Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
La inspectora Valentina Graziano avanza por el pasadizo secreto que serpentea bajo el Vaticano. Está tan oscuro que tiene la sensación de estar nadando en una piscina llena de tinta. Entre estas tinieblas caminó Ballestra hacia su destino unas horas atrás. Para seguir mejor su rastro, se ha puesto unas gafas de visión nocturna que confieren una tonalidad azulada a la oscuridad del túnel. De ese modo puede ver a la vez las huellas que el archivista ha dejado en el suelo y las marcas térmicas que sus manos han dejado en las paredes.
La joven aspira los olores que impregnan el pasadizo: de piedras antiguas y de tierra húmeda. Una estela de tabaco y canela flota aún en la superficie de esos viejos olores inmóviles: el agua de colonia de Ballestra. A juzgar por las profundas huellas que ponen de relieve en algunos lugares el paso lento y prudente del archivista, este se detuvo varias veces para examinar la arquitectura del sótano.
Cuando el eco de sus pasos parece alejarse y las paredes del sótano se separan, Valentina regula sus gafas nocturnas a la máxima potencia. Consulta el plano milimetrado de los sótanos del Vaticano que ha tenido la precaución de llevar consigo. Los cimientos de la ciudad están atestados de catacumbas excavadas en tiempos de los romanos. Algunas galerías muy antiguas datan de la época de Nerón y conectan varios lugares del centro, entre ellos los vestigios del Senado imperial y del palacio de los emperadores. Otros pasadizos subterráneos, la mayoría derrumbados, unen las siete colinas de Roma. Las últimas galerías, más recientes, enlazan las diversas dependencias del Vaticano, así como los edificios de la Iglesia que se alzan fuera de los muros de la ciudad.
La inspectora busca en vano en el plano el pasadizo que acaba de tomar, que debería aparecer como una línea de puntos bajo los adoquines de la plaza de San Pedro. Su dedo se desliza por el mapa. Por el número de pasos que ha contado en las tinieblas y por las dos curvas que hay, la Cámara de los Misterios debe de hallarse debajo de la basílica. Y para llegar a la basílica desde los Archivos en tan pocos pasos y trazando tan pocas curvas, el pasadizo subterráneo solo puede haber sido excavado bajo los adoquines de la plaza. Sin embargo, en esa zona del mapa el suelo está desesperadamente lleno.
Más extraño aún es que esa gigantesca abertura practicada en los cimientos de la basílica no aparece en ninguna parte, mientras que las grutas vaticanas en las que se inhuma a los papas forman amplias manchas claras en el plano que Valentina despliega. Lo que significa que la Cámara de los Misterios y el pasadizo subterráneo que conduce a ella fueron excavados en el más absoluto secreto. Un secreto que ha perdurado durante siglos y por el que un anciano ha muerto.
La joven avanza hacia el centro de la sala. Si sus cálculos son exactos, ahora se encuentra en la vertical de la tumba de san Pedro, a unos metros del lugar donde en estos momentos reposa el Papa sobre el catafalco que han montado para exponer sus restos ante la multitud de fieles. La inspectora pega la oreja al pilar central de la Cámara de los Misterios y oye las notas lejanas del gran órgano, que penetran a través de los cimientos. Imagina, a mucha distancia por encima de ella, los frotamientos de esas suelas que convergen lentamente hacia el catafalco. Una marea de almas en pena avanzando envueltas en el Stabat Mater de Pergolesi, con sus notas suspendidas en las brumas de incienso como lágrimas.
Valentina abre bien los ojos e inspecciona la estancia. Entre los pilares, extendiéndose hasta donde alcanza la vista, unos tabernáculos tapizados en terciopelo rojo parecen haber sido registrados. Los nombres de los diversos papas de la cristiandad están grabados en el mármol sobre los cubículos. Levanta algunas colgaduras. Los cubículos están vacíos. Según lo que Carzo dijo a Ballestra, aquí es donde se depositan los secretos más comprometidos de la Iglesia desde la noche de los tiempos. Aquí es también donde el archivista fue asesinado, a juzgar por la enorme cantidad de sangre que puede verse al pie del cubículo de san Pío X. Cuatro litros tirando por lo bajo. Aquí es donde el archivista fue torturado y degollado antes de que su asesino decidiera desplazar su cuerpo. Valentina sigue con los ojos los regueros de sangre que se alejan hacia el fondo de la sala. Sus gafas nocturnas perciben un reflejo bajo el cubículo. Se inclina y esboza una sonrisa en la oscuridad. El asesino de Ballestra, demasiado ocupado vaciando la Cámara de los Misterios, no vio la grabadora digital que su víctima había dejado en el suelo. La inspectora la recoge y pulsa la tecla de escucha. El aparato emite una señal sonora. Luego, el susurro aterrado de Ballestra retumba en medio de las tinieblas.
—¿Marie?
Acompañando su respiración entrecortada, un denso vaho escapa de los labios entreabiertos de la joven. Carzo tirita. Hace unos minutos que la temperatura del refectorio ha empezado a bajar, como si una ola de frío estuviera envolviendo el convento. No, es otra cosa, algo que Carzo se esfuerza en negar con la misma fuerza con la que se niega a admitir que el color de las paredes está cambiando y que los olores se transforman. Olores de lana y de estiércol empiezan a reaparecer. Olores humanos se reconstruyen asimismo en las corrientes de aire con el recuerdo de las recoletas. El convento despierta. Carzo se yergue al oír los susurros que llenan ahora el silencio, clamores amortiguados, gritos y cánticos. Ruidos de pasos también, sonidos de campanas y chasquidos de puertas. El convento recuerda. Como si el trance de Parks estuviera proyectando al sacerdote al pasado, junto con los muros, los olores y todo lo demás.
—Marie, ¿me oye?
La misma respiración rápida. El mismo vaho que escapa de entre los labios de la joven. Ve latir una vena en la frente de Parks. La chica, dormida, lucha contra algo.
Carzo oye que crujen las correas que sujetan los brazos de la joven. Baja los ojos y se queda petrificado. Los antebrazos de Parks están cubriéndose de cardenales bajo la presión que sus músculos ejercen sobre el cuero. Intenta zarandear por los hombros a Parks, pero sus articulaciones están tan duras que no consigue moverla ni un milímetro.
—¡Marie, esto está yendo demasiado lejos! ¡Tiene que despertar!
Parks abre los ojos. Sus pupilas están dilatadas al máximo. Su voz vibra en el silencio.
—Se está acercando. Dios mío, se está acercando…
—Me llamo monseñor Ricardo Pietro Maria Ballestra. Nací el 14 de agosto de 1932 en la Toscana. Mi madre se llamaba Carmen Campieri y mi padre Marcello Ballestra. Mi nombre secreto de archivista es fray Benedetto de Mesina. Doy estos datos para demostrar que soy el autor de esta grabación.
La inspectora Valentina Graziano se pega la grabadora digital a la oreja para oír mejor los susurros de Ballestra.
—Esta noche, a la una de la madrugada, me ha despertado el padre Alfonso Carzo; me llamaba después de haber dejado la Amazonia, adonde había sido enviado para investigar unos casos de posesión extrema. Afirmaba haber descubierto unos frescos muy antiguos en los vestigios de un templo azteca. Unos bajorrelieves que describían escenas bíblicas, lo que parece corroborar los testimonios de los conquistadores que desembarcaron después de Colón en las costas de América. Los indígenas que salieron a su encuentro los recibieron como si fueran dioses. Los testimonios relatan que ya habían ido hombres blancos allí hacía mucho tiempo y que los indígenas esperaban su regreso. Todo parece acreditar la tesis de numerosos estudios científicos que afirman que unos misioneros católicos llegaron a América mucho antes que los españoles. Con la diferencia, sin embargo, de que los frescos vistos por Carzo en la jungla amazónica no representaban al Jesucristo de las Escrituras sino a su doble satánico: una bestia feroz a la que los antepasados de los aztecas habían clavado en la cúspide de una de sus pirámides, algo que había provocado el fin de su civilización. Janus, el hijo de Satán. El azote de los olmecas.
Valentina sube el volumen para contrarrestar el crujido de los documentos que el archivista consulta mientras habla.
—Justo después de la llamada del padre Carzo, he descubierto en los cimientos de la basílica la Cámara de los Misterios, que tantos de mis predecesores han buscado antes que yo. Aquí se encuentran almacenadas las correspondencias secretas que los papas se transmiten desde hace siglos por el procedimiento del sello pontificio. Ha sido rompiendo esos sellos como he descubierto la existencia de una profunda investigación interna encaminada a poner al descubierto las obras del Humo Negro, una conspiración de cardenales que, desde hace siglos, extienden su poder en el seno del Vaticano. Hace más de seiscientos años que esa cofradía intenta encontrar el evangelio de Satán, un manuscrito que supuestamente contiene la prueba de una mentira tan enorme que la Iglesia se derrumbaría si llegara a ser revelada. Por lo que he podido descubrir, el Humo Negro también intriga y asesina con la finalidad de recuperar un cráneo humano que muestra unas heridas que aportarían la prueba definitiva de que los evangelistas han mentido.
Valentina cierra los ojos. Es más grave aún de lo que había imaginado.
—Si creemos lo que dice este manuscrito, después de la negación de Cristo en la cruz, unos discípulos se llevaron el cadáver de Janus a unas grutas del norte de Galilea. Allí escribieron su evangelio antes de enviar misioneros hacia el norte para extender la palabra del Anticristo. Actualmente sabemos, por las huellas de evangelización que dejaron tras de sí, que esos misioneros atravesaron Mongolia y Siberia. Desde allí, cruzaron los hielos del estrecho de Bering y bajaron por el continente americano bordeando las costas del Pacífico. Así fue como llegaron al litoral de México, de Colombia y de Venezuela. Esta es la tesis que según unos investigadores americanos explicaría la presencia del Diluvio y de los mitos de la Creación en civilizaciones que nunca habían tenido ningún contacto entre sí. En su momento, la Iglesia descartó esa teoría. Y sin embargo, sabía… Dios mío…
Crujido de papel. Ballestra desenrolla otros pergaminos.
—Acabo de encontrar en el cubículo del papa Adriano VI unos viejos cuadernos de piel, que parecen diarios de navegación, en los que los exploradores del Nuevo Mundo consignaban sus descubrimientos… El Valladolid, el buque insignia de Hernán Cortés… Uno de los cuadernos contiene una antiquísima carta náutica, cubierta de una espesa capa de cera, donde los cabos parecen seguir los vientos y la ruta de las estrellas. En el forro del segundo cuaderno, otro mapa, este terrestre, aparece cubierto de símbolos aztecas y mayas, así como de cruces de color rojo sangre que parecen indicar misteriosos emplazamientos dispersos por la cordillera de los Andes y los altiplanos de México.
Crujidos de papel. Ballestra murmura para sí mientras descifra los documentos. Luego, su voz suena de nuevo en la grabadora:
—Acabo de descubrir en el mismo cubículo unas cartas de Cortés dirigidas a la Inquisición española y a los eclesiásticos de la Universidad de Salamanca. En el momento en que envía estos correos, Cortés y sus conquistadores han llegado al corazón del imperio azteca con la orden de someterlo a traición. Cortés explica que el emperador Moctezuma los toma por unos dioses que habían prometido regresar. Por eso sus enemigos les ofrecen su hospitalidad y les permiten asistir a una extraña ceremonia religiosa. El templo azteca donde se desarrolla este culto está decorado con una pesada cruz de mármol sobre la que hay una corona de espinas ensangrentada, y la ceremonia es una réplica de la santa misa: un sacerdote con la túnica cubierta de plumas oficia ante un altar pronunciando palabras sagradas en una mezcla de varios dialectos. Turco y latín. Pero eso no es todo: cuando la ceremonia está tocando a su fin, Cortés ve que el sacerdote azteca pone en dos copas de oro unos trozos de carne humana y un líquido rojo que parece sangre. Luego, ante los ojos del conquistador, los fieles forman dos filas y se arrodillan delante del sacerdote para recibir la comunión.
Una pausa. Después, la voz de Ballestra rompe de nuevo el silencio. Parece agotado.
—¡Señor!… Esto demuestra que los aztecas fueron efectivamente evangelizados por misioneros herejes mucho antes de la llegada de las carabelas de Colón. Esto explica también los descubrimientos del padre Carzo en el templo amazónico y prueba que los discípulos de la negación bajaron hasta las costas de México después de haber cruzado el estrecho de Bering. Fueron ellos quienes hicieron creer a los aztecas que Janus era el azote de los olmecas y que debían venerarlo si no querían conocer la misma suerte que sus antepasados. Esto es lo que la Iglesia intenta ocultar desde hace siglos. La gran mentira.
Valentina empieza a tomar conciencia del atolladero en el que se ha metido. Oye cómo Ballestra registra los demás cubículos.
—Dios mío, te lo suplico, haz que no sea eso…
Crujido de papel. La voz del archivista se quiebra.
—Tengo la prueba de que, para ocultar esa mentira y recuperar el evangelio de Satán utilizando los medios que sean necesarios, los cardenales del Humo Negro asesinan a los papas desde el siglo XIV. Su primera víctima fue Su Santidad el papa Clemente V, que murió envenenado en Roquemaure el 20 de abril de 1314. Según los documentos que estoy encontrando en los últimos cubículos, la lista de los crímenes perpetrados por la cofradía del Humo Negro asciende en total a veintiocho sumos pontífices asesinados en algo menos de cinco siglos.
Un chasquido. El archivista acaba de dejar la grabadora en el suelo para tener las manos libres. Su voz queda cubierta un momento por el ruido de los pergaminos que desenrolla a toda prisa. Acaba de encontrar un informe pericial que data de 1908 y lo comenta a medida que va leyéndolo.
—El veneno utilizado por esta cofradía es un potente neuroléptico que sume a la víctima en un estado de catalepsia cercano a la muerte. Sin embargo, ese producto indetectable en los análisis deja al menos una huella fácilmente identificable para quien sabe lo que busca: una especie de depósito carbonoso que se forma en el interior de las fosas nasales de la víctima. Exactamente igual que el que he visto en el cadáver del papa que acaba de morir.
Valentina oye el ruido de la antorcha que el archivista acaba de dejar caer.
—Dios mío, hay que hacer pública a toda costa la mentira antes de que el Humo Negro se apodere del Vaticano…