Sólo quedaban dos tareas por acabar y podrían estar hechas si desplegaba la necesaria eficiencia. Y las dos eran vitales. Primera, la muerte de Raúl, y la eliminación de su cadáver, de cuyo sistema transformado, un investigador bien preparado podría deducir un destello de la naturaleza del Nuncio. Y, segunda, la destrucción de los tres frasquitos dentro de la Misión.
Y allí era donde había vuelto, entre el caos que tan alegremente había organizado. Raúl lo seguía, andaba descalzo por entre el instrumental roto y los muebles hechos astillas, hacia el santuario del interior. Ésa era la única habitación que no había sido invadida por el desorden de la Gran Obra. Una celda sencilla que sólo contenía un escritorio y un anticuado aparato estereofónico. La silla estaba frente a la ventana que daba al océano. Allí, en los primeros días que siguieron al éxito de la transmutación de Raúl, antes de que su triunfo quedase empañado por la evidencia de las intenciones y las consecuencias del Nuncio, Fletcher y Raúl habían pasado lloras mirando al cielo y escuchando a Mozart. Todos los misterios, había comentado Fletcher en una de sus primeras lecciones, eran simples notas de pie de página de la música. Antes que cualquier otra cosa, la música.
Ahora ya no habría más Mozart sublime, ni más contemplar el cielo, ni más amorosa formación. Sólo habría tiempo para un disparo. Fletcher asió la pistola que tenía en el cajón de su mesa de escribir, junto con la mezcalina.
—¿Vamos a morir? —preguntó Raúl.
Fletcher sabía que esto tendría que llegar, pero no tan pronto.
—Sí.
—Pues deberíamos salir —dijo el muchacho—, al borde.
—No, no hay tiempo. Tengo…, tengo trabajo que hacer antes de reunirme contigo.
—Pero dijiste juntos.
—Sí, sí, lo sé.
—
Prometiste
que juntos.
—¡Por
Dios
, Raúl, te he dicho que ya
lo sé!,
pero es irremediable. Él viene, y si te separa de mí, vivo o muerto, te utilizará. Te hará pedazos. ¡Averiguará cómo actúa el Nuncio en ti!
Sus palabras tenían la intención de asustar al muchacho, y lo consiguieron. Raúl exhaló un gemido, su rostro se contrajo de terror. Dio un paso hacia atrás cuando Fletcher elevó el arma.
—Me reuniré contigo en seguida —dijo Fletcher—. Te lo juro. Tan pronto como pueda.
—Padre…
—
¡Yo no soy tu padre! De una vez. por todas, ¡yo no soy padre de nadie!
Su explosión terminó con cualquier influencia que pudiera tener sobre Raúl. Y, antes de que Fletcher pudiera echarle el guante, el muchacho salió por la puerta. Fletcher disparó, furioso, la bala dio en la pared; después intentó alcanzarle disparando por segunda vez, pero Raúl poseía la agilidad de los simios. Cruzó el laboratorio y salió a la luz del sol antes de que Fletcher tuviera tiempo de hacer un tercer disparo. Una vez fuera, desapareció.
Fletcher arrojó la pistola lejos de sí. Era un desperdicio de tiempo perseguir a Raúl en el poco tiempo que le quedaba. Mejor utilizaría esos minutos para deshacerse del Nuncio. Ya quedaba poco de la preciosa materia, pero lo suficiente como para producir estragos evolutivos en cualquier sistema que tocase. Fletcher llevaba días y noches luchando contra esa materia, trabajando para dar con la forma más segura de liberarse de ella. Sabía que no podía ser vertida, sin más, en el suelo. ¿Qué ocurriría si entraba en la Tierra? Había llegado a la conclusión de que su única esperanza —justo, eso: su
única
esperanza— consistía en arrojarla al Pacífico. Había una agradable lógica en esa acción: después de todo, la larga ascensión de la especie humana comenzó en el océano, y era allí —en la mirada de configuraciones de ciertos animales marinos— donde él había observado por vez primera la urgencia que las cosas sentían por convertirse en algo distinto de lo que eran. Pistas cuya solución estaba en los tres frasquitos del Nuncio. Ahora devolvería esa solución al elemento mismo que la había inspirado. El Nuncio se convertiría en gotas del océano, sus poderes tan diluidos que se volverían nulos.
Anduvo hacía el estante donde tenía los frasquitos. Dios en tres frascos, blanco azulado, como un cielo Della Francesca
[1]
. Se notaba movimiento en el líquido, como si él mismo produjera sus propias mareas interiores. ¿Y como si supiera que él se aproximaba y conociera su intención? Fletcher tenía una mínima idea de su propia creación. Tal vez era capaz de leer en la mente de su creador.
Se detuvo en seco, aún conservaba mucho de científico en su interior para no sentirse fascinado ante ese fenómeno. Sabía que el líquido tenía mucho poder, pero estaba viendo que también poseía la capacidad de autofermentación —parecía una reacción primaria:
subía por las paredes de los frasquitos
—, y eso le dejaba atónito. Su convicción vaciló. ¿Tenía, en realidad, derecho a ocultar ese milagro al mundo? ¿Era su apetito tan malsano? Todo lo que él deseaba era acelerar el ascenso de las cosas. Convertir las escamas en pelo, carne del pelo. Convertir, quizá, la carne en espíritu. Un bonito pensamiento.
De pronto recordó a Randolph Jaffe, de Omaha, Estado de Nebraska, carnicero en algún momento de su vida, abridor de Cartas Perdidas, coleccionista de secretos ajenos. ¿Podría un hombre así utilizar bien al Nuncio? La Gran Obra, en manos de alguien que fuese bondadoso y amable podría dar comienzo a un pontificado universal, todos los seres vivientes estarían en contacto con el significado de su creación. Pero Jaffe no era bondadoso, ni de naturaleza amable, sino un ladrón de revelaciones, un mago a quien tenían sin cuidado los principios de su fuerza, y que sólo la Utilizaba para medrar.
En vista de ello, la pregunta no era tanto
si tenía derecho a disponer del milagro
como si
era posible dudar.
Se acercó a los frasquitos, renovada su convicción. El Nuncio sabía que él quería destruirlo, y respondía con una actividad frenética, trepando por las paredes de cristal lo mejor que podía, removiéndose contra sus confines.
Al acercarse más para cogerlo del anaquel, Fletcher cayó en la cuenta de la verdadera intención del Nuncio. No sólo quería escapar. Además quería realizar sus milagros en la misma carne que intentaba destruirle.
Quería recrear a su Creador.
Esa realidad llegó a Fletcher demasiado tarde para permitirle actuar. Antes de que le diese tiempo a retirar la mano que había alargado, antes de que pudiese protegerse, uno de los frasquitos se hizo añicos. Fletcher notó que el cristal le cortaba la palma de la mano, y que el Nuncio le salpicaba. Se tambaleó, alejándose de él, levantando la mano para cubrirse el rostro. Tenía varias cortaduras, pero una de ellas era bastante grande, en el centro de la palma, cruzándola de un extremo a otro, como si alguien se la hubiese rasgado con un clavo. El dolor le aturdió, pero dolor y aturdimiento duraron unos pocos segundos. Después fue otra sensación completamente distinta. Ni siquiera era sensación. Denominado de ese modo sería demasiado trivial. Fue algo mejor que Mozart, una música que, pasando por sus oídos, le llegaba directamente al alma. Después de oír una música así, nunca volvería a ser el mismo.
Randolph había visto el humo que se alzaba de las hogueras en el exterior de la Misión al dar la primera vuelta en la larga y empinada colina. Al verlo, la sospecha que llevaba varios días royéndole se había confirmado: su genio alquilado se le estaba rebelando. Aceleró el motor de su jeep, al tiempo que maldecía aquella porquería que saltaba de detrás de las ruedas en forma de nubes de polvo y hacía su ascenso lento y trabajoso. Hasta entonces, tanto a Fletcher como a él les había convenido que la Gran Obra se realizara muy lejos de la civilización, aunque necesitó una buena dosis de persuasión para equipar un laboratorio de la complejidad exigida por Fletcher en un lugar tan remoto. Pero la persuasión era algo que ahora se le daba bien a Jaffe. El viaje a la Curva temporal había alimentado el fuego de sus ojos. Lo que la mujer de Illinois, cuyo nombre nunca había llegado a saber, le dijo:
Tú tienes algo extraordinario, ¿verdad?,
se había vuelto ahora más verdad que nunca. Jaffe había vislumbrado un lugar situado fuera del tiempo, y a sí mismo en él, llevado más allá de la cordura por su hambre del Arte. La gente se daba cuenta de todo eso, por más que no supieran expresarlo con palabras. Lo veían en su mirada, y, ya fuese por temor o por miedo lo cierto era que hacía lo que él quería.
Pero Fletcher, desde el principio, fue la excepción a esa regla. Sus faltas y su desesperación lo hicieron una persona dócil, pero sin perder nunca su voluntad. Cuatro veces había rechazado la proposición de Jaffe para que saliera de su escondrijo y reanudara los experimentos, a pesar de que Jaffe le recordó en todas esas ocasiones lo difícil que le había resultado dar con su paradero, y lo mucho que deseaba que ambos trabajasen juntos. Jaffe tuvo la prevención de suavizar sus cuatro proposiciones ofreciéndole pequeñas cantidades de mezcalina y prometiéndole siempre más; también le dijo que le daría cuantas facilidades quisiese para volver a sus estudios. Jaffe sabía, desde su primera lectura de las teorías radicales de Fletcher, que éste era el verdadero camino para engañar al sistema que se interponía entre él y el Arte. No dudaba de que el camino que conducía a la Esencia estaba jalonado de pruebas y esfuerzos, ideados por gurús de gran inteligencia, o por lunáticos como Kissoon, para impedir que llamados por ellos mentes plebeyas se aproximasen al
sancta sanctorum.
No había nada nuevo en eso. Pero él, con ayuda de Fletcher, podría poner la zancadilla a los gurús y llegar al poder por encima de ellos. La Gran Obra iría más allá de la condición de cualquiera de los que se habían nombrado a sí mismo hombres sabios, y el Arte cantaría entre sus dedos.
Al principio, una vez organizado el laboratorio según las instrucciones de Fletcher, y de brindarle algunas ideas sobre el problema, tomadas de las Cartas Perdidas, Jaffe dejó solo al maestro, enviándole todo lo que necesitaba en cuanto se lo pedía (estrellas de mar; erizos de mar; mezcalina; un mono), y visitándole sólo una vez al mes. En todas esas ocasiones, Jaffe se limitaba a pasar veinticuatro horas con Fletcher, bebiendo y cotilleando sobre asuntos de los que Jaffe se enteraba en el círculo académico para alimentar la curiosidad de Fletcher. Después de once visitas de ese tipo, intuyendo que las investigaciones de la Misión empezaban a dar alguna especie de resultado, comenzó a visitarle con más regularidad, y cada vez era peor recibido. En una ocasión incluso, Fletcher llegó a pretender que Jaffe no entrase en la Misión, y tuvo lugar una pequeña y desigual lucha. Pero Fletcher no era luchador. Su cuerpo, curvado y desnutrido, era el de un hombre dedicado a sus estudios desde la adolescencia. Apaleado por Jaffe, se vio obligado a dejarle entrar. En el interior, Jaffe encontró al mono, transformado por la destilación de Fletcher, el Nuncio, en un niño horrible, pero indiscutiblemente humano. Incluso allí, en medio de su triunfo, había indicios ya de un derrumbamiento al que Jaffe no tenía ninguna duda de que Fletcher acabaría por sucumbir, pues se mostraba inquieto ante la magnitud de su logro. Pero Jaffe se sentía demasiado complacido para tomar esos signos de aviso en serio. Hasta llegó a comentar que tenía intención de probar al Nuncio allí mismo. Fletcher le aconsejó que no lo hiciera, propuso seguir estudiando unos meses más antes de que Jaffe se arriesgase a dar semejante paso. El Nuncio era demasiado volátil todavía, argumentó. Quería examinar su reacción en el sistema del muchacho antes de hacer más pruebas. «Imagínate por ejemplo, que matara al muchacho en una semana, o en un día.» Ese argumento bastó para enfriar el entusiasmo de Jaffe durante algún tiempo. Dejó que Fletcher empezara a hacer las pruebas y los experimentos que le proponía. Lo visitaba todas las semanas, y así, con cada visita, se dio cuenta del desmoronamiento de Fletcher, pero supuso que el orgullo del hombre ante su propia obra maestra le impediría deshacerse de ella.
Pero en ese momento, cuando vio remolinos de apuntes chamuscados que volaban hacia él, Jaffe maldijo su confianza. Se bajó del jeep y anduvo hacia la Misión por entre las desparramadas hogueras. Ese lugar había tenido siempre un aire apocalíptico. La tierra, tan seca y arenosa, apenas podía alimentar más de unas pocas yucas achaparradas; y la Misión se hallaba, encaramada tan al borde mismo de la roca que, algún invierno, el Pacífico acabaría llevándosela por delante. En tanto, los pájaros bobos y otras aves tropicales volaban ruidosamente por encima de ella.
Pero, en ese momento, lo único que volaban allí eran palabras. Las paredes de la Misión estaban ahumadas por las hogueras encendidas cerca de ellas. La tierra aparecía cubierta de ceniza, aún más estéril que la arena.
Nada era como antes.
Jaffe llamó a Fletcher mientras entraba por la puerta abierta, la ansiedad que había sentido cuando subía la colina se había convertido casi en miedo, no por él, sino por la Gran Obra. Se alegró de ir armado. Si Fletcher hubiera perdido la cordura quizá se viese obligado a obtener de él la fórmula del Nuncio. No era la primera vez que iba en busca de un conocimiento con un arma en el bolsillo. En ocasiones era necesario.
El interior era una pura ruina. Varios cientos de miles de dólares gastados en instrumentos —conseguidos a base de engatusar, intimidar o persuadir a los eruditos, que le dieron cuanto les pidió para que Jaffe dejase de mirarles a los ojos— estaban completamente perdidos. Las mesas, despejadas de un solo manotazo. Todas las ventanas abiertas,
y
el viento del Pacífico, caliente y soleado, campando a sus anchas por aquellas estancias. Jaffe anduvo por entre los restos del naufragio, y se encaminó a la habitación preferida de Fletcher, la celda que éste había llamado en una ocasión (bajo los efectos de la mezcalina) el «tapón» que cerraba el agujero de su corazón.
Y en ella se encontraba Fletcher, vivo, sentado en su silla, frente a la ventana abierta de par en par, mirando fijamente al sol, costumbre que le había dejado ciego del ojo derecho. Llevaba la misma camisa raída y los pantalones demasiado largos de siempre; su rostro mostraba el mismo perfil contraído y sin afeitar; la cola de caballo de cabello gris (su única concesión a la vanidad) estaba en su sitio. Hasta su postura —las manos sobre el
regazo,
el cuerpo encorvado— era la misma que Jaffe le había visto innumerables veces. Y, sin embargo, había algo que no encajaba en aquella escena, algo muy sutil pero lo bastante detonante como para que Jaffe se detuviera en la puerta y renunciase a entrar en la habitación. Era como si Fletcher
fuese
demasiado Fletcher, una imagen excesivamente perfecta de sí mismo; la imagen contemplativa, mirando al sol; hasta los poros de su piel y sus arrugas llamaban la atención de la retina doliente de Jaffe, como si contempera un retrato pintado por miles de miniaturistas, a cada uno de los cuales le hubiesen sido asignados un par de centímetros del modelo para ejecutarlos con brochas de un solo pelo, lo que confería un detallismo repulsivo al retrato. El resto de la habitación: las paredes, la ventana, incluso la silla
en
que Fletcher se sentaba, estaba desenfocado, no podía competir con la
realidad,
excesivamente minuciosa, de aquel hombre.