giovanni abre la portezuela y mira la suela de su mocasín, que desaparece en un charco de agua. Baja de la limusina, que se pone suavemente en marcha y se aleja.

El cardenal se adentra en el callejón. El maître sale a su encuentro y murmura:

—¿Es usted el Eclesiastés?

—¿Cómo?

Giovanni contempla los ojos fríos del hombre, que espera una respuesta. El cardenal va a dársela cuando ve unas sombras agazapadas en el callejón. Cuatro hombres. Da un paso atrás al reconocer al más cercano; su rostro acaba de aparecer bajo una luz de neón: el capitán Silvio Cerentino, jefe de la guardia personal del difunto Papa.

—Pero, por todos los santos, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué hacen esos guardias suizos fuera del recinto del Vaticano?

—Señor, le he hecho una pregunta. ¿Es usted el Eclesiastés?

La voz del maître es glacial. Giovanni se estremece al ver que el hombre ha introducido una mano bajo la americana y que empuña un arma. Entonces contesta:

—El necio tiene los ojos abiertos, pero el sabio camina en las tinieblas.

El semblante del maître se relaja. Su mano suelta la culata. Acerca el paraguas para proteger al cardenal.

—El cardenal Mendoza le espera, eminencia.

Giovanni echa un vistazo hacia el fondo del callejón. Los guardias suizos han desaparecido.

Capítulo 164

En la plaza de San Pedro, la multitud de peregrinos es todavía mayor. Ahora son tantos que sus murmullos forman un rugido. Cientos de miles de labios rezando en medio de un bosque de cirios. Parece un monstruo, una hidra compuesta de miles de rostros tristes y de cuerpos inmóviles.

Desde lo alto de la escalera de la basílica, el cardenal camarlengo Campini contempla esa marea humana que se acerca. Tiene la impresión de que toda la cristiandad está convergiendo hacia el corazón de Roma, como si los fieles presintieran lo que está sucediendo en el interior del Vaticano.

Campini ve de reojo que a su lado se detiene la imponente silueta del comandante de la guardia.

—Le escucho.

—Tres cardenales no han acudido a la convocatoria, eminencia.

Campini se pone tenso.

—¿Cuáles?

—El cardenal secretario de Estado, Mendoza; el cardenal Giacomo, de la congregación de obispos, y el cardenal Giovanni.

—A los dos primeros se lo impide el límite de edad y no pueden formar parte del cónclave.

—Aun así, eminencia, el cardenal secretario de Estado y el máximo representante de la congregación de obispos, números dos y seis del Vaticano…

—Le recuerdo que, estando el número uno muerto, el número dos y el número seis no tienen más poder que su equivalente en un juego de cartas. El camarlengo es el único que manda cuando la Sede está vacante. Y el camarlengo soy yo.

—¿Cree que saben algo?

—Creo que creen saber algo. Pero, de todas formas, sea lo que fuere lo que traman, ya es demasiado tarde.

Un silencio.

—¿Alguna noticia del padre Carzo y de esa tal Marie Parks que ve cosas?

—Se han marchado de la abadía-fortaleza de Maccagno Superiore. Ahora se dirigen hacia el convento de Bolzano.

—Es imprescindible recuperar el evangelio para la misa solemne que se celebrará justo después de la elección del gran maestre.

—Quizá sería mejor intervenir.

—No se ocupe de cosas que lo superan, comandante. Nadie debe tocar al padre Carzo antes de que llegue el momento.

—¿Y qué pasa con los cardenales que no han acudido a la convocatoria?

—Yo me encargo de ello.

Campini dirige una última mirada hacia la muchedumbre.

—Refuerce los cordones de seguridad y cierre la basílica.

El comandante indica a sus guardias que cierren filas. Luego empuja las pesadas puertas detrás del camarlengo, que desaparece en el interior del edificio.

Capítulo 165

El maître conduce al cardenal hasta los salones privados del restaurante. Abre la puerta y se aparta para dejarlo pasar. En el interior, Giovanni descubre una estancia de atmósfera acolchada, con las paredes empapeladas y un viejo entarimado que cruje bajo sus pies. Sentados a la única mesa redonda, dispuesta en el centro de la habitación, se encuentran el cardenal Mendoza, el cardenal Giacomo, prefecto de la congregación de obispos, y un anciano con traje oscuro y sombrero de paño; su cara está tan arrugada que parece sonreír permanentemente.

Giovanni aspira los olores de cigarro y licores que flotan en la habitación. En esas pequeñas salas de Roma es donde los prelados se reúnen, lejos de oídos indiscretos, cuando necesitan discutir acerca de algún secreto. Los secretos que no se atreven a mencionar en el recinto del Vaticano y que se confían en voz baja entre dos sorbos de Barolo y dos cucharadas de tarta de moka. Ahí es también donde intrigan para preparar la caída de los ambiciosos, la desgracia de los poderosos y la marginación de los pretenciosos.

Giovanni se sienta enfrente del cardenal Mendoza. Un camarero le llena la copa y coloca ante él una ración de tarta. Luego pregunta en voz baja si tienen intención de cenar. El anciano cardenal dice que no con la mano. El camarero sale y cierra la puerta.

—Me he permitido pedir una ración de este delicioso tiramisú y una botella de esta grapa de los Abruzos que a Nuestro Señor le habría encantado —interviene Mendoza.

—¿Y si me dijera qué está pasando aquí, eminencia?

—Coma primero. Después hablaremos.

Giovanni obedece. La mezcla de chocolate y alcohol le quema la garganta. Alza los ojos hacia Mendoza, que continúa observándolo a través del humo de su cigarro. El anciano del sombrero apenas ha tocado su pastel. Lía un cigarrillo y se lo pone entre los labios antes de encenderlo con un mechero. Luego se vuelve hacia un hombre vestido de paisano que acaba de entrar en el salón con un abultado sobre bajo el brazo. Inclinándose ante el anciano del sombrero, el hombre le susurra algo al oído. Giovanni se yergue. Sicilianos. El mensajero entrega el sobre al anciano antes de retirarse. El viejo siciliano se lo tiende a Mendoza.

—Le escucho, eminencia —dice Giovanni—. ¿Por qué me ha hecho venir aquí y quiénes son estas personas?

Mendoza deja el cigarro en el cenicero.

—Patrizio, tenemos buenas razones para creer que el Vaticano está a punto de pasar a unas manos distintas de las nuestras. El concilio no era más que un pretexto y el cónclave que se anuncia será una simple formalidad.

—¿El Humo Negro de Satán?

—Sabemos que han sido ellos quienes han hecho asesinar a monseñor Ballestra. Sabemos también que nuestro viejo amigo había descubierto algo en los sótanos del Vaticano.

—¿Qué?

—Pruebas de la conspiración, pacientemente reunidas a lo largo de los siglos.

—¿Y…?

—Tras la muerte de Ballestra y la del Papa, muy sospechosa, hemos extraído de nuestros propios archivos los certificados de defunción de los sumos pontífices desde el siglo XIV y hemos descubierto que otros veintiocho papas fallecieron como consecuencia del mismo extraño y fulminante mal.

—¿Está diciéndome que Su Santidad ha sido asesinado?

—Eso me temo.

—Entonces, ¿a qué espera para detener esta farsa y sacar la verdad a la luz?

—No es tan sencillo, Patrizio.

—¿No es tan sencillo? Eminencia, envía su limusina a recogerme al Coliseo después de haberme dirigido un mensaje utilizando el código de los archivistas, hace que un maître me reciba como si fuera un ladrón y me pide un santo y seña al fondo de una calleja vigilada por guardias suizos de paisano, y finalmente me ofrece una copa de grapa antes de anunciarme que el Papa ha sido asesinado y que el Humo Negro se dispone a tomar el control del Vaticano. ¡Imagínese lo que he entendido de todo esto! Pero lo que menos entiendo es qué espera de mí y por qué hablamos delante de un desconocido que le susurra cosas al oído en siciliano.

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