Jaffe cerró los ojos ante ese retrato. Sobrecargaba sus sentidos. Lo hacía repugnante. En la oscuridad oyó la voz de Fletcher, tan poco musical como siempre.
—Malas noticias —dijo, muy sereno.
—¿Por qué? —preguntó Jaffe, sin abrir los ojos.
Incluso en la oscuridad de sus párpados cerrados sabía perfectamente que el prodigio le hablaba sin servirse de la lengua y los labios.
—Vete —dijo Fletcher—. Y,
sí.
—¿Sí, qué?
—Tienes razón. Ya no necesito la garganta ni la lengua.
—Yo no he dicho…
—No necesitas decirlo, Jaffe. Estoy en tu mente. Ahí dentro, Jaffe. Y es peor de lo que yo había pensado. Debes irte…
El volumen de su voz se extinguía, aunque todavía se oían sus palabras. Jaffe trató de cazarlas, pero la mayor parte se le escaparon. Algo así como:
¿Nos convertimos en cielo?
¿Oía eso? Sí, eso era lo que Fletcher decía:
—¿…
nos convertimos en cielo?
—¿De qué estás hablando? —preguntó Jaffe.
—Abre los ojos —repuso Fletcher.
—Me pone enfermo mirarte.
—El sentimiento es mutuo. Pero…, a pesar de todo…, debes abrirlos. Para que veas cómo se realiza el milagro.
—¿Qué milagro?
—Tú observa.
Jaffe obedeció ante la insistencia de Fletcher. La escena no había cambiado desde que cerró los ojos. La amplia ventana; el hombre sentado ante ella. Todo igual.
—El Nuncio está en mí —anunció Fletcher en la cabeza de Jaffe.
Su rostro no se alteró en absoluto. Ni siquiera un movimiento de labios. Ni un aleteo de pestañas. Justo la misma terrible
consumación.
—¿Quieres decir que has hecho el experimento contigo mismo? —preguntó Jaffe—, ¿después de todo lo que me contaste?
—Lo cambia todo, Jaffe. Es como un latigazo en la espalda del Mundo.
—¡Lo has tomado! ¡Y habíamos quedado en que sería yo!
—No, te equivocas. Él me ha tomado a mí. Tiene vida propia, Jaffe. He intentado destruirlo, pero él no me ha dejado.
—Para empezar, ¿por qué destruirlo? Es la Gran Obra.
—Porque no actuaba de la forma que yo había pensado. No está interesado en la carne, Jaffe, sino de manera secundaria. Es en el espíritu donde actúa. Se adueña del pensamiento para su propia inspiración, trabaja con él. Hace de nosotros lo que esperábamos ser, o lo que tememos ser. O ambas cosas. Quizás ambas cosas.
—No has cambiado —observó Jaffe—. Tu voz es la misma.
—Pero estoy dentro de tu mente —le recordó Fletcher—. ¿Acaso había hecho esto antes?
—Bueno, la telepatía es el futuro de la especie humana —dijo Jaffe—, no tiene nada de sorprendente. Lo que ocurre es que has acelerado el proceso, y dado un salto de unos cuantos miles de años.
—¿Seré cielo? —volvió a preguntar Fletcher—, porque eso es lo que quiero ser.
—Pues selo —dijo Jaffer—; yo tengo ambiciones más altas.
—Sí, sí, ya sé que las tienes, ésa es la pena, y la razón de que yo intentara quitártelo de las manos, impedirte que lo usaras. Pero él mismo me ha distraído. He visto la ventana abierta y no he podido apartarme de ella. El Nuncio me ha vuelto muy soñador. Ha hecho que me sentara y me preguntase: «¿Me convertiré en… en cielo?»
—No. Te ha impedido que siguieses engañándome —dijo Jaffe—. Lo que él desea es que lo utilicen, eso es todo.
—Hummm.
—Bueno, vamos a ver, ¿dónde está el resto? Tú no lo has tomado todo.
—No —dijo Fletcher; la capacidad de engañar se le había agotado—. Pero, por favor,
no…
—¿Dónde? —insistió Jaffe, penetrando en el cuarto—. ¿Lo llevas encima?
Notó miles de roces diminutos contra su piel al adentrarse en la habitación, como si anduviese a través de una invisible y densa nube de mosquitos. Esa sensación debió de haberla advertido que no tocara a Fletcher, pero estaba demasiado impaciente por tener el Nuncio en su poder para darse cuenta de algo así. Puso los dedos sobre la espalda de Fletcher. A ese contacto, la figura del otro pareció volar, apartándose de él, mientras que una nube de puntos —grises, blancos, rojos— envolvía a Jaffe como una tormenta de polen.
En ese momento oyó al genio reír en su mente, aunque no se reía de él, sino por el alivio que le suponía liberarse de aquella piel de polvo entontecedor que había empezado a acumularse sobre su cuerpo desde su nacimiento, aumentando continuamente, hasta que todos sus atisbos, excepto los más brillantes, cesaron de relucir. Y ahora, liberado del polvo, Fletcher seguía sentado en la silla, como antes, pero se había vuelto incandescente.
—¿Soy demasiado luminoso? —preguntó—. Lo siento. —Diciendo esto, redujo su incandescencia.
—¡También yo quiero ser así! —exclamó Jaffe—. ¡Y lo quiero ahora mismo!
—Lo sé —contestó Fletcher—. Paladeo tu necesidad. Pero es imposible, Jaffe, de todo punto imposible. Eres demasiado peligroso. Pienso que, hasta ahora, nunca me había dado cuenta de lo peligroso que eres. Te veo por dentro. Leo tu pasado. —Se detuvo un instante, después profirió un largo y dolido lamento—: Mataste a un hombre —añadió.
—Se lo merecía.
—Se interpuso en tu camino. Y este otro que veo ahora…
Kissoon,
¿no?, ¿también murió?
—No.
—¿Pero te hubiera gustado matarle? Veo tu odio.
—Sí, si hubiera podido lo hubiese matado. —Jaffe sonrió
—Y a mí también, me figuro —dijo Fletcher—. ¿Es un cuchillo eso que llevas en el bolsillo? —preguntó—; ¿o, simplemente, te alegras de verme?
—Quiero el Nuncio —repuso—. Lo quiero. Y él me quiere a
mí…
Se volvió para salir, pero Fletcher lo llamó.
—El Nuncio actúa en la mente, Jaffe. Quizás en el alma. ¿No lo entiendes? No hay nada de
fuera
que no empiece
dentro.
Nada real que no haya sido soñado antes. ¿Yo? Nunca amé mi cuerpo, sino como un medio. Jamás he querido nada en realidad, excepto ser cielo. Pero
tú,
Jaffe,
¡tú!
Tu mente está colmada de mierda. Piensa en esto. Piensa en lo que el Nuncio va a
aumentar
en ti. ¡Te lo suplico!
Esa súplica, sentida en su cráneo, hizo que Jaffe se detuviera un momento y escrutase el retrato de nuevo. Se había levantado de la silla, aunque, a juzgar por la expresión de su rostro, le resultaba un tormento alejarse de la ventana.
—Te lo suplico —repitió Fletcher—. No te dejes utilizar por él.
Extendió un brazo sobre los hombros de Jaffe, pero éste se apartó de su contacto y entró en el laboratorio. Sus ojos se dirigieron casi al instante al anaquel y a los dos frasquitos que quedaban, cuyo contenido hervía contra el cristal.
—¡Precioso! —exclamó Jaffe, yendo hacia ellos.
Entretanto, el Nuncio se agitaba ante su cercanía, como un perro que espera lamer el rostro de su amo. Ese halago hacía que los miedos de Fletcher pareciesen carecer de base. El, Randolph Jaffe, se servía de ese intercambio, y el Nuncio era el utilizado.
Fletcher seguía advirtiéndole dentro de su cerebro:
—Tu crueldad, tu miedo, tu estupidez, todo ello dominándote, rehaciéndote. ¿Estás preparado para algo así? No lo creo, te haría ver demasiadas cosas.
—No, no tanto como
demasiadas
—dijo Jaffe, desoyendo los consejos de Fletcher.
Alargó la mano hacía el más próximo de los frasquitos. El Nuncio no podía esperar. Rompió el cristal, su contenido saltó y se le introdujo en la piel. Su conocimiento (y su terror) fueron instantáneos; el Nuncio le comunicó su mensaje al primer contacto. Y el instante en que Jaffe se dio cuenta de que Fletcher, después de todo, tenía razón, fue el mismo en que se sintió impotente para corregir su error.
El Nuncio tenía poco interés, o casi ninguno por cambiar el orden de sus células. Si eso ocurría, sería sólo como consecuencia de una alteración más profunda. Para él, su anatomía era un callejón sin salida. Cualquier mejora en tono menor que introdujera en el sistema de Jaffe le pasaría inadvertida a éste. No perdería el tiempo perfeccionándole las junturas de los dedos o suavizándole el paso de los intestinos. El Nuncio no era un evangelizador ni un especialista en belleza. Su blanco era la mente. La mente, que utilizaba el cuerpo como vehículo para sus intereses, incluso cuando estos intereses perjudicaban el cuerpo. La mente, que era la fuente del ansia de transformación y su agente más entusiasta y creativo.
Jaffe quiso pedir auxilio, pero el Nuncio ya se había hecho con el control de su corteza cerebral, y no le dejaba pronunciar una sola palabra. Rezar no era plausible. Después de todo, el Nuncio era Dios. Antes, en una botella; ahora, en su cuerpo. No, ni siquiera podía morir, aunque su sistema sufrió un
shock
tan violento que pareció estar a punto de desintegrarse. El Nuncio impedía todo lo que no fuese su propia actuación. Su terrible trabajo de perfeccionamiento.
Lo primero que hizo fue rebuscar en la memoria de Jaffe, haciendo que retrocediera en su vida hasta el momento de su principio y comenzó a escrutar cada uno de los incidentes hasta el instante en que se vio nadando en el agua del vientre de su madre. Le fue otorgado un momento de angustiosa nostalgia por aquel lugar —su sosiego, su seguridad—, antes de que la vida le sacase de un tirón de él, otra vez fuera, y empezase el viaje de regreso, reviviendo su limitada y pobre vida en Omaha. Desde el principio de su vida consciente, Jaffe había sentido mucho odio contra los ruines y los políticos, contra los triunfadores y los seductores, contra los que conseguían a las chicas y los honores. Y en ese momento volvió a sentirlo, aunque intensificado. Igual que una célula cancerosa, creciendo en un abrir y cerrar de ojos, perturbándole. Jaffe presenció la desaparición de sus padres, y se vio a sí mismo incapaz de retenerlos o cuando se hubieron ido— de llorarlos; pero, a pesar de todo, sintió odio; no se explicaba para qué habían vivido, o por qué se habían molestado en traerle al mundo. Se enamoró
dos
veces, y en ambas se vio rechazado. Saboreó su dolor, regodeándose en sus cicatrices, dejando que el odio creciera más y más. Y, entre esos bajos estados de ánimo, aparecía el continuo agobio de los empleos en los que no conseguía durar, y de la gente que se olvidaba de su nombre día tras día. Unas Navidades llegaban detrás de otras, sin añadir otra cosa que un año a su edad. Y él seguía sin saber
para qué
había nacido. Para qué había nacido cualquier persona, no sólo él, si las cosas no eran, después de todo, más que engaños y falsedades, y acababan no siendo nada, sin que importara lo que se hiciera al respecto.
Y luego, en la habitación de la encrucijada, llena de Cartas Perdidas, donde su rabia tuvo repentinos ecos de costa a costa, mientras gente salvaje, desconcertada y abrumada como él, herían su propia confusión con la esperanza de encontrar algún sentido en el momento en que ésta sangrase. Algunos lo habían conseguido, y dado la vuelta a misterios, aunque fuese por poco tiempo. Y él tenia las pruebas. Los signos y las claves. El medallón del Enjambre, que había caído en sus manos. Un momento más tarde vio el cuchillo hincarse en el ojo de Homer, y luego se fue de allí, sin otro botín que un paquete de pistas, a emprender un viaje que a cada paso que daba le hacía más poderoso, hasta llegar a Los Álamos, a la Curva temporal, y, por último, a la Misión de Santa Catrina.
Y seguía sin saber para qué había nacido, pero en esas cuatro décadas se había superado lo bastante para que el Nuncio le diese una contestación provisional: por puro odio, aunque sólo fuese; por pura venganza; para conseguir el poder, para hacer uso del poder.
Permaneció un momento en suspenso, observando la escena desde arriba, y se vio abajo, en el suelo, acurrucado entre un montón de pedazos de cristal que se asían a su cráneo como para impedir que se rompiese. Fletcher se unió a la escena. Parecía como si estuviese arengando a su cuerpo, pero Jaffe no oía sus palabras. Algún discurso Heno de lugares comunes sobre la rectitud o sobre la flaqueza de la conducta humana, sin duda. De repente, Fletcher se lanzó sobre su cuerpo con los brazos alzados, bajó entonces los puños y lo golpeó. El cuerpo se desintegró, como el retrato en la ventana. Jaffe aulló mientras su descoyuntado espíritu se confundía con el líquido que había por el suelo, y el líquido desaparecía en su anatomía nunciesca.
Abrió los ojos, miró al hombre que había arrancado su corteza a golpes, y, en ese momento, vio a Fletcher con una nueva comprensión.
Desde el comienzo de todo aquello, los dos habían formado una difícil asociación, cuyos principios fundamentales eran muy incómodos para ambos. Pero ahora Jaffe veía el mecanismo con mucha claridad. Cada uno de ellos dos era la némesis del otro. No había dos entidades tan completamente opuestas en la Tierra. Fletcher amaba la luz como sólo un hombre lleno de terror a la ignorancia podía amarla. Hasta había perdido un ojo por mirar a la superficie solar. Y él no era ya Randolph Jaffe, sino el
Jaff,
uno y único, enamorado de la oscuridad, donde su odio había encontrado sustento y expresión. La oscuridad, donde el sueño aparecía, y el viaje al mar onírico, más allá de donde el sueño comenzaba. A pesar de lo dolorosa que había sido la educación del Nuncio, era bueno recordar la propia identidad. Más que recordarla,
engrandecerla
a través de su propia historia. Y no
en
la oscuridad, sino como parte
de
ella, capaz de dominar el Arte. La mano le palpitaba de impaciencia, y con esa impaciencia le llegó el conocimiento de cómo apartar el velo y entrar en la Esencia. No necesitaba ningún ritual. Ni súplicas o sacrificios. Él era, después de todo, un alma evolucionada. Su necesidad no podía serle denegada. Y necesidad tenía en abundancia.
Pero, al haber alcanzado su nuevo yo, Jaffe, por accidente, había creado una fuerza, y si no la detenía en ese instante y allí, se opondría a él en cada paso de su camino. Se puso en pie. No necesitaba seguir escuchando lo que los labios de Fletcher decían para darse cuenta de que la enemistad entre ambos quedaba ya perfectamente clara. Jaffe leyó la misma repulsión en los ojos de su enemigo. El genio
sauvage,
el obseso de droga Fletcher, se había disuelto y vuelto a formar, triste, soñador y brillante. Unos minutos antes se mostraba dispuesto a sentarse a la ventana, anhelando ser cielo, hasta que el anhelo o la muerte hicieran su trabajo. Pero ya, no.