La abuela pregunta:
—¿Sabe usted lo que arriesgo?
—Sí, lo sé. Pero se trata de su vida.
—Hay un oficial extranjero en la casa.
—Justamente. Nadie la buscará aquí. Bastará con decir que es una nieta suya, la prima de los dos niños.
—Todo el mundo sabe que no tengo más nietos que esos dos.
—Puede decir que es de la familia de su yerno.
La abuela se ríe.
—¡A ése no le he visto en mi vida!
Después de un largo silencio, el caballero insiste:
—Sólo le pido que alimente a la niña durante algunos meses. Hasta que acabe la guerra.
—La guerra puede durar años todavía.
—No, no será tan larga.
La abuela se pone a lloriquear:
—No soy más que una pobre vieja que se mata a trabajar. ¿Cómo alimentar tantas bocas?
El caballero dice:
—Aquí tiene todo el dinero que poseían sus padres. Y las joyas de la familia. Todo es suyo si la salva.
Poco después, la abuela nos llama:
—Aquí tenéis a vuestra prima.
Nosotros decimos:
—Sí, abuela.
El caballero anciano dice:
—Jugaréis juntos los tres, ¿verdad?
—Nosotros no jugamos nunca.
Nos pregunta:
—Entonces, ¿qué hacéis?
—Trabajamos, estudiamos y hacemos ejercicios.
—Ya lo comprendo. Sois hombres serios. No tenéis tiempo para jugar. Cuidaréis a vuestra prima, ¿verdad?
—Sí, señor. Nosotros la cuidaremos.
—Os doy las gracias.
Nuestra prima dice:
—Yo soy mayor que vosotros.
—Pero nosotros somos dos.
El caballero anciano dice:
—Tenéis razón. Dos son mucho más fuertes que uno. Y no olvidaréis llamarla «prima», ¿verdad?
—No, señor. Nosotros no olvidamos nunca nada.
—Confío en vosotros.
Nuestra prima tiene cinco años más que nosotros. Tiene los ojos negros. Tiene los cabellos rojizos a causa de un producto que se llama henna.
La abuela nos dice que nuestra prima es la hija de la hermana de nuestro padre. Nosotros decimos lo mismo a cualquiera que nos pregunta sobre nuestra prima.
Sabemos que nuestro padre no tiene ninguna hermana. Pero también sabemos que, sin esa mentira, la vida de nuestra prima estaría en peligro. Además, hemos prometido al caballero anciano que la cuidaremos.
Después de irse el caballero anciano la abuela dice:
—Vuestra prima dormirá con vosotros en la cocina.
Nosotros decimos:
—Ya no hay sitio en la cocina.
La abuela dice:
—Arreglaos como podáis.
Nuestra prima dice:
—No me importa dormir en el suelo si me dais una manta.
—Puedes dormir en el banco y quedarte las mantas. Nosotros dormiremos en el desván. No hace tanto frío.
—Pues voy a dormir al desván con vosotros.
—No queremos que vengas con nosotros. No debes poner los pies jamás en el desván.
—¿Por qué?
Le decimos:
—Tú tienes un secreto. Nosotros también tenemos uno. Si no respetas nuestro secreto, nosotros no respetaremos el tuyo.
Ella pregunta:
—¿Seríais capaces de denunciarme?
—Si subes al desván, morirás. ¿Está claro?
Ella nos mira un momento en silencio, y después dice:
—Ya lo entiendo. Sois dos pequeños cabrones completamente chiflados. No subiré nunca a vuestra mierda de desván, os lo prometo.
Ella mantiene su promesa y no sube nunca al desván. Pero aparte de eso, nos incordia todo el tiempo.
Dice:
—Traedme frambuesas.
Le decimos:
—Ve tú misma a cogerlas al jardín.
Dice:
—Dejad de leer en voz alta. Me ponéis la cabeza como un bombo.
Nosotros seguimos leyendo.
Nos pregunta:
—¿Qué hacéis ahí, tirados en el suelo sin moveros, desde hace tres horas?
Nosotros continuamos nuestro ejercicio de inmovilidad aunque ella nos tira fruta podrida.
Dice:
—¡No os quedéis callados, me ponéis de los nervios!
Nosotros continuamos nuestro ejercicio de silencio sin responderle.
Nos pregunta:
—¿Por qué no coméis nada hoy?
—Es nuestro día de ejercicio de ayuno.
Nuestra prima no trabaja, ni estudia, ni hace ejercicios. A menudo mira el cielo, a veces llora.
La abuela no pega nunca a nuestra prima. Tampoco la insulta. No le pide que trabaje. No le pide nada. No le dirige la palabra jamás.
La misma noche de la llegada de nuestra prima nos vamos a dormir al desván. Cogemos dos mantas en la habitación del oficial y echamos un poco de heno en el suelo. Antes de acostarnos, miramos por los agujeros. En la habitación del oficial no hay nadie. En la de la abuela hay luz, cosa que raramente ocurre.
La abuela ha cogido la lámpara de petróleo de la cocina y la ha colgado encima de su tocador. Es un antiguo mueble con tres espejos. El del centro es fijo, y los otros dos móviles. Se pueden mover para verse de perfil.
La abuela está sentada delante del tocador, y se mira en el espejo. Encima de la cabeza y de su pañoleta negra se ha puesto una cosa brillante. En el cuello lleva varios collares, y lleva los brazos cargados de pulseras y los dedos de anillos. Se contempla y habla sola:
—Rica, rica. Es fácil estar guapa con todas estas cosas. Fácil. Qué vueltas da la vida. Ahora son mías todas estas joyas. Mías. Es de justicia. Cómo brillan...
Más tarde, dice:
—¿Y si vuelven? ¿Y si me las reclaman? Una vez pasado el peligro, se olvidarán. No saben lo que es el agradecimiento. Prometen el oro y el moro, y luego... No, no, ya están muertos. El caballero anciano también morirá. Ha dicho que me lo podía quedar todo.... Pero la chica... Ella lo ha visto todo, lo ha oído todo. Querrá quitármelas. Seguro. Después de la guerra las reclamará. Pero yo no quiero, no puedo devolverlas. Son mías. Para siempre.
»Ella tiene que morir también. Así no habrá pruebas. Ojos que no ven, corazón que no siente. Sí, la chica morirá. Tendrá un accidente. Justo antes de que acabe la guerra. Sí, un accidente es lo que hace falta. Nada de veneno. Esta vez no. Un accidente. Ahogada en el río. Meterle la cabeza debajo del agua. Difícil. Empujarla por la escalera de la bodega. No es lo bastante alta. El veneno. Tiene que ser veneno. Algo lento. Bien dosificado. Una enfermedad que la vaya royendo poco a poco, durante meses. No hay médico. Mucha gente muere así, por falta de cuidados, durante la guerra.
La abuela levanta el puño, amenaza a su imagen en el espejo:
—¡No podréis nada contra mí! ¡Nada!
Se ríe. Se quita las joyas, las guarda en un saquito de tela y lo mete en su jergón. Se acuesta, nosotros también.
Al día siguiente por la mañana, cuando nuestra prima sale de la cocina, le decimos a la abuela:
—Abuela, queríamos decirte una cosa.
—¿Qué pasa ahora?
—Escucha bien, abuela. Hemos prometido al caballero anciano que cuidaríamos a nuestra prima. O sea que no va a pasarle nada. Ni accidente, ni enfermedad. Nada. Y a nosotros tampoco.
Le enseñamos un sobre cerrado:
—Aquí está todo escrito. Vamos a darle esta carta al señor cura. Si le pasa algo a alguno de nosotros tres, el cura abrirá la carta. ¿Lo has entendido bien, abuela?
La abuela nos mira con los ojos casi cerrados. Respira muy fuerte. Dice muy bajito:
—¡Hijos de perra, de puta y del diablo! ¡Maldito sea el día que nacisteis!
Por la tarde, cuando la abuela se va a trabajar en su viña, registramos su jergón. No hay nada dentro.
Nuestra prima se pone seria, ya no nos incordia más. Se lava todos los días en el barreño grande que hemos comprado con el dinero ganado en los bares. Se lava la ropa a menudo y la braguita también. Mientras se seca su ropa, se envuelve en una toalla o bien se echa al sol con la braguita puesta y secándose en el cuerpo. Está toda morena. Los cabellos le llegan hasta las nalgas. A veces se vuelve de espaldas y se tapa el pecho con el pelo.
Por la noche se va al pueblo. Se queda cada vez más tiempo en el pueblo. Una noche la seguimos sin que se dé cuenta.
Cerca del cementerio se une a un grupo de chicos y chicas, todos mayores que nosotros. Están sentados bajo los árboles, fuman. También tienen botellas de vino. Beben a morro. Uno de ellos vigila junto al camino. Si alguien se acerca, el vigilante se pone a silbar una canción conocida y se queda sentado tranquilamente. El grupo se dispersa y se esconde entre los arbustos o detrás de las lápidas de las tumbas. Cuando ha pasado el peligro, el vigilante silba otra canción.
El grupo habla de la guerra en voz baja y también de deserciones, deportaciones, resistencia, liberación...
Según ellos, los militares extranjeros que están en nuestro país y que pretenden ser nuestros aliados en realidad son nuestros enemigos, y los que pronto llegarán y ganarán la guerra no son enemigos sino, por el contrario, liberadores.
Dicen:
—Mi padre se ha pasado al otro lado. Volverá con ellos.
—Mis padres se han unido a los partisanos. Yo era demasiado joven para ir con ellos.
—A los míos se los han llevado esos cerdos. Deportados.
—No volverás a verlos nunca a tus padres. Ni yo tampoco. Ahora ya están todos muertos.
—Eso no es seguro. Habrá supervivientes.
—Y vengaremos a los muertos.
—Éramos demasiado jóvenes. Lástima. No hemos podido hacer nada.
—Pronto habrá terminado. «Ellos» llegarán de un momento a otro.
—Les esperaremos en la plaza principal con flores.
Más tarde, por la noche, el grupo se dispersa. Cada uno vuelve a su casa.
Nuestra prima se va con un chico. La seguimos. Se internan en las estrechas callejuelas del castillo, desaparecen detrás de un muro en ruinas. Ya no los vemos, pero los oímos.
Nuestra prima dice:
—Échate encima de mí. Sí, así. Bésame. Bésame.
El chico dice:
—¡Qué guapa eres! Te deseo mucho.
—Yo también. Pero tengo miedo. ¿Y si me quedo embarazada?
—Me casaré contigo. Te quiero. Nos casaremos después de la liberación.
—Somos demasiado jóvenes. Hay que esperar.
—No puedo esperar.
—¡Para! Me haces daño. No debemos, no debemos, cariño.
El chico dice:
—Sí, tienes razón. Pero acaríciame. Dame la mano. Acaríciame ahí, así. Vuélvete. Quiero besarte ahí mientras me acaricias.
Nuestra prima dice:
—No, no hagas eso. Me da vergüenza. ¡Ah! ¡Sigue, sigue! Te quiero, te quiero mucho.
Volvemos.
Nos vemos obligados a volver a la rectoría para devolver los libros que nos habían prestado.
De nuevo es una anciana quien nos abre la puerta. Nos hace pasar y dice:
—El señor cura os espera.
El cura dice:
—Sentaos.
Nosotros dejamos los libros en su escritorio. Nos sentamos.
El cura nos mira un momento y luego dice:
—Os esperaba. No venís desde hace mucho tiempo.
—Queríamos acabar los libros. Y estamos muy ocupados.
—¿Y vuestro baño?
—Ahora ya tenemos todo lo que necesitamos para bañarnos. Hemos comprado un barreño, jabón, unas tijeras, cepillos de dientes.
—¿Con qué? ¿Con qué dinero?
—Con el dinero que ganamos haciendo música en los bares.
—Los bares son lugares de perdición. Sobre todo a vuestra edad.
Nosotros no respondemos.
—No habéis venido tampoco a buscar el dinero de la ciega. Ahora es una cantidad considerable. Tomadla.
Nos tiende el dinero. Nosotros decimos:
—Guárdeselo. Ya nos ha dado suficiente. Cogíamos su dinero cuando era absolutamente necesario. Ahora ganamos el dinero suficiente para darle algo a Cara de Liebre. También le hemos enseñado a trabajar. Le hemos ayudado a cultivar la tierra de su huerto y a plantar patatas, judías, calabacines y tomates. Le hemos dado pollitos y conejos para criar. Se ocupa de su huerto y sus animales. Ya no mendiga. Ya no necesita su dinero.
El cura dice:
—Entonces, coged este dinero para vosotros. Así no os veréis obligados a trabajar en los bares.
—Pero nos gusta trabajar en los bares.
Él dice:
—Me he enterado de que os han pegado, os han torturado.
Le preguntamos:
—¿Qué ha sido de su sirvienta?
—La reclutaron para ir al frente a cuidar a los heridos. Ha muerto.
Nos callamos. Él nos pregunta:
—¿Queréis confiar en mí? Estoy obligado por el secreto de la confesión. No tenéis nada que temer. Confesaos.
Nosotros le decimos:
—No tenemos nada que confesar.
—Estáis equivocados. Un crimen así es muy pesado de sobrellevar. La confesión os aliviaría. Dios perdona a todos los que se arrepienten sinceramente de sus pecados.
—No nos arrepentimos de nada. No tenemos nada de lo que arrepentirnos.
Después de un largo silencio, dice:
—Lo vi todo por la ventana. El trozo de pan... Pero la venganza pertenece a Dios. Vosotros no tenéis derecho a sustituirle.
Nos callamos. Él nos pregunta:
—¿Puedo bendeciros?
—Si le apetece.
Pone las manos sobre nuestras cabezas:
—Dios todopoderoso, bendice a estos niños. Sea cual sea su crimen, perdónalos. Ovejas descarriadas en un mundo abominable, ellos mismos son víctimas de nuestra época pervertida, y no saben lo que hacen. Te imploro que salves sus almas infantiles y las purifiques en tu infinita bondad y misericordia. Amén.
Después nos dice:
—Volved a verme de vez en cuando, aunque no necesitéis nada.
De la noche a la mañana aparecen unos carteles en las paredes del pueblo. En uno de ellos se ve a un anciano tirado en el suelo con el cuerpo traspasado por la bayoneta de un soldado enemigo. En otro cartel, un soldado enemigo golpea a un niño con otro niño que sujeta por los pies. En otro cartel, un soldado enemigo tira del brazo de una mujer y con la otra mano le desgarra la blusa. La mujer tiene la boca abierta y las lágrimas corren por sus mejillas.
La gente que mira los carteles se queda aterrorizada.
La abuela se ríe y dice:
—Qué mentiras. No debéis tener miedo.
La gente dice que la ciudad ha caído.