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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia (4 page)

BOOK: El fin de la infancia
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Stormgren alzó los ojos sobre la ciudad dormida, hacia las alturas que sólo él, entre todos los hombres, había alcanzado. Allá, muy lejos, se vislumbraba el casco de la nave de Karellen, iluminado por el claro de luna. Stormgren se preguntó qué estaría haciendo el supervisor. No creía que los superseñores durmiesen.

Más arriba aún un meteoro lanzó su dardo brillante a través de la bóveda del cielo. La estela luminosa brilló débilmente durante un rato, y luego murió dejando sólo la luz de las estrellas. El símbolo era brutal: dentro de cien años Karellen seguiría dirigiendo a la humanidad hacia ese fin que sólo él conocía, pero dentro de sólo cuatro meses otro hombre ocuparía el cargo de secretario general. Esto en sí mismo no le importaba demasiado a Stormgren; pero era indudable que no le quedaba mucho tiempo para saber qué había detrás de aquella pantalla.

Sólo en estos últimos días se había atrevido a admitir que ese secreto estaba comenzando a obsesionarlo. Hasta hacía poco, su fe en Karellen había borrado todas las dudas; pero ahora, reflexionó con un poco de cansancio, las protestas de la Liga de la Libertad estaban influyendo en él. Era indudable que la propaganda acerca de la esclavitud del hombre no era más que propaganda. Pocos hombres creían en esa esclavitud, o deseaban volver realmente a los viejos días. La gente comenzaba a acostumbrarse al imperceptible gobierno de Karellen; pero comenzaba también a sentirse impaciente por saber quién la gobernaba. ¿Y de qué podía acusársele?

Aunque la más importante, la Liga de la Libertad era sólo una de las tantas organizaciones que se oponían a Karellen y, consecuentemente, a los hombres que cooperaban con los superseñores. Las objeciones y propósitos de esos grupos eran enormemente variados: algunos sostenían un punto de vista religioso, mientras que otros eran mera expresión de un sentimiento de inferioridad. Se sentían, con razonables motivos, como el hindú culto del siglo XIX ante el rajá británico. Los invasores habían traído paz y prosperidad... ¿Pero quién sabía a qué costo? La historia no era tranquilizadora. Los contactos más pacíficos entre razas de distinto nivel cultural habían terminado siempre con la destrucción de la raza más atrasada. Las naciones, como los individuos, podían perder su vida misma al enfrentarse con un desafío inaceptable.

Y la civilización de los superseñores, aún envuelta en el misterio, era el mayor de todos los desafíos.

En la habitación vecina se oyó un débil "clic" con que la teletipo lanzaba el informe horario de la agencia Central News. Stormgren entró en la habitación y hojeó desanimadamente el informe. En el otro extremo del mundo la Liga de la Libertad había inspirado un encabezamiento no muy original: ¿Está el hombre gobernado por monstruos? preguntaba el periódico y seguía con esta cita: «Dirigiéndose al público reunido en Madrás el doctor C. V. Krishnan, presidente de la sección oriental de la Liga de la Libertad», dijo: La explicación de la conducta de los superseñores es muy simple. Su aspecto es tan extraño y repulsivo que no se atreven a mostrarse ante los ojos de la humanidad. Desafío al supervisor a negar mis palabras.

Stormgren, disgustado, arrojó lejos de sí las hojas del informe. Aun en el caso de que la acusación fuese cierta, ¿qué importaba eso? La idea era muy vieja, pero nunca le había preocupado. No creía que hubiera ninguna forma biológica, por más rara que fuese, que él, Stormgren, no pudiese aceptar con el tiempo y hasta llegar a encontrar hermosa. La mente, no el cuerpo, era lo importante. Si por lo menos pudiese convencer a Karellen de esta verdad, los superseñores cambiarían de opinión. No podían ser tan horribles como aparecían en los dibujos de los periódicos.

Sin embargo, como bien lo sabía Stormgren, su ansiedad por asistir al fin de este estado de cosas no nacía únicamente de la idea de librar a sus sucesores de algunos problemas. Era bastante honesto como para confesárselo a sí mismo. En última instancia su motivo principal era la simple curiosidad. Había llegado a admitir a Karellen como una persona, y no se sentiría satisfecho hasta descubrir qué clase de criatura era el supervisor.

Cuando a la mañana siguiente Stormgren no llegó a la hora acostumbrada, Pieter Van Ryberg se sintió sorprendido y un poco molesto. Aunque el secretario general solía hacer un cierto número de llamadas antes de llegar a su oficina, siempre dejaba dicho algo. Esta mañana, para empeorar las cosas, había habido varios mensajes urgentes para Stormgren. Van Ryberg trató de localizarlo en media docena de oficinas y al fin abandonó disgustado su búsqueda.

Al mediodía se sintió alarmado y envió un coche a casa de Stormgren. Diez minutos más tarde oyó, sobresaltado, el sonido de una sirena, y una patrulla policial apareció en la avenida Roosevelt. Las agencias noticiosas debían de tener algunos amigos en ese coche, pues mientras Van Ryberg observaba cómo se acercaba la patrulla, la voz de la radio anunciaba al mundo que Pieter Van Ryberg ya no era un simple asistente, sino secretario general interino de las Naciones Unidas.

Si Van Ryberg no hubiese tenido tantas preocupaciones hubiera podido entretenerse en estudiar las reacciones de la prensa ante la desaparición de Stormgren. Durante este último mes los periódicos terrestres se habían dividido en dos facciones. La prensa occidental, en su conjunto, aprobaba el plan de Karellen de que fuesen todos los hombres ciudadanos del mundo. Los países orientales, por el contrario, mostraban violentos, aunque artificiales espasmos de orgullo nacional. Algunos de ellos no habían sido independientes sino por poco más de una generación, y sentían que ahora se les arrebataba el triunfo de las manos. La crítica a los superseñores era amplia y enérgica: después de un corto período inicial de extremas precauciones la prensa había descubierto rápidamente que podía afrontar a Karellen con todos los extremos de la rudeza sin que nunca ocurriese nada. Ahora estaba superándose a sí misma.

La mayoría de estos ataques, aunque enunciados en voz alta, no representaban la opinión de la mayoría del pueblo. A lo largo de las fronteras, que muy pronto desaparecerían para siempre, se habían doblado las guardias; pero los soldados se miraban de reojo, con una aún inarticulada amistad. Los políticos y los generales podían gritar y enfurecerse, pero los silenciosos y expectantes millones sentían que —no demasiado pronto— iba a cerrarse un largo y sangriento capítulo de la historia.

Y ahora Stormgren se había ido, nadie sabía adónde. El tumulto cesó de pronto, como si el mundo comprendiese que había perdido al único ser mediante el cual los superseñores, por sus propios y extraños motivos, hablaban con la Tierra. Una parálisis parecía haberse apoderado de los comentaristas de la prensa y la radiotelefonía; pero en medio del silencio la voz de la Liga de la Libertad proclamaba ansiosamente su inocencia.

Stormgren despertó envuelto por unas sombras muy densas. Todavía soñoliento, no se sorprendió. Luego, al recuperar totalmente la conciencia, se incorporó de un salto, buscó la llave de la luz junto a su cama, y tocó en la oscuridad un muro de piedra, frío y desnudo. Se sintió helado de pronto, con la mente y el cuerpo paralizados por el impacto de la sorpresa. Luego, sin creer casi en sus sentidos, se arrodilló en la cama y comenzó a explorar con las puntas de los dedos esa pared inesperadamente desconocida.

Estaba recién entregado a esa tarea cuando de pronto se sintió un clic, y una parte de la oscuridad se hizo a un lado. Stormgren alcanzó a distinguir la silueta de un hombre, recortado contra la luz pálida del fondo. Enseguida la puerta se cerró de nuevo, y las sombras volvieron a su sitio. Todo había sido tan rápido que Stormgren no había alcanzado a ver cómo era su habitación.

Un instante después, le cegó el resplandor de una poderosa linterna eléctrica. El rayo le iluminó la cara, se detuvo allí un momento, y luego descendió. Stormgren vio entonces que el techo no era más que una manta extendida sobre unos toscos tablones.

Una suave voz le habló desde la oscuridad. Su inglés era excelente, pero con un acento que Stormgren no pudo identificar al principio.

—Ah, señor secretario. Me alegra que ya esté despierto. Espero que se encuentre muy bien.

Había algo en esa última frase que llamó la atención a Stormgren. La airada pregunta que estaba a punto de hacer le murió en los labios. Miró fijamente las sombras y dijo al fin con calma:

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

El otro lanzó una risita.

—Varios días. Nos prometieron que no habría complicaciones. Me alegro de que así sea.

En parte para ganar tiempo, en parte para estudiar sus propias reacciones, Stormgren sacó las piernas fuera de la cama. Llevaba aún su pijama, pero estaba ahora terriblemente arrugado y bastante sucio. Sintió al moverse una ligera pesadez, no tanta como para sentirse molesto, pero sí suficiente como para probarle que le habían administrado alguna droga.

Se volvió hacia la luz.

—¿Dónde estoy? —preguntó con una voz cortante— ¿Es esto obra de Wainwright?

—Por favor, no se excite —replicó la sombría figura—. Por ahora no hablaremos de eso. Me imagino que sentirá hambre. Vístase y venga a comer.

El óvalo de luz corrió por las paredes y Stormgren tuvo por primera vez una idea cabal de las dimensiones del cuarto. Era apenas un cuarto en verdad, pues los muros parecían de roca viva, toscamente tallada. Comprendió que estaba bajo tierra, posiblemente a gran profundidad, Y si había pasado varios días inconsciente, podía encontrarse en cualquier lugar del mundo.

La linterna iluminó unas ropas apiladas sobre una valija.

—Esto le bastará por ahora —dijo la voz desde la oscuridad—. El lavado es aquí un verdadero problema, así que le hemos traído un par de sus trajes y una media docena de camisas.

—Ha sido usted muy considerado —dijo Stormgren con cierto humor.

—Lamentamos la ausencia de muebles y de luz eléctrica. El lugar es bastante conveniente, aunque es cierto que carece de amenidad.

—¿Conveniente para qué? —preguntó Stormgren mientras se ponía una camisa. El contacto de la ropa familiar era curiosamente tranquilizador.

—Conveniente, nada más —dijo la voz—. Y a propósito, ya que vamos a pasar bastante tiempo juntos, será mejor que me llame Joe.

—A pesar de su nacionalidad —replicó Stormgren—. Es usted polaco, ¿no es cierto? Creo que podría pronunciar su verdadero nombre. No será peor que algunos nombres fineses.

Hubo una pequeña pausa, y la luz osciló un instante.

—Bueno, podía esperarme esto —dijo Joe resignadamente—. Tiene usted mucha práctica en esta clase de cosas.

—Es un entretenimiento bastante útil para un hombre como yo. Me parece que podría asegurar que vivió usted en los Estados Unidos, pero que no dejó Polonia hasta la edad de...

—Basta —dijo Joe con firmeza—. Ya que ha terminado de vestirse...

La puerta se abrió y Stormgren fue hacia la salida sintiéndose algo reconfortado con su pequeña victoria. Mientras Joe se apartaba para dejarlo pasar, se preguntó si su guardián estaría armado. Seguramente, y además tendría algunos amigos no muy lejos.

El corredor estaba débilmente iluminado por unas lámparas de aceite, y Stormgren, por primera vez, pudo ver a Joe con claridad. Era un hombre de unos cincuenta años, y pesaba quizá más de cien kilos. Todo en él era enorme, desde el manchado traje de faena, que podía pertenecer al ejército de por lo menos doce países, hasta el asombroso anillo de sello que llevaba en la mano izquierda. Un hombre de tales proporciones no necesitaba llevar un arma. No sería difícil dar con él más tarde, ya fuera de aquí, pensó Stormgren. Se sintió un poco deprimido al darse cuenta de que Joe no podía ignorar este hecho.

Las paredes del corredor, aunque a veces cubiertas de cemento, eran casi siempre de roca viva. Se encontraban evidentemente en una mina abandonada, pensó. Stormgren. Sería difícil encontrar una cárcel mejor. Hasta ahora su rapto no le había preocupado mayormente. Había pensado que, pasase lo que pasase, los inmensos recursos de los superseñores lo localizarían con rapidez y le devolverían la libertad. Ahora no estaba tan seguro. Habían transcurrido varios días y no había pasado nada. Aun los poderes de Karellen debían de tener un límite, y si estaba en verdad enterrado en algún continente remoto, toda la ciencia de los superseñores sería impotente para encontrarlo.

En la habitación desnuda, pobremente iluminada, había otros dos hombres sentados a la mesa. Cuando Stormgren entró, alzaron los ojos con interés y hasta con bastante respeto. Uno de ellos le alcanzó una bandeja de sándwiches que Stormgren aceptó de buena gana. Aunque se sentía muy hambriento, hubiese preferido una comida más interesante, pero era obvio que sus acompañantes no se habían servido nada mejor.

Mientras comía, Stormgren lanzó una rápida ojeada a los tres hombres. Joe era, sin ninguna duda, el más notable de los tres, y no sólo por su tamaño. Los otros eran evidentemente sus ayudantes... individuos indescriptibles, cuyo origen Stormgren descubrió en seguida tan pronto como los sintió hablar.

Le sirvieron un poco de vino en un vaso bastante sucio, y Stormgren devoró el último de los sándwiches. Sintiéndose más dueño de sí mismo, se volvió hacia el enorme Joe.

—Bueno —dijo distraídamente—, quizá pueda decirme ahora qué significa todo esto, y qué espera obtener.

Joe carraspeó.

—Quiero dejar aclarado un punto —dijo el hombre—. Esto no tiene nada que ver con Wainwright. Wainwright se sorprenderá tanto como cualquiera.

Stormgren había esperado algo parecido, pero se preguntó por qué Joe estaría confirmando sus sospechas. Había imaginado, desde hacía mucho tiempo, la existencia de un movimiento extremista en el interior —o en las fronteras— de la Liga de la Libertad.

—Me interesaría saber —inquirió— cómo me han raptado.

Stormgren no esperaba que le respondiesen y quedó sorprendido ante la rapidez, y hasta el entusiasmo, con que el otro le contestó.

—Fue todo como en una película de Hollywood —dijo Joe alegremente—. No estábamos seguros de que Karellen no estuviese vigilándolo, así que tomamos muchas precauciones. Lo desmayamos introduciendo gas en el acondicionador de aire... Asunto sencillo. Luego lo llevamos al coche. Ninguna dificultad. Todo esto, debo advertírselo, no fue hecho por nuestra propia gente. Alquilamos... este... profesionales para hacer el trabajo. Podían haber caído en manos de Karellen —en realidad suponíamos que pasaría eso—, pero no se hubiera enterado entonces de nuestra existencia. El auto dejó su casa y fue hacia un túnel situado a unos mil kilómetros de Nueva York. Salió por el otro extremo del túnel llevando a un hombre inconsciente, extraordinariamente parecido al secretario general. Poco después un camión cargado de cajas metálicas salía en dirección opuesta y se encaminaba hacia un aeropuerto donde cargaron las cajas en un aeroplano. Una operación comercial perfectamente legítima. Estoy seguro de que los propietarios de esas cajas se sentirían horrorizados al saber qué uso les dimos.

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