—¿Como el totalitarismo?
—Exactamente. Veo que comprendes lo que estoy tratando de decir.
Me encantó oír eso. Alentado, pregunté:
—¿Podrían los componentes Alfa y Omega de una persona sana tener una diferencia semejante a la de republicanos y demócratas, que si bien están de acuerdo en algunas cosas, y en desacuerdo en otras, se las arreglan para convivir?
Pareció resplandecer. Yo había hecho aflorar su mejor lado. Una leve luz de malignidad apareció en su mirada.
—Eres maravilloso —dijo—. Te amo de verdad. Eres tan directo.
—Te estás burlando de mí.
—No —replicó—. Usaré tu ejemplo con algunos de esos tontos a quienes trato de explicarles esto.
—¿Acaso no adoran tus ideas? Me doy cuenta de que Alfa y Omega pueden decirnos muchas cosas acerca de los espías.
—Por supuesto. Pero muchas de las personas con quienes trabajo temen confiar en mi teoría. Para ellos no soy más que una chica. No pueden creer que mi idea pueda ser la primera teoría psicológica confiable, capaz de explicar por qué los espías son capaces de resistir la tensión de sus increíbles dobles vidas, y que no sólo lo hagan sino que busquen esa situación.
Asentí. Me había calificado de un modo directo, pero yo me preguntaba si su modo de presentación no era demasiado falto de adornos. La mayoría de los intelectuales que había conocido en Yale parecían obligados en el primer encuentro a disparar una verdadera artillería de nombres de autores famosos y/o esotéricos que habían absorbido en sus lecturas. A Kittredge le bastaba una cita de Spinoza más una referencia a Freud. No había enviado una caballería de autoridades reconocidas para debilitar mi flanco. Se conformaba con sus propios pensamientos, que eran suficientes. Pensé que tenía la mente vigorosa aunque inocente de un inventor.
Bien, seguimos conversando. Nunca llegamos a las capas fantasmagóricas, pero antes de terminar esa hora en los rincones de Doane me sentía un tanto ofendido al ver que ella demostrara tanto placer en la exposición de sus teorías como en nuestro flirteo. Por eso, antes de regresar a la Custodia, traté de fastidiarla. Le pedí que me confesara quién era su Alfa y quién su Omega.
—Oh —respondió—, los demás perciben esas cosas mejor que uno. Dime tus impresiones de cómo se manifiestan en mí.
—Oh —dije, imitando su voz—. Creo que tu Alfa está llena de lealtad y que tu Omega es tan traicionera como la marea. Alfa está harta de la castidad, y Omega se siente desequilibrada por el sacrilegio. Por una parte eres una niña espontánea, y por otra una constructora de imperios.
—Y tú eres un diablo hecho y derecho —dijo ella, y volvió a darme un beso en los labios.
Nunca sabré con seguridad si Harlot vio ese pequeño abrazo, o si simplemente lo adivinó. Cuando regresábamos, cogidos de la mano, lo encontramos de pie sobre una roca. Había estado mirando mientras nos aproximábamos. No tengo idea de cuánto tiempo hacía que estaba allí. Aunque su actitud no varió, lo cierto es que su mera presencia bastó para chamuscar la intimidad entre Kittredge y yo. La palabra es justa. Mientras nos acercábamos, podía sentir que mis cejas se habían convertido en ceniza, y me pregunté si cuando ingresase en la CIA tendría que pagar por aquella hora con su prometida.
Lo que me queda por relatar es doloroso. Esa tarde de Pascua, el doctor Gardiner dio rienda suelta a las furias ocultas de su garganta, y rindió honores a sus invitados: a la luz del fuego que ardía en el estudio, leyó a Shakespeare en voz alta.
Nos ofreció una de sus primeras obras:
Tito Andrónico
. Extraña elección. No me daría cuenta de cuan extraña antes de conocer mejor a la familia. Si bien el doctor Gardiner no pertenecía a la escuela de especialistas que pensaban que Shakespeare no era el autor de
Tito Andrónico
, la consideraba, nos confesó, una de las obras más pobres del Bardo. Carente de inspiración, y demasiado tremenda. Sin embargo, nos leyó un párrafo con una voz cargada de pasión.
Eligió el terrible parlamento en el que Tito les dice a Quirón y Demetrio que, como consecuencia de sus malvados actos con su familia —a él le han cortado una mano y a su hija Lavinia, las dos —, procederá a vengarse.
¡Oíd, miserables, cómo me propongo martirizaros!
Todavía me queda esta mano para cortaros la garganta,
mientras Lavinia sostendrá entre sus muñones
la jofaina que recibirá vuestra sangre criminal.
¡Escuchad, villanos! Reduciré a polvo vuestros huesos,
formaré una pasta con vuestra sangre
y con la pasta haré un féretro;
y dos pasteles de vuestras vergonzosas cabezas.
Y ahora preparad vuestras gargantas. Ven, Lavinia,
recibe la sangre, y cuando hayan muerto
dejad que reduzca sus huesos a polvo imperceptible;
y que los humedezca en ese aborrecible licor;
y haga cocer sus cabezas en este pastel horrible.
Venid, venid, contribuid todos
a hacer este banquete, que quiero que resulte
más atroz y sangriento que el festín de los Centauros.
Lo recitó con la sonoridad plena de su renombrada voz de conferenciante. Las vocales y consonantes, pronunciadas correctamente de acuerdo con la manera isabelina, luchaban entre sí, se elevaban y caían. ¡Cuánto disfrutaba con los tejidos conjuntivos de aquellas palabras! Se me erizaron los pelos de la nuca. Descubrí entonces que el pelo constituye el sexto sentido.
—No es algo que apruebe —dijo el doctor Gardiner al terminar de recitar—, pero la bilis de los tiempos bulle en su fabulosa materia.
Maisie se había quedado dormida durante la lectura. Tenía la cabeza caída hacia un lado y la boca abierta, y por un instante pensé que había sufrido un ataque. No, sólo había tomado su dosis nocturna de tres pastillas de Seconal. El doctor Gardiner la ayudó a llegar a la cama. Pasarían años antes de que me enterase (¡cuántas confesiones me haría Kittredge!) de que el doctor Gardiner tenía un medio favorito de unión conyugal: investigar a Maisie mientras ella dormía. Kittredge descubrió el hábito de su padre a los diez años.
Espió y lo vio todo. Mientras dormía, Maisie, esclava libertina de Morfeo, daba grititos como un pájaro.
Se sabe de maridos y esposas que han llegado a descubrir que sus infancias se hallan relacionadas entre sí de manera curiosa: Kittredge y yo habíamos visto a nuestros padres en el acto sexual. O, para ser más exacto, entre ambos habíamos visto a tres de nuestros progenitores. Tito y Lavinia, considerados en conjunto, perdieron tres de sus cuatro manos. La alusión carece de sentido, excepto que los números tienen su propia lógica, y Augustus Farr pudo haber hecho su paseo esa noche mientras el doctor Gardiner y su somnolienta Maisie eran transportados a esos otros mundos que se extienden debajo del ombligo.
Regresé a la Custodia en junio para el casamiento de Hadley Kittredge Gardiner y Hugh Tremont Montague. Mi padre y mi madrastra, mis hermanos, tíos, tías y primos se encontraban presentes en la reunión de las buenas familias de Maine. Vinieron los Prescott y los Peabody, los Finlette y los Griswold, los Herter y los Place. Hasta la señora de Colher, de Bar Harbour, junto con la mitad de los socios del club de esa localidad hicieron el accidentado viaje de treinta y seis kilómetros hacia el oeste para cruzar los veintitrés kilómetros de la isla. Asistieron contingentes de Northeast Harbour y Seal Harbour, y estuvo presente David Rockefeller. Vi a Desmond Fitzgerald y a Clara Fargo Thomas; Allen Dulles voló desde Washington junto con Richard Bissell y Richard Helms, Tracy Barnes y Frank Wisner, James Angleton y Miles Copeland. Uno de mis primos, Colton Shaler Hubbard, quien se consideraba un bromista, comentó: «Si cae una bomba en medio de esta juerga, la mitad de la Inteligencia de los Estados Unidos quedará hecha añicos».
No tengo la intención de explayarme sobre los arreglos florales elegidos por Maisie, ni en el carácter sobrio de nuestra iglesia episcopal, Santa Ana de la Trinidad de los Bosques (que ha sido ligeramente criticada desde comienzos del siglo por su mezquino aire presbiteriano), y por cierto no estoy capacitado para describir el primoroso brocado del traje de bodas. Hablo de las nupcias porque confirmaron mi sospecha de que estaba enamorado de Kittredge. Mi amor por ella resultó ser el sentimiento más maravilloso y menos costoso que puede experimentar un hombre joven, un sentimiento totalmente alimentado por sus propios recursos. Durante mucho tiempo sólo me costó el exuberante enriquecimiento de mi autocompasión, que en el día de la boda fue promovido del equivalente espiritual de un suspiro a la más profunda y negra melancolía. Estaba enamorado de una muchacha hermosa y brillante que se casaba con el caballero más elegante e incisivo que yo hubiera visto jamás. No había otra esperanza para mí que saber que ¡ay! el amor es maravilloso.
El señor Dulles parecía estar de acuerdo. Poco después de llegar a la Custodia, cuando nos preparábamos para la fiesta, se puso de pie y (muy en su papel de director de la CIA) ofreció el primer brindis. Aún recuerdo con cuánta delicadeza y con qué perfecto sentido de la solemnidad, sostenía en alto la copa.
—El concepto grecorromano de una mente sana en un cuerpo sano está personificado por nuestro buen colega, el valiente Hugh Tremont Montague —fueron las primeras palabras de Dulles — . De hecho, si no fuera por la única prodigalidad que comparte conmigo (no, digamos que me sobrepasa en ello), la de malgastar el rico acopio de su cabellera, podríamos decir que es el hombre perfecto. —Una risa cortés aunque felizmente desprejuiciada atravesó el recinto—. Para aquellos de vosotros que no estéis familiarizados con las leyendas de sus heroicas proezas en la OSS durante la guerra, permitidme que os pida que las aceptéis de buena fe. De momento, sus hazañas siguen siendo materia reservada. Por otra razón igualmente justificable, me es imposible describir el trabajo que lleva a cabo ahora, pero sí puedo insinuar que amenaza con seguir siendo indispensable, al menos hasta que llegue a una edad mediana. —Risas leves, placenteras—. No obstante, más allá de sus excelentes atributos, es el hombre más afortunado de la tierra. Se casa con una joven dama de inconmensurable belleza que, si se me permitís que me ponga serio en una ocasión tan festiva, gracias a la inspiración, talento y estudio, se ha convertido en una teórica de la psicología con un poder y una persuasión capaces de inspirar a todos los jungianos y de confundir a todos los freudianos. Poco antes de que terminara sus estudios en Radcliffe, tuve oportunidad de leer su tesis; debo confesar que me dejó impresionado. Revelo un pequeño secreto al contaros que en ese momento le dije: «Kittredge, tu tesis es una maravilla, y te aseguro que muchos de nosotros podemos necesitarla. Kittredge, tú subes a bordo». Frente a tanta admiración, ¿podía una joven dejar de aceptar? Al elevar hoy la copa para el brindis, elevo también mi corazón. Que Dios os bendiga a ambos. Que santifique el matrimonio del apuesto y semicalvo Hugh Tremont Montague con Hadley Kittredge Gardiner, aquí con nosotros pero tan próxima a la divinidad.
Más tarde fui presentado al director, cuando él ya partía. No hubo mucho tiempo, salvo el necesario para recibir un firme apretón de manos y una sonrisa amistosa.
—Tu padre es una persona magnífica, Harry. Un verdadero toro —dijo mientras le brillaban los ojos, seguramente divertido ante su propia ocurrencia.
Llegué a la conclusión de que el señor Dulles era probablemente el hombre más agradable que había conocido en la fiesta, lo que sirvió para incrementar mi impaciencia por unirme a la CIA.
Naturalmente, sentía también la presencia de muchos hombres cuyos nombres eran leyendas para mí desde el momento en que mi padre comenzó a hablar de ellos con el tono íntimo que un dios reserva para hablar con otros dioses que son sus iguales. Los nombres de Allen y Tracy, Richard y Wiz, Dickie y Des, ya estaban instalados en el anfiteatro de mi mente. Si bien ninguno de estos personajes era tan apuesto como mi padre, muchos eran igualmente altos, o vigorosos. Eran personas cuyo porte sugería que uno no debía molestarlos por problemas menores. Tenían presencia. «Hay algo en mí —parecían decir—, que es inviolable.»
Abandoné Yale en el último semestre de mi cuarto año. En la boda tomé la decisión de inscribirme en el semestre de verano para poder graduarme en enero. De esa manera podría presentar mi solicitud a la Compañía seis meses antes. Fue un sacrificio, el primero que hacía de manera consciente, porque estaba cómodo en Yale, me gustaba mi alojamiento y todavía pensaba, aunque ocasionalmente, que después de la universidad podría pasarme un año escribiendo novelas. Incluso tenía la posibilidad de escribir de noche, ya que los cursos que había elegido no empezaban antes de las diez de la mañana. Además, después de tres años en una buena universidad, tenía amigos de todos los matices y afiliaciones, de manera que me sentía bien acompañado. También existía la posibilidad de que llegase a ser uno de los ocho tripulantes que representaban a la universidad en las competiciones de remo, pues en las tres últimas temporadas me había esforzado a fondo para ello. Es decir que renunciaba a muchas cosas. Pero lo hacía por mi propia voluntad. Si deseaba servir a mi país, la mejor manera de empezar era haciendo un sacrificio. De modo que fui a la universidad durante el verano, y ocho acelerados meses más tarde me graduaba. Con mi diploma obtenido a mitad de año me dirigí a Washington, cuyas lodosas calles recibieron ese febrero a un osezno todavía sin pelo. Pero estaba orgulloso de mi sacrificio.
No describiré las pruebas que tuve que pasar para ser admitido. Eran numerosas, y clasificadas, pero luego, dados los oficiales de la Agencia que respaldaban mi solicitud, supongo que sólo en caso de que me hubiera ido muy mal no me habrían admitido.
Por supuesto, se esperaba que uno obtuviera buenos resultados. Sólo unos pocos candidatos de cada cien lograban pasar las pruebas de coeficiente de inteligencia, de personalidad, el detector de mentiras y el cuestionario de seguridad. Recuerdo que en la declaración de la historia personal me encontré con la siguiente pregunta:
En una escala de 1 a 5, ¿cómo calificaría usted su dedicación a este trabajo?
Escribí cinco, y en el espacio permitido para agregar comentarios dije:
He sido educado para enfrentarme a situaciones definitivas
.
—Explíquese —dijo el instructor.