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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (32 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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9

Durante el permiso de fin de semana anterior al comienzo de la instrucción en el campamento Peary, fui a Nueva York el viernes por la noche para ver a una muchacha de Mount Holyoke que se encontraba allí pasando sus vacaciones de Pascua. Resultó ser una cita de rutina que no dejaría recuerdos memorables en ninguno de los dos. El sábado llevé a mi madre a almorzar al Salón Eduardiano del Plaza.

No sé si era un reflejo de lo complejo, o de lo superficial, de nuestra relación, pero lo cierto es que entre mi madre y yo no había intimidad. No confiaba en ella. Sin embargo, ella tenía ese delicado poder que suelen ejercer las mujeres rubias inmaculadamente arregladas. Yo siempre estaba pendiente de si la complacía o no, y ese día estas emanaciones críticas comenzaron con la primera ojeada que echó sobre mí. Ella no soportaba a las personas poco atractivas, pero era generosa con las que le agradaban.

Ese mediodía tuvimos un mal comienzo. Estaba furiosa: no había sabido nada de mí en los dos últimos meses. Yo no le había contado que estaba en la Agencia. Su animosidad hacia mi padre, una reacción lógica en un mundo disoluto y pendenciero, me indicaba que no debía anunciarle cuan fielmente seguía yo su ejemplo. No la puse al tanto de nada. En teoría, a la mujer, a los hijos y a los padres había que decirles que uno «trabajaba para el gobierno».

Como detrás de esa frase ella seguramente adivinaría la verdad, le hablé vagamente de un trabajo de importaciones en América del Sur. De hecho, yo esperaba valerme de los medios más exóticos con que contaba la Compañía para enviar correspondencia; de ese modo, de vez en cuando le mandaría una tarjeta postal desde Valparaíso o Lima.

—Bien, ¿y cuánto tiempo piensas estar allí? —preguntó.

—Verás —respondí—, este asunto de las importaciones puede tenerme terriblemente ocupado durante meses.

—¿Dónde?

—En todas partes.

Acababa de cometer la primera equivocación. Cuando estaba con mi madre, siempre cometía errores. ¿Me gustaba creerme una persona perspicaz? Sus poderes de detección cortaban mi inteligencia en obleas microscópicas.

—Querido —dijo—, sé un poco más concreto. Dime los países. Las capitales. Tengo amigos en América del Sur.

—No quiero visitar a tus amigos —musité, adoptando por fuerza de la costumbre el modo hosco con que solía recibir de adolescente a sus amigos del sexo masculino.

—¿Por qué no? Algunos de ellos son personas maravillosamente divertidas. Los hombres latinos están tan concentrados en sus sentimientos, y una mujer latina de buena familia puede ser lo que necesitas como esposa; alguien lo bastante profundo para sacar a luz tus profundidades —murmuró cariñosamente, aunque sin perder su tono crítico—. Dime, Harry, ¿de qué clase de importaciones se trata?

Sí, ¿qué clase de oficial podía ser si ni siquiera había preparado mi historia?

—Bien, si quieres saber la verdad, se trata de instrumentos de precisión para armamentos.

Movió la cabeza a un lado y apoyó la mejilla sobre su guante blanco. Hasta su pelo rubio parecía estar alerta.

—¡Dios mío! De modo que ahora viajamos a América del Sur para comprar instrumentos de precisión para armamentos. Herrick, debes de pensar que soy totalmente estúpida. Has ingresado en la CIA, por supuesto. Es evidente. Bien, te felicito. Estoy orgullosa de ti. Y quiero que confíes en mí. Dime que lo harás.

Estuve tentado de hacerlo. Al menos durante el almuerzo habría facilitado las cosas. Pero no podía. Estaría transgrediendo el primer precepto que nos habían dado. Peor aún, pues ella revelaría el secreto a todos sus amigos de Nueva York. («Se trata de algo confidencial.») Mejor sería poner un anuncio en el
Yale Alumni Magazine
. De modo que me ceñí a mi historia. Bien, le dije, ella podía tener amigos estupendos en América del Sur, pero resultaba que yo era mucho menos despreciativo que ella respecto de las potenciales posibilidades económicas de los pueblos latinoamericanos. Cuando se trataba de pólvora y de ciertas partes de armamentos, había muchas naciones del hemisferio sur en condiciones de competir con nuestros fabricantes de municiones. Se podía hacer dinero con eso. Y yo quería hacer dinero, le dije. Por mí mismo y mi propio orgullo, si no por otra razón. Parecía lo bastante indignado como para convencer a mis propios oídos, pero a ella se le llenaron los ojos de lágrimas, y, olvidándose por completo de sus artísticamente maquilladas pestañas, dejó que una se deslizase por su mejilla arrastrando con ella un rastro de rímel. Todo el dolor de su vida quedó retratado en su mejilla manchada.

—Pienso en todas las personas que he amado. ¿Quieres saber una cosa, Herrick? Ninguno de vosotros ha confiado en mí, jamás.

El almuerzo prosiguió, pero ése fue el verdadero fin. Partí de Nueva York en el primer tren que pude coger, regresé a Washington y al día siguiente, domingo, me dirigí a la Granja.

Debí tomar un autocar hasta Williamsburg, Virginia, y desde allí un taxi que me depositó, junto con mis maletas, frente a la puerta de un cobertizo recién pintado, rodeado por una cerca interminable. Un letrero rezaba: CAMPAMENTO PEARY-ADIESTRAMIENTO EXPERIMENTAL DE LAS FUERZAS ARMADAS. En respuesta a una llamada telefónica hecha por un centinela, acudió un jeep conducido por un infante de Marina borracho cuyo cráneo rapado se balanceaba como si fuese un barco. Evidentemente, el domingo era el día para emborracharse.

Anochecía. Avanzamos por un camino estrecho bordeado de pinos y pasamos junto a campos de matorrales llenos de arbustos espinosos que sugerían la presencia de garrapatas y hiedra venenosa. Después de recorrer tres kilómetros y medio llegamos finalmente a destino, un campo para desfiles rodeado de barracones de madera, unos edificios que parecían pabellones de caza, una capilla y una estructura baja de hormigón. Mi conductor abrió por primera vez la boca para informarme que se trataba del Casino.

Me dirigí a la barraca que me indicaron y dejé caer mis maletas sobre un catre. Como no había nadie, excepto un tipo durmiendo en el dormitorio de arriba, me dirigí al Casino. Mis clases empezarían la mañana siguiente. Los de mi grupo habían ido llegando a lo largo del día. Vestidos con ropa adecuada para Washington en un domingo, parecíamos lo que éramos: reclutas bisoños. Aún no nos habían entregado los uniformes de camuflaje de faena, las botas de combate y las cartucheras que lucían todos los veteranos alrededor de nosotros (la primera regla militar que aprendí fue que veterano es todo aquel que ha llegado una semana antes que uno), de modo que nos pusimos a beber jarra tras jarra de cerveza para demostrar cuánto valíamos. Sobre el extremo más apartado de la barra del bar, los hombres que estaban junto a las mesas de billar y ping-pong practicaban paracaidismo. Los reclutas veteranos, vestidos con sus uniformes de camuflaje, se subían al mostrador de caoba, gritaban «Gerónimo» y saltaban desde una altura de algo más de un metro, con los pies juntos, las rodillas dobladas, y al llegar al suelo rodaban sobre sus espaldas.

Otros hablaban de explosivos. Al poco tiempo, muchos de nosotros, los recién llegados, participábamos en las discusiones técnicas referidas al empleo de explosivos plásticos. Yo asentía todo el tiempo y engullía cerveza como un lobo suelto entre animales heridos. El ponche verde de la cantina de Morey no habría bajado más rápido.

Más tarde fui a dormir al dormitorio ubicado en el piso superior de mi nuevo cuartel. Mi catre se convirtió en góndola y me llevó por misteriosos canales. Tuve una epifanía. Recordé a mis parientes lejanos, los judíos, que creían en aquello de los doce hombres justos. Una vez, en Yale, un profesor de historia medieval se había referido a una antigua creencia de los habitantes de los guetos según la cual si Dios no destruía el universo, cada vez que se enojaba con la Humanidad, era debido a sus doce hombres justos. Ninguno de ellos sospechaba que era único, pero a Dios le agradaba tanto la bondad natural e inconsciente de estos hombres excepcionales, que por eso toleraba al resto de nosotros.

En mi estado de duermevela me pregunté si un fenómeno divino semejante no estaría teniendo lugar en Estados Unidos desde que desembarcaron los Padres Peregrinos. ¿No había cuarenta y ocho hombres justos en los cuarenta y ocho estados que existían mientras crecí? (¿Y no cambiaría la cantidad cuando aumentamos a cincuenta?) De todos modos, Estados Unidos contaba con la aprobación de Dios. En el campamento Peary, durante mi primera noche en la Granja, me pregunté si no sería yo uno de los cuarenta y ocho hombres justos. Mi patriotismo, mi dedicación, mi reconocimiento de que nadie podía amar más a su país, me colocaba (¿sería posible?) entre esos inocentes ungidos. Sí, yo, que carecía de talentos y virtudes conspicuos, podía ser un verdadero amante. Adoraba los Estados Unidos. Era un país divino. Bañado por beatíficas rapsodias, me quedé dormido en seguida, gracias a los dos litros de cerveza que había bebido.

Por la mañana me sentía mal del estómago y la cabeza me daba vueltas. El instructor de adiestramiento nos llevó al depósito de suministros para entregarnos los uniformes de faena y pronto los bautizamos corriendo tres kilómetros hasta la caseta de entrada, y otros tres kilómetros de regreso. En aquellos días, el
jogging era
considerado como algo extraño, y lo practicaban tantas personas como hoy pueden hacer aladeltismo. Claro que ese primer día todo nos parecía extraño. Lo mismo que el resto de la semana. La mayor parte de los cursos duraban dos horas, y nuestro curriculum me parecía exótico. Era como ir a un restaurante y descubrir que uno no ha probado nada de lo que hay en el menú: pécari asado, estofado de casuario, filetes de oso hormiguero, pechuga de pavo real, ensalada de camelina, pastel de pasionaria, sopa de algas marinas.

Debido al triunfo obtenido en 1954 por la Agencia en Guatemala, las prioridades en la Granja eran otra vez las acciones encubiertas. Si bien aún teníamos instrucción en fotografía clandestina, vigilancia, cruce de fronteras, técnicas de interrogatorio, comunicación por radio clandestina, uso avanzado de técnica de escondrijos, el verdadero énfasis durante las siguientes dieciséis semanas recayó en la ayuda a grupos de resistencia para derrocar a gobiernos marxistas. Teníamos cursos de paracaidismo, lectura de mapas, supervivencia en zonas desérticas, combate especial sin armas (pelea sucia), golpes silenciosos (cómo asesinar sin hacer ruido), preparación física, carreras con obstáculos y el armado y desarmado de pistolas, fusiles, metralletas, morteros, bazukas, granadas, lanzagranadas, TNT, explosivos plásticos C-3 y C-4, dinamita, explosivos especiales y una variedad de disparadores de presión, circuitos de contrafase, mecanismos de acción retardada, fusibles lentos y otras variedades de detonadores para la demolición de puentes, generadores y fábricas pequeñas.

Según se nos aseguró, esas dieciséis semanas eran, comparadas con las verdaderas dificultades, apenas una visión general. Después de todo, era imposible convertirse en un buen abogado en tan sólo dieciséis semanas. Aun así, tenían un propósito. Los ex alumnos que volvían a St. Matthew's a pronunciar la exhortación vespertina en la capilla, siempre nos hablaban, mientras tomaban el té, de lo duro que era todo en los viejos tiempos. Invariablemente nos confiaban un secreto: «Mis días en St. Matt's fueron los peores de mi vida, pero los más valiosos». Lo mismo podía decirse de la Granja. Entré como un joven que había terminado sus estudios universitarios antes de tiempo, que desconocía su propia naturaleza, que, exceptuando su experiencia escalando rocas, no tenía nada de qué jactarse, y salí con el mejor estado físico de mi vida, listo para la lucha callejera, listo para la gloria. Además, era un patriota hecho y derecho. Si me ponía a pensar en los comunistas, no podía conciliar el sueño: una furia asesina se despertaba en mí, y me sentía preparado para matar al primer rojo que entrase por la ventana. No era que me hubiesen lavado el cerebro, sino que me lo habían enfebrecido.

También hice una cantidad de amigos. ¿Habría treinta reclutas jóvenes en mi grupo? Podría dedicarle un capítulo a cada uno de ellos, es decir, si tuviéramos capítulos para quienes se acercan lo bastante a nuestras vidas como para despertar alguna emoción en nosotros. Pero lo verdaderamente irónico es que formábamos las mismas alianzas profundas de los actores que están juntos en una obra dieciséis semanas durante las cuales se aman, se detestan, son inseparables, y después no se relacionan en absoluto hasta que un nuevo trabajo vuelve a reunirlos. Si hablo de Arnie Rosen o Dix Butler, es porque más tarde hube de verlos muchas veces.

Sin embargo, el campamento Peary pudo haber sido una mala experiencia. Desconozco si por azar del sorteo, o debido a una intervención de mi padre, me pusieron en el pelotón de adiestramiento con ex jugadores de fútbol y ex infantes de Marina. Tanto a Rosen como a mí nos iba bien en el trabajo de clase, más sedentario, pero ambos encontrábamos las pruebas físicas muy severas. Yo era adecuado para el manejo de las armas, encontraba muy fácil la lectura de mapas, lo mismo que las cuarenta y ocho horas de supervivencia en el bosque alrededor del campamento Peary que, después de los bosques de Maine, no ofrecía problema, pero era pésimo para los golpes silenciosos. No lograba el estado mental requerido para caminar de puntillas detrás de un recluta y pasarle una cinta (en vez de un alambre) alrededor del cuello. Cuando me tocaba a mí hacer de centinela daba un respingo antes de que la tela de la cinta me rozase la piel. Mi nuez de Adán, característica de la cual todos los Hubbard estaban orgullosos, sentía pánico ante la posibilidad de ser aplastada.

La lucha sucia era mejor. No me resultaba difícil simular que le quebraba los dedos a un hombre, le pisaba los pies con todas mis fuerzas, le rompía la espinilla de una patada, le metía tres dedos en la laringe, un dedo en un ojo o le mordía lo primero que encontraba. Después de todo, eran los movimientos de un maniquí.

Durante las horas libres practicábamos boxeo en el gimnasio, pero todos sentíamos el imperativo tácito de no dejar de hacerlo. Yo odiaba que me pegasen en la nariz. Bastaba un golpe para que saliera a relucir la faceta más salvaje de mi carácter. Además, tenía miedo. Cada vez que le asestaba a mi oponente un golpe que pasara de ligero, le pedía disculpas. ¿A quién engañaba? El propósito de mi disculpa era que el rival no se enfadase. No podía aprender el gancho de izquierda, y mi
jab
carecía de fuerza, o me hacía perder el equilibrio. Mi golpe de derecha era flojo. Después de un tiempo, acepté lo inevitable: me dediqué a zurrar a hombres de mi propia estatura y aprendí a aceptar golpes en todas partes excepto la nariz, que protegía tanto que siempre estaba recibiendo golpes en la mandíbula. El boxeo me producía jaquecas similares a las que había sufrido en el colegio, y quien más humillado hacía que me sintiese al pelear era Arnie Rosen, un tío tan pendenciero como un frenético gato arrinconado. Ningún golpe que me propinase hacía mella en la dura coraza de mi adrenalina, pero era enfurecedor darse cuenta de que incluso así era capaz de ganar el round.

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