—La persona con quien Maria comparte el apartamento —me dijo— es una mujer rica, de mediana edad. Es por eso que no puedo ligármela.
—¿Por qué lo intentas?
—Eso mismo es lo que me pregunto.
Su inquietud parecía ir en aumento. Pensé que quizás el Die Hintertür estaba demasiado tranquilo para él esa noche en que se abrió la puerta y entraron Freddie y Bunny McCann. Freddie (cuyo nombre completo era Freddie Phipps, graduado en Princeton, promoción del 54) era mi relevo en el Centro de la Ciudad, precisamente el que había aprendido mi trabajo tan rápido porque (pensaba yo) era simpático. Se había puesto en mis manos. Había confiado en mí. No es difícil instruir a alguien cuando no se duda de los motivos. Me gustaron, él y sus modales. Era incluso más alto que yo, aunque pesaba un poco menos, y si no era muy bueno para ciertos trabajos de la Agencia era debido a que su aspecto lo delataba como un oficial estadounidense típico.
Su mujer, sin embargo, habría sido aún más visible. Tenía una hermosa cabellera oscura y una cara encantadora. Sus ojos eran azules. Debo confesar que me recordaba a Kittredge.
En todo caso, formaban una pareja que se llevaba demasiado bien como para topar con Dix Butler y su estado de ánimo a esa hora. Por la expresión de sus rostros cuando vinieron a sentarse con nosotros advertí que les desilusionaba la falta de animación del lugar, las mesas vacías, la ausencia de vicio. Era mi culpa. Freddie me había llamado durante el día para preguntarme si podía recomendarle una
boite
donde se pudiera tomar una copa con tranquilidad, «un lugar donde se respirara la auténtica melancolía berlinesa». Le aseguré que no existía tal cosa («todos parecen circos o morgues»), pero terminé sugiriéndole el Die Hintertür, «donde al menos se puede respirar y hablar. La mujer que atiende la barra es una novedad, y hay una muchacha que baila con los clientes y simula estar enamorada de mí», le dije con jactancia.
—Bien, parece auténtico.
—El Back Door te divertirá —le dije.
—Creí que se llamaba Die Hintertür.
—Así es —le aseguré—, pero también tiene el nombre en inglés. En el mismo letrero.
Ojalá eso lo hubiera desilusionado. Mi lugar favorito nunca me había parecido tan de tercera categoría.
—¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó Dix a la mujer de Freddie apenas se sentaron.
—Bunny Bailey McCann —repitió ella, con el mismo tono de voz con que él decía «Herrick».
—¿Bunny es un apodo?
—En realidad, me llamo Martita.
—Martita Bailey McCann. Bonito nombre —dijo Dix.
—Gracias.
—Suenan bien las consonantes.
—¿Eres escritor?
—De hecho, soy poeta —dijo Dix.
—¿Has publicado algo?
—Sólo en revistas que buscan malos versos.
—Ah.
—Ah.
Freddie se echó a reír. Yo me uní a él.
—¿Qué bebéis? —preguntó Dix.
—Scotch —dijo Freddie—. Y un vaso de agua.
—Que sean dos —le dijo Dix a Maria—. De Escocia.
—Gracias —dijo Freddie — . Supongo que le agregan un poco de aroma al alcohol de cereales y lo meten en una botella.
—No lo sé —dijo Dix—. Yo no soporto el scotch. No lo entiendo.
—Eso es extraño —dijo Freddie.
—Al alcohol que bebemos lo llamamos bebida espirituosa. Me gusta saber qué clase de espíritu entra en mi cuerpo.
—Fabuloso —dijo Freddie McCann—. He usado esa palabra toda mi vida, pero jamás pensé en el espíritu.
—Yo pienso en eso todo el tiempo —dijo Dix.
—Muy bien —dijo Bunny.
El la miró.
—De hecho, descubrí lo del scotch hace pocos días. En este mismo lugar. Me lo dijo Maria, la que atiende la barra. Le pregunté: «¿Cómo son los tipos que beben scotch?». Y ella me preguntó: «¿No lo sabes?». Le respondí que no. «No es difícil darse cuenta —dijo ella—. Los que beben scotch se han dado por venados.»
—Supongo que así debe de ser —dijo Freddie McCann.
Se hizo una pausa.
—Tonterías, querido —dijo Bunny—. Tú nunca te das por vencido. No, si se trata de algo que vale la pena.
Me miró. Tenía la mirada limpia. Me miró con ojos hermosos que me preguntaban: «¿Es éste tu buen amigo?».
—Bien —dijo Freddie—, no sé si hago las cosas con dedicación.
—Es usted hermosa, señora de McCann —dijo Dix—. Su esposo es un hombre afortunado.
—¿Me creerías si te dijera que yo soy igualmente afortunada?
—No —dijo Dix—, no lo creería ni por un minuto.
Freddie rió.
—Tienes razón.
—Aquí llega el scotch —anunció Bunny, y de un trago dio cuenta de la mitad de su vaso — . Sería conveniente que trajera una segunda ronda —le dijo al camarero.
—Sí —dijo Freddie—. Otra ronda.
—De hecho —dijo Dix—, me atrevería a decir que tu marido es enormemente afortunado.
—Yo sugeriría —dijo Bunny— que cerraras el pico.
Dix volcó el resto de su bourbon. Nos quedamos en silencio.
—Sí, señora, puede estar segura —dijo en medio del silencio.
Nadie respondió, y la presencia de Dix pareció consumir casi todo el oxígeno.
—¿Segura de qué? —preguntó ella. Él no iba a cesar en su empeño.
—Segura de que puestos a ver quién bebe más, estos dos quedarían tumbados mucho antes que nosotros.
—Apuesto a que los bebedores más resistentes vienen de Dartmouth —dijo Freddie. Había que felicitarlo por tratar de ser cortés—. Cuando yo estaba en el segundo año de la universidad conocí a un tipo en Hannover durante un partido entre Princeton y Dartmouth, que bebía tanto que no creo que le hayan quedado facultades mentales, excepto para las funciones motrices más básicas. Sus compañeros de fraternidad daban los exámenes por él para que no lo expulsaran y él siguiera ganando competencias de bebida con otras fraternidades. Volví a verlo el año pasado, y estaba ido.
—Amigo —dijo Dix—. Ya has escrito tu carta. Ahora, échala al correo.
Freddie McCann hizo un esfuerzo para reír. Me di cuenta de que aún abrigaba esperanzas de que Dix fuera parte del ambiente auténtico del bar.
—¿Te molestaría que bailase con tu mujer? —le preguntó Dix.
—Supongo que es ella quien debe decidirlo.
—Dirá que no —dijo Dix.
—Estás absolutamente en lo cierto —dijo Bunny.
—No, amigo, tu mujer no quiere bailar conmigo. Podría convertirse en un hábito.
—¿Qué intentas decirme? —preguntó, por fin, Freddie.
—Que eres jodidamente afortunado.
—Basta —dije yo.
—No, Harry —dijo Fred—. Sé defenderme solo.
—No te oigo muy bien —dijo Dix.
—Estamos llegando a una situación poco conveniente —dijo Fred McCann—. Te pido que recuerdes que hay alemanes aquí. Se supone que nosotros debemos dar el ejemplo.
—Tu mujer tiene un pelo maravilloso —dijo Dix, y no demasiado rápido, pero tampoco demasiado lentamente para que ella pudiese reaccionar, le pasó la mano desde el nacimiento del pelo hasta la nuca.
Me puse de pie.
—Está bien —dije—. Debes pedir disculpas. A mis amigos.
Es extraño, pero en ese momento no había un castigo físico más tremendo para mí que tener que presenciar cómo Dix Butler le daba una paliza a Fred McCann.
Dix me miró fijamente. Se puso de pie. Una ola de calor corporal emanó de él. Alteró la luz del lugar. En ese momento yo podría haber atestiguado que el aura humana existe. La de Dix era de tres tonos distintos de rojo. A pesar de que durante ese último año me habían enseñado a pelear con las manos, lo que sabía era ínfimo en comparación con él. Si quería pegarme, lo haría. La cuestión era si lo haría. Si morimos violentamente, ¿viene un demonio a saludarnos con la misma luz roja?
Entonces (y también puedo atestiguarlo) la luz varió al verde, un verde opaco y pálido. El aire parecía chamuscado. Oí una voz que se agitaba en la garganta de Butler antes de que salieran las palabras.
—¿Estás tratando de decirme que me he pasado de la raya?
—Sí.
—¿Y que debo disculparme ante tus amigos?
—Sí.
—Vuelve a decírmelo —dijo.
No sabía si era un desafío o una petición para salvar un poco las apariencias.
—Dix, creo que debes una disculpa a mis amigos —dije.
Se volvió a ellos.
—Lo siento —declaró—. Pido disculpas al señor McCann y a su esposa. Me he pasado de la raya.
—Está bien —dijo Fred.
—Me he pasado penosamente de la raya —dijo.
—Disculpa aceptada —dijo Bunny Bailey McCann.
El asintió. Pensé que iba a saludar. Luego me cogió del brazo.
—Vámonos de aquí. —Se dirigió a María—. Carga las bebidas en mi cuenta —le dijo, y me llevó hacia la puerta.
Tuve una última y breve visión de Ingrid, quien me miraba con una expresión de sabia y tierna preocupación.
No puedo contar la cantidad de callejuelas que cruzamos. Los fantasmas de edificios desaparecidos hacía mucho tiempo se elevaban en cada terreno bombardeado. Aquí y allá se veía una luz en una ventana. En mis épocas de estudiante habría meditado con melancolía adolescente acerca de la vida que cada una de esas habitaciones revelaba: una pareja discutiendo, un niño enfermo, un hombre y una mujer haciendo el amor. Pero ahora, en esa encapuchada ciudad, llena de cloacas y espacios vacíos, donde los secretos estaban permanentemente en venta, detrás de cada persiana iluminada veía un agente terminando una transacción con otro agente, el BND con el SSD, el SSD con el KGB. A la izquierda, en ese edificio lejano con una sola luz, ¿había allí un piso franco que nos pertenecía? ¿Había ayudado yo a equiparlo el día que hice el recorrido con C. G. Harvey? Ignoro si bajo los escombros de Berlín las emanaciones de los muertos habían cesado de agitarse, pero nunca había sido más consciente de los huesos compactados en esa ciudad.
Butler permanecía en silencio. Yo caminaba a la par de su paso rápido, y pude sentir que llegaba a una conclusión, aunque no tenía ni idea de qué se trataba hasta que reconocí nuestra ruta: regresábamos, trazando un amplio círculo, al Kurfürstendamm. Me sentía ahora ligado a él en todos los protocolos de la violencia. No me lastimaría si lo acompañaba, pero debía estar a su lado toda la noche.
A seis u ocho manzanas de las luces del Ku-damm, se metió en otra callejuela.
—Busquemos a una de mis fuentes —dijo debajo de una farola, y en su rostro vi una sonrisa que no me gustó, como si hubiera comenzado el primero de mis pagos. Aunque nunca antes Dix me había parecido más joven, era una sonrisa extraña, maligna.
—Prepárate —musitó, y golpeó en una pesada puerta de hierro de un edificio pequeño. De un cuarto ubicado al costado de un breve túnel con forma de arco, emergió un portero vistiendo un abrigo negro de cuero y una gorra del mismo material. Miró a Butler, descorrió el cerrojo y abrió la puerta, que daba a un pasillo al otro lado del túnel en forma de arco. El portero no parecía feliz de ver a Butler. Descendimos por una escalera hasta llegar a un sótano vacío, lo cruzamos, abrimos otra puerta y entramos en un bar. Así imaginaba yo que sería todo si alguna vez participaba en un combate nocturno. Corría por un campo a oscuras y luego todo el mundo se iluminaba de repente. Por todas partes caminaban hombres con todo tipo de atavío. Algunos de rostros encendidos, otros pálidos. Muchos sudaban profusamente. Más de la mitad estaban con el torso desnudo, y unos pocos sólo tenían puestos slips y botas. El olor a amoníaco, áspero, agrio y feroz lo impregnaba todo. Pensé que se había roto una botella de desinfectante Lysol, pero el olor tenía todas las propiedades de la carne. Era, me di cuenta, olor a orina. Prevalecía el olor a orina. Había charcos en el suelo y en un canalón al final de la barra. Más allá había un soporte enrejado de madera, con dos hombres desnudos amarrados, separados entre sí por un espacio de un metro y medio. Un alemán gordo, de camiseta y pantalones caídos sostenidos por tirantes, con la bragueta abierta, orinaba sobre uno de los hombres. Estuvo orinando un largo rato. Tenía un cigarro en la boca; con una mano sostenía una jarra de cerveza de dos litros, con la otra su pene. En su cara se reflejaba el rubor de un crepúsculo celestial. Orinaba sobre el cuerpo y la cara del hombre en uno de los costados del soporte como si estuviera regando las flores de un jardín. Luego dio un paso hacia atrás e hizo una pequeña reverencia ante los gritos de aprobación provenientes de los que observaban. Se adelantaron otros dos hombres, y empezaron a orinar concertadamente sobre el otro tipo desnudo. Yo no podía dejar de mirar a aquellos dos seres humanos atados a ese soporte. El primero era un despojo, feo, increíblemente delgado y de expresión amilanada. Se encogía mientras el gordo meaba sobre él, temblaba, se estremecía, cerraba la boca y hacía rechinar los dientes mientras sobre sus labios caía aquel diluvio de orina. Luego, como condenado a traicionarse, de pronto abrió la boca, bebió, farfulló algo, se ahogó, empezó a sollozar y a reír tontamente. Horrorizado comprobé que aquella visión despertaba en mí un sentimiento de crueldad, como si ese hombre estuviese allí para que le orinasen encima.
Su compañero, igualmente maniatado, no parecía un infeliz sino una criatura. Cautivo de los chorros de dos resueltos alemanes morenos que parecían compartir un traje negro de cuero (ya que uno llevaba la chaqueta por toda vestimenta y el otro los pantalones), esta otra figura desnuda era un muchacho rubio, de ojos azules, con una boca de Cupido y un hoyuelo en la barbilla. Tenía la piel tan blanca que los tobillos y las muñecas estaban rojos en el lugar donde los rozaban las ataduras. Contemplaba el techo. Parecía ajeno a los que lo estaban meando. Sentí que vivía en un espacio donde la humillación había dejado de existir. Volvió a mi mente, obnubilada por el alcohol, algo de esa tierna preocupación que manifestara Ingrid con su última mirada. Deseaba limpiar a este hombre y liberarlo, o al menos eso pensé hasta que volví en mí para reconocer que ese sótano existía, ¡si es que existía! No estaba solo en algún teatro de mi mente. Al momento siguiente, me abrumó el deseo de huir. Sentía la obligación de largarme de allí inmediatamente, y busqué a Dix. Lo vi junto a la pareja de hombres que vestían entre ambos lo que constituía la totalidad de un traje de cuero. Al notar su presencia, la pareja se movió unos pasos. Dix se abrió la bragueta y, sin tristeza ni lujuria, con indiferencia, igual que un cura aburrido cuyos dedos han dejado de sentir la inmanencia del agua bendita, empezó a orinar sobre los muslos y pantorrillas del joven rubio. La presencia de Dix intimidó a la pareja de alemanes de tal manera que dejaron de orinar. Dix se inclinó hacia delante, cuidando que ni su cuerpo ni su ropa tocaran al muchacho rubio, y le susurró algo al oído. Acercó su propio oído, y al no recibir respuesta (la criatura estaba sumida en un trance profundo), Dix lo abofeteó con profesionalismo, una, dos veces, repitiendo la pregunta, y como el muchacho seguía sin responder, dijo: