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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (35 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—¿Dónde, entonces?

—Era una broma. Apostamos cuál de los dos saltaría primero la cerca.

—Usted es un estúpido. Su historia es enfermante.

Se puso de pie y se marchó.

En el ajedrez, si uno estudia con cuidado las aperturas, puede jugar de igual a igual con un oponente muy superior durante los primeros ocho, diez o doce movimientos, es decir, tanto tiempo como le lleva al oponente analizar la apertura. Después de eso uno queda «fuera del libro», como se dice en ajedrez.

Yo estaba fuera del libro. Tenía un trasfondo adquirido y una biografía adquirida, pero no tenía una buena explicación de por qué intentaba trepar a la cerca en mitad de la noche.

Mi interrogador regresó y empezó a preguntarme como si el primer interrogatorio no hubiese tenido lugar. Una vez más preguntó en qué año habían cortado los árboles en Der Schönheitweg. Otra vez preguntó si el taller del ferrocarril estaba al este. Cada uno de mis errores comenzó a parecer mayor. No sé si la acción de confirmar detalles falsos era responsable de lo que pasaba, pero empecé a sentir que las preguntas estaban relacionadas con un torno de dentista y que pronto llegaría al nervio. Para mi espanto, empecé a contradecirme. Ahora trataba de decir que había entrado en Alemania Occidental por equivocación. Debía de haber cruzado una parte de la frontera que (¿sería posible?) no tenía cerca, después había atravesado los bosques tratando de regresar a Alemania Oriental, y por eso había trepado a la cerca sobre el lado oeste, y descendía sobre el este para volver a trabajar a la mañana siguiente como un buen ciudadano de la República Democrática Alemana «justo cuando nos encontraron los soldados».

—Su sudor apesta tanto como sus mentiras. Cuando vuelva, Flug, quiero la verdad o le haré tragar esto.

Blandía una porra de goma que golpeó contra la mesa. Después se fue.

Fuera de mi cuarto de cemento de dos y medio por dos y medio se estaba formando un estrépito de prisión. Las celdas de interrogatorio, a ambos lados del pasillo, estaban todas ocupadas. Empezó a prevalecer una condición muy curiosa. Ignoro si el ritmo de los interrogatorios se aceleraba en anticipación a la llegada del alba que no podíamos ver por las paredes sin ventanas, pero cuando mi interrogador me dejó con la amenaza de remedios horrendos, empecé a oír los gritos provenientes de las otras celdas.

Uno de los cautivos maldecía de modo audible. «No lo sé, no lo sé. Me habéis enloquecido», gritaba. Otro hablaba en un murmullo que llegaba hasta mi celda. «Soy inocente. Debe creerme.» Y desde la celda más retirada del pasillo, uno de los policías golpeaba la mesa con su porra. «Basta, basta», gritó alguien.

Después oí a Rosen.

—Es un escándalo —decía con voz muy clara—. No me importa lo que diga mi amigo. Lo han confundido y aterrorizado. Trepamos a la cerca para ver las luces de Männernburg y de ese modo encontrar el camino de regreso. Ésa es mi historia. Podrán haber sacudido a mi amigo, pero a mí no lograrán confundirme. No pueden intimidarme con amenazas de violencia. ¡Jamás!

Me llegó un ruido sordo desde la celda más apartada.

—Confiese —dijo el interrogador de Rosen—. Usted no es un ciudadano de la República Democrática Alemana.

—Soy Hans Krüll —dijo Rosen—, nacido en Männernburg.

—Usted es un pedazo de bazofia. Dígame la verdad o le taparé la nariz con su propia mierda. ¿Por qué trataba de saltar la cerca?

—Soy Hans Krüll —repetía Rosen.

Ahora estaban usando dos porras, una en cada extremo del pasillo.

Mi sentido de realidad no había desaparecido, pero tenía los nervios de punta. Estábamos en el campamento Peary, no en Alemania Oriental, y con todo y eso no me sentía seguro. Así como un viaje de vacaciones es capaz de recordarle a uno que la muerte también es un viaje, del mismo modo sentía ahora que la locura no existía al otro lado del mar de la realidad, sino que era posible acceder a ella fácilmente. Estaba calle abajo.

Mis oídos jamás me habían parecido más agudos. Podía oír discutir a Rosen con su gemido irritante, altanero, nasal. Podía oír también su agudamente desarrollado sentido de la autoestima, desagradable como la riqueza ostentosa, pero que sin embargo constituía su fuerza.

—Usted trata de despistarme —decía—, pero no funcionará. Someto mi caso a las garantías legales establecidas por la Ley 1.378, Apartado Tercero, Capítulo B, de la nueva constitución de la República Democrática Alemana. Búsquela. Está allí. Han violado mis derechos.

Sí, había estado a la altura de las circunstancias. ¡Qué desviación! Ahora era el interrogador quien estaba fuera del libro. Más tarde me enteré de que Rosen, para prepararse, había ido a la biblioteca tres noches antes para estudiar la nueva constitución de Alemania Oriental, y allí aprendió lo suficiente para ofrecer este gambito excepcional.

Volvió mi interrogador. Otra vez, empezó a preguntar desde el principio. Me llevó de detalle en detalle al año en que cortaron los árboles de Der Schönheitweg. Volvimos a hablar del taller y del intento de saltar la cerca.

—Era porque estábamos perdidos —dije— y queríamos ver las luces de Männernburg.

—Su amigo ya ha contado esa historia. No nos convence.

—Estoy diciendo la verdad.

—Antes usted dijo que no sabía que fuese la frontera.

—Sí sabía que era la frontera.

—¿Mintió, entonces?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—Estaba asustado.

—Usted asegura que entró por error en Alemania Occidental por una zona de bosques que carece de cerca, y que quería volver al Este.

—También mentí en eso.

—¿Y ahora trepa a la cerca para ver las luces de Männernburg?

—Ésa es la verdad.

—¿Antes ha mentido pero ahora dice la verdad?

—Sí, señor.

—De hecho, usted es un embustero y un agente del gobierno de Alemania Occidental.

Se oyó una sirena. Resonó por los pasillos y celdas del edificio. Mi interrogador recogió sus papeles y suspiró.

—Ha terminado —dijo.

—¿Ha terminado?

—Ojalá tuviera quince minutos más.

Parecía enfadado. En realidad, tenía el aspecto de un policía.

—Bien, pues ha sido extraño —dije yo.

—Usted lo hizo bien —dijo.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabe?

—Podría haberlo matado. Cuando me hacen sentir como si fuese un policía, quiere decir que estuvo bien.

Me puse de pie.

—Sí, puede irse —dijo—. Hay un camión para llevarlos.

—Creo que caminaré hasta el campamento. ¿Está bien?

—Por supuesto. Tiene el día libre.

—Necesito una caminata.

—Apuesto a que sí.

Nos dimos la mano.

Caminé los tres kilómetros y medio hasta el campo de desfiles y los cuarteles. Unos nuevos reclutas practicaban los primeros saltos a través de la escotilla simulada del C-47 en la torre de trece metros. En seis horas más mi adiestramiento habría terminado y volvería a Washington para trabajar en el I-J-K-L junto al Estanque de los Reflejos; después, presumiblemente, me darían un destino en el extranjero. Mientras me dirigía a la cafetería a desayunar, sentí que se acercaba una epifanía. Había cruzado un bosque oscuro lleno de mosquitos y garrapatas, me habían capturado con mi traje de faena mugroso por el cieno de la zanja fronteriza, tenía los dedos en carne viva y llenos de costras, me dolían los ojos por la luz intensa del reflector de esa celda de dos y medio por dos y medio y toda la noche había mentido ante los ataques prodigiosos dirigidos contra mi memoria inventada, pero aun así me sentía limpio y lleno de esa virtud que saluda a uno al final de un ritual de transición. Fueron las ocho horas más excitantes que había pasado en la CIA hasta entonces. Nunca había sido tan feliz. Algo, en esas horas de interrogatorio, confirmó mi adiestramiento. Había encontrado el reino donde podía pasar mi vida laboral. Trabajar día tras día para la seguridad de mi país requería hasta el último aliento exhalado por lo que uno consideraba no sólo correcto, sino de su responsabilidad. En lo que hace al otro lado de mi persona, que aún no era lo bastante mundano como para salir en busca de exploraciones espirituales y aventuras carnales, también podía sentirse fascinado por las artes de la decepción y la guerra contra el mal. Se sentía intrigado por los juegos y la tierra de nadie de aquellos que estaban preparados para jugar tales juegos. De modo que todo estaba de acuerdo. Tuve mi epifanía. La felicidad era esa resonancia que uno conoce en el corazón cuando los extremos del yo vibran en concordancia en el aire matinal.

11

La casa junto al canal que compró Hugh Montague después de su casamiento con Kittredge estaba situada en las márgenes del antiguo canal del Chesapeake y el Ohio que atraviesa Georgetown. Si mal no recuerdo, esta vía de agua era una próspera arteria en 1825. Llevaba cargamentos de carbón desde los Apalaches hasta el Potomac; después las barcas regresaban con un cargamento variado de harina, pólvora, rollos de tela y hachas. Después de la Guerra Civil el canal ya no podía competir con los ferrocarriles. Las fábricas sobre las orillas del río quedaron vacías, las esclusas inmóviles y el canal se convirtió en un delgado hilo de agua.

La casa de Hugh, construida como establo para muías de carga, tenía un pajar en el primer piso donde los barqueros podían dormir sobre el heno. El pequeño edificio, renovado por sucesivos propietarios antes de que los Montague lo compraran, tenía unos siete u ocho cuartos, y se había convertido en una casa modesta pero encantadora para quienes toleraban los recintos pequeños y los techos bajos. Cualquiera habría dicho que Hugh y Kittredge eran demasiado altos para la casa, pero ésta reveló una faceta de ellos que de otra manera yo no habría percibido. La naturaleza de sus tareas profesionales separadas tenía algo en común: sus labores eran, con frecuencia, solitarias y raras veces estaban libres de ansiedad. De modo que se encerraban en su casa junto al canal, a la que llamaban (lo que no era una sorpresa) el Establo, y si había cierto efluvio centenario de paja y estiércol de muía impregnando las tablas del suelo, pues tanto mejor. La comodidad era la esencia de su matrimonio. Como ambos eran muy cuidadosos con el dinero, como pronto descubrí, creo que fue importante que su hallazgo costara sólo diez mil dólares. (Una tarde, a finales de 1981, mientras daba un paseo por Georgetown, me enteré de que la casa que ellos vendieron en 1964, y que después fue subsiguientemente vendida por varios propietarios, valía ahora no menos de doscientos cincuenta mil. Esto debería inspirar ciertas agrias reflexiones acerca de los cambios que han tenido lugar en nuestra república estos últimos treinta años.)

Me produjo, también, una media hora de melancolía. El Establo regresó a mi memoria tal cual era en 1955.

Me encantaba la salita, el pequeño comedor y el pequeño escritorio de Hugh. En esos antiguos pesebres para muías, Kittredge demostró algo de la inclinación de su padre por coleccionar antigüedades. Dado que su infancia había transcurrido en Boston y Cambridge, veía a Washington como una ciudad sureña. Entonces, ¿por qué no buscar raros muebles originales hechos por ebanistas coloniales de Virginia y las Carolinas? Al oírla hablar de sus adquisiciones, me familiaricé a medias con nombres que nunca antes había oído y que no volvería a oír con frecuencia: los nombres de artesanos coloniales como Thomas Affleck, Aaron Chopin, John Pimm, Job Townsend y Thomas Elfe entraban y salían de su conversación hasta que dejé de entender quién había diseñado qué. Ya no me importaba si su mesa de comedor de cerezo y sus sillas hechas a mano (cuyas patas estaban maravillosamente talladas, por cierto), su arcón de álamo, su mesa colonial, o sus candelabros, eran piezas únicas de Carolina del Norte o del Sur. Bastaba con que tuvieran pedigrí. Como perros de exposición, estas piezas no eran iguales a otras. En el comedor, sobre la repisa del hogar, había un cuadro, prolijamente pintado, de bosques y casas y el canal. El whisky saboreado junto al fuego, fortificado con el paté hecho por Kittredge, era una delicia.

El estudio de Harlot era otra cosa. Kittredge lo había amueblado según el gusto de él, y sentí una punzada de dolor al ver lo bien que entendía los deseos de su esposo, lo cual produjo en mí sentimientos divididos de deslealtad hacia Hugh. Como no existían dos personas que yo quisiera más, comprendí la verdadera atracción de la traición. Brillaba como una hoja de primavera. La traición contribuye a mantener viva el alma, lo que constituye un pensamiento horrendo. ¿Y si es verdad?

El estudio de Harlot no consistía en mucho más que el macizo escritorio de roble oscuro y un enorme sillón. Los muebles Victorianos, de alrededor de 1850, obviamente satisfacían la idea que tenía Harlot de un estilo agradable. Como él decía, el gusto por lo sólido e importante otorgaba solemnidad a los deseos subterráneos y lascivos del período. Un pensamiento demasiado profundo para describir un mueble, aunque su magnífico sillón de caoba medía casi dos metros de altura. La parte superior del respaldo tenía como marco un arco gótico con flores cuadrifolias caladas. Si se considera que el respaldo correspondía al sólido diseño Chippendale de los apoyabrazos, patas y asiento, se comprenderá que el resultado era tan barroco como una catedral en medio de la campiña inglesa.

Los otros cuartos nunca los vi. Permítaseme corregir. La cocina era una vieja despensa junto al comedor con su provisión de ollas y trébedes de hierro fundido, y estuve en ella muchas veces, conversando con Kittredge mientras ella cocinaba para los tres. Adonde nunca fui invitado a entrar, era a la biblioteca que Harlot tenía en el piso superior, y había además dos o tres dormitorios donde solía estar el pajar. Tampoco fui invitado nunca a quedarme a dormir. Quizá tenían el temor de los dueños de casa de que si era admitido en el piso superior terminaría ingeniándomelas para vivir con ellos. ¡Qué veladas pasamos! Si bien nunca iba sin telefonear primero, y hubo más de una noche en que no estaban o tenían invitados que no querían que conociese, aun así en sus almuerzos tuve acceso a una extraña colección de gente. (De hecho, yo era demasiado joven como para advertir cuan curiosos y mutuamente incompatibles eran algunos de los invitados.) El columnista Joseph Alsop me pareció exageradamente patriótico, incluso para mi punto de vista, y debo agregar que dejaba escapar un pesado suspiro cada vez que se discutía algún asunto militar o relacionado con la Compañía. La idea de que pudiese haber jóvenes estadounidenses dedicados a estas actividades obviamente lo conmovía. Alsop también demostró ser de un esnobismo prodigioso. A mí no me prestó atención hasta que se enteró de que Hubbard, el miembro de la junta, era mi padre. Entonces me invitó a comer, invitación que yo tuve el gusto de no aceptar, imitando una actitud característica de mi padre.

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