Loftis se frotó las manos, manando más sudor; tenía la mirada vidriosa. Mal comprendió que Meeks había querido darle un respiro —material poco relevante de la documentación— pero le había asestado un golpe brutal. Buzz se quedó desconcertado, Mal adoptó de nuevo el papel de policía bueno.
—Loftis, ¿quién lo está chantajeando?
—No —chilló Loftis.
Mal vio que el sudor le empapaba la ropa.
—¿Qué pasó con el Comité de Defensa?
—¡No!
—¿Gordean lo está chantajeando?
—Me niego a contestar, dado que mi resp…
—Es usted una asquerosa mierda comunista. ¿Qué clase de traición están planeando en estas reuniones? ¡Hable sobre eso!
—¡Claire dijo que no tenía que hacerlo!
—¿Quién era el maricón por el que usted y Chaz Minear discutieron durante la guerra? ¿Quién es esa florecilla?
Loftis sollozó, gimió y logró emitir un sonsonete chillón.
—Me niego a contestar, dado que mi respuesta podría incriminarme, pero nunca he hecho daño a nadie y tampoco lo hicieron mis amigos, así que, por favor, déjenos en paz.
Mal apretó el puño: el anillo de piedra de Stanford causaría un daño demoledor. Buzz se apoyó la mano en su propio puño y lo apretó, una nueva seña: «No le pegues o yo te pego a ti.» Mal se asustó y buscó argumentos verbales: Loftis no sabía que Chaz Minear lo había delatado al HUAC.
—¿Está protegiendo a Minear? No debería hacerlo, pues él lo delató a los federales. Gracias a él usted figuró en las listas negras.
Loftis se dobló formando una bola, murmuró que se amparaba en la Quinta Enmienda, como si el interrogatorio fuera legal y la defensa pudiera lanzarse al rescate.
—Imbécil —masculló Buzz—, ya lo teníamos.
Mal se volvió y vio a Claire de Haven tras ellos. Claire repetía «Chaz» una y otra vez.
Los piquetes eran un hervidero.
Buzz contemplaba los acontecimientos desde el tercer piso de Variety International. Jack Shortell y Mal tenían que llamarlo; Ellis Loew lo había llamado a casa, despertándolo de otra pesadilla sobre Danny. Orden del fiscal de distrito: convencer a Herman Gerstein de que aportara cinco mil dólares más al fondo del gran jurado. Herman estaba en alguna otra parte —tal vez encima de Betty Grable— y Buzz no tenía nada que hacer salvo recordar el traspié de Considine y estudiar el preludio de una carnicería callejera.
Estaba claro:
Un matón de los Transportistas con un bate de béisbol merodeaba cerca de la camioneta donde estaba la cámara de la UAES; cuando estallara la violencia y empezara el rodaje, él se encargaría de neutralizar al cámara y destrozarle el equipo. Los piquetes de los Transportistas llevaban carteles de dos y tres estacas, con mangos envueltos en cinta adhesiva, un buen armamento. Cuatro tipos musculosos remoloneaban junto al camión de comida de los rojos, el número apropiado para volcarlo y escaldar con café al que estaba en el interior. Un momento antes un enviado de Cohen había repartido, subrepticiamente, armas antidisturbio con balas de goma, envueltas en paños como el Niño Jesús. En De Longpre, los Transportistas tenían preparado su propio equipo de cine: falsos manifestantes que provocarían al piquete de la UAES para recibir una tunda, tres cámaras en la parte trasera de una camioneta tapada con lona. Cuando se despejara el polvo, los chicos de Mickey quedarían en el celuloide como los buenos.
Buzz no podía quitarse a Mal de la cabeza. El capitán casi había violado el secreto profesional del doctor Lesnick al revelar que Minear había delatado a Loftis, justo cuando estaban cerrando el cerco sobre el chantaje y Felix Gordean. Se lo había llevado de la casa a toda prisa, para que no siguiera poniendo en peligro al equipo. Si tenían suerte, De Haven y Loftis pensarían que una fuente del HUAC les había dado ese dato sobre Minear. Por ser un policía listo, el capitán Malcolm Considine insistía en cometer tonterías: veinte contra uno a que había llegado a un trato con Claire la Roja para el aplazamiento en el caso de la custodia; diez contra uno a que su ataque contra Loftis era como enterrar la investigación. El veterano homosexual no era un asesino, pero la laguna de su ficha entre el 42 y el 44 —un período que le aterraba recordar— hablaba a gritos, y él y De Haven parecían los principales sospechosos en el robo de los documentos de Danny. Y la ausencia del doctor Lesnick empezaba a tener tan mala pinta como Mal estropeando su propia fantasía.
Los Transportistas se estaban repartiendo botellas, la UAES marchaba y canturreaba su vieja y triste letanía: «Salarios justos ya», «No a la tiranía de los estudios». Buzz pensó en un gato a punto de saltar sobre un ratón que mordisqueaba queso al borde de un precipicio; decidió perderse la sesión matutina y entrar en la oficina de Herman Gerstein.
El magnate aún no había llegado; la recepcionista de la planta sabía que debía pasar las llamadas de Buzz a la línea de Herman. Buzz se sentó al escritorio de Gerstein, olió la caja de cigarros, admiró las fotos de actrices de la pared. Estaba pensando en su recompensa cuando sonó el teléfono.
—Hola.
—¿Meeks?
Ni Mal ni Shortell, pero una voz familiar.
—Soy yo. ¿Quién habla?
—Johnny.
—¿Stompanato?
—Qué pronto olvidan.
—Johnny, ¿para qué llamas?
—Qué pronto olvidan sus buenas obras. Te debo una, ¿recuerdas?
Buzz recordó el asunto de Lucy Whitehall. Parecía que había pasado un millón de años.
—Dime, Johnny.
—Te la estoy pagando, imbécil. Mickey sabe que Audrey le sacaba dinero. Yo no se lo conté, e incluso le oculté tu triquiñuela con Petey. Fue el banco. Audrey guardó el dinero en el banco de Hollywood donde Mick deposita el dinero de las apuestas. El gerente sospechó y lo llamó. Mickey envió a Fritzie a buscarla. Tú estás más cerca, así que estamos en paz.
Buzz imaginó a Picahielo Fritzie escarbando.
—¿Sabías lo nuestro?
—Noté que Audrey estaba nerviosa últimamente, así que la seguí hasta Hollywood, donde se encontró contigo. Mickey no sabe que salías con ella, así que quédate tranquilo.
Buzz besó ruidosamente el auricular, colgó y marcó el número de Audrey; comunicaban. Buzz corrió al aparcamiento y subió al coche. Se saltó semáforos en rojo y en ámbar y tomó todos los atajos que conocía; vio el Packard de Audrey en la calzada, trepó a la acera y patinó en el césped. Dejó el motor en marcha, desenfundó la 38, corrió a la puerta y la abrió de un empellón.
Audrey estaba sentada en un sillón de su despojado vestíbulo, el cabello con rulos, crema hidratante en la cara. Vio a Buzz y trató de taparse; Buzz se lanzó sobre ella y se la comió a besos. Entre un beso y otro le dijo:
—Mickey sabe que fuiste tú.
—¡Esto no es justo! —chilló Audrey—. ¡Se supone que no debes verme así!
Buzz pensó en Fritzie K. ganando terreno, cogió a la leona y la llevó hasta el coche.
—Dirígete a Ventura por la carretera de la costa. Yo te seguiré. No es el Beverly Wilshire, pero es seguro.
—¿Cinco minutos para hacer las maletas? —dijo Audrey.
—No.
—Maldita sea. Me gustaba Los Ángeles.
—Despídete de ella —dijo Buzz.
Audrey se arrancó un puñado de rulos y se limpió la cara.
—Adiós, Los Ángeles.
La caravana de dos coches llegó a Ventura al cabo de una hora y diez minutos. Buzz ocultó a Audrey en la cabaña del linde de su terreno, escondió el Packard en un pinar, le dejó todo el dinero salvo un billete de diez y otro de uno y le dijo que un amigo suyo del Departamento del sheriff de Ventura le ofrecería un lugar donde quedarse. El hombre le debía a él casi tanto como él a Johnny Stompanato. Audrey rompió a llorar cuando comprendió que iba en serio: adiós Los Ángeles, adiós casa, adiós cuenta bancaria, vestidos y todo lo demás excepto su amante; Buzz le quitó el resto de la crema hidratante a besos, le dijo que él se pondría en contacto con ese amigo para facilitar el trámite y que esa noche la llamaría a casa del sujeto. La leona se despidió con un suspiro.
—Mickey tenía dinero, pero era horrible en la cama. Trataré de no echarlo de menos.
Buzz continuó viaje hasta Oxnard, el próximo pueblo al sur. Encontró un teléfono público, llamó a Dave Kleckner del Tribunal de Ventura, acordó que recogiera a Audrey y marcó su propio número de Hughes Aircraft. Su secretaria le informó que había llamado Jack Shortell; ella lo había puesto en contacto con la oficina de Herman Gerstein y con la extensión de Mal Considine en Fiscalía. Buzz cambió su dólar por monedas de diez y pidió a la operadora que le pusiera con Madison-4609.
—¿Sí? —respondió Mal.
—Soy yo.
—¿Dónde estás? Me he pasado toda la mañana tratando de ponerme en contacto contigo.
—Ventura. Un pequeño trámite.
—Bien, te has perdido las novedades. Mickey ha enloquecido. Dio carta blanca a sus muchachos de Gower Gulch, y aún están machacando cabezas ahora, mientras hablamos. Recibí una llamada de un teniente de Antidisturbios y me dijo que es lo peor que ha visto. ¿Quieres apostar?
Probabilidades de sacar a la leona del país: cincuenta por ciento.
—Jefe, Mickey está furioso con Audrey, y tal vez por eso ha perdido los estribos. Descubrió que ella le sacaba dinero de sus negocios de usura.
—Cielos. ¿Sabe algo de…?
—No, y me propongo evitar que se entere. Ella está escondida aquí por ahora, pero esto no puede durar para siempre.
—Ya haremos algo. ¿Aún quieres resolver ese caso?
—Más que nunca. ¿Has hablado con Shortell?
—Hace diez minutos. ¿Tienes papel y lápiz?
—No, pero tengo memoria. Dime.
—La última averiguación de Danny se relaciona con una conexión entre un taller dental de Bunker Hill donde hacen postizos animales, Joredco, y un naturalista que cría glotones a pocas manzanas de allí. Norton Layman identificó las mordeduras sufridas por las víctimas como de dientes de glotón. Ésa es la clave.
Buzz silbó.
—¡Por los clavos de Cristo!
—Sí, y todavía más cosas raras. Primero, Dudley Smith nunca hizo seguir a los hombres que Danny le indicó. Shortell lo averiguó, y no sabe si eso puede significar algo o no. Segundo, la sospecha de Danny sobre Sleepy Lagoon y el Comité se relaciona con un cómplice de robo de Martin Goines a principios de los 40, un chico con quemaduras en la cara. Bunker Hill tuvo muchos casos de transgresiones de propiedad no resueltos en el verano del 42, y Danny le dio a Shortell ocho nombres que obtuvo de tarjetas de interrogatorio. Era la época de los toques de queda, así que había muchas. Shortell indagó los nombres y los fue eliminando hasta que descubrió a un hombre de sangre cero positivo, Coleman Masskie, nacido el 9/5/23, Beaudry Sur 236, Bunker Hill. Shortell considera que el sujeto bien podría ser el ex cómplice de Goines.
Buzz memorizó los números.
—Jefe, Masskie no ha cumplido veintisiete años, lo cual contradice la teoría de un asesino maduro.
—Lo sé, a mí también me ha llamado la atención. Pero Shortell cree que Danny estaba a punto de resolver el caso… y Danny pensaba que el asunto de los robos lo llevaba por muy buen camino.
—Jefe, tenemos que acorralar a Felix Gordean. Anoche nos estábamos acercando cuando…
Silencio, luego la voz disgustada de Mal.
—Sí, lo sé. Mira, encárgate de Masskie y yo me encargaré de Juan Duarte. Pondré a cuatro hombres de la Oficina a buscar al doctor Lesnick, y si está vivo y localizable lo encontraremos. Nos veremos esta noche frente al Chateau Marmont, a las cinco y media. Abordaremos a Gordean.
—De acuerdo —dijo Buzz.
—¿Descubriste mi trato con Claire de Haven?
—Tardé un par de segundos. ¿No te jugará una mala pasada?
—No, llevo las de ganar. ¡Pero tú y la amante de Mickey Cohen! Por Dios.
—Estás invitado a la boda, jefe.
—Trata de llegar vivo, muchacho.
Buzz volvió a Los Ángeles por la costa y tomó por Wilshire para dirigirse a Bunker Hills. Nubarrones oscuros se acumulaban amenazando con un diluvio que empaparía el sur, tal vez desenterrando más cadáveres y provocando más investigaciones. Beaudry Sur 236 era un edificio victoriano en ruinas, con el tejado medio derruido y astillado; Buzz frenó y vio a una anciana juntando hojas en un jardín tan amarillo como la casa.
Se apeó y se dirigió hacia ella. De cerca, la anciana era una genuina belleza del pasado: pálida, tez casi transparente sobre pómulos elegantes, labios carnosos y el cabello castaño entrecano más bonito que Buzz había visto. Sólo los ojos resultaban discordantes: demasiado brillantes y desorbitados.
—¿Señora? —dijo Buzz.
La anciana se apoyó en el rastrillo; había una sola hoja clavada en las puntas, la única hoja de todo el jardín.
—¿Sí, joven? ¿Viene a hacer una contribución a la cruzada de la Hermana Aimee?
—Hace tiempo que la Hermana Aimee dejó el negocio, señora.
La mujer tendió la mano marchita y artrítica, pidiendo dinero. Buzz le dio unas monedas.
—Busco a un hombre llamado Coleman Masskie. ¿Lo conoce? Vivió aquí hace siete u ocho años.
La anciana sonrió.
—Recuerdo bien a Coleman. Yo soy Delores Masskie Tucker Kafesjian Luderman Jensen Tyson Jones. Soy la madre de Coleman. Coleman fue uno de los esclavos más fuertes que alumbré para militar a favor de la Hermana Aimee.
Buzz tragó saliva.
—¿Esclavos, señora? Debo reconocer que tiene usted muchos apellidos.
La mujer se echó a reír.
—El otro día traté de recordar mi apellido de soltera, pero fue en vano. Verá usted, joven, he tenido muchos amantes en mi papel de criadora de niños para la Hermana Aimee. Dios me hizo bella y fértil para que brindara acólitos a la Hermana Aimee Semple McPherson, y el condado de Los Ángeles me ha dado muchos dólares del Servicio Social para alimentar a mis hijos. Algunos cínicos me consideran una fanática que abusa del Servicio Social, pero son la voz del diablo. ¿No cree que alumbrar una buena progenie blanca para la Hermana Aimee es una noble vocación?
—Claro que sí —dijo Buzz—, yo mismo estaba pensando en dedicarme a ello. Señora, ¿dónde está ahora Coleman? Tengo algún dinero para él, y supongo que él le entregará una parte a usted.
Delores arañó la hierba con el rastrillo.
—Coleman siempre ha sido generoso. He tenido nueve hijos en total, seis varones y tres mujeres. Dos de las niñas se convirtieron en seguidoras de la Hermana Aimee; una, lamento decirlo, se hizo prostituta. Los chicos huyeron cuando cumplieron catorce o quince años. Ocho horas diarias de plegaria y lectura de la Biblia resultaron demasiado agotadoras para ellos. Coleman fue el que más resistió, hasta los diecinueve. Le di una dispensa: ni plegarias ni lectura de la Biblia, porque hacía pequeños apaños en el vecindario y me entregaba la mitad del dinero. ¿Cuánto dinero debe usted a Coleman, joven?