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Authors: Col Buchanan

El Extraño (55 page)

BOOK: El Extraño
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—¿Por qué vas tan lento? —siseó el maestro.

—Me he entretenido contemplando las vistas —respondió Aléas—, Y luego, por placer, me he puesto a charlar con una chica de Exanse, ¿o me dijo que era de Palo-Valetta? Bueno, ya sabe cómo son estas cosas, no lo recuerdo.

—Dame la palanca —espetó entre dientes el Alhazaií.

Aléas le entregó la palanca, lo que no fue una maniobra sencilla para ninguno de los dos, colgados peligrosamente de la escalera, y luego observó cómo su maestro la pasaba a Ash, que tenía el paso bloqueado por un objeto sólido que ocupaba toda la amplitud del hueco del ascensor. Enseguida empezó a caer una lluvia de astillas.

Un fragmento aterrizó en un ojo de Aléas, y éste maldijo mientras parpadeaba con insistencia para sacárselo. Por un momento, sus piernas se agitaron en el vacío.

—¡Aléas! —farfulló su maestro.

Un tablón se desprendió del obstáculo y cayó dando vueltas sin llegar a tocarles, rebotó en la pared y desapareció bajo sus pies. Otras dos tablas siguieron a la primera y a continuación Ash trepó por el agujero que había abierto con Baracha pegado a sus talones. Aléas, medio ciego, ascendió fatigosamente el último tramo de peldaños y se agarró al borde irregular del agujero que Ash había hecho en el suelo de la cabina del ascensor. Se frotó los ojos irritados, aunque eso sólo empeoró el escozor. Notaba la mugre incrustada en sus fosas nasales al respirar y el sudor que le corría por la piel.

La cabina tenía una puerta doble de hierro entre cuyas hojas no se atisbaba ni un resquicio, con unos tiradores curvados a cada lado que sin duda debían servir para deslizar las puertas. Al otro lado se oyeron amortiguados el tintineo de campanillas y una voz que bramaba órdenes.

La palanca volvió a fracasar en el intento de abrir la puerta.

—Está atrancada —jadeó Baracha.

Ash estaba examinando una palanca metálica que sobresalía de un lado del cubículo y se decidió a empujarla. El ascensor dio una sacudida que lo elevó un par de centímetros antes de frenarse con un golpetazo seco y recuperar su posición previa.

—Todavía no estamos en el último piso. El ascensor llega más arriba.

—Entonces, ¿por qué no se mueve?

Ash pasó la mano por una placa de latón instalada justo debajo de la palanca. Los tres la examinaron con atención y descubrieron que tenía cuatro clavijas también de latón, cada una con una serie de dígitos grabados, que giraban como diminutas ruedas en un eje, dejando a la vista números diferentes cada vez que las movían.

—He oído hablar de estas cosas —gorjeó Aléas—. Es una cerradura numérica. Hay que combinar correctamente los números de las cuatro ruedas.

Ash les pasó el dedo por encima y sacudió la mano con desdén.

—Sería un milagro dar con la combinación correcta. Me temo que nos hemos metido en un callejón sin salida.

No había acabado de decir esto cuando las puertas se deslizaron y se abrieron.

Una docena de acólitos se quedaron petrificados y con las miradas atónitas clavadas en los roshuns, quienes a su vez les devolvían la mirada con el mismo grado de sorpresa.

Baracha soltó un gruñido, agarró al acólito que le quedaba más cerca y lo metió en el ascensor. Eso rompió el hechizo.

Ash y Aléas se abalanzaron sobre los tiradores y corrieron las puertas mientras el tumulto de acólitos bregaba para colarse por el espacio cada vez más estrecho entre las hojas de la puerta. Sobre la cabeza de Aléas se precipitaban puñetazos y manos que lo asían del cabello.

El aprendiz empujaba el tirador al tiempo que rechazaba a un acólito; los golpes llovían sobre su cabeza y vislumbraba dientes apretados y ojos desorbitados por la ira, con el telón de fondo de cabezas que se sacudían y aceros que buscaban una oportunidad para lanzar un tajo. La puerta ya casi estaba cerrada y únicamente la bloqueaban los hombros y las piernas de un acólito, que resoplaba por la nariz del esfuerzo, si bien no se daba por vencido.

—¡Sacad las armas! —espetó Ash, echando la cabeza hacia atrás y luego hacia delante para esquivar un puñetazo. El anciano desenvainó su espada al tiempo que ladeaba la cabeza para eludir la punta de una hoja y descargó la suya. Un chorro de sangre —irreal, espantosa, resplandeciente— regó el cubículo del ascensor.

Aléas había perdido algo de visión en su ojo izquierdo; sin duda la astilla que le había entrado le rozaba cada vez que parpadeaba, sin embargo, forcejeó con su acero hasta que consiguió desenfundarlo y arremetió con él contra nadie en particular.

—¡Dime los números! —gritaba Baracha a su prisionero detrás de él.

—¡Aprieta! —animó Ash al joven aprendiz, enfrascado en la refriega. Las hojas de la puerta se juntaron un poco más.

Aparecieron más manos que se aferraron a los bordes de las puertas. El acólito que las bloqueaba estaba muerto o acaso inconsciente, y los soldados a su espalda lo utilizaban como escudo y como palanca. Entretanto, Ash estaba causando estragos con su acero. La sangre se esparcía por el suelo y formaba charcos; Aléas resbaló en ella y a duras penas consiguió mantener aferrado el tirador, aunque eso le costó la pérdida de su espada, que se le escurrió de la mano grasienta. Sintió un dolor abrasador en la mejilla y rápidamente ladeó la cabeza; notó algo húmedo en la cara. Apretó la mano alrededor del tirador y por puro instinto esquivó una hoja que ni siquiera había visto.

—¡Maestro! —gritó, volviéndose al Alhazií.

Baracha tenía agarrado al hombre que estaba interrogando y jadeaba trabajosamente a un milímetro de su rostro. El tipo no era un acólito, sino un anciano sacerdote completamente calvo que respiraba con dificultad y por cuyos orificios nasales asomaba un puñado de pelos blancos.

—¡No conseguirás nada de mí! ¡No te diré nada!

—¿Ah, no?—replicó Baracha, remangando la túnica del sacerdote y palpándole la entrepierna.

Ash se alejó tambaleante de la puerta.

Aléas soltó un alarido y lanzó la mano hacia el tirador que de repente había soltado Ash. Las puertas volvieron a abrirse y se apiñaron más hombros y brazos para hacer palanca. Aléas rugió reuniendo todas las fuerzas que le quedaban y las empleó para evitar que creciera la brecha que habían abierto los acólitos. «Es el fin —pensó, esperando que en cualquier momento se hundiera un cuchillo entre sus costillas—. Nunca tuvimos una oportunidad real.»

El sacerdote chocó con su espalda en su forcejeo con Baracha.

—¡Para, por favor! —gritaba el anciano calvo con un acento sincopado.

—¡Maestro! —repitió Aléas.

Un rostro lo insultó a tan escasa distancia del suyo que el aprendiz advirtió el olor a ajo del aliento. Encima de aquella cabeza atisbo un madero que se abría paso entre las puertas y que alguien utilizó a continuación como palanca para abrirlas.

Baracha ignoró a su discípulo.

—¡La combinación o te los arranco de cuajo!

Ash yacía en el suelo, seguía consciente, pero titubeaba como un borracho.

—¡No! —gritó el sacerdote en un tono que rayaba la histeria, dejando escapar inmediatamente un alarido atronador.

—¡La combinación! —gruñó Baracha.

—¡Cuatro, nueve, cuatro, uno! ¡Cuatro, nueve, cuatro, uno! —Los chillidos atroces del sacerdote retumbaron en el reducido espacio de la cabina y de pronto cesaron.

Aléas notó que el viejo se derrumbaba contra sus piernas. Baracha tiró algo informe y ensangrentado al suelo. La bilis se agolpó en la garganta del joven aprendiz que, sin embargo, no tenía tiempo para esas preocupaciones, pues un cuchillo ya revoloteaba en cerca de su estómago, intentando encontrar un camino hasta su cuerpo entre todas las herramientas que llevaba colgadas.

Baracha se inclinó sobre la placa de latón y giró las ruedas para introducir la combinación.

—¡Rápido! —balbuceó Aléas.

—¡No funciona! ¡El imbécil me ha mentido!

—¡Tire de la palanca! ¡Tiene que tirar de la palanca!

La cabina dio una sacudida y empezó a elevarse. Los gritos agónicos acompañaron la precipitada retirada de brazos del suelo del cubículo; las extremidades no subieron arrastradas por la cabina, sino que fueron desapareciendo por la brecha entre las hojas de la puerta a medida que ésta ascendía.

Aléas se dejó caer contra la pared. Estaba empapado en sudor. Respiró hondo tres veces antes de incorporarse y arrodillarse junto a Ash.

—¿Qué le pasa? —preguntó Baracha.

Aléas reparó en el cuchillo que sobresalía del muslo del anciano roshun y examinó el corte.

—Sólo es una herida superficial —respondió el aprendiz, que extrajo la hoja con sumo cuidado.

Ash dio un grito ahogado.

El Alhazií olfateó el acero.

—Veneno. Rápido, muchacho, el antídoto.

Aléas trató de serenarse, no era el momento de venirse abajo.

Se sacó el botiquín que llevaba colgado de la cadera.

—¿Cuál es?

—Usa todos.

Aléas extrajo los cuatro viales con antídotos y vertió unas gotas de cada uno de ellos entre los labios de Ash.

La cabina se detuvo con un traqueteo. Baracha se abalanzó sobre la puerta doble del piso en el que habían parado y asió los tiradores para mantenerla cerrada. Sin embargo, esta vez nadie intentó abrirlas.

Aléas se frotó el ojo inflamado. Echó mano del frasco con agua que llevaba encima e inclinó la cabeza hacia atrás para lavárselo. Parpadeó un par de veces y repitió la operación. Pareció funcionar. Luego bebió un trago largo de agua.

—Aceite de junco —farfulló Ash desde el suelo.

Aléas volvió junto a él. Sacó un pequeño tarro de arcilla del botiquín, le quitó la tapa de papel, se impregnó un dedo con la crema cerosa y la untó en los labios de Ash.

Los ojos del anciano roshun recuperaron rápidamente el brillo.

—Ayúdame a levantarme —le ordenó.

—Despacio —dijo Aléas, ayudándolo a ponerse en pie—. Lo acaban de envenenar.

—Lo sé, todavía lo noto.

Baracha tenía la oreja pegada a la puerta.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó con voz calma, volviéndose hacia él.

Ash le respondió con un breve gesto de asentimiento.

—Creo que era semilla sagrada machacada —dijo Aléas, que se había acercado el acero ensangrentado a la nariz.

—Extraño —observó Ash.

—Y difícil de anular. Tendremos que realizarte una purga cuando salgamos de aquí.

—¿Estáis preparados? —inquirió Baracha.

Ash recogió su espada del suelo. Se despojó de la pesada túnica y limpió con ella la empuñadura y la hoja de acero curva. Parecía un granjero limpiando su guadaña.

Una punzada de dolor se ensañó con el anciano en cuanto terminó de limpiar la espada. Encorvó la espalda, se agarró un costado y aspiró una gran bocanada de aire. Era evidente que le costaba horrores enderezarse. Al cabo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

Baracha corrió las puertas para abrirlas.

Capítulo 26

El asesinato

Kirkus tenía náuseas. Tenía el oído pegado a la pesada puerta acorazada y lo único que oía al otro lado era silencio.

Venían a por él y lo sabía, y esa certidumbre hacía brotar en su interior el impulso incontenible de huir. Pero ¿huir adonde? Estaba en la parte más alta de la puntiaguda torre, la única vía de escape era la que estaba usando la gente que subía con la intención de matarlo.

Sólo le restaba esperar que los guardias de la torre los detuvieran. Y los detendrían, por supuesto, de eso no le cabía duda, pues habían sido entrenados desde niños para ese cometido. Y sin embargo, volvió a atormentarle la misma pregunta: ¿cómo era posible que sus asesinos hubieran llegado tan lejos?

Se alejó de la puerta y se adentró de nuevo en la Cámara de las Tormentas. Empuñaba una espada corta; la sopesó y lanzó una estocada al aire y luego otra.

Se dijo que no la necesitaría. Nunca conseguirían entrar.

Manse, el anciano sacerdote, aguardaba de pie en el centro de la cámara con las manos sepultadas en las bocamangas de su túnica y la cabeza gacha. Una criada muda cuidaba el fuego, si bien de vez en cuando miraba de reojo a Kirkus.

—Vosotros dos, arrimaos a la puerta —les ordenó Kirkus—. Mantenedme informado de todo lo que ocurra.

El muchacho ignoró a la pareja cuando se deslizó junto a él de camino a la puerta. Deambuló un rato por la estancia y al cabo se detuvo frente a los ventanales. Apoyó la frente contra el cristal frío. Desde su posición elevada, la niebla se extendía por debajo de sus pies, produciendo la impresión de que la torre se erigía sobre un manto de nubes. Se divisaban otras torres aquí y allá que asomaban por encima del celaje como islas.

Incluso a través del grueso vidrio oyó el grito que escapaba por una ventana del piso inferior. De nuevo se le revolvió el estómago.

Sólo en una ocasión anterior había temido de verdad por su vida, y de eso hacía ya varios años, cuando experimentó su primera purga. Había abandonado en mitad del ritual, que se prolongaba durante toda una semana, incapaz de reunir el aplomo necesario para culminarlo. Entonces, su abuela se acercó a él con agua y le limpió las impurezas nauseabundas del rostro con una esponja húmeda. Al cabo, Kirkus dejó de temblar y su llanto cesó. Levantó los ojos hacia su abuela; todavía veía fantasmas. Se sabía al borde de la locura.

—¿Por qué la carne divina es tan fuerte? —le susurró al oído su abuela.

De su boca sólo brotó un graznido, aún le resultaba imposible hablar.

—¡Respóndeme! —le interpeló la anciana.

Kirkus sintió aquella voz como un latigazo.

—Porque... no conoce... la debilidad... —recitó en un murmullo apenas audible.

—Bien, ahora háblame de la debilidad.

Entonces, Kirkus se sintió como si estuviera narcotizado y su mente se negó a concentrarse. Pugnó por recuperar la serenidad aferrándose con fuerza a la pregunta de su abuela.

—La conciencia —farfulló.

—Bien, ¿y por qué consideramos la conciencia una debilidad?

Llegado a este punto Kirkus titubeó. Conocía la respuesta, pero su lamentable estado y su mente dispersa no le permitían reunir las palabras para contestar.

La vieja bruja sonrió.

—Porque, mi niño, la conciencia no forma parte de nuestra esencia. —Entonces la cabeza de Kirkus cayó desplomada y la sonrisa de la anciana se esfumó—. ¡Escucha! ¡Lo que voy a decirte es de una importancia capital!

Kirkus reunió las pocas fuerzas que le quedaban para levantar otra vez la cabeza.

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