El gran espectáculo secreto (56 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Vamos a tener que detenernos un rato —le dijo a Raúl, dándose cuenta de que arrastraba las sílabas al hablar—, si no acabaremos matándonos los dos.

—¿Quieres dormir?

—No sé —respondió Tesla, temerosa de que el sueño le produjese tantos problemas como ella quería que le resolviera—; por lo menos, descansar. Voy a tomar algo de café y a poner mis pensamientos en orden.

—¿Aquí?

—¿Aquí, qué?

—Que si es aquí donde nos detendremos.

—No —dijo ella—, vamos a mi apartamento, a media hora de aquí. Bueno, si volamos…

«Ya estás volando, chica —le dijo su mente—. Y lo más probable es que nunca pares de volar. Eres una resucitada. ¿Qué otra cosa puedes esperar? ¿Que la vida siga adelante, a trompicones, como si nada hubiera ocurrido? No lo esperes. Las cosas nunca volverán a ser las mismas.»

Pero Hollywood no había cambiado, seguía siendo la
Ciudad de los Muchachos
petrificada; los bares, las tiendas elegantes donde Tesla había comprado sus joyas… Giró a la izquierda, a la altura de Santa Mónica, entrando así en North Huntley Drive, donde vivía desde su llegada a Los Ángeles, casi cinco años antes. Ya era casi mediodía, y la ciudad entera parecía envuelta en humo debido a la niebla. Estacionó el coche en el garaje subterráneo y condujo a Raúl hasta el apartamento V. Las ventanas de su vecino de abajo, un hombrecillo amargado y reprimido con el que sólo había intercambiado un par de palabras en esos cinco años, y la mitad de ellas fueron insultos, estaban abiertas, y era indudable que la había visto pasar. Tesla se dijo que tardaría veinte minutos en informar a todos los vecinos de que Miss Solitaria, como había oído que la llamaba, estaba de vuelta, con aire muy baqueteado, y acompañada por
Quasimodo
. Pues que lo dijera. Ella tenía otras cosas de qué preocuparse; por ejemplo, cómo meter la llave en la cerradura, algo que no acertaba a conseguir. Raúl acudió en su ayuda: le quitó la llave de los temblorosos dedos y abrió la puerta.

El apartamento, como siempre, era un caos. Tesla dejó la puerta de par en par y abrió las ventanas para dejar entrar algo de aire menos rancio; luego conectó el contestador para ver qué recados tenía. Su agente la había llamado dos veces, y en ambas ocasiones para repetir que no había nada nuevo sobre el guión de los náufragos; Saralyn para preguntar si sabía el paradero de Grillo; y, a continuación, la madre de Tesla. Su aportación era más bien una letanía de pecados que un recado, delitos cometidos por el mundo en general, y por su padre en particular; por último recado de Mickey de Falcó, que ganaba dinero extra haciendo ruidos orgásmicos en películas pornográficas duras y necesitaba una socia para uno de esos trabajos. En el fondo se oía ladrar a un perro. «Ah, y en cuanto vuelvas —decía Mickey, a modo de final—, haz el favor de llevarte a este perro de los cojones antes de que me deje sin casa.» Tesla sorprendió a Raúl mirándola mientras escuchaba los recados, sin hacer esfuerzo alguno por ocultar su perplejidad.

—Son mis amigos —le aclaró Tesla, una vez terminado el recado de Mickey—. ¿Verdad que tienen gracia? Mira, yo necesito acostarme. Ya ves dónde está todo, de acuerdo? La nevera, la televisión, el retrete, todo. Me despiertas dentro de una hora, ¿entendido?

—Una hora.

—Me gustaría un poco de té, pero no tengo tiempo. —Entonces lo miró fijamente—. ¿Me entiendes?

—Sí —dijo él, con expresión dubitativa.

—Arrastro las sílabas.

—Sí.

—Ya lo pensaba. Bien. El apartamento está a tu disposición. No descuelgues el teléfono aunque suene. Te veo dentro de una hora.

Vacilante, se dirigió al cuarto de baño, y, sin esperar respuesta alguna de Raúl, se desnudó por completo. Pensó tomarse una ducha, pero acabó por conformarse con un poco de agua fría en el rostro, los senos y los brazos; luego fue al dormitorio. El cuarto estaba caliente, mas no se le pasó por la cabeza abrir la ventana. En cuanto su vecino de al lado, Ron, despertase, lo que ocurriría de un momento a otro, pondría ópera a todo volumen. Si había que escoger entre el calor o
Lucia di Lammermoor,
Tesla prefería sudar.

Abandonado a sus propios recursos, Raúl encontró bastantes cosas que
comer
en la nevera, las llevó junto la ventana abierta, se sentó y comenzó a temblar. Nunca había sentido tanto miedo desde que la locura de Fletcher comenzó. Ahora, como entonces, las reglas del mundo habían cambiado de súbito y sin aviso, y él no sabía ya cuál era el objeto de su vida. En el fondo de su corazón había renunciado a la esperanza de volver a ver a Fletcher. El santuario que había conservado en la Misión, y que, al principio, era como un faro, era un memorial ahora. Raúl había pensado que moriría allí, solo, tratado hasta el fin de su vida como un medio tonto, lo que en realidad era, en cierto modo. Apenas si sabía escribir, excepto garabatear su nombre. Ni leer. Casi todos los objetos que veía en el cuarto de aquella mujer eran un misterio para él. Se sentía perdido.

Un grito lastimero sonó en la habitación contigua.

—¡Tesla! —llamó Raúl.

No hubo una respuesta coherente: sólo más gritos sofocados. La puerta del dormitorio estaba cerrada. Raúl vaciló, con la mano en el picaporte, dudando de si debía entrar sin ser llamado. Cuando oyó otra tanda de gritos, empujó la puerta sin más.

Nunca en su vida había visto una mujer desnuda, y el espectáculo de Tesla sin ropa, sobre la cama, lo dejó anonadado. Los brazos, a lo largo del cuerpo; las manos asían las sábanas; la cabeza se agitaba de un lado a otro. Pero en su cuerpo había como un difuminarse de contornos que le recordaba lo ocurrido en el camino, al pie de la Misión. Tesla se alejaba nuevamente de él; regresaba a la Curva Temporal. Sus gritos se estaban volviendo gemidos en momentos, y no eran de placer. Ella iba, pero contra su voluntad.

Raúl volvió a llamarla por su nombre, muy alto. Y Tesla, de pronto, se sentó sobre la cama, mirándole con fijeza, los ojos muy abiertos.


¡Jesús!
—exclamó entre jadeos, como si acabara de disputar una carrera—.
¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!

—Gritabas… —dijo él, intentando explicar su presencia en la habitación.

Sólo entonces Tesla pareció darse cuenta de la situación: su desnudez, la violenta emoción de Raúl… Cogió una sábana y empezó a cubrirse con ella, pero su atención se hallaba en otra parte; en lo que acababa de experimentar.

—Acabo de estar —dijo.

—Lo sé.

—Trinidad. La Curva de Kissoon.

Cuando regresaban a Los Angeles por la costa, Tesla había hecho lo posible por explicar a Raúl la visión que había tenido cuando el Nuncio la curó, y eso lo hizo tanto para fijar los detalles en su propia mente como para impedir una repetición sacando recuerdos de la celda hermética de su vida interior y compartiéndolos con Raúl. Le hizo una repulsiva descripción de Kissoon.

—¿Lo has visto? —preguntó Raúl.

—No, no he llegado hasta la choza —replicó ella—. Pero quiere que vuelva. Siento que
tira
de mí. —Se pasó una mano por el vientre—. En este momento le estoy sintiendo, Raúl.

—Me tienes aquí —dijo él— ; y no dejaré que te vayas.

—Lo sé, y me alegro.

Tesla alargó la mano.

—Toma mi mano, ¿quieres? —Raúl, vacilante, dio un paso hacia la cama—.
Por favor
—le dijo Tesla, y él, entonces, asió su mano—. He vuelto a ver la ciudad —prosiguió ella—, parece verdadera, sólo que está deshabitada, completamente desierta. Es… como un escenario…, como si alguien fuese a actuar allí.

—Actuar.

—Sí, ya sé que esto no tiene sentido, pero me estoy limitando a contarte lo que siento. Algo terrible va a ocurrir allí, Raúl. Lo más espantoso que imaginarte puedas.

—¿Y no sabes qué es?

—O quizás ha ocurrido ya —prosiguió ella—. Tal vez ésa sea la razón de que la ciudad esté desierta… No, no es eso, no ha terminado…, está a punto de ocurrir.

Tesla trataba de aclarar la confusión de sus ideas de la mejor manera que podía, como si estuviera ambientando una escena en aquella ciudad para uno de sus guiones. ¿Y qué ocurriría en la escena?, ¿una lucha a tiros en la calle Mayor?, ¿con los ciudadanos encerrados en sus casas mientras los Sombreros Blancos y Sombreros Negros dirimían sus diferencias a tiro limpio? Tal vez. ¿O una ciudad que era abandonada al aparecer un monstruo espantoso en el horizonte? El ambiente escenario de los monstruos de la década de los años cincuenta: un ser despertado por las pruebas nucleares…

—Eso es lo más parecido —murmuró.

—¿Qué es?

—No sé, quizás una película de dinosaurios, por ejemplo. O una tarántula gigante. Pero me voy acercando. ¡Dios, esto es para frustrar a cualquiera! Yo sé algo sobre aquel lugar, Raúl, pero no acabo de localizarlo.

Del apartamento contiguo llegaron los acordes de la obra maestra de Donizetti. Tesla se la sabía tan bien que hubiera podido cantarla entera si hubiese tenido voz para ello a modo de acompañamiento.

—Voy hacer café —dijo—. A ver si me despierto. ¿Quieres ir al apartamento de Ron y pedirle un poco de leche?

—Sí, por supuesto.

—Dile que eres un amigo mío.

Raúl se levantó de la cama, soltando la mano de Tesla.

—Su apartamento es el número cuatro —le gritó al verle salir. Luego fue el cuarto de baño y se duchó por fin, nerviosa aún por todo aquello de la ciudad. Para cuanto terminó de ducharse y encontró una camiseta y unos vaqueros limpios, Raúl ya había vuelto al apartamento, y el teléfono estaba sonando. Al otro extremo del hilo, ópera y Ron.

—¿Dónde lo has encontrado? —quiso saber Ron—. ¿Tiene algún hermano?

—¿Pero es que no se puede tener vida privada en esta casa? —preguntó ella a su vez.

—Pues, chica, entonces no has debido
lucirle
—contestó Ron—. ¿Qué es?, ¿camionero?, ¿infante de Marina? Nunca he visto nada más
ancho.

—Eso sí que lo es.

—En el caso de que se aburra, mándamelo.

—Le hará gracia —dijo Tesla, y colgó—. Tienes un admirador —añadió, dirigiéndose a Raúl—. Ron te encuentra muy atractivo.

La expresión de Raúl al oír aquello fue menos perpleja de lo que ella esperaba. Y esto la indujo a preguntar:

—¿Sabes si hay monos maricones?

—¿Maricones?

—Homosexuales. Hombres a los que les gustan otros hombres en la cama.

—¿Es Ron así?

—¿Ron, dices? —rió Tesla—. Sí, claro. Son cosas de este vecindario. Por eso me gusta tanto.

Comenzó a servir el café instantáneo en las tazas. Y mientras los granitos caían de la cucharilla, sintió que la visión volvía a invadirla.

Dejó caer la cucharilla. Se volvió hacia Raúl. Estaba lejos de ella, en el otro extremo de una habitación que parecía estar llenándose de polvo.

—¡Raúl! —llamó.

—¿Qué te ocurre? —le vio decir.

Le vio, no le oyó. El volumen había bajado a cero en el mundo que estaba abandonando. El pánico se apoderó de ella. Alargó ambas manos a Raúl.


¡No me dejes ir…!
—gritó—.
¡No quiero ir! ¡No
…!

Pero el polvo se interpuso, corroyéndole. Las manos de Tesla perdieron contacto de las de Raúl y se vio lanzada a la Curva, cruzando vertiginosa la ciudad. Por encima de ella, el cielo aparecía delicadamente coloreado, y era como si aquélla fuese la primera vez que lo cruzaba. El sol seguía cerca del horizonte, y ella lo veía con claridad, a diferencia de la primera vez. Más que verlo, lo contemplaba, sin necesidad ninguna de desviar la vista ante su esplendor. Incluso distinguía los detalles. Llamaradas solares que saltaban del borde de la estrella como brazos de luego. Un racimo de manchas solares moteaba su ardiente faz. Cuando bajó la mirada, ya estaba cerca de la ciudad.

Pasado el primer acceso de pánico, Tesla comenzó a controlar sus circunstancias, recordando de repente, que ésta era su tercera visita a aquel lugar, y que ya debía saber en qué consistía. Deseó con todas sus fuerzas aminorar la velocidad, y comprobó que, en efecto, se
reducía,
con lo que tenía más tiempo para estudiar la ciudad a medida que llegaba a su contorno. Cuando la vio por primera vez, su instinto le dijo que parecía una falsificación. Y esa idea quedó confirmada en ese momento. Las tablas de las casas no estaban marcadas por la intemperie, ni siquiera pintadas; las ventanas carecían de cortinas y las puertas de cerraduras. ¿Y tras esas puertas y ventanas? Tesla ordenó a su sistema flotante que se dirigiera hacia una de las casas, y miró por la ventana. Como el tejado estaba mal rematado, la luz entraba entre las rendijas e iluminaba el interior, y Tesla pudo comprobar que estaba vacío. No había muebles, ni ningún otro indicio de que hubiera alguien allí. Ni siquiera tenía el interior dividido en
habitaciones.
El edificio era una completa farsa. Y cabía suponer que con el siguiente ocurriría lo mismo. Tesla fue de casa en casa, por la hilera, para confirmar sus sospechas. En efecto, todas aparecían desiertas.

Al apartarse de la segunda ventana volvió a sentir el tirón sentido en el otro mundo: Kissoon trataba de atraerla hacia sí. Tesla esperaba que Raúl no intentase despertarla ahora, si, como pensaba, su cuerpo seguía presente en el mundo que acababa de dejar. Aunque tenía miedo del lugar donde se encontraba en esos momentos, y un hondo recelo hacia el hombre que la llamaba, su curiosidad la dominaba con más fuerza. Los misterios de Palomo Grove eran ya de por sí, bastante extraños, pero nada de lo que Fletcher le había comunicado con tanto apresuramiento acerca del Jaff, el Arte y la Esencia contribuía mucho a informarla sobre ese lugar. El que tenía las respuestas era Kissoon, a Tesla no le cabía la menor duda de ello. Si conseguía entender entre líneas de lo que Kissoon le dijera, por indirecto y desviado que fuese, quizá comprendiera algo. Y con esa nueva confianza que la invadía, Tesla se sintió mejor ante la perspectiva de volver a la cabaña. Si Kissoon la amenazaba, o si volvía a levantársele la polla, ella se limitaría a marcharse de allí. Eso podía hacerlo perfectamente. La verdad era que podía hacer cualquier cosa, con sólo desearlo con suficiente fuerza. Si era capaz de mirar al sol sin deslumbrarse, tanto más lidiaría con las chapuceras exigencias de Kissoon sobre su cuerpo.

Comenzó a mirar la ciudad, consciente de que
andaba,
o, por lo menos, de que había decidido darse a sí misma el regalo de esa ilusión. Una vez se imaginaba a sí misma allí, como había hecho la primera vez, el proceso de llevar su cuerpo consigo, en carne y hueso, era automático. No sentía el terreno bajo sus pies, ni le costaba el menor esfuerzo caminar, pero llevaba consigo, traía de su otro mundo, la ciencia de avanzar, allí la usaba, sin detenerse a pensar si la necesitaba o no. Tal vez no. Quizá lo único que necesitaba era desearlo para salir volando en la dirección que quisiera. Pero pensó que cuanto más llevase consigo aquel lugar de la realidad que mejor conocía, tanto mayor sería el control que ejercería sobre él. Actuaría de acuerdo con las reglas que hasta hacía poco había considerado universales, y luego, si resultaba que habían cambiado, por lo menos sabría que no era culpa suya. Cuanto más a fondo pensaba en ello, tanto más fuerte se sentía. Su sombra se agrandaba ante ella, y comenzó a sentir que el suelo se calentaba.

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