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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El gran espectáculo secreto (51 page)

BOOK: El gran espectáculo secreto
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A su espalda, Kissoon le dijo:

—Espera, Tesla. Haz el favor de esperar. El error ha sido mío. Te doy la razón. El error ha sido mío. ¿Quieres tener la bondad de volver?

El tono de su voz era conciliante, pero Tesla captó una siniestra marea en ella. «Está irritado —pensó—. A pesar de todo su equilibrio espiritual,
está
irritadísimo.» Para ella fue una lección en el arte del diálogo, el haber captado las púas bajo el ronroneo. Se volvió, dispuesta a seguir escuchándole, insegura de conseguir la verdad de aquel hombre. Con una sola amenaza le bastaba para dudar.

—Bien, pues prosiga —dijo.

—¿No te sientas?

—Estoy bien de pie —repuso ella. A pesar de que pretendía no asustarse, de pronto se dio cuenta de que lo estaba. Decidió pensar que su piel era ropa y permanecer de pie, desnuda—. No quiero sentarme.

—Pues entonces trataré de explicártelo todo lo más de prisa posible —dijo él. Y lo cierto fue que prescindió de toda ambigüedad en sus maneras, para mostrarse considerado, aun humilde—. Incluso yo, y eso lo entenderás, no tengo
todos los
datos a mi disposición; aunque dispongo de los suficientes para convencerte del peligro que nosotros corremos.

—¿Y quiénes son
nosotros?

—Los habitantes del Cosmos.

—¿Otra vez?

—¿No te lo explicó Fletcher?

—No.

Kissoon suspiró.

—Imagínate la Esencia como un
mar.

—Me lo imagino…

—A un lado de ése está la realidad que habitamos. Un continente de vida, si te parece, cuyos perímetros son el sueño y la
muerte.

—De momento va bien.

—Ahora… imagínate que hay otro continente, situado al otro lado del mismo mar.

—Otra realidad.

—Sí. Tan vasta y compleja como la nuestra. Y tan llena de energías, de especies y de apetitos. Pero dominada, como el Cosmos, por una especie concreta, llena de extraños apetitos.

—No me gusta oír esto.

—Dijiste que querías la verdad.

—No estoy diciendo que le crea.

—Ese otro lugar es el Metacosmos. Y esa especie son los Uroboros del Iad. Existen.

—¿Y sus apetitos? —preguntó Tesla, no muy segura de querer enterarse.

—La
pureza. La singularidad. La locura.

—Pues ya es hambre.

—Tenías razón cuando me has acusado de no estar diciéndote la verdad. No te dije más que una parte de ella. El Enjambre montaba guardia en las orillas de la Esencia para impedir que el Arte fuera mal utilizado, tergiversado por la ambición humana; también
vigilaba
el mar…

—¿Por si había una invasión?

—Eso era lo que temíamos. Quizás incluso lo esperábamos. No se trataba de una paranoia nuestra. Los más profundos sueños del mal son aquellos en los que husmeamos al Iad, al otro lado de la Esencia. Los terrores profundos, las imaginaciones más horribles que acechan a la mente humana son los ecos de
sus
ecos. Te estoy dando más razones para que tengas miedo, Tesla, de las que oirías de cualesquiera otros labios. Te estoy diciendo lo que sólo los espíritus más fuertes son capaces de
oír.

—¿Y no hay ninguna buena noticia? —preguntó Tesla.

—¿Quién te ha prometido alguna buena noticia? ¿Quién dijo, incluso, que iba a haber
buenas
noticias?

—Jesucristo —replicó ella—, Buda, Mahoma…

—Fragmentos de historias, amasados por el Enjambre para hacer cultos con ellos. Distracciones.

—Eso sí que no puedo creerlo.

—¿Y por qué? ¿Eres cristiana?

—No.

—¿Budista?, ¿mahometana?, ¿hindú?

—No. No. No.

—Pero insistes en creer las buenas noticias —dijo Kissoon—. Muy práctico.

Tesla sintió como si hubiese sido golpeada muy fuerte en pleno rostro por un maestro que hubiera estado siempre tres o cuatro pasos por delante de ella durante toda la discusión, guiándola con firmeza y a hurtadillas, a una situación en la que ya no podría decir más que absurdos. Y absurdo era asirse a esperanzas celestiales cuando, al mismo tiempo, se reía de todas las religiones que pasaban ante su puerta— Pero si vaciló ante esas palabras no fue porque Kissoon la hubiera dejado sin argumentos. Ella estaba acostumbrada a salir perdiendo en innumerables discusiones sin que eso la preocupase demasiado. Lo que le dolía en el estómago era ver que sus defensas contra tantas otras cosas dichas por Kissoon se venían abajo al mismo tiempo. Si una parte de lo que Kissoon le había dicho, fuese verdad, y el mundo en que ella vivía —el Cosmos— se hallaba en peligro, la consecuencia lógica era: ¿qué derecho tenía ella a poner su vida por encima de tan desesperada necesidad de ayuda? Incluso en el supuesto de que pudiera salir de aquel tiempo fuera del tiempo, no podría regresar al mundo sin preguntarse a cada momento si, al dejar a Kissoon abandonado a sus recursos, no echaría a perder la única oportunidad que el Cosmos tenía de sobrevivir. Debía seguir allí; entregarse a Kissoon. Y no porque creyera todo lo que el viejo le había dicho, sino porque no podía arriesgarse a equivocarse.

—No tengas miedo —le oyó decir—. La situación
no
está peor ahora que hace cinco minutos… Discutes muy bien, y ahora ya sabes la verdad.

—No resulta nada cómoda —dijo ella.

—No, la verdad es que no —respondió Kissoon, bajo—, de eso me doy perfecta cuenta. Tú te la darás de lo duro que tiene que ser llevar este peso uno solo, y también de que, sin ayuda, acabaré por derrumbarme.

—Sí, me doy cuenta —admitió ella.

Se había apartado un poco del fuego, y se hallaba en pie, contra la pared de la cabaña, tanto para apoyarse en ella como para sentir el frescor de la piedra contra su espalda. En esa postura, Tesla miraba al suelo, dándose cuenta de que Kissoon había empezado a levantarse. No lo miró, pero oyó sus gruñidos, seguidos de su petición:

—Necesito ocupar
tu
cuerpo —dijo él—. Lo que significa, mucho me temo, que deberás desocuparlo.

El fuego había quedado reducido casi a cenizas, pero su humo se condensaba y se apretaba contra la nuca de Tesla, lo que le imposibilitaba levantar la cabeza y mirar a Kissoon aunque hubiera querido hacerlo. Comenzó a temblar. Primero, las rodillas; luego, las manos. Kissoon seguía hablando mientras se acercaba a ella. Tesla oyó sus pies, que se arrastraban al andar.

—No te
dolerá
—dijo él—, lo único que has de hacer es permanecer quieta, fijar los ojos en el suelo…

Un lento pensamiento la invadió: ¿no sería Kissoon el que, de alguna manera, estaba condensando el humo, para que ella no pudiera mirarle?

—En un momento habremos terminado…

Tesla se dijo que el viejo hablaba como un anestesista. Su temblor aumentó. El humo intensificaba su presión cuanto más se le acercaba Kissoon. Tesla estaba segura de que él era el causante. No quería que lo mirase. ¿Y por qué? ¿Estaría acercándose a ella con cuchillos en la mano, para vaciar su cerebro, y así deslizarse detrás de sus ojos?

Resistir a la curiosidad nunca había sido uno de sus fuertes. Cuanto más se le acercaba Kissoon, tanto más quería Tesla romper la cortina de humo y mirarle a los ojos. Pero era difícil. Su cuerpo estaba débil, como si su sangre se hubiera convertido en agua. El humo parecía un sombrero de plomo: la cinta demasiado apretada en torno a su frente. Y cuando más la empujaba Tesla, tanto más pesada se hacía.

«Eso es, no quiere que lo mire», pensó; y esa idea intensificó su deseo de hacerlo. Se apretó contra la pared para coger carrerilla. Kissoon se hallaba a unos dos metros de distancia de ella: olió su sudor, acre y rancio. «¡Lánzate! —se dijo Tesla—. ¡Lánzate! No es más que humo, quiere hacerte creer que estas siendo aplastada, pero sólo es humo.»

—Relájate —murmuró él; de nuevo el anestesista.

En lugar de relajarse, Tesla hizo acopio de fuerzas para levantar la
cabeza.
El plomo se le incrustaba en las sienes, el cráneo le crujía bajo aquel peso. Pero consiguió mover la cabeza, temblando por sus esfuerzos contra tanto peso. Una vez comenzado el movimiento, éste se hacía más fácil. Fue levantando la barbilla, centímetro a centímetro, elevando la vista al mismo tiempo, hasta que logró mirar los ojos de Kissoon.

Éste, de pie ante ella, estaba encorvado por completo; las articulaciones un poco ladeadas: el hombro contra el cuello, la mano contra el brazo, el muslo contra la cadera, un verdadero zigzag, con una sola línea recta que le salía del bajo vientre. Tesla lo miró, aterrada.


¿Para,
qué cojones es eso? —preguntó Tesla.

—No pude remediarlo. Lo siento.

—¿Ah, sí?

—Cuando he dicho que quiero tu cuerpo no ha sido esto lo que quería significar.

—¿Dónde he oído eso antes?

—Créeme —insistió él—. Sólo se trata de mi carne, que responde a la tuya. Es algo automático, y debieras sentirte halagada.

Tesla, en una situación distinta, se hubiera reído. Por ejemplo, si le hubiese sido posible abrir la puerta y salir de allí en lugar de quedarse, perdida, fuera del tiempo, con una bestia en el umbral, y el desierto ante ella. Cada vez que creía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, perdía el hilo de nuevo. Aquel hombre le había resultado una caja de sorpresas; y ninguna de ellas era agradable.

Kissoon alargó la mano hacia ella; sus pupilas, enormes, cubrían el blanco de los ojos. Tesla pensó en Raúl, en la belleza de su mirada, a pesar del rostro híbrido. Pero en ese momento no encontró belleza, no había nada que fuese remotamente legible. Ni apetito ni ira. El sentimiento, si lo hubo, se había eclipsado ya.

—No puedo hacer eso —dijo ella.

—Debes hacerlo. Renuncia a tu cuerpo. Tengo que tener tu cuerpo o el Iad gana. ¿Quieres que eso ocurra?

—¡No!

—Pues entonces deja de resistirte. Tu espíritu estará a salvo en Trinidad.


¿Dónde?

Por un instante, los ojos de Kissoon expresaron algo: un destello de ira, que a Tesla le pareció dirigida contra sí mismo.


¿Trinidad?
—repitió Tesla, arrojándole la pregunta para retrasar el momento en que la tocara y la invadiera—.
¿Qué es Trinidad?

En el momento de hacer la pregunta varias cosas ocurrieron al mismo tiempo, y su velocidad superó con mucho a su poder de distinguirlas unas de otras; pero lo esencial del conjunto era el hecho evidente de que el control de Kissoon sobre la situación se había reducido al preguntarle Tesla qué era Trinidad. Ella sintió primero que sobre su cabeza el humo se disolvía, y su peso ya no la forzaba a mirar al suelo. Aprovechando la oportunidad mientras duraba, Tesla asió el picaporte. A pesar de todo, sus ojos seguían fijos en Kissoon, y en el instante mismo que ella se liberó, lo vio transfigurado. Sólo fue un atisbo, pero tan lleno de fuerza que nunca lo olvidaría. La parte superior del cuerpo de Kissoon aparecía cubierta de sangre, que le salpicaba hasta el rostro. Y él se dio cuenta de que Tesla lo veía, porque levantó las manos para taparse la sangre, pero sus manos y sus pies también estaban ensangrentados. ¿Era suya aquella sangre? Antes de que Tesla pudiera fijarse bien para localizar la herida, Kissoon volvió a dominar la situación; pero, en el caso de un prestidigitador que trata de tener demasiadas pelotas al mismo tiempo, en el aire, coger una significaba perder otra. La sangre desapareció, y Kissoon volvió a aparecer incólume ante ella, mas eso lo forzó a desvelar otro secreto que hasta entonces había conseguido mantener oculto.

Y este secreto fue mucho más detonante que las manchas de sangre: la onda expansiva golpeó contra la puerta que había detrás de Tesla. Fue demasiado fuerte, hasta para el
Lix, y
lo hubiera sido de todas formas, incluso si en lugar de uno hubiese habido muchos, agolpados contra la puerta. Era una fuerza que, evidentemente, aterrorizaba a Kissoon. Su mirada se apartó de Tesla para fijarse en la puerta, las manos le cayeron a lo largo de los costados y la expresión desapareció de su rostro. Tesla sintió, intuyó más bien, que todas sus partículas de energía estaban concentrándose en un solo objetivo: calmar, acallar lo que se agitaba en el umbral, fuera lo que fuese. Eso también tuvo consecuencias, porque el control que Kissoon había ejercido sobre ella hasta entonces —llevándola hasta allí, impidiéndola marcharse— acabó por ceder. Tesla sintió que la realidad que había abandonado por un momento volvía ahora a aferrarse a su espina dorsal, y tiraba de ella. No trató de resistirse. Eso sería tan imposible de evitar como la fuerza de la gravedad.

La última visión que tuvo Tesla de Kissoon fue, una vez más, su cuerpo ensangrentado. Estaba en pie, el rostro carente aún de expresión, frente a la puerta, que, de pronto, se abrió sola.

Por un momento, Tesla tuvo la seguridad de que lo que había golpeado la puerta la esperaba fuera, para devorarla, y también a Kissoon. Incluso creyó ver su brillo: luminoso, cegadoramente luminoso, que rebotaba contra las facciones de Kissoon. Pero la voluntad de éste venció en el último momento, y la luz cedió en el instante mismo en que el mundo que Tesla había abandonado tiraba de ella y la arrancaba de allí.

Se sintió lanzada por el mismo camino de su llegada, pero a una velocidad diez veces mayor. Tanta que ni siquiera podía interpretar las vistas que pasaban por debajo de ella: la torre de acero, la ciudad desierta, hasta que las tenía a kilómetros de distancia.

En esta ocasión, sin embargo, no se hallaba sola. Alguien, cerca de ella la llamaba por su nombre:

—¡Tesla! ¡Tesla! ¡Tesla!

Reconoció la voz. Era Raúl.

—Te oigo —murmuró. A través de la confusión impuesta por la velocidad, Tesla incluyó otra realidad, vagamente visible, horadada por puntos de luz —llamitas de vela, quizás— y rostros.

—¡Tesla!

—Ya llego —jadeó ella—. Ya llego. Ya llego.

El desierto desaparecía; la oscuridad tenía prioridad sobre él. Tesla abrió los ojos cuanto pudo para ver a Raúl con más claridad, y se encontró con una gran sonrisa. Raúl se inclinó sobre ella para saludarla.

—Has vuelto —dijo.

El desierto había desaparecido. Todo era noche ahora. Debajo de ella, piedras; arriba, cielo. Y, como había supuesto, velas, en manos de un círculo de mujeres asombradas.

Entre su cuerpo y el suelo estaba la ropa de la que se había desprendido cuando llamó a su cuerpo,
recreándolo
en la Curva del tiempo de Kissoon. Alargó la mano para tocar el rostro de Raúl, y lo hizo, no sólo para cerciorarse de que había vuelto al mundo tangible, sino también por el contacto. Las mejillas de Raúl estaban húmedas.

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