Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
Entonces, comprendiendo que la lucha contra su contrario era vana, el séptimo día Dios entregó los hombres a los animales de la Tierra para que los animales los devoraran. Luego, tras haber encerrado a Satán en las profundidades de ese universo caótico que el Abismo eterno no había previsto, dio la espalda a su creación y Satán se quedó solo para atormentar a los hombres.
Evangelio de Satán.
El encierro de Gaal-Ham-Gaal.
Sexto oráculo del Libro de los Maleficios.
Mientras relee las dos últimas frases del pergamino, el frío de la biblioteca empieza a hacer tiritar a Parks. El demonio Gaal-Ham-Gaal, ese señor de los Infiernos que los Hijos de Caín habían dejado escapar de las profundidades del mundo, ese ser invencible igual que Dios, era Satanás.
Parks guarda los pergaminos escritos con tinta luminiscente donde estaban y reanuda la lectura del relato de los Hijos de Caín. Una vez liberado Gaal-Ham-Gaal de sus cadenas, su espíritu maléfico se extendió por el mundo para atormentar a los hombres. Parks sigue las huellas del demonio en las civilizaciones más remotas, donde su paso en forma de grandes cataclismos y de epidemias mortíferas dejó cicatrices indelebles en la memoria de los hombres. Desde Australia, donde se encontraron representaciones de Gaal-Ham-Gaal en las paredes de las cavernas, hasta las grandes llanuras de Norteamérica, pasando por África y los altiplanos de la cordillera de los Andes, expediciones arqueológicas desenterraron otros vestigios de esos cataclismos que habían sacudido las primeras edades de la humanidad: maremotos, terremotos y erupciones volcánicas. Y una especie de lepra de los árboles que, como una grave y extraña enfermedad, envenenaba los bosques y mataba a los hombres.
Así, poco a poco, el negro demonio de mil nombres devastó la memoria de los hombres, y dejó en las religiones y en las mentes una huella todavía más profunda que la de Dios. Hasta que, cansado de sus manejos, Dios decidió arrojar de nuevo a Gaal-Ham-Gaal a los abismos.
Varios siglos transcurrieron entonces sin que nadie oyera hablar de él. De modo que, poco a poco, la huella que había dejado en las religiones empezó a borrarse, al igual que el recuerdo del terror que había hecho nacer en el corazón de los hombres.
Según las investigaciones llevadas a cabo por la recoleta, Gaal-Ham-Gaal fue liberado de nuevo durante el reinado del faraón Tutmosis III, el creador de las Escuelas de Misterios que reunían en secreto a todos los científicos, filósofos y alquimistas de Egipto y del mundo griego. Tutmosis III los congregó en una sala oscura de la gran pirámide de Saqqara para invocar a las fuerzas invisibles a fin de que les revelaran los secretos del universo. No eligió la pirámide de Saqqara al azar: según las creencias más antiguas, ese edificio simbolizaba la colina primordial a partir de la cual el gran dios egipcio Atón había creado el universo. Además, según los cálculos astrales del sumo sacerdote Imhotep, que había erigido la pirámide, Saqqara se encontraba en el centro exacto de la obra creadora del dios Atón, de la que constituía los cimientos. Por ello, la pirámide de Imhotep era la puerta secreta entre lo visible y lo invisible. Un paso que unía dos dimensiones que en ningún caso debían coexistir, a riesgo de desencadenar el caos destructor de los mundos.
Esa puerta era la que los discípulos de Tutmosis III vieron aparecer en la base subterránea de la pirámide a medida que sus encantamientos aumentaban las tinieblas. Así se volvió a abrir el paso a los Infiernos, con el resultado de liberar a Gaal-Ham-Gaal, que devastó Egipto provocando el desbordamiento del Nilo durante más de un año y haciendo llover miríadas de escorpiones sobre los campos inundados.
Parks recorre febrilmente las últimas anotaciones de la recoleta, en las que relacionaba el relato de los Hijos de Caín con lo que sabía del evangelio de Satán. Según ella, Gaal-Ham-Gaal se manifestó por última vez a principios de nuestra era, cuando su hijo ocupó el lugar de Jesucristo en la cruz: Jesús, el hijo de Dios, y Janus, el hijo de Satanás. Este relato de los Hijos de Caín era el que había permanecido durante siglos, pasando de cofradías secretas a sectas satánicas, y el culto de Janus y de Gaal-Ham-Gaal había alimentado el fuego de las grandes herejías que sacudirían la cristiandad. Una historia por la que una noche de enero de 1348 asesinaron a las recoletas del Cervino, una pista de setecientos años de antigüedad cuyo rastro se perdía a través de los Alpes hasta llegar a la oscura fortaleza de los Dolomitas, donde el evangelio de Satán había salido de la memoria de los hombres.
En una delgada carpeta de piel, la joven encuentra una serie de dibujos al carboncillo y de grabados de la Edad Media, ejecutados por notarios de la Inquisición durante oscuros procesos a puerta cerrada en los que se juzgaba a asesinos de religiosas.
El primer grabado databa de 1412 y correspondía al proceso de un monje errante que había sido capturado en Calabria después de que hubiera asesinado a la congregación de recoletas de Cervione. El segundo databa de 1511, año de la matanza de la congregación de recoletas de Zaragoza, en España. En 1591, otra matanza, la de la congregación de recoletas de Santo Domingo, expediente instruido por la Inquisición española. En todos los casos, el criminal había sido condenado a las peores sevicias y a una muerte horrorosamente lenta: lo habían enrodado, desmembrado, colgado y carbonizado en aceite hirviendo. Después le habían cortado la cabeza para que no pudiera encontrar la salida de la tumba. En todos los casos, los mismos crímenes se habían repetido unos años más tarde en otra parte del mundo.
Con ayuda de una lupa, Parks compara los rasgos de los condenados tal como habían sido inmortalizados por los notarios de la Inquisición durante el pronunciamiento de la sentencia. Ve siempre el mismo rostro: el de Caleb.
Absorta en la lectura, a Parks se le ha pasado el tiempo sin darse cuenta. Cuando alza los ojos, constata que las velas están medio consumidas y que anchas espirales de cera se han solidificado sobre los brazos de los candelabros. Consulta su reloj: las cuatro y media. Tiene que darse prisa si no quiere que la pillen las monjas.
Cierra el relato de los Hijos de Caín y lo coloca en su sitio en los estantes de la biblioteca. Una nube de vapor blanco escapa de entre sus labios. La temperatura ha bajado bruscamente. Parks observa que una delgada película de escarcha cubre ahora los manuscritos. Oye un sollozo en las tinieblas. Marie se vuelve y ve una forma sentada en el lugar que ella ocupaba hacía unos instantes.
La anciana recoleta asesinada toca las marcas que sus uñas han dejado en la madera. Parks acerca una mano trémula a la culata de su arma mientras contempla a la desdichada, que susurra palabras incomprensibles entre sollozo y sollozo. Desenfunda el arma y la mantiene pegada al muslo. La anciana levanta lentamente la cabeza. Su cara es un amasijo de carne negruzca, pero Parks percibe tanta tristeza y dolor en sus ojos muertos que su miedo desaparece de golpe. Va a abrir la boca cuando la mirada de la religiosa se congela y una voz cascada y gorgoteante surge de entre sus labios.
—¿Puede verme?
Marie dice que sí con la cabeza. La recoleta cierra los ojos:
—¿Qué va a hacer ahora?
—Voy a avisar a las autoridades.
—No le dará tiempo, hija.
—¿Cómo dice?
Marie se sobresalta. A lo lejos, por encima de ella, acaba de oírse un ruido en las tinieblas. La trampilla de la biblioteca. Parks empieza a temblar de pies a cabeza al oír la risa demente que escapa de los labios de la recoleta.
—Ya viene.
Marie levanta el arma hacia el techo.
—¿Quién viene?
—Deje de luchar, hija. Vacíe esa arma en su boca y déjeme que la lleve conmigo al Infierno. Porque contra el que viene no puede hacer nada.
Unos pasos lejanos resuenan en el silencio; alguien ha empezado a bajar la escalera que conduce a la biblioteca prohibida. Desplazándose como un gato, Parks dirige el cañón de su arma hacia los pasos que se acercan.
—¡En nombre de Dios, hermana, dígame quién viene!
La joven se vuelve hacia la mesa. La religiosa ha desaparecido. Al oír que la reja chirría al girar sobre sus goznes, se agacha en la oscuridad y apunta con el arma hacia la entrada de la gruta.
Cuando la cosa entra en la biblioteca, su enorme sombra hace oscilar la llama de las velas. Lleva un sayal negro y sandalias. Su rostro desaparece totalmente bajo una capucha de monje. Sus ojos parecen brillar mientras inspeccionan los estantes. Parks se tapa la boca con una mano. «Dios mío, es imposible…»
El monje avanza lentamente por la biblioteca rozando con los dedos el canto de los manuscritos. Se detiene. Ha encontrado lo que buscaba. Retira de un estante un grueso volumen y lo deja sobre la mesa. A la luz trémula de las velas, Parks ve que descose la encuadernación de la obra y saca un sobre. Esforzándose en contener la respiración, se pregunta cuántos documentos secretos han escondido de ese modo las recoletas a lo largo de los siglos. Sin duda, miles.
El monje rasga el sobre, saca una hoja y empieza a descifrarla a la luz de las velas. Luego levanta la cabeza; sus ojos brillantes escrutan las tinieblas. Parks se pone rígida. La cosa acaba de detectar su presencia. Entonces coloca el dedo en el gatillo del arma y sale de la oscuridad.
El monje ni siquiera se sobresalta al ver el arma apuntándole. Tras haber centrado en el visor el espacio invisible que adivina entre los ojos brillantes del asesino, la joven ve que el monje levanta lentamente los brazos como si se dispusiera a rezar.
—Dame ese placer, cabrón, vuelve a mover las manos sin que te lo haya pedido y te disparo a bocajarro.
Un resoplido. Una respiración ronca.
—Esa arma no le sería de ninguna utilidad si yo fuera realmente quien cree que soy.
Esa voz… Marie nota que sus manos se humedecen contra la culata de la automática.
—¿Quién es usted?
El hombre se echa lentamente hacia atrás la capucha para dejar al descubierto un rostro extenuado y sonriente. El dedo de Parks se relaja sobre el gatillo.
—Soy el padre Alfonso Carzo, exorcista de la Congregación de los Milagros del Vaticano. Vengo de Manaus y estoy aquí para ayudarla, agente especial Marie Parks.
—¿Cómo sabe quién soy?
—Sé muchas cosas de usted, Marie. Sé que tiene el don de ver cosas que los demás no ven. Sé que ha descubierto un secreto que no debería haber descubierto jamás. Y sé que ahora corre un gran peligro.
—¿Sería mucho pedir que me enseñara lo que acaba de coger de la biblioteca?
—Una lista de citas griegas y latinas. Un documento que nos será de gran utilidad en nuestra investigación.
—¿Nuestra investigación?
—Responderé a todas sus preguntas más tarde, Marie. Porque ahora tenemos que darnos prisa.
Parks se dispone a añadir algo cuando, amortiguadas por el grosor de la roca, las campanas del convento empiezan a sonar de repente. El semblante del padre Carzo se crispa.
—¿Qué es eso, padre? ¿El primer oficio del amanecer?
—No, es otra cosa.
El exorcista alza los ojos hacia el techo y escucha las notas que llegan hasta ellos.
—Cielo santo, están tocando a rebato.
—¿Cómo dice?
—Es una señal de alarma.
Un ruido lejano por encima de ellos. La trampilla de la biblioteca se abre. Pasos. Algo baja la escalera. Parks nota que el sacerdote la agarra del brazo con una fuerza sorprendente.
—Sígame si quiere seguir con vida.
Entonces, mientras el sacerdote la arrastra por un pasadizo escondido detrás de la biblioteca, Parks comprende por fin qué está ocurriendo: ese bullicio y esas voces proceden de la jauría de monjas, que bajan la escalera profiriendo aullidos de odio.
Marie corre lo más deprisa que puede por los sótanos. Resbala varias veces sobre el suelo mojado y sigue en pie solo gracias a la mano del sacerdote, que le sujeta el brazo. Han recorrido más de cuatrocientos metros entre tinieblas y ahora la joven está convencida de que las religiosas han renunciado a perseguirlos. Sin aliento, trata de ir más despacio dejándose tirar del brazo, pero el padre Carzo la obliga a mantener el mismo ritmo.
—No se le ocurra detenerse.
En ese momento, Parks oye un lejano chasquido de sandalias. El sacerdote aumenta la velocidad.
—¡Corra! ¡Corra tan deprisa como pueda!
Aguzando el oído a través de los silbidos de su respiración, Parks capta el rumor que acompaña el ruido de las sandalias. Gritos y gruñidos. Las recoletas se acercan. ¿Cómo pueden unas viejas religiosas correr tan deprisa? «No corren. Galopan.»
La voz de Carzo retumba de nuevo en las tinieblas.
—¡No, Marie! ¡No se le ocurra volverse!
Demasiado tarde. Como una niña perseguida por un monstruo, no ha podido evitarlo. Y lo que ve está a punto de dejarla paralizada. Antorchas. Viejas cosas con cuerpos retorcidos galopando a cuatro patas a una velocidad inaudita y profiriendo gruñidos de animal. A la cabeza de esa jauría, la madre Abigaïl salta profiriendo ladridos de cólera. Esa visión arranca a Marie un sollozo de terror.
Distingue una luz gris a lo lejos. El corazón se le acelera. La salida del sótano se recorta en la blancura del amanecer. Entonces echa a correr lo más deprisa que puede concentrándose para no oír los aullidos de las recoletas que se acercan. Pero las cosas que galopan por el sótano callan de golpe. Sus sandalias continúan restallando, pero ellas ya no ladran, reservan el aliento para dar alcance a sus presas antes de la salida del túnel.
Abigaïl ha acelerado de pronto y se ha despegado de la jauría. Parks oye cómo entrechocan sus mandíbulas unos metros detrás de ella. Entonces, como una niña extenuada, siente que las fuerzas la abandonan. Tiene ganas de dejar de correr y arrodillarse en el suelo. El padre Carzo la obliga a continuar.
—Aguante, Marie, ya casi hemos llegado.
La salida está a treinta metros escasos. La joven ya no siente la mordedura de los calambres que agarrotan sus piernas ni el ácido que satura sus músculos. Corre pisando los talones al sacerdote y respirando por la boca como una velocista.
A medida que las tinieblas se aclaran, los gruñidos de la madre superiora se transforman en aullidos de rabia y luego en chillidos de terror. Los restallidos de las sandalias se espacian y dejan paso a un clamor cuyo eco llena el sótano mientras Parks y el padre Carzo salen por fin al aire libre.