Oooh, soy FELIZ de ser LI-BRE-BRE,
LI-BRE-BRE de ser SALVADO,
SALVADO de los lazos del PECADO,
Gloria, Gloria, Aleluya,
hip, hip, hurra, amén.
Y yo, que bebía ese brebaje dulce, potente, nocivo, trago tras trago, ponía el alma para terminar la copa, y sabía que los ángeles me observaban mientras bebía, y que si bebía todo antes de que terminase la canción, al día siguiente venceríamos a Harvard, seríamos útiles a nuestro equipo desde las tribunas. Estaríamos allí para ofrecer nuestra devoción, nuestro amor, nuestra viril habilidad para beber con los dioses en la taberna de Morey. Solamente los dioses apuraban hasta el final una copa de plata llena de ponche. Haríamos resonar el campo de juego con la potencia de nuestra misión en Yale, que era vencer a Harvard. Dios, empiné el codo de verdad, y el resultado al día siguiente, aquel noviembre de 1953, fue Yale o, Harvard 13.
Conocí a Kittredge hacia el final de mi tercer año en Yale. Justo antes de las vacaciones de Pascua me llegó un telegrama con una invitación: VEN A CONOCER A MI PROMETIDA HADLEY KITTREDGE GARDINER. PASA PASCUAS EN LA CUSTODIA CON KITTREDGE Y JEAN HARLOW.
De vuelta a Doane. No había estado en la isla desde que mi padre, que hacía un par de años había necesitado dinero, había presionado y obligado a sus dos hermanos y a su única hermana para que estuviesen de acuerdo en vender. La razón por la cual necesitaba dinero constituyó otro misterio familiar. Entre los Hubbard, un golpe de suerte, un desastre o una malversación eran guardados a mayor distancia de los niños que una revelación sexual. Todo lo que sabíamos era (y esto dicho en un susurro): «Maldición, van a vender la Custodia. Idea del consejero». Ese verano mi padre estuvo dos semanas con la boca tan cerrada como un dictador sudamericano bajo arresto en el palacio. A mí casi no me importaba. Amaba la Custodia menos que los otros, o eso creía. Fue después del siguiente verano que pasé en Southampton con mi madre sin nada que hacer más que jugar a tenis y emborracharme con unos nuevos amigos ricos que no me gustaban, cuando empecé a entender lo que significaba perder el esplendor de los silencios crepusculares sobre las colinas de Maine.
La invitación para regresar a la Custodia me resultó, por eso, agradable, y la idea de ver a Harlot, prometedora. Yo era todavía como una muchacha enamorada del hombre que partió a la guerra. Si no había vuelto en tres años, no importaba. La muchacha no salía con ningún otro; ni siquiera atendía por teléfono a buenos muchachos.
Estaba enamorado de la CIA. Soy uno de esos tíos —¿uno entre diez, o uno entre cincuenta?— que pueden renunciar prácticamente a todo en la vida para concentrarse en una parte de la vida. Leía novelas de espionaje, saltaba de palabra en palabra en el diccionario de Skeat, asistía a foros sobre política exterior en Yale y estudiaba las fotos de Lenin, Stalin y Molotov, de Gromiko y Laurenti Beria; quería llegar a comprender el rostro del enemigo. Evitaba las discusiones políticas sobre republicanos y demócratas. Apenas importaban. Allen Dulles era mi presidente, y yo sería un soldado en la guerra contra el Diablo. Leía a Spengler y durante los inviernos en Yale meditaba acerca de la inminente decadencia de Occidente y del modo de evitarla. Bajo estas circunstancias pueden estar seguros de que envié a Harlot un telegrama diciéndole que estaba en camino, lo firmé Ashenden (nombre tomado del espía británico de Somerset Maugham) y viajé en mi coche, un Dodge cupé modelo 1949, desde Yale hasta Mount Desert, donde encontré que la casa ya no era la misma de otros tiempos.
No sé si tengo ganas de describir los cambios. Al discernimiento de un geólogo necesitaría agregar un catálogo de tesoros hallados en medio de cosas sin valor: generaciones de Hubbard habían dejado sus estratos. En el Cunard solíamos tener rinconeras de roble y muebles de rubia madera danesa; una magnífica y antigua mesa de dibujo en el Campamento era un legado de Doane Hadlock Hubbard (quien también dejó el minucioso proyecto de un mirador de treinta metros de altura que planeaba construir en el extremo sur de la isla). Sobre las paredes había docenas de pálidas y manchadas fotografías enmarcadas, con los vidrios rajados, que habían llegado a nosotros desde 1850 en adelante. Y también grabados, descoloridos por el sol, de Matisse, Braque, Dufy, Duchamp, todos adquiridos por mi madre. Aunque ella nunca regresó, fueron conservados. Una vez que algo era colgado de la pared, allí permanecía: era una casa de veraneo. No había guerras de selección, sino una simple redistribución de los objetos acumulados. Las camas eran una verdadera área de desastre: jergones propios de un chalé. Colchones apelmazados, de muelles rotos y cutí viejo, escritorios de madera cuya espesa capa de pintura había sido rayada por una uña como testimonio de una calurosa y aburrida tarde de verano; telarañas en las ventanas, nidos de pájaros debajo de los aleros y excremento de ratón en muchos cuartos que no se usaban eran el precio que pagábamos por tener una casa tan enorme.
Rodman Knowles Gardiner y su esposa la arreglaron por completo cuando nos la compraron. El padre de Kittredge, que era un estudioso de Shakespeare (pariente lejano del famoso shakespeareano George Kittredge, también de Harvard), sabía lo suficiente sobre escrituras de transferencia como para, cuando le dejó la casa a su hija en regalo de bodas, incluir una cláusula según la cual si Kittredge se divorciaba de Hugh Montague, se convertiría en la única propietaria sin ningún tipo de impedimentos. Ésta es la razón por la cual volví a vivir en ella. Por Kittredge. Pero eso sucedería más tarde. Ahora, durante las vacaciones de Pascua de mi tercer año en Yale, más de dos años después de la compra de la casa, el doctor Gardiner, retirado ya de la enseñanza, y su esposa habían mejorado la Custodia. Trasladaron muchos de sus mejores muebles coloniales de su residencia en Cambridge a Maine. Había cortinajes en las ventanas y las paredes lucían la colección de cuadros Victorianos del doctor Gardiner. Los dormitorios tenían camas nuevas. La primera sensación que experimenté hacia aquellos cambios fue de odio. Parecía una hostería de Nueva Inglaterra, de esas que en invierno mantienen la temperatura demasiado alta y las ventanas cerradas.
Después de mi llegada pasé un par de horas realmente difíciles. No estaban ni Hugh Montague ni su prometida. Fui recibido por el eminente shakespeareano y su esposa, Maisie. Ellos me soportaron; yo sufrí. Él era un profesor de Harvard de una variedad que quizá ya no exista. Era tan reconocido que su eminencia contenía distintos compartimentos. Los diversos aspectos de su personalidad parecían autorizarse unos a otros, como si se tratara de una cadena de mandos descendente. Hablamos de los equipos de fútbol de Yale y Harvard del otoño anterior, luego de mi categoría en squash —era un jugador del grupo B- y de mi padre, a quien el doctor Gardiner había visto por última vez en una recepción en Washington, junto con el señor Dulles.
—Por cierto, se lo veía muy bien, claro que eso fue el año pasado.
—Sí, señor, sigue muy bien.
—Mejor para él.
Como jugador de tenis, el doctor Gardiner no permitía que uno disfrutase con el peloteo de calentamiento. Mandaba las inocentes devoluciones al otro extremo de la pista y dejaba que uno trotase lentamente a buscar la pelota.
Maisie no era notablemente mejor. Hablaba de las flores que cultivaría en mayo, quejándose, con voz monótona pero melodiosa, de lo impredecible que era en Maine la primavera. Mencionaba los híbridos que plantaría. Cuando nombré algunas flores silvestres que valía la pena observar en junio y julio, ella perdió interés en mí. Las pausas en la conversación se expandían hasta convertirse en extensiones del silencio. Desesperado, intenté atacar la fortaleza del doctor Gardiner. Le hablé de un trabajo que había escrito acerca de la obra de Ernest Hemingway (por el cual obtuve una A). La conscientemente elegida ironía del estilo posterior demostraba, dije, que había recibido una gran influencia de
Rey Lear
, en especial de algunos de los versos de Kent, y cité una parte del acto primero, escena cuarta: «Prefiero... amar al que es amado, conversar con el que es sabio y habla poco, temer la crítica, luchar cuando no hay otro remedio y no comer pescado». Estaba a punto de agregar: «Puedo guardar un consejo honesto, cabalgar, correr, echar a perder un cuento complicado al narrarlo y transmitir un mensaje de modo terminante», pero el doctor Gardiner me preguntó: «¿Para qué ocuparse del que copia?».
Nos sentamos. Cuando ya anochecía, al cabo de un tiempo que me pareció interminable, Kittredge y Hugh Montague regresaron. Habían estado trepando partes del sendero inferior de la montaña Gorham, cubierto de hielo (era una Pascua muy fría). «Divertido», me aseguró Kittredge. Tenía un aspecto navideño, con las mejillas arreboladas.
Era más encantadora que cualquier mujer que yo hubiese visto o pudiera concebir. Llevaba el pelo negro tan corto como un chico, y vestía pantalones y cazadora, pero era una muchacha hermosísima. Bien podía haber sido una heroína de las damiselas victorianas en los cuadros de la colección de su padre, pálida como sus claustros, bella como sus ángeles. Así era Kittredge, sólo que su color, después de un día de ejercicio en la montaña, era tan sorprendente como un espectáculo de bayas rojas silvestres en un campo de nieve.
—Es maravilloso conocerte. Somos primos. ¿Lo sabías? —me preguntó.
—Supongo que sí.
—Lo averigüé la primavera pasada. Primos terceros. Si uno lo analiza, es tierra de nadie.
Rió con una mirada tan directa (como diciendo que un hombre más joven que ella podía ser muy atractivo si a ella le gustaba) que Hugh pareció inquieto. Entonces yo sabía muy poco acerca de los celos, pero pude sentir la ola que provenía de él.
—Bien, debo decirte —continuó ella— que mientras Hugh me llevaba por ese sendero espantoso, yo no dejaba de decir que no me casaría con él hasta que me prometiese que nunca volvería a hacerme una cosa semejante. ¿Sabes lo que me dijo? «Tú y Harry Hubbard sois iguales.» Nos excluye a ambos de su sucia afición.
—En realidad —dijo Hugh Montague—, ella es algo mejor que tú, Harry. Pero incluso así, es irremediable.
—Pues me alegro —intervino Maisie Gardiner—. Es de tontos arriesgarse a romperse el cuello en el hielo.
—Me encanta —dijo Kittredge—. Lo único que Hugh se molestó en explicarme fue: «El hielo no te traicionará hasta que lo haga». ¿Qué clase de esposo serás?
—Relativamente seguro —respondió Hugh.
Rodman Knowles Gardiner tuvo un acceso de tos cuando se mencionó el casamiento de su hija.
Precisamente en ese momento Kittredge dijo:
—Según parece, papá piensa que soy Desdémona.
—Yo no me veo como un moro —dijo su padre—, ni tampoco casado con mi hija. Tu lógica es pésima, querida.
Kittredge cambió de tema.
—¿Nunca has trepado por el hielo? —me preguntó. Meneé la cabeza—. No es peor que esas cosas horribles que ordenan hacer en la Granja, como saltar a una zanja llena de barro y luego subir por una valla de eslabones mientras te iluminan con un reflector. —Se detuvo, pero no por cautela sino para calcular cuándo me tocaría a mí esa prueba—. Supongo que lo harás dentro de dos años. La valla es una imitación de la barrera Grosse-Ullner en Alemania Oriental.
Hugh Montague nos dedicó una sonrisa en absoluto divertida.
—Kittredge, no practiques la indiscreción como si fuese tu especialidad.
—No — dijo ella—. Estoy en casa. Quiero hablar. Esto no es Washington, y estoy cansada de fingir en una fiesta tras otra que soy una empleada de archivo en el Departamento del Tesoro. «¿Qué archiva?», preguntan. «Montones de cosas —respondo—. Estadísticas.» Se dan cuenta de que miento. Obviamente, soy otra cosa, y salta a la vista.
—Lo que salta a la vista es que eres una consentida —dijo Hugh.
—¿Cómo no serlo? Soy hija única —replicó Kittredge — . ¿Tú no? —preguntó luego dirigiéndose a mí.
—A medias —contesté, y como nadie dijo nada, me sentí obligado a dar una explicación sumaria.
Ella pareció fascinada.
—Debes de estar lleno de lo que yo llamo capas fantasmagóricas —dijo, y levantó una mano maravillosamente blanca como si estuviera personificando a un policía de tráfico en un número de una fiesta de caridad—. Aunque le prometí a todo el mundo que no me explayaría acerca de mis teorías este fin de semana. Algunas personas beben demasiado. Yo nunca dejo de teorizar. ¿Crees que es una enfermedad, Hugh?
—Preferible a la bebida —respondió.
—Te hablaré de las capas fantasmagóricas cuando estemos solos —me aclaró.
Di un respingo interiormente. Hugh Montague era un hombre posesivo. Si ella me sonreía demasiado, él vería el fin del idilio en su sonrisa. En última instancia, tuvo razón, sólo que los amantes condensan todos los horarios. Lo que nos llevaría más de quince años parecía un peligro inmediato.
Por otra parte, él estaba aburrido. Mantener una conversación con Rodman y Maisie Gardiner era igual que comer en una habitación donde las luces se encienden y se apagan continuamente. La mayor parte del tiempo hablábamos como si existiesen reglas contra la conexión lógica. Durante los cócteles presté atención a algunos de los comentarios. En un lapso de diez minutos se dijeron diez cosas distintas. Tres por parte del doctor Gardiner, dos de Maisie, tres de Harlot, una de Kittredge y una de mí. La memoria tiene sus límites. Yo ofrezco un sustituto razonable.
Rodman Knowles Gardiner: «Le he pedido a Freddy Eaves, el del astillero, que me busque un nuevo
spinnaker
».
Maisie: «¿Por qué las cinias rojo púrpura se marchitan tanto más rápido que las cosmos?».
Hugh Montague: «¿Se ha mencionado que ayer hubo un alud muy grande en los Pirineos?».
Kittredge: «Si no les pusieras tanto estiércol a las cinias rojo púrpura, madre...».
Maisie: «¿Es Gilley Butler un factótum de confianza, señor Hubbard? Su padre, Cal Hubbard, dice que hay que tener cuidado con él».
Yo: «Yo le haría caso a mi padre».
Montague: «Los montañeros no llevaban cuerdas de alud, de modo que los cuerpos no podrán ser recuperados».
Doctor Gardiner: «El
spinnaker
se rasgó en la regata Backside. Tuve que terminar con una vela más pequeña. Avanzaba la mitad».
Montague: «Tres vítores por estar otra vez en el cuadro de honor, Harry».
Doctor Gardiner: «Llenaré la coctelera de martini».