Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
El inquisidor se vuelve hacia uno de sus guardias, que se acerca tendiéndole un medallón que ha encontrado entre el polvo. Enrollando la cadena alrededor de su mano enguantada, Landegaard examina los ornamentos. Una estrella de cinco puntas rodeando a un demonio con cabeza de macho cabrío. El símbolo de los Ladrones de Almas.
Landegaard examina los demás cadáveres del refectorio. Rostros machacados y cuerpos martirizados entre los que se esfuerza en vano en identificar el de la madre Gabriella. Catorce en total. Con las siete desdichadas a las que los Ladrones de Almas arrojaron desde lo alto de las murallas, veintiuna siervas de Dios perdieron la vida esa noche. Landegaard se acerca a uno de sus notarios, que acaba de encontrar el registro del convento. Aparte de una recoleta fallecida a causa de la gripe a principios del invierno, solo falta la madre superiora, de quien los guardias no han encontrado rastro alguno.
El inquisidor se acerca a la última mesa. Está vacía y cubierta de sangre seca. Se agacha para recoger unos trozos de cáñamo del suelo. Sobre esa mesa torturaron a la madre Gabriella a la vez que a sus monjas. Al no obtener ninguna respuesta, los Ladrones de Almas debieron de ir a registrar la fortaleza. Y la religiosa aprovechó ese momento para huir.
Landegaard sigue con la mirada el rastro de sangre seca en el suelo. La anciana recoleta encontró fuerzas para levantarse y atravesar el refectorio hasta otra puerta que da al claustro.
Siguiendo esa pista por el pasillo, Landegaard se detiene delante de un gigantesco tapiz de Mortlake. Las huellas se interrumpen ahí. El inquisidor levanta el tapiz y ve las huellas ensangrentadas que la recoleta dejó tanteando la pared. Coloca los dedos en los mismos puntos. Un chasquido. Una corriente de aire glacial escapa de la brecha que se abre en la pared. Al otro lado, una escalera desciende en las tinieblas: un pasadizo secreto que existe en todos los conventos y las abadías-fortaleza de la cristiandad y que los arquitectos de los monasterios designan con el término de «camino de huida». Por esa salida de emergencia es por donde las congregaciones tienen orden de escapar en caso de peligro de muerte. Ese camino secreto debe de llevar a varios kilómetros del convento. Por ahí es por donde la madre Gabriella escapó.
Mientras avanza por el puente que cruza el Tíber, Valentina escucha varias veces el tono de llamada a través del auricular de su móvil. Finalmente Mario descuelga. Al notar por la voz de la joven que algo no va bien, el jefe de redacción del Corriere dice sin rodeos:
—Supongo que no me llamas para hablar del tiempo.
—Estoy de mierda hasta el cuello, Mario.
—Te escucho.
La inspectora hace un resumen de la situación. Cuando ha terminado, Mario se queda un momento en silencio.
—Muy bien, ahora mismo llamo al periódico para que paren las rotativas y cambien la primera página.
—¿Y yo qué hago?
—Nos vemos dentro de diez minutos en la terraza del hotel Abruzzi, frente al Panteón. Trae la grabación de Ballestra.
—¿Por qué no quedamos en la redacción?
—Me has dicho que crees que los hombres del Humo Negro te siguen, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces es demasiado peligroso. Si el camarlengo forma parte de la conspiración, hará vigilar las idas y venidas en todos los edificios de los periódicos de Roma. Así que pasa lo más inadvertida que puedas, no te apartes de la multitud y reúnete conmigo ahora mismo en el Panteón.
Un silencio.
—¿Valentina?
—¿Sí?
—Si de verdad el Humo Negro ha matado al Papa, estás en peligro de muerte. Así que ten mucho cuidado y mantente alejada de las farolas.
Un clic. Valentina se estremece al oír pasos a su espalda. Se vuelve. Nadie. A lo lejos, una riada de cirios avanza y converge en dirección a las cúpulas de San Pedro. La ciudad entera está de luto. Viendo a los peregrinos apretados los unos contra los otros, Valentina se da cuenta súbitamente de que un asesino podría matarla fácilmente entre la muchedumbre. Una puñalada en la espalda, su cuerpo que cae por encima de la barandilla y desaparece en las aguas fangosas del Tíber. Es tan fácil morir en medio de una multitud…
—¿Marie?
El padre Carzo sigue con los ojos a la joven, que avanza por el refectorio examinando las mesas. Se agacha. Ha encontrado algo en el suelo. Cuando se incorpora, su mano está vacía. Sin embargo, Marie la contempla. Luego echa otra vez a andar escrutando el suelo, como si siguiera unas huellas borradas desde hace tiempo. Delante de una puerta carcomida que da al claustro, olfatea el aire. Carzo la sigue. Acaba de detenerse ante una pared y ahora la toca con la yema de los dedos. Un chasquido. La pared se mueve. Parks coge la antorcha que le tiende Carzo e ilumina una antiquísima escalera que desciende en la oscuridad.
—¿Adónde conduce este pasadizo, Marie?
Empuñando la antorcha que uno de sus guardias acaba de tenderle, Landegaard se adentra en el pasadizo y sigue las huellas dejadas por la recoleta en los peldaños. Más abajo, la anciana religiosa se apoyó en una pared. A juzgar por la cantidad de sangre que hay en ese lugar, la madre Gabriella permaneció largo rato inmóvil. Seguramente buscando fuerzas para continuar.
La llama de la antorcha silba mientras Landegaard continúa bajando al tiempo que barre con ella el espacio para localizar las huellas siguientes. Las paredes están cubiertas de escarcha. Tiene la impresión de llevar horas bajando cuando llega al último peldaño. Las paredes del pasadizo se curvan. El inquisidor avanza ahora por una especie de garganta. Descubre un conducto más estrecho que sale del sótano principal y aspira los olores de detritos que emanan de él. El pozo de residuos del convento. Alargando el brazo, ilumina sus paredes. Rastros de sangre helada. La madre Gabriella fue en esa dirección. El inquisidor esboza una sonrisa. Recuerda haber visto la trampilla de un pozo de residuos en las salas secretas del convento, por donde la recoleta debió de tirar el evangelio y el cráneo de Janus antes de caer en manos de los Ladrones de Almas.
Landegaard avanza unos pasos por el pasadizo principal y encuentra las huellas que la recoleta dejó al regresar del conducto de los residuos. Aunque la llama de la antorcha oscila cada vez más debido a las corrientes de aire, camina otro kilómetro mirando cómo aumenta el punto blanco de la salida a lo lejos. La recoleta debió de perder tanta sangre que el inquisidor teme toparse de un momento a otro con su cadáver. Pero no. Movida por sabe Dios qué fuerza, logró resistir.
Pronto Landegaard no necesita la antorcha. Apaga la llama pisándola con el talón, tira el hachón por encima del hombro y llega en unas zancadas a la pesada reja que cierra la entrada del túnel. Un poco de sangre en los barrotes herrumbrosos, un poco de sangre también en la cerradura, que debió de dejar mientras tanteaba para meter la llave. Armado con su llave maestra, acciona el cerrojo y empuja la reja. Frente a él se extienden los picos de los Alpes.
Con los ojos inundados de lágrimas frente a la luz cegadora que hace titilar la nieve, Landegaard pasa la mano por una roca plana que se alza en la entrada. Si él hubiera tenido que huir por ahí, habría elegido ese emplazamiento para dirigir un mensaje a los inquisidores.
Sin dejar de contemplar los precipicios blancos de los Alpes, pasa los dedos por las nervaduras de la roca, allí donde el punzón de la recoleta indicó, efectivamente, el lugar al que se dirigía. La abadía-fortaleza de Maccagno Superiore, el monasterio de una congregación de trapenses que se alza justo encima de las aguas glaciales del lago Mayor. Unos monjes desolladores que practican el arte silencioso de los pellejeros. Es a ellos a quienes las monjas habían llevado el manuscrito para que lo cubrieran con varias capas de piel antes de colocar en la cubierta una cerradura envenenada. Después, las santas mujeres habían grabado en el cuero esas extrañas filigranas rojas que solo brillaban en las tinieblas.
Con una sonrisa en los labios amoratados por el frío, el inquisidor levanta la trompa que cuelga de su cinturón y sopla con todas sus fuerzas. Mientras el eco de su llamada rebota contra las cimas, Landegaard sigue con los ojos el camino de las crestas. Cuarenta leguas de una ruta glacial y difícil que serpentea hasta las lejanas fronteras de Hungría. El trayecto más peligroso. En esa dirección huyó la recoleta seis meses atrás, llevando consigo un cráneo reseco y un viejo libro.
Es de noche. La luna y las estrellas iluminan las cimas con una extraña luz azulada. Exhausta, Parks acaba de desplomarse sobre la estela donde la anciana recoleta grabó su destino. De aquella losa plana que Landegaard tocó con los dedos solo queda una vieja roca cubierta de musgo.
—Marie, ¿se encuentra bien?
Castañeteando los dientes por efecto de la corriente de aire, la joven nota cómo la mano del padre Carzo se cierra sobre su hombro. Se aferra a ese contacto. La visión que acaba de finalizar todavía hace latir sus sienes. El olor de Landegaard permanece en su mente. Marie se inclina y vomita. No solo a causa de su olor, sino también del recuerdo de su cuerpo. Como si los brazos y las piernas de ella no acabaran de recuperar su tamaño habitual. Marie Landegaard. Otro espasmo la obliga a doblarse por la cintura. Cuando se incorpora, el sacerdote la mira con inquietud.
—No se preocupe, Carzo, estoy de vuelta.
Marie se sobresalta; su voz no responde mejor que su cuerpo.
Valentina se abre paso a través de la multitud de fieles y gira a la izquierda, hacia las callejas desiertas de Roma.
Tarda menos de diez minutos en llegar a la piazza Navona, donde la atrapa otra procesión. Avanza a través de las llamas de los cirios, que iluminan fugazmente rostros bañados en lágrimas y niños dormidos. Acaba de adelantar a la multitud y se detiene para aspirar un momento el olor de pan caliente que despide un puesto ambulante. En el momento en que el mar de velas se cierra detrás de ella, Valentina se vuelve y se queda petrificada. Dos monjes acaban de aparecer al otro lado de la plaza y avanzan sin dificultad entre los fieles. Llevan amplias capuchas bajo las que sus ojos brillan débilmente a la luz de los cirios. Valentina recorre unos metros y se vuelve de nuevo. Los monjes han llegado al centro de la multitud. Se diría que avanzan deslizándose sobre el suelo y que el gentío ni siquiera repara en su presencia. «Dios mío, son ellos…»
Dominada por el terror, Valentina aprieta el paso y se adentra en una calleja estrecha que sube hacia el Panteón. Masculla un taco provocado por el dolor que siente al torcerse el tobillo entre los adoquines. Se quita los zapatos y echa a correr sin preocuparse del agua helada que le empapa los bajos de sus pantalones. Sin aliento, se dirige hacia las farolas que titilan a lo lejos. Unos perros ladran al pasar ella, como si intentaran alertar a los Ladrones de Almas. «¡Valentina, deja de desbarrar y corre!»
Justo antes de llegar al Panteón, la joven se vuelve y escruta la oscuridad a través de la lluvia. Nadie. Se refugia en la sombra de una estatua para examinar la plaza. Ve que Mario baja de un taxi a unos metros del hotel Abruzzi. Se queda petrificada. Los dos monjes acaban de aparecer al otro lado del Panteón y se dirigen hacia él. En vez de mirar al frente, el jefe de redacción está marcando un número en el teclado de su móvil. «Mario, por favor, levanta los ojos…»
Los monjes ya están a tan solo treinta metros. Valentina ve cómo uno de ellos desenfunda una hoja curva que lanza un destello bajo una farola.
—¡Mario! ¡Por lo que más quieras, lárgate!
El ruido de la lluvia ahoga su grito. Los monjes ya están a tan solo diez metros. Mario se ha detenido y vuelve a marcar el número, seguramente se ha equivocado en el primer intento. Luego, sin levantar la cabeza, el romano se acerca el teléfono al oído y reanuda la marcha. Valentina se dispone a echar a correr hacia él bajo la lluvia cuando su móvil vibra en su cinturón. Descuelga y nota que un aluvión de lágrimas inunda sus ojos al oír la voz de Mario a través del auricular.
—Valentina, ¿qué haces?
—¡Mario! ¡Cuidado! ¡Delante de ti!
El jefe de redacción se detiene.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—¡Mario, los monjes! ¡Van a matarte!
Ve cómo el periodista levanta los ojos en el momento en que el puñal del monje lo atraviesa por encima del ombligo. Mario suelta el móvil y vuelve la cabeza hacia Valentina, que corre hacia él para ayudarle. No tiene tiempo de hacerlo: tras retirar la hoja y limpiarla en el traje de Mario, el monje se vuelve hacia ella.
Lago Mayor, Italia.
Nueve de la noche
Parks y el padre Carzo no han intercambiado una sola palabra mientras el 4x4 atravesaba la noche para atrapar el tiempo. Tres horas de camino por Suiza y el paso de San Gotardo, cuando siete siglos atrás Landegaard y su escolta tardaron diez días en cruzar los Alpes.
Han aparcado a orillas del lago Mayor y se han dirigido a las ruinas carbonizadas de la abadía-fortaleza de Maccagno Superiore. De esta plaza fuerte trapense de la Edad Media, que defendió durante mucho tiempo el Milanesado contra los bárbaros, solo quedan cuatro cuerpos de edificio derrumbados y unos metros de murallas invadidas por zarzas. También un trozo de claustro, donde los niños de los alrededores encienden fogatas y se cuentan historias de miedo.
Carzo se ha vuelto hacia Parks. Con la mirada perdida, la joven ha señalado una vieja capilla cuyas paredes desmoronadas lindan con los vestigios del claustro. Ahí es donde han entrado. Parks se ha sentado en un antiguo sillón de celebrante; las patas, roídas por el tiempo, han crujido bajo su peso. Los mismos crujidos que el sillón de la recoleta en el refectorio de Nuestra Señora del Cervino. La misma tela también, ese terciopelo rojo y polvoriento que huele a siglos muertos.
—¿Está preparada?
—Sí.
Parks vuelve la cabeza hacia las troneras que atraviesan las murallas de Maccagno. A través de una estrecha ranura, la luna se refleja en la superficie del lago Mayor.
—Cierre los ojos.
Marie mira una vez más las paredes toscamente enyesadas y los bancos volcados. Después, cierra los ojos y abre su mente a la voz de Carzo.
—La envío a diez días después de la matanza del Cervino. Según los registros, el inquisidor Landegaard y su tropa llegaron a la fortaleza de Maccagno el 21 de julio de 1348 al amanecer. Sabemos que aquí sucedió algo. Algo que Landegaard no había previsto. Pero no sabemos qué es. Y lo que sucedió ese día sin duda es la clave que conduce al evangelio. Así que sea particularmente prudente, Marie, porque sabemos que Landegaard no fue bien recibido en este lugar y que estuvo a punto de perder la vida. Por esa razón necesitamos saber qué fue de los trapenses de Maccagno tras el paso del inquisidor y por qué…