El fantasma de la ópera (31 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

BOOK: El fantasma de la ópera
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Inmediatamente sintió que le abrazaban.

—¡Soy yo —dijo el Persa—, silencio!

Y permanecieron inmóviles, escuchando…

Nunca a su alrededor la noche había sido más opaca… Nunca el silencio tan pesado ni tan terrible…

Raoul se hundía las uñas en los labios para no gritar: «¡Christine! ¡Soy yo!… ¡Contéstame si no estás muerta. Christine!».

Por fin, volvió a empezar el juego de la linterna. El Persa dirigió los rayos de luz por encima de sus cabezas, hacia la pared, buscando el agujero por el que habían venido sin encontrarlo…

—¡Oh! —exclamó—. ¡La piedra se ha vuelto a cerrar sobre sí misma!

Y el haz de luz de la linterna bajó a lo largo del muro hasta llegar al suelo.

El Persa se agachó y recogió una cosa, una especie de hilo que examinó unos segundos y que luego arrojó con horror.

—¡El lazo del Pendjab!
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—murmuró.

—¿Qué es? —preguntó Raoul.

—Podría ser la soga del ahorcado que tanto han buscado —respondió el Persa, estremeciéndose.

De pronto, presa de una nueva ansiedad, paseó el pequeño disco rojo de su linterna por las paredes… Iluminó, extraño hecho, un tronco de árbol que parecía aún vivo con sus hojas y todo… Las ramas de aquel árbol subían a lo largo de la pared y se perdían en el techo.

Debido a la pequeñez del disco luminoso, al principio resultaba difícil darse cuenta de las cosas… Había un montón de ramas, y luego una hoja…, y otra más…, y al lado no se veía nada de nada,… solamente el haz de luz que parecía reflejarse a sí mismo… Raoul deslizó la mano sobre aquello, sobre aquel reflejo…

—¡Mire… —dijo—, la pared es un espejo!

—¡Sí, un espejo! —dijo el Persa con profunda emoción. Y añadió, pasándose la mano que sujetaba la pistola por la frente sudorosa:

—¡Hemos ido a caer en la cámara de los suplicios!

CAPÍTULO XXII

INTERESANTES E INSTRUCTIVAS TRIBULACIONES DE UN PERSA EN LOS SÓTANOS DE LA ÓPERA

Relato del Persa

El propio Persa contó cómo había intentado en vano hasta esa noche penetrar en la mansión del Lago por el lago; cómo había descubierto la entrada del tercer sótano, y cómo, finalmente, el vizconde de Chagny y él se encontraron apresados por la imaginación infernal del fantasma, en la cámara de los suplicios. He aquí el relato que nos ha dejado (en condiciones que precisaremos más tarde) y al que no he cambiado ni una sola palabra. Lo transcribo tal como está, porque no creo que deba silenciar las aventuras personales del daroga alrededor de la mansión del Lago antes de volver en compañía de Raoul. Si, por algunos instantes este principio, por interesante que sea, parece alejarnos un poco de la cámara de los suplicios es sólo para mejor devolvernos a ella, después, tras habernos explicado cosas de máxima importancia y ciertas actitudes y modos de hacer del Persa que hasta ahora han podido parecer un poco extraordinarios.

Era la primera vez que entraba en la mansión del Lago —escribe el Persa—. En vano había rogado al maestro en trampillas así llamábamos en mi país, en Persia, a Erik— que me abriera las misteriosas puertas. Siempre se había negado. Yo, que me jactaba de conocer muchos de sus secretos y trucos, había intentado en vano forzar la consigna. Desde que volví a encontrar a Erik en la ópera, a la que parecía haber elegido como domicilio, le había espiado con frecuencia tanto en los corredores de los sótanos como en los superiores, así como en la misma orilla del Lago. Cuando se creía solo, subía en su barca y atracaba directamente la pared de enfrente. Pero la curiosidad que le rodeaba era demasiado espesa para que pudiera ver en qué lugar exacto de la pared hacía funcionar el mecanismo de la puerta. La curiosidad y también una idea temible que se me había ocurrido al meditar sobre algunas frases que el monstruo me había dirigido, me impulsaron un día, en el que a mi vez me creía solo, a subir a la barca y a dirigirla hacia aquella parte de la pared por la que había visto desaparecer a Erik. Fue entonces cuando tuve que vérmelas con la Sirena que guarda el acceso a aquellos parajes y cuyo encanto estuvo a punto de serme fatal, en las condiciones precisas que paso a exponer. Aún no había abandonado la orilla cuando el silencio en el que navegaba se vio turbado por una especie de suspiro cantante que me envolvió. Era a la vez una respiración y una música; ascendía suavemente de las aguas del lago y me envolvía sin poder adivinar por qué artificio se conseguía. Me acompañaba, se desplazaba conmigo y era tan suave que no me daba miedo. Por el contrario, deseoso de acercarme a la fuente de aquella suave y cautivadora armonía, me inclinaba por encima de la barca hacia las aguas, ya que no tenía la menor duda de que la música provenía de ellas. Me encontraba ya en el centro del lago y no había nadie más que yo en la barca. La voz —ya que ahora era claramente una voz— estaba a mi lado, por encima de las aguas. Me incliné… Me incliné cada vez más… El lago estaba en perfecta calma y el rayo de luna que, traspasando el tragaluz de la calle Scribe, venía a iluminarlo, no reflejaba absolutamente nada en aquella superficie lisa y negra como la tinta. Me restregué las orejas con intención de librarme de un posible zumbido, pero tuve que rendirme ante la evidencia de que no hay zumbido tan armonioso como el suspiro cantante que me seguía y que ahora me atraía.

Si yo hubiera tenido un espíritu supersticioso o me hubieran influido más las leyendas, no hubiera dejado de pensar que me enfrentaba a una sirena encargada de turbar al viajero que se atreviera a viajar por las aguas de la mansión del Lago, pero, a Dios gracias, soy de un país que gusta demasiado lo fantástico como para conocer su fondo, y yo mismo lo había estudiado bastante en otros tiempos. Con los trucos más simples, alguien que conozca su oficio puede desatar a la pobre imaginación humana.

No dudé, pues, que tenía que vérmelas con una nueva invención de Erik, pero, una vez más, aquella invención era tan perfecta que, inclinándome por encima de la barca, me sentía menos impulsado por el deseo de descubrir el truco que por el de disfrutar de su encanto.

Y me incliné… seguí inclinándome… hasta casi zozobrar.

De pronto dos brazos monstruosos surgieron del seno de las aguas y me agarraron por el cuello, arrastrándome al abismo con una fuerza irresistible. Y, desde luego, habría estado perdido irremisiblemente de no ser porque tuve tiempo de lanzar un grito por el que Erik me reconoció.

Porque era él, que en lugar de ahogarme como seguramente había sido su intención, nadó y me dejó suavemente en la orilla del lago.

—Eres un imprudente —me dijo alzándose ante mí, chorreante de aquel agua infernal—. ¿Por qué intentas entrar en mi mansión? No te he invitado. ¡No quiero saber nada de ti ni de nadie en el mundo! ¿Acaso me salvaste la vida sólo para hacérmela insoportable? Por grande que haya sido tu servicio, Erik terminará por olvidarlo y tú sabes que nada en el mundo puede contener a Erik, ni siquiera el mismo Erik.

Él hablaba, pero ahora yo no tenía otro deseo que el de conocer lo que llamaba ya el truco de la sirena. En seguida se prestó a satisfacer mi curiosidad, ya que Erik, que es un verdadero monstruo —yo lo considero así, habiendo tenido ocasión de verlo en acción en Persia—, sigue siendo en algunas cosas un auténtico niño presuntuoso y vanidoso, y no hay nada que le guste más que, después de haber dejado asombrada a la gente, demostrar todo el ingenio, milagroso en verdad, de su espíritu.

Se echó a reír y me enseñó un largo junco.

—¡Es la cosa más simple del mundo! —me dijo—, es muy cómodo para respirar y cantar bajó el agua. Es un truco que aprendí de los piratas del Tonquín
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, que de este modo pueden permanecer escondidos horas enteras en el fondo de los ríos
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. Le hablé con severidad.

—Es un truco que ha estado a punto de matarme… —le dije—, y puede que haya resultado fatal para otros.

No me contestó, pero se levantó con ese aire de amenaza infantil que le conozco tan bien.

No le permití que me intimidara. Le dije claramente:

—Sabes lo que me prometiste, Erik. ¡No más crímenes!

—¿Es que he cometido más crímenes? —preguntó, adoptando un tono amable.

—¡Desgraciado! —exclamé—. ¿Has olvidado pues las horas rosas de Mazenderan?

—Sí, preferiría haberlas olvidado —contestó él repentinamente triste—, pero reconoce que hice reír a la pequeña sultana.

—Todo eso es cosa pasada… —declaré—, pero ahora es el presente y, si yo lo hubiera querido, éste no existiría para ti… Acuérdate de esto, Erik: ¡yo te salvé la vida!

Aproveché el giro que había tomado la conversación para hablarle de una cosa que desde hacía tiempo acudía a menudo a mi mente.

—Erik…, Erik, júrame…

—¿Qué? Sabes perfectamente que no cumplo mis juramentos. Los juramentos están hechos para atrapar a los estúpidos —dijo.

—Dime… puedes decírmelo a mí, ¿no?

—¿Qué?

—¿Qué? ¡La araña!… ¡La araña, Erik!…

—¿Qué pasa con la araña?

—Sabes perfectamente lo que quiero decir.

—¡Ah!… la araña… Claro que puedo decírtelo… La araña no ha sido cosa mía… Aquella araña estaba demasiado gastada… —y rio sarcásticamente.

Cuando reía, Erik era aún más espantoso. Saltó a la barca riéndose de una forma tan siniestra que no pude evitar estremecerme.

—¡Muy gastada, querido daroga!
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Muy gastada la araña… se cayó sola… Hizo ¡boom! Y ahora, un consejo, daroga. Ve a secarte si no quieres coger un constipado… y no vuelvas a subir nunca a mi barca… Y, sobre todo, no intentes entrar en mi casa… No siempre estoy allí… daroga. ¡Y lamentaría tener que dedicarte mi misa de difuntos!

Se reía, siempre de pie en la parte trasera de la barca, y se movía con un balanceo de mono. Tenía todo el aspecto de la roca fatal con, por si fuera poco, sus ojos de oro. Luego no vi más que sus ojos y, finalmente, desapareció en la noche del lago.

A partir de este día renuncié a entrar en su mansión por el lago. Evidentemente aquella entrada estaba demasiado bien vigilada, sobre todo desde que él sabía que yo la conocía. Pero pensaba que debía haber otra, ya que más de una vez, mientras le vigilaba, había visto desaparecer a Erik en el tercer sótano, sin poder saber cómo. No es preciso que repita que, desde que había vuelto a encontrar a Erik instalado en la Opera, vivía bajo el perpetuo terror de sus horribles fantasías, no en lo que pudiera afectarme, pero temía todo para los demás.
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Cuando ocurría algún accidente, algún hecho fatal, no podía evitar decirme: «Quizá sea Erik»…, igual que otros decían a mi alrededor: «Es el fantasma»… ¡Cuántas veces habré oído pronunciar esa frase por gentes que sonreían! ¡Desgraciados! De saber que aquel fantasma era de carne y hueso y más terrible aún que la sombra vana que evocaban, habrían seguramente dejado de burlarse… si hubieran sabido simplemente de lo que Erik es capaz, sobre todo en un campo de maniobras como la Ópera… ¡Y si hubieran conocido a fondo mi terrible presentimiento!…

En cuanto a mí, no vivía… A pesar de que Erik me hubiera anunciado con solemnidad que había cambiado y que se había convertido en el más virtuoso de los hombres, desde que era amado por lo que era, frase que, de momento, me dejó horriblemente perplejo, no podía dejar de estremecerme al pensar en el monstruo. Su horrible, única y repulsiva fealdad le alejaba de la humanidad y era evidente para mí que él no creía tener a su vez ningún deber para con la raza humana. La forma en la que me había hablado de sus amores no había hecho más que aumentar mi temor, ya que preveía en aquel nuevo acontecimiento, al que había hecho alusión con el tono de jactancia que ya le conocía, la causa de nuevos dramas más horribles que los anteriores. Conocía hasta qué extremo de sublime y desastrosa angustia podía llegar el dolor de Erik, y las palabras que me había dicho —vagamente anunciadoras de la catástrofe más espantosa— no cesaban de acudir a mi temible pensamiento.

Por otra parte, había descubierto el extraño comercio moral que se había establecido entre el monstruo y Christine Daaé. Oculto en el trastero al lado del camerino de la joven diva, había asistido a sesiones admirables de música que sumían evidentemente a Christine en un éxtasis maravilloso, pero, de todas formas, nunca habría podido imaginar que la voz de Erik, fuerte como el trueno o suave como la de los ángeles, pudiera hacer olvidar su fealdad. Comprendí todo cuando descubrí que Christine aún no lo había visto. Tuve ocasión de penetrar en el camerino y, recordando las lecciones que él me habían dado en otro tiempo, no me costó nada encontrar el resorte que hacía girar la pared que aguantaba el espejo, y vi mediante qué trucaje de ladrillos ahuecados y ladrillos portavoces se dejaba oír a Christine como si hubiera estado a su lado. También descubrí por el camino que conduce a la fuente y la prisión —a la prisión de los comuneros—, y también la trampilla que permitía a Erik introducirse directamente en los sótanos del escenario.

Pocos días más tarde, cuál no sería mi sorpresa al enterarme con mis propios ojos y mis propios oídos, que Erik y Christine Daaé se veían, y al sorprender al monstruo, inclinado sobre la fuentecilla que llora, en el camino de los comuneros (final de todo, bajo tierra), ocupado en refrescar la frente de Christine Daaé desvanecida. Un caballo, blanco, el caballo blanco de El Profeta, que había desaparecido de las cuadras de los sótanos de la Opera, estaba tranquilamente a su lado. Me personé. Fue terrible. Vi salir chispas de los ojos de oro, fui golpeado en plena frente antes de que pudiera decir una sola palabra y quedé aturdido. Cuando recuperé el conocimiento, Erik, Christine y el caballo blanco habían desaparecido. No dudé de que la desgraciada joven se encontraba prisionera en la mansión del Lago. Sin detenerme a pensar, decidí volver a la orilla, pese al riesgo de semejante empresa. Durante veinticuatro horas espié, escondido cerca de la orilla oscura, la aparición del monstruo, ya que estaba convencido de que tendría que salir en busca de provisiones. Con respecto a esto, debo decir que, cuando salía por París o que se atrevía a mostrarse en público, se ponía, en lugar del horrible agujero de su nariz, una nariz de cartón piedra provista de un bigote, que no le quitaba del todo su aire macabro, ya que cuando pasaba decían a sus espaldas: «¡Mira, ahí va ese trompe-la-mort!»
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, pero que le hacía más o menos —digo más o menos— soportable a la vista.

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