La camisa de Raúl estaba desabrochada, y en torno a su cuello Tesla vio un objeto conocido: el medallón del Enjambre. Entonces, una sospecha la asaltó; no era Raúl, en absoluto. Sus maneras no eran las propias de un Nunciato asustado como el que ella había conocido en la Misión de Santa—Catrina. Había alguien detrás de aquel rostro casi simiesco: el hombre que le había mostrado el enigmático sello del Enjambre por primera vez.
—
¡Kissoon!
—exclamó Tesla.
—Me has estropeado la sorpresa —dijo él.
—¿Qué has hecho con Raúl?
—Lo he echado de casa. He ocupado su cuerpo. No fue difícil. Tenía mucho Nuncio en su interior, y eso le hizo accesible. Le atraje a la Curva, igual que te atraje a ti. Pero Raúl no tuvo el ingenio de resistirme como hicisteis tú y Randolph. Se me rindió en seguida.
—Lo has asesinado.
—Oh, no —dijo Kissoon, con voz alegre—. Su espíritu sigue vivito y coleando. Está impidiendo que mi carne caiga en el fuego hasta que regrese por ella. Alguna vez volveré a reocuparla, en cuanto pueda sacarla de la Curva. No quiero estar en
ésta.
Es repulsiva.
Se acercó a ella de pronto, ágil como sólo Raúl sabía serlo, y la agarró de un brazo. Tesla chilló al sentir la fuerza de su mano y él volvió a sonreír, arrinconándola con dos pasos rápidos, con el rostro a unos centímetros del suyo, en lo que tarda un latido un corazón.
—
Te tengo
—dijo el.
Tesla miró por encima de su hombro, hacia la puerta, donde Grillo miraba al abismo contra el que las olas de la Esencia rompían con creciente frecuencia y ferocidad. Gritó su nombre, pero él no reaccionó. Su rostro estaba cubierto de sudor, y le goteaba saliva de la mandíbula caída. Se hallaba ausente, no se sabía dónde, pero ausente.
Si Tesla hubiese sido capaz de entrar en el cráneo de Grillo, hubiera comprendido su fascinación. Una vez cruzado el umbral de la casa, los inocentes habían desaparecido de su mente, ocupando su puesto un desastre mucho más cortante. Sus ojos estaban fijos en la espuma, y en ella veía verdaderos horrores. Muy cerca de la orilla había dos cuerpos, arrojados hacia el Cosmos y luego vueltos a coger por la marea que amenazaba con ahogarlos. Los conocía, a los dos, aunque sus rostros habían cambiado mucho. Uno de ellos era Jo-Beth McGuire. El otro, Howie Katz. Más allá, entre las olas, Grillo vislumbró una tercera figura, pálida contra el cielo. A ése no lo conocía. En su rostro parecía no haber carne alguna por la que reconocerle. Era una cabeza de muerto, que cabalgaba sobre las olas.
Pero el auténtico horror comenzaba más allá. Formas macizas, y el aire en el que se movían estaba empapado de actividad, como si moscas del tamaño de pájaros se concentrasen para alimentarse de su fealdad. Los Uroboros del Iad. Incluso en un momento como ése, su mente, hipnotizada como estaba, buscaba (inspirada por Jonathan Swift) palabras con que describir lo que estaba viendo, pero su vocabulario empobrecía cuando se trataba de describir el mal. Depravación, iniquidad, impiedad; ¿qué eran esos simples estados mentales ante esencias tan irredimibles? Meros pasatiempos y diversiones. Simples entremeses entre platos fuertes más viles y sucios aún. Grillo casi envidió a los que estaban más cerca de tales abominaciones, diciéndose que la cercanía quizá facilitara la comprensión…
Sacudido en el tumulto de las olas, Howie hubiera podido explicar a Grillo alguna que otra cosa. A medida que los Iad se cerraban sobre ellos, Howie recordó en qué lugar había sentido antes aquel horror: en el matadero de Chicago, donde había trabajado dos años antes. Eran recuerdos del mes pasado allí lo que llenaba su mente en esos momentos. El matadero, en pleno verano. la sangre coagulándose en los canalones, los animales vaciando sus vejigas y sus entrañas al ruido de las muertes que tenían lugar ante sus mismos ojos. La vida se convertía en carne con un solo disparo. Howie trató de ver más allá de aquellas asquerosas visiones, de mirar a Jo-Beth, con la que había llegado hasta allí, llevados los dos por una marea que les había mantenido juntos, pero que no pudo dejarles en la orilla con la rapidez suficiente para salvarles de' los matarifes que les pisaban los talones. Pero el consuelo de verla, que hubiera endulzado sus últimos momentos, le fue negado por que lo único que veía era el ganado en las rampas, y la mierda y la sangre que limpiaban con mangueras, y las carcasas pataleantes que se enganchaban una a una por una pata rota y se enviaban al departamento de desentrañamiento. Era el horror que llenaría su mente por siempre, y para siempre.
El lugar situado más allá del oleaje era tan visible a sus ojos como la misma Jo-Beth, de modo que no tenía la menor idea de lo lejos que pudiera estar, o de lo
cerca.
Si hubiese tenido el don de larga vista, Howie hubiera visto al padre de Jo-Beth, caído y apático, hablando con la voz de Tommy-Ray:
—
…ya estamos aquí… ¡Ya llegamos…!
Y a Grillo, contemplando, absorto, los Iad; y a Tesla a punto de perder la vida a manos de un hombre al que estaba gritando en aquel momento:
—
¡Kissoon!,
¡por piedad, míralos!
¡Mira!
Kissoon miró hacia el abismo, y al cargamento que las olas llevaban.
—Los veo —dijo.
—¿Y crees acaso que se preocupan lo más mínimo por ti? ¡Si consiguen llegar, tú estás tan muerto como todos nosotros!
—No —dijo él—. Ellos empiezan un mundo nuevo, y yo me he ganado mi sitio en él. Y un sitio bien alto. ¿Sabes cuántos años he esperado este momento? ¿Preparándolo, planeándolo, asesinando? Me recompensarán.
—¿Firmaste un contrato con ellos? ¿Lo tienes por escrito?
—Soy su liberador. Yo hice posible todo esto. Hubieras debido unirte a mí en la Curva, prestándome tu cuerpo por una temporada, y yo te hubiese protegido. Pero no. Tenías tus propias ambiciones. Como
él.
—Y miró a Jaffe—. Ése es igual que tú. Tenía que tener su parte. Lo único que habéis conseguido los dos es atragantaros con esa parte. —Sabiendo que Tesla no podía abandonarle ahora, pues no le quedaba refugio alguno al que huir, Kissoon la soltó y dio un paso hacia Jaffe—. Éste se acercó más que tú, pero entonces tenía
cojones.
Los alaridos de alegría de Tommy-Ray no salían ya de Jaffe, el cual se limitaba a gemir bajo, y no estaba claro si aquellos gemidos eran del padre, o del hijo, o de ambos al tiempo.
—Mira —ordenó Kissoon al atormentado rostro—. Jaffe, mírame
¡Quiero que mires!
Tesla miró hacia el abismo. ¿Cuántas olas tendrían que romper aún en la orilla para que los Iad llegasen? ¿Una docena?, ¿media?
La irritación que Kissoon sentía por causa de Jaffe aumentaba por momentos. Comenzó a sacudirle.
—
¡Mírame, maldito seas!
Tesla dejó que se enfureciera. Eso le daba un momento de tregua a ella; un momento en el que quizá pudiera, aunque fuese un poco por los pelos, comenzar de nuevo el proceso de traslado a la Curva.
—¡Despierta y mírame, cabrón! ¡Soy Kissoon! ¡Salí de allí!
¡Salí de allí!
Tesla incluyó esa arenga en la escena que estaba imaginando. Nada podía ser excluido de ella: Jaffe, Grillo, la entrada del Cosmos, y, por supuesto, la entrada a la Esencia. Todo eso tenía que ser devorado; y también ella, la devoradora, tendría que formar parte del traslado. Masticada y escupida en otro tiempo.
Los gritos de Kissoon cesaron de pronto.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, volviéndose luego a ella.
Sus facciones robadas, no acostumbradas a expresar ira, estaban grotescamente contraídas. Pero Tesla no se dejó distraer por ese espectáculo. También esa ira formaba parte de la escena que iba a devorar. Se sentía a la altura de las circunstancias.
—¡
No tendrás la osadía…!
—gritó Kissoon—.
¿Me oyes?
Tesla le oyó, y comió.
—¡Te lo advierto! —gritó Kissoon mientras avanzaba hacia ella—.
¡No se te ocurra!
En algún recoveco de la memoria de Randolph Jaffe hallaron eco esas cuatro palabras y el tono de voz con que fueron dichas. Él había estado alguna vez en una cabaña con aquel mismo hombre, que las había dicho de la misma manera. Recordó el calor rancio de la cabaña, y el olor de su propio sudor. Recordó al escuálido y huesudo viejo, sentado en cuclillas al otro lado del fuego. Y, sobretodo, recordó el diálogo, que volvía ahora a su memoria desde el pasado:
—
¡No se te ocurra…!
—
¡Como un trapo rojo ante los ojos de un toro, decirme a mí que pare! ¡Con la de cosas que he visto! ¡Con la de cosas que he hecho…!
Estimulado por esas palabras, Jaffe recordó un movimiento. Su mano bajaba al bolsillo de la chaqueta, encontraba un cuchillo de hoja roma que esperaba allí. Un cuchillo con apetito de abrir cosas selladas y secretas. Como, cartas; como cráneos.
Volvió a oír las palabras:
—
¡No se te ocurra…
!
…y abrió los ojos a la escena que se estaba desarrollando ante él. Su brazo, mera parodia del fuerte miembro que había tenido antes, bajó al bolsillo. Durante todos aquellos años nunca había dejado el cuchillo fuera de su alcance. Seguía estando romo. Seguía estando hambriento. Los carcomidos dedos se cerraron en torno al mango. Sus ojos enfocaron la cabeza del hombre que había vuelto a hablar desde el fondo de sus recuerdos. Era un blanco fácil.
Por el rabillo del ojo, Tesla observó el movimiento de la cabeza de Jaffe; le vio apartarse con gran dificultad de la pared y comenzar a sacar el brazo derecho del bolsillo. No vio lo que tenía en él, por lo menos hasta al último momento, cuando los dedos de Kissoon apretaban su cuello y los lixes pululaban en torno a sus piernas. Tesla no permitió que ese ataque interrumpiera el traslado. También el ataque entró a formar parte de lo que estaba devorando. Y ahora, Jaffe, y su mano alzada. Y el cuchillo que ella acabó por ver en la mano alzada. Alzada, y cayendo, hundiéndose en el cuello de Kissoon, debajo de la nuca.
El brujo gritó; sus manos soltaron la garganta de Tesla y se dirigieron hacia la nuca, para protegerse. A Tesla le encantó el grito. Era el dolor de su enemigo. Sintió que su poder crecía por encima de aquel grito, y que la tarea que se había impuesto se volvía de repente más fácil que nunca, como si parte de la fuerza de Kissoon pasase ahora a ella junto con su voz. Sintió el espacio que ocupaban en su boca mental y se apresuró a masticarlos también. La casa se estremeció cuando un enorme pedazo se desprendió para desaparecer en los momentos cerrados de la Curva.
Inmediatamente, luz.
La luz del alba perpetua de la Curva, entrando a raudales por la puerta. Con el mismo viento que había soplado en su rostro siempre que Tesla había estado allí, ahora soplaba por el vestíbulo, y arrastró consigo una parte de la mancha del Iad, se la llevó lejos, por el páramo. Con su paso, Tesla vio la mirada vidriosa de Grillo; éste se asía al quicio de la puerta, mirando la luz, con los párpados entornados y moviendo violentamente la cabeza, como un perro enloquecido por las pulgas.
Con su creador herido, los lixes habían renunciado al ataque; aunque Tesla no tenía la esperanza de que la dejasen en paz mucho tiempo. Antes de que Kissoon pudiera volver a azuzárselos, Tesla se dirigió a la puerta, deteniéndose sólo el instante preciso para empujar a Grillo, haciendo que anduviese delante de ella.
—¿Pero qué has hecho, en el nombre de Dios? —preguntó Grillo cuando ambos salieron a la blanqueada tierra del desierto.
Tesla le alejo a toda prisa de las estancias trasladadas de sitio, que ahora, sin una estructura protectora en torno que amortiguara el choque de las olas de la esencia, empezaban a desmoronarse por las esquinas.
—¿Qué quieres —le contestó Tesla—, buenas noticias o malas?
—Quiero las buenas.
—Esto en la Curva. Y me traje parte de la casa conmigo.
Ahora que casi lo había hecho no conseguía creérselo.
—¡Lo he hecho! —añadió, como si Grillo estuviera contradiciéndola—. ¡Con dos cojones!, ¡
lo he hecho!
—¿También al Iad? —preguntó Grillo.
—Con el abismo, y con todo lo que había al otro lado.
—Entonces, ¿cuáles son las malas noticias?
—Que esto es Trinidad, ¿recuerdas?, ¿punto cero?
—¡Dios mío!
—Y eso… —señaló a una torre de acero, que no estaría a más de medio kilómetro de distancia de donde ellos se encontraban— es la bomba.
—¿Y cuándo hace explosión? ¿Tenemos tiempo…?
—No lo sé —dijo Tesla—. Puede que no estalle mientras Kissoon esté vivo. Lleva muchos años demorando ese momento.
—¿Hay alguna salida?
—Sí.
—¿Por dónde? Vámonos.
—No pierdas el tiempo con deseos, Grillo; de aquí no salimos vivos.
—Pero si nos has traído con el
pensamiento,
sácanos con el pensamiento también.
—No, es que yo me quedo. Quiero verlo todo hasta el final.
—Éste
es
el fin —dijo Grillo, señalando hacia atrás, al pedazo de la casa—. Mira.
Las paredes se venían abajo entre nubes de polvo de yeso, cuando las olas de la Esencia rompían contra ellas.
—¿Qué más
fin
quieres? ¡Vamonos de aquí de una puñetera vez!
Tesla buscó algún rastro de Kissoon o de Jaffe en toda aquella confusión, pero el éter del mar de los sueños se derramaba en todas direcciones, demasiado espeso para poder ser dispersado por el viento. Estarían por allí, pero fuera de su vista.
—¡Tesla! ¿Me estás escuchando?
—La bomba no estallará hasta que Kissoon muera —intentó explicarle Tesla—. Él domina el momento…
—Ya me lo has dicho.
—Si quieres salir de aquí a todo correr a lo mejor tienes tiempo. Es por ahí. —Tesla señaló hacia un punto situado más allá de la nube, cruzando la ciudad, al otro lado—. Será mejor que no pierdas el tiempo.
—Piensas que soy un cobarde.
—¿Acaso he dicho eso?
Una oleada de éter se aproximaba, enroscándose, hacia ellos.
—Si quieres irte,
vete
—repitió Tesla, con la mirada fija en los escombros del salón y del vestíbulo de «Coney Eye».
Encima, apenas visible a través de las salpicaduras de la Esencia, estaba el abismo, colgando del aire. En el tiempo de dos parpadeos había crecido al doble de su tamaño anterior, abriéndose violentamente de par en par. Tesla se preparó para ver salir a los gigantes. Pero lo primero con que su mirada se encontró fue con formas humanas, dos personas, baqueteadas por las olas contra la árida orilla.