El gran espectáculo secreto (77 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Tesla se acordó del dolor misterioso que había sentido la noche anterior, al salir de la carretera. Como si el mundo entero se ladease hacia un abismo.

—Sí —dijo—, y tanto que lo adivinamos.

—En los próximos días pienso que vamos a ver a mucha gente reaccionando ante eso. Nuestras mentes tienen un equilibrio muy delicado; resulta fácil hacerlas caer. Y yo me encuentro en una ciudad llena de gente que se halla al borde mismo de la caída. Tengo que seguir aquí.

—¿Y qué
hacemos nosotros
si la caballería no viene en nuestra ayuda? —preguntó Tesla.

—Pues que el que da las órdenes en el Pentágono es un incrédulo, te aseguro que abundan, o un agente del Iad.

—¿Pero es que el Iad tiene agentes?

—Por supuesto que sí. No son muchos, pero te aseguro que bastantes. Hay gente que
adora
al Iad, aunque le den otros nombres. El Iad, para ellos, es la Segunda Venida.

—¿Pero es que hubo una Primera Venida?

—Ésa es otra historia. Pero, sí, al parecer la hubo.

—¿Cuándo?

—No hay datos muy fidedignos, si eso es lo que te interesa saber. Nadie sabe qué aspecto tienen los Iad. Pienso que deberíamos rezar para que tengan el tamaño de ratones.

—Yo no rezo —dijo Tesla.

—Pues deberías hacerlo —contestó D'Amour—, ahora que sabes todo cuanto anda suelto por ahí, junto a nosotros, sería buena cosa que rezaras. Mira, debo irme. Siento no poder serte de más utilidad.

—También yo lo siento.

—Pero, a juzgar por lo que me has dicho, no estás sola.

—No, tengo aquí a Hotchkiss, y a un par de…

—No, me refiero a ese tipo de ayuda. Norma dice que allí tenéis también a un salvador…

Tesla contuvo la risa.

—Pues no veo a ninguno. —respondió—. ¿Qué aspecto tiene?

—Norma no está segura del todo. Unas veces dice que es un hombre, otras, que una mujer. En ocasiones que ni siquiera es humano…

—Pues sí que me ponéis fácil la identificación.

—Bueno, es igual, de él, o de ella, o de ello, dependerá que se restablezca el equilibrio.

—¿Y si no se restablece?

—Salir lo antes posible de California. Rápido

Esta vez sí que Tesla rompió a reír, y bien fuerte.

—Pues, oye, muchas gracias por la ayuda —dijo.

—Permanece tranquila —contestó D'Amour—. Como mi padre solía decir, si no sabes aguantar una broma, lo mejor es que te borres.

—¿Que me borre de qué?

—De la carrera —repuso D'Amour, y cortó la comunicación.

La línea zumbó. Tesla escuchó el ruido producido por el murmullo de conversaciones lejanas. Grillo apareció en el vano de la puerta.

—Esto se parece cada vez más a un viaje suicida —anunció—. No tenemos equipamiento, ni siquiera disponemos de un mapa del sistema en que nos vamos a meter.

—¿Y por qué no?

—Pues porque no existen. Al parecer, la ciudad fue edificada sobre un terreno que se mueve continuamente.

—¿Tenéis alguna alternativa? —preguntó Tesla—. El Jaff es el único hombre… —Se calló de pronto.

—El único hombre, ¿qué? —dijo Grillo.

—No, nada…, pero, ahora que lo pienso, digo yo que será un hombre como los demás, ¿verdad?

—No te entiendo.

—D'Amour dice que por aquí tenemos un salvador. Alguien que no es humano. Tiene que referirse al Jaff, ¿no? A ningún otro le encaja esa descripción.

—La verdad es que no me parece que el Jaff sea un salvador —dijo Grillo.

—Pues entonces tendremos que persuadirle, aunque sea crucificándole —fue la respuesta de Tesla.

V

La Policía había llegado ya a Grove para cuando Tesla, Witt, Hotchkiss y Grillo salieron de la casa con objeto de empezar el descenso. Había luces encendidas en la colina, y las sirenas de las ambulancias hendían el aire. A pesar de tanto ruido y de toda aquella actividad, no había señal alguna de los habitantes de la ciudad, aunque era de suponer que algunos seguirían aún en sus casas. O se encontraban escondidos con sus sueños en pleno deterioro, como Ellen Nguyen, o encerrados, lamentando su desaparición. Grove era una verdadera ciudad fantasma. Cuando los aullidos de las sirenas llegaron a sus calles, el silencio que reinaba en las cuatro barriadas era más profundo que cualquier medianoche. El sol asestaba sus rayos contra las aceras desiertas, los patios desiertos, las calles desiertas. No había niños jugando en los columpios, ni se oía ruido de televisores, de radios, de segadoras automáticas, de batidoras eléctricas, de acondicionadores de aire… Los semáforos todavía cambiaban de color en los cruces, pero —con excepción de los coches patrulla y de las ambulancias, cuyos conductores, además, hacían caso omiso de ellos— nadie transitaba por las calles. Incluso las manadas de perros que vieron antes, en la oscuridad que precede al amanecer, habían ido a hacer cosas que les apartaban de la luz pública. El esplendoroso sol, que iluminaba una ciudad desierta, los había espantado, incluso a ellos.

Hotchkiss había preparado una lista de las cosas que necesitarían si querían tener la menor esperanza de llevar a cabo el descenso propuesto: botas, antorchas, y unas pocas prendas de ropa. La primera parada del viaje la llevarían a cabo en la Alameda. De los cuatro, William fue el que más angustiado quedó ante el aspecto que la calle ofrecía cuando llegaron a ella. Todos los días de su vida, desde que empezara a trabajar, había visto la Alameda llena de gente, desde el comienzo de la mañana hasta el atardecer; pero, ahora, no había nadie. Las lunas nuevas de los escaparates, rotos por Fletcher, relucían. Los productos dispuestos en los escaparates resultaban tentadores, mas no había ni vendedores ni compradores. Todas las puertas permanecían cerradas, todas las tiendas, silenciosas.

Había una excepción: la tienda de animales. A diferencia de todos los demás negocios de la Alameda, éste estaba abierto como de costumbre, la puerta de par en par; sus productos ladraban, chillaban, maullaban, formando un gran estrépito. Mientras Hotchkiss y Grillo iban a saquear otras tiendas para reunir el equipamiento que necesitaban, Witt asió a Tesla del brazo y la condujo a la tienda de animales. Ted Elizando estaba ocupado en llenar los biberones para sus gatitos, y no pareció sorprendido ante la presencia de clientes. Aunque, en realidad no dijo nada. Ni siquiera saludó a William por su nombre, a pesar de que, desde el primer momento, Tesla se dio cuenta de que se conocían.

—¿Qué, Ted, estás solo esta mañana? —preguntó Witt.

El otro asintió. Llevaba dos o tres días sin afeitarse ni ducharse.

—Yo… no quería levantarme…, pero tenía que hacerlo. Por los animales.

—Desde luego.

—Se morirían si no vengo a cuidarles —prosiguió Ted, con la voz lenta, estudiada, de la persona que hace un esfuerzo por dar coherencia a sus palabras. Mientras hablaba, abría la jaula que tenía al lado y sacaba a una de las gatitas del nido de papel de periódico en el que estaba echada. La gatita reposó sobre su brazo, con la cabeza contra la curva del codo, y Ted la acarició. Al animal le gustó esa atención, y curvó el lomo al recibir cada lento movimiento de la mano de su amo.

—Yo diría que no queda nadie en la ciudad para comprarlos —dijo William.

Ted se quedó mirando a la gatita.

—¿Y qué voy a hacer? —preguntó en voz baja—. No puedo seguir alimentándolos indefinidamente, ¿verdad que no? —Su voz se hacía más baja con cada palabra que decía, hasta que apenas se oyeron sus susurros—. ¿Qué le ha ocurrido a todo el mundo? —preguntó—. ¿A dónde han ido?, ¿a dónde ha ido todo el mundo?

—Por ahí, Ted —dijo William—. Se han marchado de la ciudad. Y pienso que no volverán.

—¿Crees que también yo debería irme?

—Sí, es probable que sea lo mejor —respondió William.

Ted pareció anonadado.

—¿Y qué va a ser de los animales?

Fue la primera vez, al contemplar la angustia de Ted Elizando, que Tesla cayó en la cuenta del alcance de la tragedia de la ciudad de Grove. Cuando iba por las calles llevando recados para Grillo, pensaba en un argumento sobre su destrucción. El guión trataba de una bomba en una maleta, con los habitantes de Grove, llenos de apatía, arrojando de allí al profeta justo en el momento de la explosión. El relato imaginado por Tesla no estaba muy lejos de la verdad. La explosión había sido lenta y sutil, en lugar de rápida y fuerte, pero había tenido lugar de todas formas, y había despejado las calles, dejando sólo a unos pocos —como Ted—, recogiendo de entre sus ruinas, los escasos residuos de vida animal que pudieran quedar en la ciudad. Este guión era una especie de venganza imaginaria contra la suave, complacida y complaciente existencia de Grove. Pero en esos momentos, pensándolo mejor, Tesla se dijo que ella se había mostrado tan arrogante como los mismos habitantes de la ciudad; se había sentido tan segura de su superioridad moral como de su invulnerabilidad. Y en eso había un auténtico dolor. Una auténtica pérdida. Las personas que vivían en Grove y lo habían abandonado no eran muñecos de cartón, cada uno tenía su vida, su familia, sus animales; habían formado sus hogares allí pensando que aquél era su lugar en el sol, donde estarían seguros. Tesla se dijo que, en realidad, ella no tenía derecho para juzgarles.

No podía soportar la vista de Ted, que acariciaba a la gatita con tanta ternura como si aquel animalito fuera el único resquicio de cordura que le quedaba. Dejó que siguiese hablando con Witt y ella salió al sol de la calle. Anduvo hacia la esquina por si desde allí, podía ver «Coney Eye» por entre los árboles. Oteó la cima de la colina hasta conseguir divisar la hilera de palmeras frondosas que flanqueaban la calzada. Entre ellas apenas se veía la fachada de colores de la casa de los sueños de Buddy Vance. Era menguado consuelo; pero, por lo menos, la estructura del edificio seguía en pie. Tesla había temido que el boquete abierto en su interior hubiera crecido sin cesar desintegrando la realidad, hasta consumir toda la casa. No se atrevía a abrigar la esperanza de que se hubiera cerrado por sí solo; mas algo, en su interior, le decía que nada de eso había ocurrido. Pero si, por lo menos, se había estabilizado sin aumentar, ya era algo. Y si ellos intervenían rápidamente y localizaban al Jaff, quizá pudieran dar con alguna manera de remediar el mal que éste había causado.

—¿Ves algo? —la preguntó Grillo.

Llegaba con Hotchkiss, y ambos iban cargados con su botín: rollos de soga, antorchas, pilas, una selección de jerseys.

—Allí abajo hará frío —le explicó Hotchkiss, cuando Tesla les preguntó al respecto—, mucho frío, y humedad probablemente.

—Podemos elegir —dijo Grillo, con forzado buen humor—: nos ahogamos, nos congelamos o nos caemos.

—Me gusta tener alternativas —observó Tesla, preguntándose si una segunda muerte sería tan desagradable como la primera había sido. «Lo mejor —se dijo— es que no pienses en ello. Para ti no va a haber más resurrecciones.»

—Bueno, estamos listos —dijo Hotchkiss—. ¿Y Witt?

—En la tienda de animales —contestó Tesla—. Iré a buscarle.

Volvió sobre sus pasos y dio la vuelta a la esquina. Witt había salido de la tienda y se encontraba mirando otro escaparate.

—¿Has visto algo? —preguntó ella.

—Esta es mi oficina —respondió él—. Mejor dicho,
era.
Yo solía trabajar
ahí.
—Señaló, tocando la luna con la punta del dedo—, en esa mesa que tiene una planta.

—Una planta muerta —observó Tesla.

—Aquí todo está muerto —replicó Witt con extraña vehemencia.

—No seas tan derrotista —le riñó ella.

Le hizo regresar con rapidez al coche, donde Hotchkiss y Grillo habían terminado ya de cargar el equipo.

Por el camino, Hotchkiss les explicó su plan con sencilla claridad.

—Ya le he dicho a Grillo, que es completamente suicida lo que vamos a hacer. Sobre todo para ti —añadió, mirando el reflejo de Tesla en el espejo retrovisor; no aclaró su observación, y pasó a los aspectos prácticos del asunto—. No tenemos nada de lo que necesitamos. Lo que hemos encontrado en las tiendas es sólo para uso doméstico y no nos salvará la vida si se produce una crisis. Además, carecemos de la práctica necesaria en estos casos. Todos. Yo, por mi parte, he hecho algo de montañismo, pero eso ocurrió hace mucho tiempo. La verdad es que en esto soy un simple teórico. Y no creáis que el sistema que vamos a explorar es fácil. Hay buenas razones para que no fuera posible recuperar el cadáver de Vance Allá abajo murieron hombres…

—Eso no ocurrió a causa de las cuevas —lo interrumpió Tesla—, sino del Jaff.

—Pero no volvieron a descender —indicó Hotchkiss—. De sobra sabemos que nadie deja abandonado a un hombre muerto allí abajo sin entierro como es debido, pero bastaba y sobraba con lo que habían pasado.

—Pues tú bien que estabas dispuesto a bajar conmigo hace unos pocos días —le recordó Grillo.

—Sí, pero tú y yo solos —repuso Hotchkiss.

—O sea, lo que quieres decir es que no iba una mujer con vosotros, ¿verdad? —intervino Tesla—. Bien, hablemos claro. La verdad es que no me hace mucha gracia meterme bajo tierra cuando da la impresión de que ésta se traga a todo el que baja allí, pero valgo tanto como cualquier hombre, para lo que sea, siempre y cuando no necesite una polla. No soy más estorbo que Grillo para esta empresa. Perdona, Grillo, pero es la pura verdad. Bajaremos todos, y no va a ocurrimos nada. El problema no se encuentra en las cuevas en sí, sino en lo que se esconde en ellas. Y con el Jaff yo tengo más posibilidades de salir del paso que ninguno de vosotros. Conozco a Kissoon; he oído de su boca las mismas mentiras que el Jaff
.
Tengo una sospecha bastante fundada sobre la razón de que se convirtiera en lo que es ahora. Y si necesitamos persuadirle de que nos ayude, yo me encargaré de hacerlo.

Hotchkiss no respondió, y guardó silencio, por lo menos hasta que estacionaron el coche y descargaron el exiguo equipo. Sólo entonces volvió a detallar sus instrucciones. En esta ocasión no hizo alusión alguna a Tesla.

—Propongo que sea yo el que vaya en cabeza —dijo—; Witt irá detras de mí, y usted, Miss Bombeck, detrás de él. Grillo puede ir el último.

«Menuda ristra de perlas —pensó Tesla—. Y yo en el centro, posiblemente porque Hotchkiss no tiene mucha fe en mi musculatura.» No discutió. Él iba a la cabeza de la expedición, que, a su modo de ver, era tan temeraria como Hotchkiss mismo había dicho; por ello sería un error minar su autoridad precisamente cuando se hallaban a punto de emprender el descenso.

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