—Quizá ensayaban un paso de ballet —indica Gabriel sin convicción.
El secretario Rémy se siente ultrajado por una broma tan ordinaria en un momento tan dramático. Frunce el ceño, se muerde los labios y se inclina hacia el oído de Gabriel.
—¡No se haga usted el gracioso, Gabriel! Aquí ocurren cosas cuya responsabilidad podría recaer sobre usted y Mercier.
—¿Qué cosas? —pregunta Gabriel.
—Christine Daaé no ha sido la única en desaparecer de repente esta noche.
—¡Ah, bah!
—Nada de «¡ah, bah!». ¿Puede usted decirme por qué, cuando mamá Giry bajó hace un momento al salón, Mercier la cogió por la mano y se la llevó con él a toda prisa?
—¡Vaya! —exclama Gabriel—, no me había dado cuenta.
—Se ha dado usted tanta cuenta que ha seguido a Mercier y a mamá Giry hasta el despacho de Mercier. A partir de entonces les han visto a usted y a Mercier, pero ya no se ha vuelto a ver a mamá Giry…
—¿Cree usted que nos la hemos comido?
—¡No! Pero la han encerrado bajo llave en el despacho y, cuando se pasa por delante de la puerta del despacho, ¿sabe lo que se oye? Se oyen estas palabras: «¡Ay, bandidos! ¡Ay, bandidos!».
En este punto de la singular conversación, llega Mercier muy acalorado.
—Bueno —dice con voz apagada—. ¡Es increíble!… Les he gritado:
»—Es muy grave. ¡Abrid!
»He oído pasos. La puerta se ha abierto y ha aparecido Moncharmin. Estaba muy pálido. Me ha preguntado:
»—¿Qué quiere?
»—Han raptado a Christine Daaé —le he contestado.
»¿Saben ustedes qué me ha contestado?
»—¡Mejor para ella!
»Y ha vuelto a cerrar la puerta, dejándome esto en la mano».
Mercier abre la mano; Rémy y Gabriel miran.
—¡El imperdible! —exclama Rémy.
—¡Qué extraño! ¡Qué extraño! susurra Gabriel, que no puede evitar un estremecimiento.
De repente, una voz los hace volverse a los tres.
—Perdón señores. ¿Pueden decirme dónde está Christine Daaé? A pesar de la gravedad de las circunstancias, una pregunta semejante sin duda les hubiera hecho estallar en carcajadas de no encontrarse ante un rostro tan abatido que de inmediato les inspiró pie dad. Era el vizconde Raoul de Chagny.
«¡CHRISTINE, CHRISTINE!»
El primer pensamiento de Raoul, después de la fantástica desaparición de Christine Daaé, fue acusar a Erik. No dudaba del poder casi sobrenatural del Ángel de la música en todo el ámbito de la Opera, donde éste había establecido su imperio.
Y Raoul se había abalanzado como un loco al escenario, sumido en la desesperación, llamándola como ella debía llamarlo a él desde aquel oscuro abismo donde el monstruo la había llevado como una presa, aún estremecida por su exaltación divina, enteramente vestida con la blanca mortaja con el que ya se ofrecía a los ángeles del paraíso.
—¡Christine, Christine! —repetía Raoul…, y le parecía oír los gritos de la joven a través de aquellas frágiles tablas que le separaban de ella.
Se inclinaba, escuchaba… Erraba por el mismo escenario como un demente. ¡Ah, bajar, bajar a aquellos pozos de tinieblas cuyas entradas están cerradas para él!
¡Aquel frágil obstáculo que normalmente se desliza con tanta facilidad sobre sí mismo para dejar ver el abismo hacia la que tiende todo su deseo…, estas tablas a las que sus pasos hacen crujir y que dejan oír bajo su peso el misterioso vacío de las «profundidades»!… Esta noche, las tablas son algo más que inmóviles…, adquieren un aspecto de solidez que rechaza la idea de que hayan podido moverse jamás… ¡Además, las escaleras que permiten descender por debajo del escenario han sido prohibidas a todo el mundo!…
—¡Christine, Christine!…
Lo apartan entre carcajadas… Se burlan de él… Creen que el pobre prometido tiene trastornado el cerebro…
¿En qué furiosa carrera a través de los corredores de noche y misterio, sólo conocidos por él, Erik habrá arrastrado a aquella joven tan pura hasta llegar a su horrible morada de la habitación estilo Luis Felipe, cuya puerta se abre sobre aquel lago de Infierno…?
—¡Christine, Christine! ¡No respondes! ¿Estás viva todavía, Christine? ¿No has exhalado tu último suspiro en un minuto de horror sobrehumano, bajo el aliento abrasador del monstruo?
Horribles pensamientos atraviesan como rayos fulgurantes el cerebro congestionado de Raoul.
Sin duda Erik ha debido descubrir su secreto, saber que era traicionado por Christine. ¡Qué terrible venganza preparaba!
¿Qué podría frenar al Ángel de la música, llevado por su insuperable orgullo? ¡Christine, en las manos todopoderosas del monstruo, está perdida!
Raoul vuelve a pensar en las estrellas de oro que la última noche vinieron a su balcón y a las que no fulminó con su arma impotente.
Algunos hombres tienen sin duda ojos extraordinarios. Ojos que se dilatan en las tinieblas y que brillan como estrellas, o como ojos de gato. Algunos hombres albinos, que parecen tener ojos de conejo durante el día, tienen ojos de gato por la noche. Todo el mundo lo sabe.
¡Sí, sí, era realmente a Erik al que Raoul había disparado! ¿Cómo no lo había matado? El monstruo habría huido por el canalón como los gatos o los presidiarios que, como también todos saben, serían capaces de escalar el cielo sólo con la ayuda de una tubería.
Sin duda Erik meditaba algo decisivo contra el joven, pero había sido herido y había huido para volverse contra la pobre Christine.
Eso iba pensando hoscamente el pobre Raoul, mientras corría hacía el camerino de la cantante…
—¡Christine, Christine!…
Lágrimas amargas queman las mejillas del joven, que ve esparcida por los muebles las ropas destinadas a vestir a su bella prometida en el momento de la huida… ¿Por qué no habrá querido irse antes? ¿Por qué habrá tardado tanto?… ¿Por qué habrá querido jugar con el peligro que les amenazaba?…, ¿con el corazón del monstruo?… ¿Por qué habrá querido dejar, como último recuerdo en el alma de aquel demonio, aquel canto celestial?
¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes! Llevad mi alma al seno de los cielos…
Raoul, que no podía hablar por los sollozos, las frases inconexas y los insultos que llenaban su garganta, palpa con sus manos torpes el gran espejo que un día se abrió ante él para dejar que Christine bajara a la tenebrosa morada. Empuja, presiona, tantea… Pero, al parecer, el espejo sólo obedece a Erik… Quizá los gestos son inútiles con un espejo como éste…, quizá sea suficiente con pronunciar ciertas frases… Cuando era niño, le contaban que ciertos objetos obedecían a veces a las palabras.
De repente, Raoul recuerda… «una verja que da a la calle Sbribe… Un subterráneo que sube directamente del lago a la calle Scribe…» ¡Sí, Christine le había hablado de ello!… Tras comprobar que la pesada llave ya no está en su cofre, se precipita hacia la calle Scribe.
Ya se encuentra fuera. Pasea sus manos temblorosas por las piedras ciclópeas, busca salidas… Encuentra barrotes… ¿Serán éstos?… ¿O aquéllos?… ¿O ese respiradero?… Lanza miradas impotentes entre los barrotes… ¡Qué profunda noche reinaba allí dentro!… Escucha… ¡Qué silencio!… Gira alrededor del monumento… ¡Ah, que barrotes tan grandes, qué verjas tan poderosas!… ¡Es la puerta del patio de la administración!
Raoul corre hacia la portera.
—Perdón, señora, ¿no podría indicarme una puerta de verja? Sí, una puerta hecha de barrotes, de barrotes… de hierro…, que da a la calle Scribe… y que conduce al lago. ¿Conoce usted el lago? ¡Sí, claro, el lago! ¡El lago que hay bajo tierra… bajo la ópera!
—Señor, sé muy bien que hay un lago bajo la ópera, pero no sé qué puerta conduce hasta él… No he ido nunca…
—¿Y la calle Scribe, señora? ¡La calle Scribe! ¿Ha ido usted alguna vez a la calle Scribe?
La portera se ríe. Estalla en carcajadas. Raoul huye rugiendo, salta, sube unas escaleras, baja otras, atraviesa toda la administración, y vuelve a encontrarse en la luz del escenario.
Se detiene. El corazón le late como si fuera a estallar dentro de su pecho jadeante… ¿Y si hubieran encontrado a Christine Daaé? Se acerca un grupo de gente. Pregunta:
—Perdón señores, ¿no han visto a Christine Daaé?
Y se ríen de él.
En el mismo momento, el escenario se llena de nuevos rumores y, en medio de una multitud de fracs que le rodean con movimientos de brazo explicativos, aparece un hombre de rostro sereno y que se muestra amable, muy sonrosado y mofletudo, de cabellos rizados, iluminado por dos ojos azules de una maravillosa tranquilidad. El administrador Mercier señala el recién llegado al vizconde Chagny, diciéndole:
—Ese es el hombre, señor, al que debe formular su pregunta. Le presento al comisario de policía Mifroid.
—¡Ah, señor vizconde de Chagny! Encantado de verlo —dice el comisario—. Si es tan amable de seguirme… Y ahora, ¿dónde están los directores? ¿Dónde están los directores?…
En vista de que el administrador permanece silencioso, el secretario Rémy se encarga de informar al comisario de que los directores están encerrados en su despacho y que no saben aún nada de lo ocurrido.
—¡No es posible!… ¡Vamos a su despacho!
El señor Mifroid, seguido de un cortejo que va engrosándose poco a poco, se dirige a la administración. Mercier aprovecha el desorden para deslizar una llave en la mano de Gabriel:
—Esto se está poniendo feo —murmura—. Ve a soltar a mamá Giry.
Y Gabriel se aleja.
Pronto llegan ante la puerta de la dirección. En vano Mercier les conmina a que abran. La puerta no se abre.
—¡Abran en nombre de la ley! —ordena la voz clara y un tanto inquieta del señor Mifroid.
Por fin la puerta se abre. Se precipitan en el despacho detrás del comisario.
Raoul es el último en entrar. Cuando se dispone a seguir al grupo, una mano se posa en su hombro y oye estas palabras pronunciadas en su oído:
—¡Los secretos de Erik no le incumben a nadie!
Se vuelve ahogando un grito. La mano que se había posado en su hombro está ahora sobre los labios de un personaje color ébano y ojos de jade, cubierto con un gorro de astracán… ¡El Persa!
El desconocido prolonga el gesto que recomienda discreción y, en el momento en que el vizconde, estupefacto, va a pedirle la razón de su misteriosa intervención, el otro saluda y desaparece.
SORPRENDENTES REVELACIONES DE LA SEÑORA GIRY RELATIVAS A SUS RELACIONES PERSONALES CON EL FANTASMA DE LA ÓPERA
Antes de seguir al comisario Mifroid en su visita a los directores, el lector me permitirá informarle de ciertos hechos extraordinarios que acababan de ocurrir en el despacho donde el secretario Rémy y el administrador Mercier habían intentado penetrar en vano, y donde los señores Richard y Moncharmin se habían encerrado tan herméticamente, con un propósito que el lector ignora todavía, pero que tengo el deber histórico —quiero decir mi deber de historiador— de no ocultar por más tiempo.
He tenido ocasión de decir hasta qué punto el carácter de los directores se habían vuelto desagradable desde hacía algún tiempo, y he dicho que esta transformación no se debía sólo a la caída de la lámpara en las condiciones que ya sabemos.
Hagamos saber al lector —pese al deseo de los directores de que este hecho permaneciera oculto para siempre— que el fantasma había conseguido cobrar tranquilamente sus primeros veinte mil francos. Por supuesto, ¡hubo ruegos y crujir de dientes! Sin embargo la cosa se había producido de la forma más sencilla del mundo.
Cierta mañana, los directores habían encontrado un sobre preparado encima de la mesa de su despacho. Este sobre llevaba escrito: Al señor F. de la Ó. (personal). Y venía acompañado de una pequeña nota del mismo F. de la Ó.: «Ha llegado el momento de llevar a cabo las cláusulas del pliego de condiciones. Introducirán veinte billetes de mil en este sobre, al que sellarán con su pro pio sello y entregarán a la señora Giry, que se encargará de hacer lo necesario».
Los señores directores no se lo hicieron repetir dos veces. Sin detenerse a pensar cómo aquellas diabólicas notas podían penetrar en un despacho al que siempre cerraban cuidadosamente con llave, encontraban la oportunidad de atrapar al misterioso maestro de canto. Tras explicarlo todo, bajo promesa del mayor secreto, a Gabriel y a Mercier, pusieron los veinte mil francos en el sobre y lo confiaron sin pedir explicaciones a la señora Giry, que había sido reintegrada a sus funciones. La acomodadora no mostró la menor sorpresa. No es preciso señalar hasta qué extremo se la vigiló. En resumen, se dirigió de inmediato al palco del fantasma y depositó el precioso sobre en la barra del pasamanos. Los dos directores, al igual que Gabriel y Mercier, estaban escondidos de manera que no lo perdieran ni un segundo de vista durante el transcurso de la representación, e incluso después, ya que, como el sobre no se había movido, los que lo vigilaban tampoco lo hicieron. El teatro se vació y la señora Giry se fue, mientras los señores directores, Gabriel y Mercier, seguían sin moverse. Por fin, se cansaron y abrieron el sobre tras comprobar que los sellos seguían intactos.
A primera vista, Richard y Moncharmin creyeron que los billetes seguían allí, pero a la segunda ojeada se dieron cuenta de que no eran los mismos. Los veinte billetes auténticos habían desaparecido y sido reemplazados por veinte billetes falsos. Primero, fue sólo rabia, pero después también terror.
—¡Es más impresionante que los trucos de Robert-Houdin!
[19]
—exclamó Gabriel.
—Sí —contestó Richard—, y cuesta más caro. Moncharmin quería que se corriera a avisar al comisario. Richard se opuso. Sin duda tenía su plan.
—¡No seamos ridículos! Todo París se reirá de nosotros. F de la O ha ganado la primera partida, nosotros ganaremos la segunda —pensaba, evidentemente, en la próxima mensualidad.
De todas formas, habían sido tan perfectamente burlados que no pudieron, durante las semanas superar cierto abatimiento. Y, hay que reconocerlo, era comprensible. Si no se llamó al comisario entonces fue, y no hay que olvidarlo, porque los directores albergaban en lo más profundo de su ser el pensamiento de que una odiosa broma montada por sus predecesores, que no convenía revelar antes de tener la «clave», podía ser la causa de la extraña aventura. Por otra parte, este pensamiento se mezclaba a veces en Moncharmin con la vaga sospecha de que el propio Richard podía ser capaz de este tipo de ocurrencias. Así pues, preparados a toda eventualidad, esperaron los acontecimientos, mientras vigilaban y hacían vigilar a mamá Giry, a la que Richard no quería que se le hablara de nada.