—Le aseguro que allá en casa son muy valorados por esto —dijo el general Parker.
—Bien, me alegra oír que el nivel de apreciación está en ascenso.
—Sólo llevaré informes óptimos a la Jefatura Conjunta.
—Recuerdo —dijo Harvey— cuando el Pentágono solía decir: «La CIA paga a espías para que les digan mentiras».
—Eso ya no es así —dijo el general Parker.
En el viaje de vuelta, Harvey se sentó a su lado en el asiento trasero, y ambos compartieron la coctelera con los martinis. Después de un rato el general preguntó:
—¿Cómo manejan la recepción?
—La mayor parte de las transmisiones son enviadas a Washington.
—Eso lo sé. Me llevaron a visitar la Mercería.
—¿Lo llevaron allí?
—Al cuarto T-32.
—No tenían derecho a abrirlo para usted —dijo Harvey.
—Pues lo hicieron. Con una autorización.
—General Parker, no es mi intención ofenderle, pero recuerdo que en una oportunidad se otorgó una autorización especial a Donald Maclean, del Ministerio de Asuntos Exteriores británico. En 1947 le extendieron un pase sin escolta para que tuviese acceso a la Comisión de Energía Atómica. Ni siquiera J. Edgar Hoover tenía derecho a ello en 1947. ¿Necesito recordarle que Maclean formaba parte de la pandilla de Philby y que, como se ha informado, ahora vive en Moscú? Le repito que no es mi intención ofenderle.
—Lamento que no le guste, pero no puedo hacer nada por evitarlo. La Jefatura Conjunta quería saber unas cuantas cosas.
—¿Como qué?
—Como cuánta información grabada es retenida aquí para ser procesada y cuánta es enviada a Washington. ¿Está usted en posición de avisarnos con veinticuatro horas de anticipación si el Ejército soviético está listo para iniciar un ataque por sorpresa sobre Berlín?
Oí que el cristal divisorio a prueba de sonidos subía detrás de mí en el Mercedes. Ahora no podía oír ni una palabra. Me incliné hacia el conductor para encender un cigarrillo y logré echar un vistazo al asiento trasero. Los dos parecían considerablemente más coléricos.
Cuando nos detuvimos en el parking para volver a cambiar de coche, oí que Bill Harvey decía:
—Eso es algo que no le diré. Los jefes pueden besar cada centímetro cuadrado de mi culo.
Después, instalado nuevamente en NEGRITO-I, con dos nuevas copas de martini servidas de la coctelera del Cadillac, Harvey mantuvo levantado el cristal divisorio. No pude oír más hasta que dejamos al general en su hotel, el Savoy. Inmediatamente, Harvey bajó el cristal para hablar conmigo.
—He ahí un general típico. Un maldito general. Para en el Savoy. Una vez me enseñaron que los generales debían permanecer con su tropa. —Eructó—. Muchacho, según parece tú eres la tropa. ¿Qué piensas del viejo CATÉTER?
—Ahora sé cómo debió de sentirse Marco Polo al descubrir Catay.
—He de reconocer que en esas universidades de Nueva Inglaterra os enseñan a decir siempre lo correcto.
—Sí, señor.
—¿Sí, señor? Supongo que crees que digo tonterías. —Volvió a eructar—. Mira, muchacho, no sé qué pensarás tú, pero yo estoy hasta las narices de estos generales burócratas. Durante la Segunda Guerra Mundial no vestí uniforme. Estaba demasiado ocupado persiguiendo nazis y comunistas para el FBI. De modo que los perros militares me irritan. ¿Por qué no pillamos una buena borrachera y nos recuperamos?
—Nunca rehúso un trago, jefe.
Una vez de regreso en GIBRAL, e instalado en la sala, la fatiga del señor Harvey se puso de manifiesto. Se quedaba dormido mientras conversábamos, con la copa ondulando en su mano igual que un tulipán en la brisa veraniega. Luego se despertaba con un oportuno movimiento de muñeca para evitar que la bebida se derramase.
—Siento que mi mujer no se quedara levantada esta noche —me dijo al emerger de una siestecita de diez segundos.
Ella nos había saludado en la puerta, nos había servido las bebidas y se había marchado de puntillas, pero la oía caminar en el piso superior, como si esperara mi partida para regresar y conducir a su marido a la cama.
—C. G. es una mujer maravillosa. La mejor en su clase —dijo él.
La prohibición de decir «sí, señor» impedía una fácil respuesta a muchos de sus comentarios.
—Estoy seguro —dije por fin.
—Está doblemente seguro. ¿Quieres saber la clase de persona que es C. G.? Te daré una idea. Una mujer que vive en el sector soviético dejó un bebé en el umbral de la casa de un oficial de la Compañía, calle abajo. ¡Precisamente en la puerta de su casa! No te diré el nombre del sujeto porque tuvo que hacer frente a toda clase de comentarios. ¿Por qué eligió esta mujer de Alemania Oriental a un hombre de la CIA? ¿Cómo lo sabía? Bien, es imposible probar la inocencia en un caso así, de modo que olvidemos la parte del hombre. Lo que es esencial es que la mujer dejó una nota. «Quiero que mi bebé crezca libre.» Suficiente para tocar la fibra sensible de cualquiera, ¿verdad?
—Verdad.
—Equivocado. Nunca hay que dar nada por sentado. No en nuestro trabajo. Pero mi mujer dice: «Esta criatura podría habernos caído del Cielo. No permitiré que vaya a un orfanato. Bill, debemos adoptarla». —Meneó la cabeza — . Anteanoche estaba sentado con C. G. mirando el noticiario de la televisión de Alemania Oriental para ver si podía sacar un par de pistas acerca del orden de batalla por los pertrechos que llevaban en el desfile militar (nunca hay que sentirse superior a la fuente de la que te vales, por mundana que ésta sea), cuando vi pasar una de las bandas. Todo un pelotón de órganos de campana. Miré las cintas que ponen en los órganos de campana (verdadero frufrú alemán) y le dije a C. G.: «¿Por qué no cuelgan esqueletos de los campos de concentración en esos instrumentos? Ja, ja». Al día siguiente vuelve a la carga. Si yo odio tanto a los soviéticos es mi deber adoptar a la niña. —Eructó suave, triste, cariñosamente—. Para resumirte una historia larga —dijo—, tengo una hijita adoptiva. Fenomenal, ¿no?
—Sí —dije. No quería repetir sus palabras para que no volviera a contradecirme, pero sonrió.
—Sí —dijo—. Una hija encantadora. Eso es, cuando puedo verla. —Se detuvo. Miró su copa—. La fatiga es terrible en esta clase de trabajo. Pensarás que lo del general fue una pérdida de tiempo, pero te equivocas. ¿Sabes por qué quería demostrarle la importancia de CATÉTER?
—No, señor Harvey.
—El director me lo pidió. Esta misma tarde recibí una llamada de Allen Dulles. «Bill, amigo, obsequia con un buen paseo al general de tres estrellas Parker. Necesitamos encrespar unas cuantas plumas», me dijo. De modo que me dediqué esta noche a venderle CATÉTER al maldito general. ¿Sabes por qué?
—No exactamente.
—Porque muchos lameculos de la Jefatura Conjunta viven a costa de los cerdos militares. Visitan barcos de guerra y sistemas de alarma nuclear. Es difícil impresionarlos. Están acostumbrados a hacer giras por instalaciones subterráneas tan enormes como una estación naval. Mientras que nosotros sólo tenemos un sucio y pequeño túnel. Sin embargo, recogemos más información secreta que cualquier otra operación en toda la historia. De cualquier nación, de cualquier guerra, de cualquier otra agencia de espionaje. Hay que recordárselo. Hay que mantenerlos en su lugar.
—Oí algo de lo que usted dijo en el coche. En efecto, lo mantuvo a raya.
—No era difícil. La verdad es que realmente no quería saber qué es lo que recogemos. Aquí en Berlín no revisamos ni la décima parte del uno por ciento del total de datos que recibimos, pero eso basta. Es posible reconstituir un dinosaurio a partir de unos pocos huesos de la tibia. Lo que nosotros sabemos, y el Pentágono nos odia por eso, es que el estado de las vías férreas de la línea que atraviesa Alemania Oriental, Checoslovaquia y Polonia es execrable. Esa es la única palabra para describirla. Y el material rodante está en peores condiciones aún. Los rusos no tienen los trenecitos necesarios para invadir Alemania Occidental. Un ataque por sorpresa es absolutamente imposible. Bien, pues esa noticia no es del agrado del Pentágono. Si el Congreso se enterase, le quitaría al Ejército miles de millones de dólares para contratos, todavía por asignar, destinados a la compra de tanques. Y ocurre que el general Parker está en Caballería. Lo que ha visto en su gira por la OTAN le asusta. Por supuesto que el Congreso no sabrá nada a menos que nosotros vayamos con el soplo, y no lo haremos a menos que el Pentágono nos insulte. Porque en el fondo, Hubbard, sería sumamente impropio que se sugiriera nada de esto al Congreso. Son demasiado maleables ante la reacción pública. Y es un error revelar una debilidad rusa al público de los Estados Unidos. Carecen de la información necesaria acerca del comunismo como para poder apreciar el problema. ¿Percibes, entonces, los parámetros de mi doble juego? Tengo que asustar al Pentágono para que piensen que podemos arruinar su presupuesto futuro cuando en realidad quiero que continúe como hasta ahora. Pero no les puedo hacer saber que pertenezco a su mismo equipo, porque en ese caso no nos valorarían. De todos modos, puede tratarse de algo académico, muchacho. La Mercería de la que hablaba el «maldito general» lleva cerca de dos años de retraso en la traducción del producto bruto que le enviamos desde CATÉTER, y ello teniendo en cuenta que hace sólo un año que existimos.
Se quedó dormido. La vida de su cuerpo pareció trasladarse a su copa, que empezó a moverse hacia un costado hasta que el peso de su brazo extendido lo despertó.
—Eso me recuerda... —dijo—. ¿Cómo nos va con GUARDARROPA? ¿Dónde está ahora?
—En Inglaterra.
—¿De Corea a Inglaterra?
—Sí, señor.
—¿Cuál es el nuevo cripto?
—SM/CEBOLLA.
Harvey se incorporó por un momento, dejó su bebida, gruñó, estiró un brazo por encima del estómago hasta tocarse el tobillo. Levantó la pernera de sus pantalones. Vi un cuchillo enfundado atado al tobillo. Abrió la funda, sacó el arma y empezó a limpiarse las uñas sin dejar de mirarme con sus ojos inyectados en sangre. Habían transcurrido dos semanas desde que intentara intimidarme con su presencia, pero de pronto no pude decir si se trataba de un amigo o de un enemigo. Gruñó.
—Supongo —dijo— que SM/CEBOLLA debe de ser una manera de decirnos que sigamos pelando las capas.
Dejó el cuchillo para zamparse la mitad de un nuevo martini.
—No tengo la intención de esperar otras dos semanas para descubrir que este hijo de puta tiene otro criptónimo. O es un peso pesado, o alguien me tiene pánico. Huelo a VQ/JABALISALVAJE en la leñera.
—¿Wolfgang?
—Puedes apostarlo. ¿Crees posible que Wolfgang esté con CEBOLLA en Londres? —Meditó unos segundos acerca de ello y finalmente dejó escapar un bufido—. Muy bien. Te pondremos en contacto con un par de nuestros efectivos en Londres. Mañana por la mañana empezarás a llamarlos. KU/GUARDARROPA está bueno si supone que puede esconderse en Londres.
—Sí, señor.
—No te pongas tan triste, Hubbard. Ningún honesto operario de Inteligencia ha muerto jamás por trabajar mucho.
—Vale.
—Te espero a las siete a tomar el desayuno.
Con eso volvió a poner el cuchillo en su funda, cogió su copa y se quedó dormido. Profundamente dormido. Me di cuenta porque la mano que sostenía el martini se le dio vuelta y la bebida se derramó en la alfombra. Empezó a roncar.
Era cerca de medianoche. Tenía siete horas antes de que empezaran los rituales de la ejecución. Al salir de GIBRAL tomé rápidamente la decisión de buscar a Dix Butler y pasar la noche bebiendo. La primera mitad de esta propuesta me llevó mucho menos tiempo que la segunda. Topé con Dix de inmediato en un pequeño club que frecuentábamos cerca del Kurfürstendamm, un lugar llamado Die Hintertür. Había allí una muchacha que bailaba y bebía con uno, y a Dix le gustaba la mujer que atendía la barra. Tenía pelo renegrido, algo no demasiado común en Berlín, aunque fuera teñido, y contribuía a dar un aspecto mundano a un bar pequeño con un solo camarero y ningún agente a la vista. Supongo que era el lujo de poder beber sin tener un ojo puesto en los negocios lo que llevaba a Dix a ese lugar, además de Maria, la mujer de la barra. Dix era desusadamente cortés con ella y nunca ponía en práctica su acercamiento hercúleo, sino que se limitaba a preguntarle si podía acompañarla hasta su casa, a lo que ella, invariablemente, respondía con una sonrisa misteriosa que era una manera agradable de decir que no. La otra muchacha, Ingrid, tenía el pelo teñido de pelirrojo, y estaba disponible para bailar o para sentarse con un cliente y oír sus problemas. La mayor parte de las noches el cliente era algún melancólico hombre de negocios alemán de Bremen o Dortmund o Maguncia que pagaba el tiempo de Ingrid para un par de horas de baile lento, conversación rutinaria y silencios profundos. Ella lo cogía de la mano, le contaba historias, y de tanto en tanto lo hacía reír. Invariablemente, me impresionaba el balance entre la oferta y la demanda. Ingrid no estaba libre casi nunca, pero tal era el ritmo en Die Hintertür que raras veces había dos hombres de negocios que requirieran su compañía a la misma hora.
Ingrid y yo nos hicimos amigos. Flirteábamos entre cliente y cliente, bailábamos un poco (ella me alentaba, diciéndome que mejoraría) y practicábamos, alternativamente, el alemán y el inglés. En ocasiones ella me preguntaba: «
Du liebst mich?
». «
Ja
», respondía yo. En un idioma extranjero no resultaba difícil decir que uno amaba a alguien cuando no era así. Su boca, aleccionada por la sabiduría del oficio acerca de que el amor es una condición que exige valor, se distendía para formar una sonrisa amplia y ligeramente maníaca. «
Ja
», repetía, y sostenía el pulgar y el índice apenas separados. «
Du liebst mich ein bisschen.
» Tenía una voz vigorosa que me gustaba, y la empleaba con precisión, depositando deliberadamente cada palabra en alemán sobre mi nebuloso entendimiento.
Con el tiempo me enteré de que Ingrid estaba casada, vivía con su mando y un hijo y varios primos y hermanos en el apartamento de su madre, y quería ir a los Estados Unidos. Dix me lo dijo. «Está buscando enganchar a un estadounidense.» Aun así, yo disfrutaba cuando alguna vez me besaba para felicitarme por dotar de un poco de ritmo a mi forma de bailar. No aceptaba que le pagara. A los hombres de negocios alemanes les decía que yo era su «
Schatz
».
Ahora que me había convertido en su novio oficial, tenía derecho a oír chismes. Ingrid me informó de que Maria era la mantenida de un rico protector. Cuando le pasé este informe a Dix, él me transmitió otro.