El gran desierto (50 page)

Read El gran desierto Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
12.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El mismo. Charlie le dijo a Breuning lo que acabo de contarte ahora y el sargento dijo que lo visitaría para hablar del asunto. Yo me fui en ese momento. Si Charlie pensaba que la teoría de Sleepy Lagoon no era descabellada, tal vez no seas tan cabrón.

El cerebro de Danny funcionaba a marchas forzadas.

La curiosidad de Breuning por las averiguaciones sobre estacas cortantes, su desdén por ellas. La extraña reacción ante los cuatro nombres que él había dado. ¿Augie Duarte seleccionado porque era mexicano, un conocido de un miembro del comité de Sleepy Lagoon? Mal le dijo que Dudley Smith había solicitado participar en la investigación del gran jurado, aunque no había ninguna razón lógica para que un teniente de Homicidios de la ciudad trabajara en eso. La historia de Mal: Dudley había interrogado brutalmente a Duarte-Sammy Benavides-Mondo López, enfatizando el caso de Sleepy Lagoon y la culpa de los diecisiete jóvenes originalmente acusados del crimen, aunque ese enfoque no guardaba relación con la UAES.

Hartshorn había mencionado la estaca cortante por teléfono a Breuning.

El informe oral de Jack Shortell: Dudley Smith y Breuning charlaron en la oficina de Wilshire la noche anterior, la noche de la muerte de Hartshorn. ¿Habían ido a la casa de Hartshorn, a poca distancia de Wilshire, lo habían matado y habían regresado a la oficina con la esperanza de que nadie los hubiera visto salir y regresar? Una perfecta coartada de policía.

¿Y por qué?

Juan Duarte lo miraba como si viniera del espacio exterior. Danny trató de calmarse para hablar.

—Piensa deprisa. Músicos de jazz, robo, glotones, heroína, servicios de presentación de homosexuales.

Duarte se alejó un poco.

—Creo que todo eso apesta. ¿Por qué?

—Un chico a quien le encantan los glotones.

Duarte se atornilló la sien con un dedo.

—Un loco de mierda. Un glotón es una rata, ¿verdad?

Danny vio una fugaz imagen de las zarpas de Juno.

—Veamos de nuevo, Duarte. Sleepy Lagoon, el Comité de Defensa, del 42 al 44 y Reynolds Loftis. Piensa despacio, habla despacio.

—Fácil —dijo Duarte—. Reynolds y su hermano menor.

Danny iba a exclamar «¿Qué?», calló y reflexionó. Había leído todos los informes del gran jurado, dos veces al recibirlos y dos veces la noche anterior; había revisado dos veces los archivos psiquiátricos antes de devolverlos a Considine. En ningún momento se mencionaba que Loftis tuviera un hermano. Pero había una laguna en el archivo de Loftis, del 42 al 44.

—Háblame del hermano menor, Duarte. Despacio.

Duarte habló deprisa.

—Era un pobre diablo, un debilucho. Reynolds empezó a traerlo cuando lo del Comité estaba en su punto álgido. No recuerdo el nombre del chico, pero tenía dieciocho o diecinueve años y la cara vendada. Estuvo en un incendio y sufrió quemaduras. Cuando se le curaron las quemaduras y le sacaron los vendajes, todas las chicas del Comité pensaron que era muy atractivo. Se parecía a Reynolds, pero aún más atractivo.

Las novedades llamaban a una puerta que aún distaba de abrirse. Un hermano de Loftis con la cara quemada vinculaba de nuevo al actor con «él», pero contradecía su intuición de que el asesino se inspiraba sexualmente en la deformidad del muchacho; sugería que Aficionado a Glotones y Cara Quemada eran el mismo y apuntaba a la posibilidad de que fuera cómplice de los asesinatos, un modo de explicar estas nuevas contradicciones en la edad.

—Háblame del chico. ¿Por qué lo llamaste pobre diablo?

—Siempre estaba adulando a los mexicanos. Contó que un blanco grandote había matado a José Díaz. Quería congraciarse con nosotros afirmando que el asesino no era mexicano. Todos sabían que sí lo era: los polizontes sólo capturaron a los mexicanos equivocados. Contaba la descabellada historia de que había presenciado la muerte, pero no tenía detalles, y cuando lo presionaban cerraba el pico. El Comité recibió algunas cartas anónimas donde se acusaba a un blanco como culpable, y era evidente que el chico las enviaba. Eran cartas de un chiflado. El chico decía que estaba huyendo del asesino, y una vez le dije: «Pendejo, si el asesino te está buscando, ¿para qué vienes a estas protestas, donde podría atraparte?» El chico aseguraba que tenía una protección especial, pero no añadía más. Como te he dicho, era un debilucho. Si no hubiera sido hermano de Reynolds, nadie lo habría aguantado.

Llamadas a la puerta.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Danny.

Duarte se encogió de hombros.

—No lo sé. No lo he visto desde Sleepy Lagoon, y creo que nadie más lo ha visto. Reynolds no habla de él. Es raro. Creo que hace años que Chaz, Claire y Reynolds no hablan de él.

—Benavides y López. ¿Dónde están ahora?

—Filmando otra puta película de vaqueros. ¿Crees que la historia del hermano de Reynolds tiene algo que ver con Augie?

Danny no respondió. Sólo pensó. El hermano de Reynolds Loftis era el ladrón de la cara quemada, el cómplice de Goines, muy posiblemente el aficionado a los glotones de Bunker Hill. Los robos en Bunker Hill se habían interrumpido el 1 de agosto de 1942; a la noche siguiente, habían asesinado a José Díaz en Sleepy Lagoon, cinco kilómetros al sudeste de Bunker Hill. El hermano de Loftis alegaba que había visto a un «blanco grandote» matando a José Díaz.

Llamadas a la puerta. Un salto tras otro.

Dudley Smith era un blanco grandote con una profunda tendencia a la crueldad. Se había unido al equipo del gran jurado con el deseo de mantener a raya a testimonios incriminatorios sobre Sleepy Lagoon, pensando que, con acceso a los testigos y la documentación, podría frenar toda inminente prueba acusatoria. Se asustó cuando Hartshorn mencionó por teléfono la estaca cortante, él y Breuning, o uno de ellos, habían ido desde Wilshire para hablar con el hombre; Hartshorn empezó a sospechar. Premeditadamente o por el impulso del momento, Smith, Breuning o ambos lo habían matado y simulado un suicidio. Más llamadas como truenos pero la puerta aún seguía cerrada ante la pregunta más importante: ¿Cómo se relacionaban los actos de Smith —el asesinato de José Díaz, los intentos de silenciar pruebas, el asesinato de Charles Hartshorn— con los homicidios Goines/Wiltsie/Lindeanaur/Duarte? ¿Y por qué había matado Smith a Díaz?

Danny miró en torno y a través de las puertas de los platós vio fugaces escenas de paisajes: el salvaje Oeste, pantanos selváticos.

—Vaya con Dios —le dijo a Duarte, dejándolo allí sentado.

Regresó a casa para ver la documentación del gran jurado, pensando que al fin había llegado a detective a ojos de Maslick y Vollmer. Entró airosamente en el edificio, pulsó el botón del ascensor y oyó pasos a sus espaldas. Se volvió y vio a dos hombres corpulentos que empuñaban armas. Intentó desenfundar la suya, pero un gran puño con manopla de bronce le pegó primero.

Despertó esposado a una silla. Sentía la cabeza espesa, las muñecas entumecidas, la lengua hinchada. Estaba en un cubículo para interrogatorios, y había tres figuras borrosas sentadas alrededor de una mesa donde descansaba un gran revólver negro.

—La calibre 38 es el arma estándar de su Departamento, Upshaw —dijo una voz—. ¿Por qué lleva una 45?

Danny parpadeó y escupió un grumo sanguinolento, parpadeó de nuevo y reconoció la voz: Thad Green, jefe de detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles; logró enfocar a los dos hombres que flanqueaban a Green, eran los polizontes de paisano más corpulentos que había visto.

—Le he hecho una pregunta, agente.

Danny trató de recordar la última vez que había tomado una copa. Chinatown. Supo que no podía haber perdido los cabales con un trago de burbon. Tosió secamente y dijo.

—La vendí cuando llegué a detective.

Green encendió un cigarrillo.

—Eso es un delito interdepartamental. ¿Cree estar por encima de la ley?

—¡No!

—Su amiga Karen Hiltscher afirma lo contrario. Dice que usted la ha manipulado pidiendo favores especiales desde que llegó a detective. Le contó al sargento Eugene Niles que usted irrumpió en Tamarind 2307 al saber que habían asesinado allí a dos víctimas. Le contó al sargento Niles que su historia acerca de una amiga cerca del bar de Franklin y Western es un embuste, que ella oyó la noticia por la radio de la policía y se la comunicó a usted por teléfono. Niles iba a denunciarlo, agente. ¿Lo sabía?

A Danny le zumbaba la cabeza. Tragó sangre, reconoció al hombre a la izquierda de Green como el dueño de la manopla.

—Sí. Sí, lo sabía.

—¿A quién le vendió la 38? —preguntó Green.

—A un sujeto en un bar.

—Una infracción, agente. Un delito. No le importa demasiado la ley, ¿verdad?

—¡Claro que me importa! ¡Soy policía! ¡Mierda! ¿Qué es esto?

El que lo había golpeado dijo:

—Lo han visto discutiendo con un rufián de homosexuales llamado Felix Gordean. ¿Recibe dinero de él?

—¡No!

—¿De Mickey Cohen?

—¡No!

Green volvió a tomar la voz cantante.

—Se le puso al mando de un equipo de Homicidios, una compensación por su trabajo para el gran jurado. Al sargento Niles y al sargento Mike Breuning les resultaba muy extraño que un apuesto y joven agente se interesara tanto en una serie de homicidios de homosexuales. ¿Le molestaría decirnos por qué?

—¡No! ¿Qué demonios es esto? ¡Irrumpí en el número 2307 de la calle Tamarind! ¿Qué demonios quieren de mí?

El tercer policía, con aspecto de levantador de pesas, dijo:

—¿Por qué se pelearon usted y Niles?

—El me coaccionaba el asunto de la calle Tamarind, amenazaba con denunciarme.

—¿Eso lo enfureció?

—Sí.

—¿Induciéndole a pelear?

—¡Sí!

—Hemos oído otra versión, agente —dijo Green—. Nos han dicho que Niles lo llamó «maricón».

Danny reflexionó, buscó una respuesta, siguió pensando. Pensó en denunciar a Dudley y lo descartó: no le creerían. No todavía.

—Si Niles dijo eso, no lo oí.

El que le había pegado rió.

—¿Dio en el blanco, hijo?

—¡Bastardo!

El levantador de pesas le dio un bofetón, Danny le escupió en la cara.

—¡No! —aulló Green.

El hombre de la manopla contuvo al levantador de pesas, Green encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior.

—Díganme de qué se trata —jadeó Danny.

Green indicó a los otros dos que retrocedieran, dio una calada y preguntó:

—¿Dónde estuvo usted anteanoche entre las dos y las siete de la mañana?

—En casa, en mi cama. Dormido.

—¿Solo, agente?

—Sí.

—Agente, a esas horas el sargento Gene Niles fue asesinado a balazos, luego sepultado en Hollywood Hills. ¿Lo hizo usted?

—¡No!

—Díganos quién lo hizo.

—¡Jack! ¡Mickey! ¡Niles era un maleante!

El polizonte de las manoplas se acercó, el levantador de pesas lo aferró, mascullando:

—Escupe en mi camisa Hathaway, defensor de maricones. Gene Niles era mi amigo, mi compañero del ejército. ¡Defensor de homosexuales!

Danny apoyó el talón en el suelo y empujó la silla contra la pared.

—Gene Niles era un hijo de perra, un recaudador de esos hampones.

El levantador de pesas atacó, buscando la garganta de Danny. La puerta del cubículo se abrió y Mal Considine entró precipitadamente. Thad Green ladró órdenes imposibles de oír. Danny alzó las rodillas para volcar la silla, las manazas del monstruoso policía se cerraron en el aire. Mal se lanzó contra él, lanzándole puñetazos; el policía de la manopla lo apartó y lo arrastró al pasillo. Considine gritó «¡Danny!» varias veces. Green se plantó entre la silla y el monstruo, diciendo «No, Harry, no» como si contuviera a un perro desobediente. Danny mordió linóleo y colillas de cigarrillos, oyó: «Lleven a Considine a una celda». Lo levantaron con silla y todo. El hombre de la manopla le abrió las esposas, Thad Green cogió la 45 que había sobre la mesa.

Danny se levantó, mareado. Green le entregó el arma.

—No sé si usted lo hizo o no, pero hay un modo de averiguarlo. Preséntese en el despacho 1003 del Ayuntamiento, mañana al mediodía. Se le hará una prueba con polígrafo y pentotal de sodio, y se le harán preguntas acerca de estos homicidios en que está trabajando y sus relaciones con Felix Gordean y Gene Niles. Buenas noches, agente.

Danny caminó tambaleándose hasta el ascensor, descendió a la planta baja y salió. Poco a poco logró dominar las piernas. Atravesó el parque dirigiéndose a la parada de taxis de la calle Temple. Una voz suave lo detuvo.

—Muchacho.

Danny quedó paralizado; Dudley Smith salió de las sombras.

—Una noche fantástica, ¿verdad? —dijo.

Charla menuda con un asesino.

—Tú mataste a José Díaz —masculló Danny—. Tú y Breuning matasteis a Charles Hartshorn. Y voy a probarlo.

Dudley Smith sonrió.

—Nunca dudé de tu inteligencia, muchacho. De tu valor, sí. De tu inteligencia, jamás. Y admito que subestimé tu tenacidad. Soy sólo humano, ¿sabes?

—No, no lo eres.

—Piel y huesos, muchacho. Eros y polvo, como todos los frágiles mortales. Como tú, muchacho. Arrastrándote por albañales en busca de respuestas que no te conviene saber.

—Estás acabado.

—No, muchacho. Tú estás acabado. He hablado con mi viejo amigo Felix Gordean, y me pintó un vívido cuadro de tu actuación. Muchacho, después de mí, Felix tiene el mejor ojo que he visto para calar debilidades. Él lo sabe, y cuando mañana te enfrentes a ese detector de mentiras, todo el mundo lo sabrá.

—No —murmuró Danny.

—Sí —replicó Dudley Smith. Lo besó en los labios y se alejó silbando una canción de amor.

Máquinas que saben.

Drogas que no dejan mentir.

Danny tomó un taxi hasta su apartamento. Abrió la puerta y enfiló directamente hacia los archivos: datos que se podían ordenar para dar con la verdad, Dudley y Breuning y «él» condenados a las doce menos un minuto, una salvación en el último momento como en las películas. Encendió la luz, abrió la puerta del armario. No había cajas. Las alfombras estaban pulcramente plegadas en el suelo.

Danny arrancó la alfombra del vestíbulo y miró debajo, tumbó la cómoda del dormitorio y vació los cajones, deshizo la cama y arrancó el botiquín de la pared del cuarto de baño. Puso los muebles del salón patas arriba, miró bajo las almohadas, arrojó los cajones de la cocina hasta que el suelo quedó plagado de cubiertos y platos rotos. Vio una botella empezada junto a la radio, la abrió, advirtió que él tenía un nudo en la garganta y arrojó la botella contra las persianas. Caminó hacia la ventana, miró hacia el exterior y vio a Dudley Smith aureolado por la luz de un farol.

Other books

This Journal Belongs to Ratchet by Nancy J. Cavanaugh
Music Notes by Lacey Black
Deadly Little Lies by Laurie Faria Stolarz
Believing Again by Peggy Bird
Savage Night by Jim Thompson
They Came Like Swallows by William Maxwell
Way with a Gun by J. R. Roberts