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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El gran espectáculo secreto (54 page)

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Tommy-Ray se aprendió bien el silencioso mensaje. Aunque, en apariencia, aún era el jefe de la legión, la dinámica de sus relaciones cambió a partir de entonces. A cada pocos kilómetros, la nube aceleraba una vez más el paso y se fundía, concentrándose, haciéndole dirigirse hacia donde había más como ellos; muchos le esperaban en los lugares más insospechados: esquinas de calles siniestras, encrucijadas, sobre todo encrucijadas; en una ocasión, en el estacionamiento de un hotel de carretera, otra vez en una gasolinera cerrada y condenada, donde esperaban un hombre, una mujer y un niño, como si tuviesen noticias anticipadas de la llegada de aquel contingente.

A medida que aumentaban en número, aumentaba también el volumen de la tormenta que les impulsaba, hasta que su paso era suficiente para causar pequeños desperfectos en la carretera, forzando a otros coches a salirse de ella y derribando postes de señalización. Incluso fue mencionada en el diario hablado. Tommy-Ray lo oyó por la radio del coche. Se decía que era un viento monstruoso que había llegado del océano e iba camino del Norte, hacia el Condado de Los Angeles.

Tommy-Ray se preguntó, oyendo eso, si alguien lo escucharía también en Palomo Grove. El Jaff, por ejemplo; o Jo-Beth. Esperaba que fuese así: que lo oyeran y comprendiesen lo que se les echaba encima. Su ciudad había visto extrañas cosas desde el regreso de su padre de bajo tierra, pero nada parecido a aquel ventarrón que llevaba él a remolque, o que el polvo vivo que danzaba tras su coche.

II

El hambre fue lo que indujo a William a salir de su casa el sábado por la mañana. Y lo hizo muy a su pesar, como el hombre que está en plena orgía y de pronto se da cuenta de que no le queda más remedio que vaciar su vejiga, en vista de lo cual, sale, remolón mirando hacia atrás. Pero el hambre, como las ganas de orinar, no podían esperar eternamente, y William había agotado en muy poco tiempo todas las reservas alimenticias de su nevera. Como trabajaba en la Alameda, nunca guardaba mucha comida en su casa, pues salía un cuarto de hora al día para ir al supermercado y comprar lo que le apetecía o lo que le llamaba la atención en el momento. Pero llevaba dos días sin comprar nada, y si no quería morir de hambre en medio de los sabrosos, pero incomibles deleites que coleccionaba en su casa, no tendría más remedio que hacer un esfuerzo y salir a comprar algo de comer. Eso, sin embargo, era más fácil de pensar que de llevar a cabo. Estaba tan obsesionado por sus visitantes que el simple hecho de arreglarse y ponerse presentable para salir al aire libre y dejarse ver por la Alameda la parecía una verdadera carrera de obstáculos.

Hasta hacía poco tiempo, su vida había estado muy bien organizada. Las camisas de la semana eran lavadas y planchadas los domingos, y guardadas en la cómoda junto con las cinco corbatas de pajarita, seleccionadas de entre las ciento once que tenía, para que entonasen bien con el matiz exacto de la camisa. La cocina merecía ser filmada para un anuncio televisado, pues siempre estaba esplendorosamente limpia; la pila olía a limón; la lavadora, a suavizante de la ropa con aroma de flores; y el retrete, a pino.

Pero lo cierto era que Babilonia se había apoderado de su casa. La última vez que vio su mejor traje, lo llevaba puesto la conocida bisexual Marcella St. John, mientras montaba a una de sus amiguitas. Sus pajaritas habían sido confiscadas para una competición de erecciones, con premio para aquella en la que cupieran más pajaritas; el ganador fue Moses Jasper, apodado
el Manguera,
cuya erección resultó capaz para diecisiete pajaritas.

En vez de tratar de limpiar y ponerlo todo en orden, o de exigir la devolución de sus prendas de vestir, William decidió dejar que los visitantes campasen por sus respetos. Buscó en su cómoda y acabó encontrando una camiseta de sport y unos vaqueros que llevaba años sin ponerse. Se vistió y salió camino de la Alameda.

Casi a la misma hora, Jo-Beth despertaba de la peor resaca de toda su vida. La peor, porque era la primera.

Sus recuerdos de los sucesos de la noche anterior eran poco claros. Recordaba haber ido a casa de Lois, eso desde luego, y también recordaba a los visitantes, y la llegada de Howie; mas no estaba segura de cómo habían seguido desarrollándose los acontecimientos. Se levantó, sintiéndose mareada y con ganas de vomitar, y se dirigió al cuarto de baño. Su madre, al oír que andaba por la casa, subió y la esperó en la puerta del cuarto de baño.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó cuando Jo-Beth salió.

—No —confesó su hija—. Me siento espantosa.

—Anoche estuviste bebiendo.

—Sí. —¿Por qué iba a negarlo?

—¿Y a dónde fuiste?

—A ver a Lois.

—En casa de Lois no tienen alcohol —dijo su madre.

—Anoche lo había. Y mucho más que alcohol.

—No me mientas, Jo-Beth.

—No te estoy mintiendo.

—Lois nunca tendría ese veneno en su casa.

—Pues yo creo que lo mejor es que vayas y se lo preguntes —replicó Jo-Beth, haciendo frente a las miradas acusadoras de su madre—. Pienso que lo mejor es que las dos juntas vayamos a la tienda y se lo preguntemos.

—No pienso abandonar la casa —dijo su madre, contundente.

—Anteanoche saliste al patio, hasta la cerca. Hoy puedes meterte en el coche.

Se dirigía a su madre en un tono que jamás había empleado con ella: una especie de rabia sonaba en su voz; rabia de la que su madre era, en parte, culpable, por haberla llamado embustera, y, en parte, también ella misma, por no ser capaz de recordar con claridad los sucesos de la noche anterior. ¿Qué habría ocurrido entre Howie y ella? ¿Habían reñido? Le parecía que sí. Desde luego se separaron en plena calle…, ¿pero porqué? Razón de más para ir a hablar con Lois.

—Te lo digo muy en serio, mamá —insistió—. Las dos nos vamos ahora mismo a la Alameda.

—No, es que no puedo… —dijo su madre—. En serio, no puedo. No sabes lo mal que me siento.

—¡Vamos, mamá!

—Sí, mi estómago…

—¡
No,
mamá! ¡Basta ya! No pretenderás hacerme creer que vas a estar enferma el resto de tu vida. Y todo porque tienes miedo. También
yo
lo tengo, mamá.

—Tener miedo es bueno.

—De eso, nada. Eso es justo lo que el Jaff quiere. De eso se alimenta. Del miedo que nos reconcome por dentro. Lo sé porque lo he visto actuar, y es terrible.

—Podemos rezar. La oración…

—… no nos servirá de nada —la interrumpió Jo-Beth—. No le sirvió de nada al pastor. Pues tampoco a nosotros nos va a servirnos.

Jo-Beth levantaba la voz, y eso la mareaba. La cabeza le daba vueltas; pero pensaba que esas cosas tenía que decirlas en ese momento, antes de que volviera a estar serena, porque con la serenidad, volvería el temor a ofender a su madre hablándole claro.

—Siempre me has dicho que es peligroso salir
fuera
—prosiguió; no quería herirla como, sin duda, le estaba ocurriendo, pero no podía contener sus sentimientos—. Bien, pues te diré algo: tenías razón,
hay
peligro, más de lo que creías. Pero,
dentro,
mamá… —Se señaló al pecho, indicando su corazón, refiriéndose a Howie y a Tommy-Ray y al terror de haberles perdido a los—. Y
dentro
es mucho peor. Mucho más. Tener cosas…,
sueños…,
y verlos desaparecer antes de poder siquiera retenerlos.

—Lo que estás diciendo no tiene sentido, Jo-Beth.

—Lois te lo contará todo —replicó ella—, ahora mismo te llevo a verla, y entonces te convencerás de que no te miento.

Howie estaba sentado a la ventana, dejando que el sol le secase el sudor que le cubría la piel. Su olor le era tan conocido como su propio rostro en el espejo, más familiar, quizá, porque su rostro cambiaba constantemente, mientras el olor era siempre el mismo. Necesitaba el consuelo de algo tan familiar para él, ahora que lo único que había seguro en todo el mundo era que nada había seguro. No conseguía encontrar una salida al laberinto de sentimientos que se agolpaba en su interior. Lo que le había parecido sencillo el día anterior, cuando hablaba con Jo-Beth al sol, cerca de la casa, y se besaron, ya no lo era tanto. Fletcher podía muy bien estar muerto, pero lo cierto era que había dejado un legado en Grove, un legado de seres oníricos que veían en él una especie de sustituto de su creador perdido. Y él, Howie, no podía representar ese papel. Incluso si aquellos seres no compartían la idea que Fletcher tenía acerca de Jo-Beth, y era seguro que, después del encuentro de la noche anterior, la compartían todos, él, desde luego, no estaba dispuesto a hacer el papel que le habían asignado. Había llegado allí, perdido por completo, y se había convertido, por brevemente que fuese, en amante. Y ahora aquellos entes querían hacerle su general, recibir de él sus órdenes y sus planes de batalla, pero Howie no podía darles ni las unas ni los otros. Ni siquiera Fletcher hubiera podido ofrecerles tal caudillaje. El ejército que había creado tendría que buscarse un jefe entre ellos mismos, o dispersarse.

Howie había ensayado todos esos argumentos tantas veces que ya casi se los creía. O casi se había convencido de que no era un cobarde por
querer
creerlos. Pero aquello no daba resultado, y Howie volvía una y otra vez sobre el mismo hecho, concreto e innegable: Fletcher le había advertido una vez, en el bosque, que debería elegir entre Jo-Beth y su destino, y él prefirió hacer caso omiso de aquella advertencia. La consecuencia de su deserción, y ya no le importaba si era directa o indirecta, había sido la muerte pública de Fletcher, en un último y desesperado intento de salvar alguna esperanza para el futuro. Y él, Howie, el hijo pródigo de Fletcher, volvía la espalda deliberadamente al producto de tan gran sacrificio.

Sin embargo…, sin embargo… Si él se ponía ahora de parte del ejército de Fletcher, participaría en la guerra de la que Jo-Beth y él habían intentado permanecer al margen. Y Jo-Beth se volvería su enemigo por el mero hecho de su nacimiento.

Lo que Howie quería más que nada en el mundo; más que nada en su vida, más que el vello púbico que tanto había ansiado tener a los once años; más que la motocicleta que había robado a los catorce; más que la vuelta de su madre del reino de los muertos, aunque sólo hubiese sido durante dos minutos, justo el tiempo necesario para decirle lo mucho que sentía haberla hecho llorar tantas veces. Más, en ese momento concreto, que Jo-Beth, lo que deseaba por encima de todo era
certidumbre.
Que alguien le dijera qué camino era el correcto, qué acto era el correcto, y tener el consuelo de que, incluso si resultaba que ese acto y ese camino no eran los correctos, por lo menos no habría sido culpa suya. Pero no había nadie que se lo dijese. Tendría que decidirlo por sí mismo. Sentarse al sol, mientras el sudor se le secaba, y tomar una decisión sin ayuda de nadie.

La Alameda no estaba tan llena de gente como de costumbre en mañana de sábado; pero William, a pesar de ello, vio a media docena de personas conocidas cuando se dirigía al supermercado. Una de esas personas era su empleada, Valerie.

—¿Se encuentra bien? —quiso saber ella—. He estado llamando a su casa, pero no contestaban al teléfono.

—Es que he estado enfermo —dijo William.

—No abrí la oficina ayer. Con todo el lío que tuvimos la noche anterior… Un verdadero despropósito. Roger fue a ver lo que ocurría cuando las sirenas empezaron a sonar.

—¿Roger?

Ella se le quedó mirando.

—Sí, Roger.

—Oh, sí, claro —dijo William, que no estaba seguro de si Roger era el marido, el hermano o el perro de Valerie, aunque tampoco le importaba mucho saberlo.

—También ha estado enfermo —añadió ella.

—Pienso que usted debería tomarse unos días de vacaciones —propuso William.

—Pues eso sí que me vendría
bien.
Mucha gente se ha marchado fuera, ¿no lo ha observado? Y otros se van ahora. Sólo durante unos días. No perderemos mucho negocio.

William dijo algunas palabras corteses sobre lo bien que a ella le sentaría descansar un poco, y prosiguió su camino.

La música enlatada del supermercado le hizo pensar en lo que había dejado en su casa: se parecía mucho a la de algunas de sus películas antiguas, una mezcla de melodías chabacanas sin relación alguna con las escenas a las que acompañaban. Sus recuerdos le indujeron a darse prisa, yendo y viniendo por entre los anaqueles del supermercado, llenando su cesto más por instinto que por previsión. No se molestó en comprar nada para sus invitados. Ellos se comían unos a otros.

No era William el único cliente del supermercado que desdeñaba las compras prácticas (productos de limpieza para la casa, detergente para la lavadora, y cosas por el estilo), muchos se concentraban, en cambio, en artículos de uso y consumo rápido y productos alimenticios baratos. A pesar de lo distraído que estaba, William notó que los demás hacían justo lo mismo que él: llenaban los carritos y los cestos, sin detenerse a pensar, con cualquier producto alimenticio que encontraban a mano, como si los ritos de cocinar y comer hubieran sido suplantados por nuevas seguridades. William veía en el rostro de los clientes (rostros cuyo nombre había conocido, pero que sólo recordaba a medias) la misma expresión secreta que el suyo había expresado durante toda su vida. Hacían la compra como si aquel sábado fuera un día de lo más corriente, pero lo cierto era que ahora todo había cambiado: casi todo el mundo tenía secretos. Y los que no los tenían se iban de la ciudad, como Valerie, o fingían no observar nada, lo cual, en cierto modo, también era un secreto.

Antes de llegar a la caja, William añadió dos puñados de barras de chocolate a su compra, y justo entonces vio un rostro que llevaba muchos años sin ver: el de Joyce McGuire, que entraba en aquel momento acompañada por su hija, Jo-Beth. Si alguna vez las había visto juntas fue, sin duda, cuando Jo-Beth era una niña. La semejanza de sus rostros fue suficiente para dejarle sin aliento. Se las quedó mirando, incapaz de contener el recuerdo de aquel día, en el lago, y Joyce desnudándose, y hasta recordó cómo era su cuerpo. ¿Sería Jo-Beth igual, se preguntó William, bajo la ropa suelta que vestía: pequeños pezones oscuros, largos muslos atezados?

De repente observó que no era la única persona que miraba a las McGuire; casi todos los presentes lo hacían. Y no le cupo la menor duda de que todos tenían pensamientos parecidos a los suyos: allí, en carne y hueso, se encontraba una de las primeras claves del apocalipsis que se cernía sobre Grove. Hacía dieciocho años que Joyce McGuire había dado a luz en circunstancias que entonces habían parecido sólo escandalosas. Y ahora volvía a llamar la atención de todos, precisamente cuando los más ridículos rumores sobre la
Liga de las Vírgenes
parecían ser ciertos. Había
presencias
circulando por Grove (o al acecho bajo su suelo) que tenían poder sobre los seres normales, y cuya influencia se había encarnado en hijos del cuerpo de Joyce McGuire. ¿Sería, acaso, se preguntó William, la misma influencia que inspiraba sus sueños? También éstos eran carne de la mente.

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