El gran espectáculo secreto (57 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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A pesar de lo tranquilizador que era tener sentidos naturales, resultaba evidente que a Kissoon no le gustaba. Tesla sentía el tirón con creciente fuerza, como si Kissoon le hubiese metido la mano en el vientre y ahora tirase de ella.

—Muy bien —murmuró—. Ya voy; pero cuando a

me convenga, no a ti.

Había algo más que peso y sombra en su nueva condición, que estaba aprendiendo; también, olor y sonido. Y estos dos últimos le traían sorpresas, y eran desagradables. Un olor repugnante ante su nariz; un olor que Tesla identificó sin la menor duda como de carne pudriéndose. ¿Habría un animal muerto en algún lugar de la calle? Pero, por más que miraba, no veía ninguno. El sonido le dio una segunda pista. Su oído, más agudo que antes, captó el rumor producido por los insectos. Escuchó con atención para descubrir su origen, y, cuando lo adivinó, cruzó la calle en dirección a otra casa. Era tan anónima como las otras por cuyas ventanas había mirado, pero ésta, por lo menos, no estaba vacía; de ella salían el hedor y el ruido, cada vez más fuertes e intensos, confirmando su intuición: había algo muerto detrás de aquella banal fachada. No, muchas cosas, comenzó a recelar. El olor empezaba a resultar insoportable, y le revolvía el estómago, pero necesitaba ver el secreto que la ciudad escondía.

Cuando se hallaba en el centro de la calle, Tesla sintió otro lirón en el vientre. Se resistió, pero, esta vez, Kissoon no estaba dispuesto a soltarla, y volvió a tirar, más fuerte, hasta que Tesla se sintió empujada calle abajo contra su voluntad Apenas se había acercado a la Casa del Hedor, y volvía a estar a veinte metros de distancia de ella.


Quiero ver
—dijo Tesla, con los dientes apretados, esperando que Kissoon la oyese.

Pero, la oyese o no, lo cierto es que volvió a tirar de ella. En esta ocasión, sin embargo, Tesla esperaba el tirón, y luchó activamente contra él, mientras exigía a su cuerpo que avanzara hacia la casa.

—No creas que vas a detenerme —dijo.

A modo de respuesta, Kissoon volvió a tirar, y, a pesar de los esfuerzos de Tesla, consiguió alejarla más y más de su objetivo.

—¡Que te den por el culo! —gritó Tesla, todo lo alto que pudo, llena de furia por aquella interrupción.

Kissoon utilizaba toda esa furia contra ella misma. A medida que Tesla quemaba energía, Kissoon tiraba más, calle abajo, consiguiendo llevarla hasta el extremo de la calle y luego de la ciudad. Tesla nada podía hacer para resistirse: era más fuerte que ella, y cuanto más furiosa se sentía tanto más firme era el tirón, hasta que se vio transportada a gran velocidad, alejándose de la ciudad, víctima inerme de la urgencia de Kissoon; igual que la primera vez que éste la había forzado a ir a la Curva.

Tesla se dio cuenta de que su ira la debilitaba, y debilitaba su resistencia. En vista de ello, se ordenó a sí misma dominar la furia mientras el desierto pasaba raudo por bajo ella.

—Tranquilízate, mujer —se dijo—. Sólo es un matón, ni más ni menos: un matón. Tú, tranquila y serena. —El consejo funcionó. Hizo que su aplomo tomara de nuevo cuerpo en ella, aunque no se concedió el lujo de la satisfacción, y, menos, el de la vanidad. Se limitó a hacer uso del poder que reclamaba para sí misma demostrar una vez más lo que era capaz de conseguir. Kissoon no cedía en su exigencia, desde luego; Tesla sentía su puño en el vientre, tirando tan fuerte como antes, y aquello dolía, aunque se resistió, y siguió resistiéndose, hasta que casi consiguió detenerse.

Kissoon había logrado, por lo menos, una de sus ambiciones. La ciudad era una simple mota en el horizonte, y el regreso, por el momento, estaba por encima de las fuerzas de Tesla. No era seguro, aun cuando hubiera empezado a resistir, que le fuera posible seguir luchando contra los tirones de Kissoon durante esa enorme distancia.

Volvió a ofrecerse silenciosos consejos: «Lo que tienes que hacer en esta ocasión es permanecer quieta un momento y recapitular tu situación.» Había perdido la batalla en la ciudad, eso estaba meridianamente claro. Pero había ganado unas pocas preguntas difíciles que hacer a Kissoon en cuanto, por fin, se viera las caras con él. La primera, cuál era la verdadera fuente del hedor; y, la segunda, por qué tenía tanto miedo de que ella lo viera. Sin embargo, considerando la fuerza que a todas luces tenía, aun a tanta distancia, Tesla se dijo que debería andarse con cuidado. El mayor error que podía cometer en tales circunstancias era dar por supuesto que cualquier control que tuviese sobre sí misma iba a ser permanente: después de todo, ella se encontraba allí por exigencia de Kissoon, y, aunque fuese verdad lo que le había dicho de que era un prisionero en aquella tierra, no cabía la menor duda de que conocía las regulaciones mejor que ella, que ahora estaba, sin el menor género de dudas, en su poder; un poder cuyos límites sólo se podía adivinar. Por lo tanto, tenía que actuar con más cuidado, porque, si no, se arriesgaría a perder el poco control que tenía sobre su actual situación.

Volviendo la vista hacia la ciudad comenzó a moverse en dirección a la cabaña. La firmeza que había adquirido en la ciudad no le había sido arrebatada, pero ahora se movía con una ligereza como nunca hasta ahora había sentido. En cierto modo, era como andar sobre la luna: sus pasos, largos y fáciles; su velocidad, imposible incluso para el más ágil de los corredores. Intuyendo su proximidad, Kissoon ya no tiraba de su vientre, aunque seguía manteniendo su presencia allí, como para recordarle la fuerza que podría utilizar si se lo propusiese.

Delante de ella sólo veía el segundo de los hitos de aquella zona: la torre. El viento gemía contra los entrelazados cables. Tesla aminoró el paso para estudiar mejor la estructura, aunque había muy poco que ver. Medía unos treinta metros de altura, era de acero, y estaba rematada por una simple plataforma de madera cubierta en tres de sus lados por hojas de chapa ondulada. No se imaginaba cuál pudiera ser su objeto. Como atalaya le parecía especialmente inútil, dado que había muy poco que ver desde ella. Y tampoco parecía tener ningún uso técnico. Aparte del tejado de chapa ondulada —y de algo que colgaba del centro— no se veía signo de antenas o de aparatos de control. Pensó en Buñuel, de entre todas las personas del mundo, y en la película suya que más le gustaba,
Simón del Desierto,
una visión satírica de san Simón tentado por el diablo cuando se encontraba haciendo penitencia en la cima de un pilar en medio de no se sabía dónde. A lo mejor aquella torre había sido construida para algún otro sabio masoquista por el estilo. De ser así, se había tornado polvo, o divinidad.

Allí ya no había más que ver, se dijo Tesla, y siguió adelante, pasando junto a la torre y abandonándola a su gimiente y enigmática existencia. Todavía no se veía la cabaña de Kissoon, pero sabía que no podía estar lejos. No había tormenta de polvo en el horizonte que impidiese verla, y la escena que se abría ante sus ojos —el desierto abajo y el cielo arriba— era exactamente lo que recordaba de su primera visita. Eso, por un momento, le pareció extraño: el hecho de que nada, absolutamente nada, pareciera haber cambiado. Tal vez allí nada cambiaba, pensó. Quizás ese lugar era siempre igual. O, como si de un filme se tratara, se proyectaba y se volvía a proyectar, hasta que las perforaciones se rasgaban o la película se quemaba.

Y justo cuando estaba considerando la perdurabilidad, un elemento extraño que ella casi había olvidado interrumpió la secuencia de sus ideas: la mujer.

La vez anterior, con Kissoon tirando de ella hacia la cabaña, Tesla no había tenido oportunidad de establecer contacto con ese otro actor del escenario del desierto. Cierto que Kissoon había tratado de convencerla de que aquella mujer no era más que un espejismo: una proyección de sus pensamientos eróticos, y que ella debía evitarla. Pero ahora que se encontraba lo bastante cerca de ella para poder llamarla, Tesla se dijo que una explicación sería lo mejor. Por perverso que Kissoon, y Tesla no dudaba de que tendría sus momentos de perversidad, saltaba a la vista que aquella figura femenina no era una fantasía de la masturbación. Cierto que iba casi desnuda, y que los harapos que llevaba encima resultaban insuficientes para cubrir todo su cuerpo. Cierto, también, que en su rostro se traslucía la inteligencia. Pero varios mechones de su larga cabellera parecían haber sido arrancados; la sangre se le había resecado hasta adquirir un color pardo oscuro en las mejillas y la frente; su cuerpo, delgado, estaba muy magullado, con arañazos curados a medias en los muslos y los brazos. Tesla sospechó que bajo los restos de lo que quizá fue un vestido blanco en otro tiempo había una herida más profunda. La tela aparecía pegada a la cintura, y la mujer se apretaba el vientre con las manos, casi doblada en dos de dolor. Aquella mujer no era una ilustración de revista pornográfica, existía en el mismo plano que Tesla, y estaba sufriendo.

Tal y como Tesla había sospechado, Kissoon se dio cuenta de que hacía caso omiso de su advertencia de permanecer alejada, de aquella mujer y volvía a tirar muy fuerte de Tesla. Pero ésta se encontraba perfectamente preparada para resistir. En lugar de enfurecerse ante tanta exigencia, lo que hizo fue mantenerse inmóvil, conservando toda su calma. Los dedos mentales de Kissoon lucharon por encontrar asidero, luego empezaron a resbalar entre los intestinos de Tesla. Volvieron a asirse, y resbalaron de nuevo; una vez más se asieron, mientras Tesla seguía inmóvil y serena, con la mirada puesta todo el tiempo en la mujer, la cual estaba erguida en ese momento, y ya no se apretaba el vientre. Tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Tesla, muy despacio, comenzó a ir hacia ella, mientras conservaba la calma lo mejor que le era posible, negando de esa forma cualquier asidero a los dedos mentales de Kissoon. La mujer no hizo movimiento alguno, ni de avance ni de retroceso. Con cada paso, Tesla la veía cada vez mejor. Contaría unos cincuenta años y los ojos, aunque hundidos en sus cuencas, eran lo más vivo de toda ella. El resto pura fatiga. En torno al cuello llevaba una cadena de la que colgaba una sencilla cruz. Era lo único que le quedaba de la vida que debió de haber llevado en otro tiempo, antes de perderse en aquel desierto.

De pronto, la mujer abrió la boca, y una expresión de angustia apareció en su rostro. Comenzó a hablar, pero sus cuerdas vocales no estaban lo bastante fuertes, o sus pulmones eran demasiado pequeños, para que las palabras cruzasen la distancia que mediaba entre ambas.

—Espera —dijo Tesla, temiendo que la mujer agotase la poca energía que le quedaba—. Espera a que yo me acerque.

Ella no le hizo caso, la entendiera o no, y empezó a hablar de nuevo, repitiendo algo una y otra vez.

—No te oigo —gritó Tesla, al tiempo que observaba que la angustia de la mujer estaba dando a Kissoon el asidero que éste buscaba—, te digo que esperes —añadió apresurándose—. Y entonces comprendió que la expresión de la mujer no era angustia en absoluto, sino miedo. Que sus ojos no miraban a Tesla, sino a otra parte. Y que la palabra que repetía una y otra vez era:
«¡Lix! ¡Lix!»

Llena de horror, Tesla se volvió y vio que el desierto, a sus espaldas, hervía de seres Lix: una docena, a primera vista; dos, si miraba mejor. Todos eran exactamente iguales, como serpientes de las que se hubiera borrado cualquier señal o marca distintiva, y tenían la misma longitud: tres metros de músculo que se contorsionaba y se retorcía, acercándose a Tesla a toda velocidad. Tesla había pensado, por el primero que vio, apenas y de lejos, la vez anterior, y que le había abierto la puerta, que carecía de boca, pero en eso se equivocaba: todos tenían agujeros negros abiertos de par en par y provistos de dientes negros ya se preparaba para resistir el ataque cuando se dio cuenta, demasiado tarde, de que aquellas bestias estaban allí a modo de finta. Kissoon, de pronto, asió su intestino y dio un tirón. El desierto se deslizó bajo sus pies, y los Lix se apartaron, dejándola pasar entre todos ellos.

Y ante sus ojos, la cabaña. En pocos segundos se vio en el umbral, y la puerta se abrió al mismo tiempo.

—Venga, entra —dijo Kissoon—. Has tardado mucho.

Abandonado en el apartamento de Tesla, lo único que Raúl podía hacer era esperar. Sabía perfectamente a dónde había ido, y quién la había llamado; pero, sin medio de acceso, no podía hacer nada. Esto no significaba que no
intuyese
a Tesla. Su sistema había sido tocado dos veces por el Nuncio, de modo que sentía que Tesla no estaba lejos de él.

Cuando, en el coche, Tesla intentó describirle lo que había sentido durante su viaje a la Curva, Raúl, por todos los medios, quiso expresar algo que había aprendido a comprender en los años pasados en la Misión. Pero su vocabulario no estaba a la altura de esta tarea. Y seguía sin estarlo. Sus sentimientos, sin embargo, influían ahora profundamente en su manera de sentir, de intuir la cercanía de Tesla.

Ella estaba en otro lugar; pero el lugar, a fin de cuentas, no era más que otro estado del ser, y todos los estados, si encontraban los medios adecuados, podían hablarse entre sí. El mono y el hombre, el hombre y la luna. Esto no tenía nada que ver con las tecnologías, sino con la indivisibilidad del Mundo. De la misma manera que Fletcher había hecho al Nuncio con una mezcla de disciplinas, sin cuidarse de las fronteras entre la ciencia y la magia, o entre la lógica y el absurdo; de la misma manera que Tesla se movía ahora entre realidades como una niebla soñadora, retando las leyes vigentes; de la misma manera que él había pasado de lo simiesco en apariencia a lo humano en apariencia, sin saber nunca dónde se pasaba de lo uno a lo otro, o siquiera si se pasaba; así sabía Raúl en aquel momento que podría encontrar el paradero de Tesla con sólo que tuviera el ingenio o las palabras imprescindibles, pero lo cierto era que carecía de ambas cosas. Las tenía muy cerca, como están cerca todos los espacios y todos los tiempos, por ser parte del mismo paisaje mental, pero no conseguía ponerlas en acción. Eso estaba aún fuera de su alcance.

Lo único que podía hacer era
saber
y esperar, lo que, a su manera, resultaba mucho más doloroso que creerse abandonado.

—Eres un cerdo y un embustero —soltó ella en cuanto hubo cerrado la puerta.

El fuego ardía con fuerza. Había muy poco humo. Kissoon estaba al otro lado, mirándola con fijeza; sus ojos brillaban más de como Tesla los recordaba de la vez anterior. Había excitación en ellos.

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