Read El fin de la infancia Online
Authors: Arthur C. Clarke
Sólo había una nave ahora, suspendida sobre Nueva York. En realidad, como los hombres acababan de descubrirlo, las naves que habían flotado sobre las otras ciudades no habían existido nunca. El día anterior esas naves habían desaparecido convirtiéndose en nada, deshaciéndose como la niebla en una mañana de sol. Las naves de aprovisionamiento que iban y venían por las lejanías del espacio eran verdaderamente reales; pero las nubes de plata que habían flotado durante toda una vida sobre las capitales terrestres sólo habían sido una ilusión. Nadie podía explicarlo, pero parecía que esas naves no fueron más que una imagen de la embarcación de Karellen. Sin embargo, había habido algo más que un simple juego de luces, pues también el radar había sido engañado, y aún vivían algunos que creían haber oído el silbido del aire mientras la flota bajaba del cielo.
No importaba. Karellen ya no tenía necesidad de ese despliegue de fuerzas. Había dejado a un lado las armas psicológicas.
—¡La nave se mueve! —gritaron las voces, transmitidas inmediatamente a todos los rincones del planeta—. ¡Va hacia el oeste!
A menos de mil kilómetros por hora, abandonando lentamente las vacías alturas de la estratosfera, la nave marchaba hacia las grandes llanuras y hacia su segunda cita con la historia. Descendió dócilmente ante las cámaras expectantes y los apretados millares de espectadores. Entre estos muy pocos podrían ver mejor que los millones de personas reunidos en todo el mundo ante las pantallas de televisión.
El suelo debió de temblar y crujir ante el enorme peso, pero la nave estaba aún sostenida por las fuerzas que la habían lanzado a través de las estrellas. Tocó la tierra con tanta suavidad como un copo de nieve.
Una de las curvas paredes de la nave, a una altura de veinte metros, pareció moverse y brillar; donde momentos antes sólo había habido una superficie resplandeciente y lisa, apareció una vasta abertura. Nada se veía por esa abertura ni aun con la ayuda del inquisitivo ojo de la cámara. Era tan negra como la entrada de una caverna.
Una rampa ancha y brillante salió del orificio y descendió lentamente hacia el suelo. Parecía una sólida hoja de metal con barandillas a los lados. No tenía escalones. Era tan lisa y empinada como un tobogán y —pensamos los hombres— subir o bajar por ella parecía imposible.
El mundo se quedó mirando aquella puerta oscura, donde nada aún se había movido. En seguida, la poco escuchada, pero inolvidable voz de Karellen brotó dulcemente desde un oculto altoparlante. El mensaje no pudo ser, quizá, más inesperado.
—Hay algunos niños al pie de la rampa. Quisiera que dos de ellos subieran a recibirme.
Todos callaron unos instantes. Luego, un niño y una niña se desprendieron de la multitud y caminaron naturalmente hacia la rampa y la historia. Otros niños empezaron a seguirlos, pero la voz risueña de Karellen los detuvo.
—Dos son suficientes.
Entusiasmados con la inesperada aventura, los niños —no podían tener más de seis años— saltaron sobre la hoja metálica. Y entonces ocurrió el primer milagro.
Saludando alegremente a las multitudes que aguardaban abajo, y a los ansiosos padres —quienes un poco tarde recordaron quizá la leyenda del flautista que se había llevado consigo a todos los niños del pueblo—, los chicos comenzaron a subir rápidamente por la cuesta empinada. Sin embargo no movían las piernas, y todos advirtieron que los cuerpos formaban un ángulo recto con la superficie de aquella rampa singular. La rampa tenía una gravedad propia, una gravedad que podía ignorar la gravedad de la Tierra. Los niños estaban aún disfrutando de la novedosa experiencia, y preguntándose qué los llevaría hacia arriba, cuando desaparecieron en el interior de la nave.
Un vasto silencio cayó sobre el mundo entero durante veinte segundos. Nadie, más tarde, pudo creer que ese tiempo hubiese sido tan corto. Al fin, la oscuridad de la abertura pareció adelantarse, y Karellen salió a la luz del sol. El niño estaba sentado en el brazo izquierdo; la niña, en el derecho. Ambos, demasiado ocupados, jugando con las alas de Karellen, no advirtieron las miradas de la multitud.
Los conocimientos psicológicos de los superseñores y aquellos largos años de preparación tuvieron su premio: sólo algunas personas se desmayaron. Sin embargo, no fueron pocas, sin duda, y en todas las regiones del mundo, las que sintieron durante un terrible instante, que un viejo espanto les rozaba las mentes, antes de desvanecerse en forma definitiva.
No había error posible. Las alas correosas, los cuernos, la cola peluda: todo estaba allí. La más terrible de las leyendas había vuelto a la vida desde un desconocido pasado. Sin embargo, allí estaba, sonriendo, con todo su enorme cuerpo bañado por la luz del sol, y con un niño que descansaba confiadamente en cada uno de sus brazos.
Un mundo y sus habitantes pueden ser trasformados profundamente en sólo cincuenta años, hasta tal punto que nadie pueda reconocerlos. Sólo se requiere un hondo conocimiento de los sistemas sociales, una clara visión de los fines que uno se propone... y poder.
Los superseñores tenían todo esto. Aunque sus fines eran un secreto, sabían lo que querían, y disfrutaban de poder.
Ese poder tomó muchas formas, y los hombres cuyos destinos eran manejados ahora por los superseñores no advirtieron muchas de ellas. El poder de las grandes naves había sido evidente para todos. Pero detrás de esa exhibición de fuerzas dormidas había otras armas mucho más sutiles.
—Todos los problemas políticos —le había dicho una vez Karellen a Stormgren— pueden ser solucionados con una correcta aplicación de la fuerza.
—Me parece una afirmación bastante cínica —había replicado Stormgren, incrédulo—. Se parece demasiado a aquélla de "El derecho de la fuerza". En nuestro propio pasado el uso de la fuerza nunca resolvió nada.
—La palabra clave es "correcta". Ustedes nunca tuvieron verdadera fuerza, ni los conocimientos necesarios para aplicarla. Hay siempre modos correctos e incorrectos de encarar un problema. Supongamos, por ejemplo, que una de sus naciones, guiadas por algún jefe fanático, trata de rebelarse contra mí. El modo incorrecto de responder a ese desafío sería el de unos pocos billones de caballos de fuerza bajo la forma de bombas atómicas. Si uso bastantes bombas la solución sería completa y definitiva. Pero sería también, como ya lo he señalado, incorrecta... aunque no tuviera otros defectos.
—¿Y la solución correcta?
—Requeriría el poder de un pequeño trasmisor de radio, y otros dispositivos similares. Pues es la aplicación de la fuerza, y no su cantidad, lo que importa. ¿Cuánto hubiese durado, pregunto, la carrera de Hitler como dictador de Alemania si una voz le hubiese hablado constantemente al oído? ¿O si una única nota musical, bastante alta como para borrar todos los otros ruidos e impedirle dormir, le hubiese traspasado el cerebro día y noche? Nada brutal, como ve. Sin embargo, en última instancia, tan irresistible como una bomba de tritio.
—Ya veo —dijo Stormgren—. ¿Y no hubiera podido esconderse?
—En ningún sitio al que yo no pudiese enviar mis... este... aparatos. Y por esa misma razón nunca tuve que usar realmente métodos drásticos para mantener mi poder.
Las grandes naves, pues, no habían sido más que símbolos. Ahora el mundo sabía que todas menos una habían sido unos barcos fantasmas. Sin embargo, por su sola presencia, habían alterado la historia de la humanidad. Habían cumplido su labor, y sus triunfos habían sobrevivido como para resonar a través de las edades.
Los cálculos de Karellen habían sido exactos. La primera reacción desapareció rápidamente, aunque había aún muchos hombres orgullosos de su falta de prejuicios que no se atrevían a enfrentar a los superseñores. Era algo extraño, algo que estaba más allá de la lógica y la razón. En la Edad Media las gentes creían en el demonio, y lo temían. Pero éste era el siglo veintiuno. ¿Habría, realmente, algo así como una memoria racial?
Se aceptaba, por supuesto, universalmente, que los superseñores, o unos seres de la misma especie, habían tenido un violento conflicto con los primeros hombres. El encuentro debía de haberse producido en el pasado más remoto, pues no había dejado huellas. Karellen no ayudaba a solucionar este problema.
Los superseñores, aunque se habían mostrado al hombre, dejaban pocas veces la nave. Quizá se sentían físicamente incómodos en la Tierra, pues su tamaño, y la existencia de alas, indicaban que venían de un mundo de menor gravedad. Nunca se los veía sin un cinturón provisto de complicados mecanismos que, —se creía generalmente— controlaba el peso de sus cuerpos y les ayudaba a comunicarse. La luz del sol les hacía daño, y nunca se exponían a ella sino durante unos pocos segundos. Cuando tenían que salir al aire libre durante cierto tiempo, se ponían unos anteojos oscuros, lo que les daba una apariencia algo incongruente. Aunque parecían capaces de respirar el aire terrestre, a veces llevaban consigo unos pequeños cilindros de gas con los que se refrescaban de cuando en cuando.
Quizá se mantenían apartados a causa de estos problemas meramente físicos. Sólo una pequeña fracción del género humano se había encontrado con ellos, y nadie sabía exactamente cuántos vivían en la nave. Nunca se los veía en grupos mayores de cinco, pero en aquella enorme embarcación podían caber cientos, y miles.
En muchos sentidos el aspecto de estos seres había traído más problemas que soluciones. Su origen era todavía desconocido; su biología, una fuente de especulaciones infinitas. Hablaban libremente de muchas cosas, pero de otras guardaban un celoso secreto. En general, sin embargo, esto no preocupaba a nadie, salvo a los hombres de ciencia. El hombre común, aunque prefería no encontrarse con los superseñores, se sentía agradecido por los beneficios que habían traído al mundo.
Comparada con las épocas anteriores, ésta era la edad de la utopía. La ignorancia, la enfermedad, la pobreza y el temor habían desaparecido virtualmente. El recuerdo de la guerra se perdía en el pasado como una pesadilla que se desvanece con el alba. Pronto ningún hombre viviente habría podido conocerlo.
Con todas las energías de la humanidad encauzadas hacia un trabajo constructivo, el rostro del mundo se había transformado totalmente. Era, casi al pie de la letra, un nuevo mundo. Las ciudades en que habían habitado las generaciones anteriores habían sido reconstruidas, o conservadas como ejemplares de museo cuando no servían para ningún propósito útil. Muchas otras habían sido abandonadas, pues se había alterado toda la estructura de la industria y el comercio. La producción era en su mayor parte automática; las fábricas de robots producían bienes de consumo en una corriente incesante, de modo que todas las necesidades ordinarias de la vida estaban virtualmente satisfechas. Los hombres trabajaban para procurarse algunos lujos, o no trabajaban.
Era un mundo unido. Los antiguos nombres de los antiguos países se usaban todavía, pero sólo para designar distritos postales. No había nadie en la Tierra que no supiese hablar inglés, que no supiese leer, que no tuviese a su alcance un aparato de televisión, que no pudiese visitar el otro extremo del planeta antes de veinticuatro horas...
Los crímenes habían desaparecido prácticamente. Se habían hecho tan innecesarios como imposibles. Cuando a nadie le falta nada, no hay motivo para robar. Por otra parte, todos los criminales en potencia sabían muy bien que no podrían escapar a la vigilancia de los superseñores. En los primeros días de su gobierno estos habían intervenido con tanta eficacia en defensa del orden y de la ley que nadie había olvidado la lección.
Los crímenes pasionales, aunque no inexistentes, eran muy raros, La mayor parte de los problemas psicológicos había desaparecido, y la humanidad era mucho más cuerda, y menos irracional. Y aquello que en otras edades se hubiese llamado vicio no era más que excentricidad o, cuanto más... malos modales.
Un cambio muy notable era la desaparición de aquel ritmo enloquecido que había caracterizado al siglo veinte. La vida transcurría con más lentitud que nunca. Había, por lo tanto, menos alicientes para algunos pocos; pero mayor paz para la mayoría. El hombre occidental había vuelto a aprender lo que el resto del mundo nunca había olvidado: que la holganza no era algo pecaminoso, y que la pereza no era un signo de degeneración.
Cualesquiera que fuesen los problemas que trajese el futuro, el tiempo no pesaba sobre los hombres. La educación era mucho más larga y profunda. Pocas personas abandonaban el colegio antes de los veinte años. Y esto era simplemente la primera etapa, ya que después de algunos viajes, y cuando la experiencia les había ensanchado las mentes, volvían a los veinticinco por otros tres años. Y no dejaban de seguir algunos cursos, de cuando en cuando, y durante toda la vida, para estudiar algunos temas que les interesaban muy particularmente.
Esta prolongación de la educación, hasta mucho más allá del fin de la adolescencia, había traído consigo varios cambios sociales. Generaciones y generaciones habían advertido la necesidad de algunos de esos cambios, pero se había evitado siempre enfrentar el problema... o se lo había ignorado. En particular, las costumbres sexuales —hasta donde es posible hablar aquí de costumbres— habían sufrido una profunda alteración. Dos inventos, que irónicamente eran de origen puramente humano, y que nada debían a los superseñores, las habían hecho trizas. El primero era un infalible contraconceptivo, una píldora; el segundo era un método igualmente seguro —tan exacto como el sistema dactiloscópico y basado en un minucioso análisis de la sangre— para identificar al padre de cualquier niño. El efecto de esos dos inventos sobre la sociedad terrestre sólo puede ser descrito como devastador; los dos habían borrado definitivamente los últimos restos de las aberraciones puritanas.
Otro gran cambio: la extrema movilidad de los habitantes del mundo. Gracias al perfeccionamiento del transporte aéreo todos podían ir a cualquier parte y en cualquier momento. Había más espacio en los cielos que en los caminos, y el siglo veintiuno había repetido, a gran escala, la gran proeza americana de poner a toda una nación sobre ruedas. Había dado alas al mundo.
Aunque no literalmente. El avión común de uso privado carecía de alas, y de todo plano visible de suspensión. Hasta las incómodas paletas de los viejos helicópteros habían desaparecido. Sin embargo, los hombres no conocían la antigravedad; sólo los superseñores gozaban de este último secreto. Los vehículos aéreos de los hombres estaban impulsados por fuerzas que los hermanos Wright hubiesen podido entender. Las turbinas de reacción, usadas tanto directamente como en forma más sutil, en distintas posiciones, impulsaban los aparatos hacia adelante y los mantenían en el espacio. Con una eficacia que los edictos y leyes de Karellen nunca habían alcanzado, la ubicuidad de los aparatitos había hecho caer las últimas barreras entre las diferentes tribus de la humanidad.