El gran espectáculo secreto (85 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Aquí sólo estoy yo —fue la respuesta.

Hotchkiss miró al hombre llamado Raúl, que ya no estaba sentado en medio del estiércol, sino en pie, inclinado sobre él; todavía con la polla tiesa y cubierto de chinches, y con uno de los lixes en torno a su cuello. Se había metido en la boca dos dedos de la mano abierta, acariciándose con ellos la garganta.

—Tú no eres Raúl —jadeó Hotchkiss.

—No.

—¿Quién…?

La última palabra que oyó Hotchkiss en este mundo antes de que el Lix que le ceñía el pecho apretara su anillo fue la respuesta a esta pregunta. Era un nombre formado por dos suaves sílabas:
Kiss
[5]
y
soon
[6]
. Estas palabras fueron el último pensamiento de Hotchkiss, como una profecía.
Kiss; soon.
Carolyn, esperándole al otro lado de la muerte, sus labios impacientes por besarle en la mejilla. Esa idea hizo soportables sus últimos momentos, después de tantos horrores.

—Creo que ésta es una causa perdida —dijo Tesla a Grillo cuando salió de la casa.

Temblaba de pies a cabeza, tantas horas de esfuerzo habían acabado con su resistencia. Ansiaba dormir, pero le aterraba la idea de que, si se dormía, soñara lo mismo que Witt la noche antes: la visita a la Esencia, cuyo significado era que la muerte se hallaba muy próxima. Y quizá lo estaba, mas ella prefería ignorarlo.

Grillo le cogió el brazo, pero ella lo apartó de sí.

—No puedes ayudarme ni más ni menos que yo a ti…

—¿Qué ocurre allí dentro?

—El agujero ha empezado a abrirse de nuevo. Es como un dique a punto de reventar.

—Mierda.

Toda la casa crujía; las palmeras que flanqueaban la calzada se agitaban, desprendiéndose de hojas secas, la calzada crujía como si estuviese siendo golpeada desde abajo por un inmenso martillo.

—Debiéramos avisar a la Policía —dijo Grillo—. Advertirles de lo que se avecina.

—Esto está perdido, Grillo. ¿Sabes algo de Hotchkiss?

—No.

—Espero que consiga escapar antes de que lleguen.

—No escapará.

—Pues debería hacerlo. No hay ciudad que sea digna de morir por ella.

—Yo creo que es hora de que haga mi llamada, ¿no te parece?

—¿Qué llamada?

—A Abernethy, para darle las malas noticias.

Tesla lanzó un leve suspiro.

—Muy bien, ¿por qué no? El último éxito de tu carrera.

—Ahora vuelvo —dijo Grillo—. No creas que vas a escapar de aquí sola, nada de eso. Escaparemos juntos.

—Yo de aquí no me muevo.

Grillo se metió en el coche, sin darse verdadera cuenta hasta que trató de ponerlo en marcha de lo violento que se había vuelto el temblor del suelo. Cuando, finalmente, arrancó, dio marcha atrás y bajó por la calzada hasta la puerta del jardín, comprendió la inutilidad de advertir a la Policía. Casi todos ellos se habían retirado de allí, dejando a dos hombres como observadores. Éstos apenas hicieron caso de Grillo. Sus dos inquietudes gemelas —una profesional, la otra personal— era vigilar la casa y prepararse para una rápida retirada si las grietas comenzaban a crecer en su dirección. Grillo paso en coche junto a ellos y luego siguió colina abajo. Uno de los dos policías hizo un inútil y desganado intento de acercarse a la calzada para detenerle, pero Grillo se limitó a seguir adelante como si nada, camino de la Alameda, donde esperaba encontrar algún teléfono público desde el que llamar a Abernethy, y, de paso, buscar a Hotchkiss para advertirle, si es que no estaba enterado ya, de lo que se avecinaba. Yendo por el laberinto de calles bloqueadas o levantadas o convertidas en abismos, Grillo pensaba en titulares para su último artículo:
El Fin del Mundo está al llegar,
le parecía bastante corriente. No quería parecer uno más de los muchos profetas que andaban por el mundo anunciando el Apocalipsis, incluso si, en este caso (por fin), era verdad. Al entrar en la Alameda, justo antes de que sus ojos captasen el revoltijo de animales, tuvo una inspiración. Fue la colección carnavalesca de Buddy Vance la que se la dio. Aunque sospechaba que le costaría convencer a Abernethy, se dijo que el mejor titular posible para su historia sería: Se
acabó la juerga.
La especie humana había disfrutado con su aventura en la Tierra, pero estaba acabando.

Detuvo el coche a la entrada del estacionamiento y se bajó de él para presenciar el curioso espectáculo del patio de recreo de los animales. Sonrió, muy a pesar suyo. Qué bien lo estaban pasando, porque no sabían nada: jugar al sol sin la menor sospecha de lo corta que iba a ser su diversión. Cruzó bajo el sol hacia la librería, pero no encontró a Hotchkiss. Los libros estaban esparcidos por el suelo, prueba de que la búsqueda había terminado en fracaso. Se dirigió a la tienda de animales, esperando hallar compañía humana, y un teléfono. Dentro había ruido de pájaros: los últimos presos de la tienda. Si hubiese tenido tiempo los hubiera puesto en libertad. No había razón para que no disfrutaran también ellos de un poco de sol.

—¿Hay alguien aquí? —gritó, asomando la cabeza por la puerta.

Una salamandra se escabulló entre sus piernas. La vio irse, tentado de preguntárselo a ella, mas no lo hizo. La salamandra corría entre regueros de sangre camino de la puerta. Había sangre por todas partes. Grillo vio primero el cadáver de Elizando, luego el cuerpo de su compañero, medio enterrado entre jaulas.

—¡Hotchkiss! —llamó.

Se puso a retirar las jaulas que lo cubrían. En el aire había algo más que olor a sangre, también se percibía en él olor a mierda, a excrementos. El hedor se le pegó a las manos, pero él siguió despejando aquello hasta ver lo suficiente de Hotchkiss para cerciorarse de que estaba muerto. Cuando descubrió la cabeza tuvo confirmación de ello. Tenía el cráneo roto en pedazos, fragmentos de hueso salían entre la papilla de su mente y sus sentidos. Ninguno de los animales que había en la tienda pudo llevar a cabo tal acto de violencia, aunque tampoco era fácil averiguar con qué arma se había cometido. Grillo no se quedó en la tienda para dilucidar ese problema, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad, muy real, de que los responsables anduvieran todavía por allí. Miró el suelo, en busca de un arma. Una trailla, un collar de metal, algo con lo que defenderse del ataque. Su búsqueda no le brindó más que un libro, caído en el suelo a poca distancia del cuerpo de Hotchkiss.

Leyó el título en voz alta:


Preparándonos para el Armagedón

Lo recogió, y comenzó a ojearlo a toda velocidad. Parecía un manual para aprender a sobrevivir al Apocalipsis. Eran prudentes consejos de los Hermanos Mormones para los fíeles de su Iglesia, diciéndoles que todo acabaría bien, que disponían de los oráculos vivos de Dios, la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce Apóstoles, siempre dispuestos a defenderles y aconsejarles. Lo único que tenían que hacer era seguir sus consejos, tanto espirituales como prácticos, y no importaba lo que ocurriese en el futuro, ellos sobrevivirían.

«Si estáis preparados no necesitáis temer»,
era la esperanza…, no, la
certidumbre,
de esas páginas.
«Sed puros de corazón, amad a muchos, sed justos y vivid en lugares santos. Tened reservas para un año.

Grillo siguió ojeándolo rápidamente. ¿Por qué había elegido Hotchkiss ese libro? ¿Huracanes, incendios forestales, inundaciones…? ¿Qué relación tendría todo eso con la Trinidad?

Y, de pronto, allí estaba: una granulosa fotografía de una nube en forma de hongo, y el pie, que identificaba el lugar donde se había llevado a cabo la explosión.

Trinidad, Nuevo México.

No leyó más. Libro en mano corrió de nuevo al estacionamiento, mientras los animales salían despavoridos delante de él. Se metió en el coche. Su llamada a Abernethy tendría que esperar. Cómo el simple hecho de que Trinidad fuese el lugar del nacimiento de la bomba iba a influir en esa historia, era algo que Grillo ignoraba; pero quizá Tesla lo supiera. E incluso si no lo sabía, por lo menos, tendría la satisfacción de ser él quien le diese la noticia. Sabía lo absurdo que era sentirse de pronto tan
satisfecho
de sí mismo, como si esa información fuese a cambiar algo las cosas. El mundo iba a terminar
(Se acabó la juerga),
pero el hecho de tener en sus manos aquella pequeña pieza del rompecabezas fue suficiente para que olvidara de momento el terror de tal certidumbre. Grillo sabía que no hay mayor placer que ser portador de noticias, mensajero,
Nuncio.
Y en aquel momento estuvo más cerca que en ningún otro de su vida de comprender la palabra
feliz.

Incluso en el poco tiempo que había pasado en la Alameda —no más de cuatro o cinco minutos—, Grillo comprendió que la estabilidad de Grove estaba empeorando. Dos calles por las que se podía transitar cuando bajó de la colina, ya estaban impracticables. Una había desaparecido casi por completo —la tierra, pura y simplemente, se había abierto y se la había tragado—, y la otra aparecía cubierta por los escombros de dos casas derrumbadas. Encontró un tercer camino todavía en buenas condiciones, y comenzó la ascensión a la colina. Mientras conducía, los temblores se hacían tan violentos que había momentos en que apenas podía sujetar el volante. Durante su ausencia habían aparecido en escena unos pocos observadores en tres helicópteros sin identificación, el mayor de los cuales se cernía exactamente sobre la casa de Vance, mientras sus ocupantes trataban, evidentemente, de aquilatar la situación. Tenían que haberse dado cuenta ya de que no se trataba de un fenómeno natural, y quizá conociesen incluso su primera causa. D'Amour había dicho a Tesla que la existencia de los Iad era conocida en las altas esferas. De ser cierto, debiera haber suficiente Fuerza Armada en torno a la casa desde hacía ya bastante tiempo, en lugar de unos pocos policías asustados. ¿Sería que políticos y generales no creían la evidencia aunque la tuvieran ante sus ojos? ¿Acaso eran demasiado pragmáticos para pensar que su imperio podía ser puesto en peligro por algo perteneciente al otro lado de los sueños? La verdad era que Grillo los comprendía, porque él mismo, setenta y dos horas antes no hubiera creído nada de todo aquello, y lo hubiese considerado un hatajo de mentiras; algo así como esa palabrería de los oráculos vivos de Dios del libro que llevaba en el asiento contiguo del coche, pura fantasía de alguna mente calenturienta. Si los observadores seguían allí arriba, por encima del abismo, pronto tendrían una buena oportunidad de cambiar de idea. Ver era creer. Y, desde luego, por ver no iba a quedar.

Las puertas del jardín de «Coney Eye» estaban caídas por tierra, y también la tapia. Grillo dejó el coche delante del montón de escombros, cogió el libro, y subió camino de la casa, sobre cuya fachada parecía haberse extendido algo que Grillo tomó por la sombra de una nube. Los temblores habían agrandado las grietas de la calzada, de modo que había que pisar con cuidado, aunque su capacidad de concentración se halla bastante desequilibrada debido a algo angustiante que latía en la atmósfera en torno a la casa. Cuanto más se acercaba a la puerta, tanto más oscura parecía volverse aquella sombra. A pesar de que el sol aún asestaba sus rayos contra la cabeza de Grillo y contra la fachada de pastel empapado de «Coney Eye», toda la escena parecía sucia, como si alguien hubiese pasado sobre ella una capa de barniz sucio. Sólo con verla, Grillo sentía dolor de cabeza, la nariz le escocía, y se le ponían como amapolas las orejas. Más angustioso que esas incomodidades de poca monta era una palpable sensación de temor que iba creciendo en su interior hasta convertirse en miedo, en horror incluso, a cada paso que daba. La mente empezó a llenársele de repulsivas imágenes, entresacadas de sus años de ratón de redacciones de una docena de periódicos, cuando miraba fotografías que ningún director, por sensacionalista que fuese, se hubiera atrevido a publicar. Allí había restos de automóviles, claro está, y de aviones, con cadáveres tan destrozados que era imposible reunir sus pedazos, y también algo inevitable, escenas de asesinatos, pero no era eso lo que le acechaba ahora, sino fotografías de seres inocentes, y de los daños que se les había infligido: bebés, niños golpeados, mutilados, tirados a la basura; enfermos y viejos destrozados; retrasados mentales humillados, tantísimas crueldades, y todas hirviéndole ahora en la cabeza.


El Iad.

Oyó que Tesla decía esas palabras y volvió la mirada en la dirección de su voz. El aire que había entre ellos era denso, el rostro de Tesla parecía granujiento, mal reproducido, como si no fuese real. Nada de lo que estaba viendo era real. Eran imágenes reflejadas en una pantalla.

—Es el Iad que llega —dijo ella—. Eso es lo que estás sintiendo. Tendrías que irte de aquí. No tiene sentido que esperes…

—¡No! —replicó Grillo—. Tengo… un mensaje.

Le costaba esfuerzo seguir asido a esta idea. Los inocentes seguían perturbando su mente, uno tras otro, cada uno con una herida distinta.

—¿Qué mensaje? —preguntó Tesla.

—La Trinidad.

—¿Qué le pasa?

Tesla le gritaba, se dijo Grillo, pero, a pesar de todo, él apenas oía su voz.

—¿Has dicho Trinidad, Grillo?

—Sí.


¿Qué ocurre con eso?

Tantos ojos mirándole que apenas conseguía pensar por encima de ellos, por encima de su dolor, de su impotencia.


¡Grillo!

Él concentró su atención lo mejor que pudo en la mujer que gritaba su nombre en un susurro.


Trinidad
—volvió a decir ella de nuevo.

El libro que tenía en la mano era la respuesta a la pregunta de Tesla, él lo sabía, aunque los ojos, el dolor reflejado en tantos ojos, seguía distrayéndole. La Trinidad. ¿Qué era la Trinidad? Levantó el libro para dárselo a Tesla, y, al hacerlo, recordó.

—¡La bomba! —dijo.

—¿Cómo?

—Trinidad es el lugar donde la primera bomba atómica estalló.

Grillo vio un fulgor de comprensión en el rostro de Tesla.

—¿Comprendes?

—¡Sí, Dios mío!
¡Sí!

Ni siquiera abrió el libro que Grillo le había llevado, se limitó a decirle que se fuera, que volviera a la carretera. Grillo la escuchó lo mejor que pudo, pero sabía que había otro detalle, otra información que tenía que pasar a Tesla. Algo casi tan vital como la Trinidad, y también sobre la muerte. Pero, aunque se esforzaba, no acababa de acordarse.

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