El gran espectáculo secreto (41 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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A pesar de eso, algo después del amanecer, cuando su moral estaba más baja que en ningún otro momento de su vida consciente, se le ocurrió una extraña idea: quizá
pudiera
entrar en contacto con ellas, concretarlas en vida a fuerza de cálido deseo. Después de todo, los sueños pueden llegar a convertirse en realidad. Los artistas lo hacían constantemente, ¿y no es cierto que todo el mundo tiene algo de arte en su temperamento? Esa idea, apenas formada, fue lo que le indujo a seguir observando la pantalla, desde
Las últimas folladas de Pompeya
y
Nacida para ser follada,
hasta
Secretos de una cárcel de mujeres,
películas que se sabía tan bien como su propia historia, pero, al contrario que ésta, a lo mejor conseguía volver a vivirlas en el tiempo presente.

William Witt no era el único habitante de Grove asediado por ese tipo de pensamientos, aunque los de ningún otro eran de un erotismo tan claro como los suyos. Esa misma idea —que alguna persona preciosa, esencial, o más de una persona tal vez, pudiera ser evocada con un esfuerzo mental y convertida en alegre compañía, o compañías— se les ocurrió a todos los que habían formado parte de la muchedumbre congregada la noche anterior en la Alameda: cónyuges divorciados, hijos ausentes, personajes de tiras cómicas; tantos eran los evocados como mentes en trance de evocación.

Para algunos, como William Witt, el rostro de su deseo llegó a cobrar tal ímpetu, y con tal rapidez (en muchos casos estimulado por la obsesión; en otros, por el anhelo o por la envidia), que para el amanecer del día siguiente ya había grumos en los rincones de sus habitaciones donde el aire se había condensado como primera fase del milagro.

En el dormitorio de Shuna Melkin, la hija de Christine y Larry Melkin, se estaba apareciendo el fantasma de una famosa princesa del rock, muerta varios años atrás de una sobredosis, pero único y obsesivo ídolo de Shuna. Sus cánticos eran tan sutiles que hubieran podido pasar por suave brisa en los aleros del
tejado,
menos mal que Shuna se sabía todas sus melodías de memoria.

En el desván de Ossie Larton empezaron a oírse arañazos que Ossie, con una sonrisa interior, reconoció como los dolores del parto del licántropo que le hacía secreta compañía desde que él se enteró de que esos seres eran imaginables. Se llamaba Eugene, nombre que, a la tierna edad de seis años, cuando Ossie niño, le creó por primera vez compañero suyo, parecía apropiado para un hombre que podía convertirse en lobo con la luna llena.

En el cuarto de estar de Karen Conroy flotaban, como un delicado perfume europeo, los tres protagonistas de su película favorita,
El amor sabe tu nombre,
romántica y poco conocida, pero que a Karen la había hecho llorar seis días seguidos durante un lejano viaje a París.

Y así sucesivamente.

Para el mediodía ya no había nadie de los que asistieron al espectáculo que no hubiera recibido un aviso —aunque muchos, por supuesto lo desecharon o hicieron caso omiso de él— de que tenían visitantes inesperados. La población de Palomo Grove, que había aumentado en cosa de cien monstruos por invocación del Jaff, estaba a punto de volver a aumentar.

2

—Ya has admitido que no entiendes lo que ocurrió anoche…

—Grillo, aquí no se trata de admitir nada.

—Bien. De acuerdo. No empecemos a discutir. ¿Por qué siempre acabamos a gritos?

—No estamos gritando.

—Bien. Como quieras. No estamos gritando. Lo único que te digo es que hagas el favor de tener en cuenta la posibilidad de que este
recado
que él te dio…


¿Recado?


Ahora
eres tú quien grita. Sólo te pido que
pienses
un momento. Éste podría ser el último viaje que hicieras en tu vida.

—Acepto esa posibilidad.

—Entonces tienes que dejarme ir contigo. Tú nunca has ido más allá de Tijuana.

—Ni tú tampoco.

—Es difícil…

—Mira. He vendido películas de arte a gente que no entendía
Dumbo,
de modo que ya ves si estoy familiarizada con lo difícil. Si quieres hacer algo verdaderamente útil, te aconsejo que te quedes aquí y te repongas.

—Ya estoy bien. Nunca me he sentido mejor.

—Me haces falta aquí, Grillo.
Vigilando.
Esto no ha terminado todavía, ni mucho menos.

—¿Y que quieres que vigile? —preguntó Grillo, que aceptó el argumento de Tesla por no contradecirlo.

—Siempre has tenido gran perspicacia para las cosas ocultas. Cuando el Jaff dé su paso siguiente, por silencioso que lo haga, lo notarás. A propósito, ¿viste a Ellen anoche? Estaba entre la muchedumbre, con su hijo. Podrías empezar por ir a su casa para ver cómo se siente
ella
esta mañana.

No era que los temores de Grillo por la seguridad de Tesla careciesen de fundamento, ni tampoco que a ella no le hubiese gustado disfrutar de la compañía de Grillo en su inminente viaje. Pero por razones que no encontraba ninguna manera agradable de explicar, y por eso no se las explicó, la presencia de Grillo a su lado constituiría una intrusión que Tesla no tenía ningún derecho a arriesgar, ni por el bien de Grillo mismo ni por el buen resultado de la tarea que le había sido encomendada. Uno de los últimos actos de Fletcher había consistido, precisamente, en elegirla a ella para ir a la Misión; incluso indicándole que eso, en cierto modo, estaba predestinado. Poco antes, Tesla hubiera desechado algo así como puro misticismo; pero, después de aquella noche, se sentía obligada a mostrarse más comprensiva. Con el mundo de los misterios, del que tanto se había reído en sus guiones de fantasmas y naves espaciales no era tan fácil bromear. Ese mundo había acudido para buscarla, encontrándola —situándola con cinismo incluido— entre sus cielos y sus infiernos. Estos últimos en forma del ejército del Jaff; y los primeros en la transformación de Fletcher: de carne a luz.

Encargada de ser agente del muerto en la Tierra, Tesla sentía una curiosa serenidad, a pesar de los peligros que se cernían sobre ella. Ya no necesitaba mantener su reluciente cinismo, ya no tenía que dividir de continuo sus fantasías en dos categorías: lo real (compacto, sensato) y lo imaginario (vaporoso, sin valor). Si
(cuando)
volvía a verse ante su máquina de escribir, pondría del revés sus guiones, humorísticos y llenos de reservas mentales; los reharía poniendo fe en lo que contaba, y no porque todas las fantasías fuesen completamente ciertas, sino porque incluso la realidad no lo era.

A media mañana, Tesla salió del Grove, eligiendo un camino que la llevó por la Alameda, donde el
status quo
iba camino de volver a la normalidad. Si conducía con un poco de velocidad, por la noche habría llegado a la frontera; y antes del amanecer a la Misión de Santa Catrina, o, si las esperanzas de Fletcher estaban bien fundadas, al solar vacío donde, en tiempos, se levantaba la Misión.

Siguiendo instrucciones de su padre, la noche anterior Tommy-Ray había vuelto a hurtadillas a la Alameda, mucho antes de que la multitud se dispersara. La Policía estaba allí, pero Tommy-Ray no tuvo dificultad alguna en conseguir su propósito, que era llevarse el
terata
que él mismo había hincado en la carne de Katz. El Jaff tenía otras razones para querer recuperar al pequeño monstruo, aparte de impedir que la Policía lo encontrase. No estaba muerto, y, una vez de nuevo en poder de su creador, vomitó todo cuando había visto y oído al imponerle el Jaff las manos como un brujo, con lo que pudo extraer el informe del sistema interno del
terata.
Una vez hubo escuchado todo lo que le interesaba, el Jaff mató al mensajero.


Bien, ahora…
—dijo a Tommy-Ray—,
parece ser que tendrás que emprender el viaje que te dije antes de lo acordado.

—¿Y qué hacemos con Jo-Beth? Ahora está con ese hijo de puta de Katz.


Desperdiciamos mucho esfuerzo anoche intentando persuadirla de que se uniera a nuestra familia, y nos rechazó. No perderemos más tiempo. Que se arriesgue en el maelstrom.

—Pero…


No hay pero que valga
—replicó el Jaff—.
Tu obsesión por ella es ridícula. ¡Y no te enfades! Ya he sido demasiado tolerante contigo. Crees que con tu sonrisa puedes conseguir todo lo que quieras. Pues a ella no la conseguirás.

—Te equivocas. Y te lo demostraré.


Nada de eso. Tienes que hacer un viaje.

—Primero, Jo-Beth —dijo Tommy-Ray. Hizo un movimiento para alejarse de su padre, pero la mano del Jaff cayó sobre su hombro antes incluso de que pudiese dar un paso. Su contacto arrancó un chillido a Tommy-Ray.


¡Cállate de una jodida vez!

—¡Es que me haces daño!

—¡
Ésa es mi intención!

—No…, quiero decir que me haces daño
de verdad.
Para ya con esto.


¿Eres tú a quien ama la muerte, hijo?

Tommy-Ray sintió que sus piernas cedían bajo su peso. La polla, la nariz y los ojos comenzaron a gotearle.


Me parece que no eres ni la mitad de hombre de lo que presumes
—observó el Jaff—.
Ni la mitad.

—Perdona… No me hagas más daño, por favor…


Pienso que los hombres no se pasan todo el tiempo baboseando tras las faldas de sus hermanas. Se buscan otras mujeres. Ni tampoco hablan de la muerte como si fuera algo sin importancia y luego se ponen a lloriquear en cuanto les duele algo un poco.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!, ¡te entiendo! ¡Pero haz el favor de parar!
¡Para!

El Jaff lo soltó. Tommy-Ray cayó al suelo.


Ambos hemos tenido una mala noche
—le dijo su padre—.
A los dos nos han arrebatado algo…, a ti, tu hermana…; a mí, la satisfacción de destruir a Fletcher. Pero nos esperan mejores tiempos. Confía en mí.

Se inclinó y ayudó a Tommy-Ray a levantarse. El muchacho se estremeció al ver aquellos dedos otra vez sobre su hombro. Pero el contacto fue benigno, incluso suave.


Hay un lugar al que quiero que vayas en mi nombre
—dijo el Jaff—.
Se llama la Misión de Santa Catrina…

II

Hasta que Fletcher faltó de su vida, Howie no se dio cuenta de cuántas preguntas habían quedado sin respuesta, problemas que sólo su padre le hubiera ayudado a resolver. No le inquietaron durante la noche, durmió profundamente; pero, a la mañana siguiente, comenzó a lamentar el haberse negado a aprender de Fletcher. La única solución que les quedaba a él y a Jo-Beth, era que intentasen reconstruir la parte de la historia en la que los dos tenían un papel tan esencial; de acuerdo con las pistas de que disponían, y con la ayuda del testimonio de la madre de Jo-Beth.

La invasión de la noche anterior había producido un cambio en Joyce McGuire. Después de años tratando de mantener a distancia el mal que había entrado en su casa, su derrota, al fin, la había liberado en cierto modo. Lo peor había ocurrido, ¿qué más podía temer? Su infierno personal ante sus mismos ojos, y había sobrevivido a la experiencia. La ayuda de Dios —en la persona del pastor— había resultado inútil. Howie fue el que salió en busca de su hija, y la persona que, a fin de cuentas, la había devuelto al hogar, aunque los dos regresaron harapientos y ensangrentados. Entonces, ella dio la bienvenida a Howie en su casa, e incluso insistió en que se quedara esa noche. A la mañana siguiente, Joyce McGuire se movía por su casa con todo el aire de una mujer a quien acaban de decir que el tumor que tiene en el cuerpo es benigno, y que todavía le esperan unos años más de vida

Cuando, a comienzos de la tarde, los tres se sentaron a hablar, no les resultó muy fácil convencerla de que contase algo de su pasado, pero las historias acabaron por salir, una tras otra. A veces, en especial cuando hablaba de Arleen, Carolyn y Trudi, los sollozos se mezclaban con sus palabras; pero, a medida que los sucesos que narraba se volvían más y más trágicos, hablaba con menos pasión. A veces tenía que volver sobre lo contado para añadir algunos detalles que había olvidado, o para elogiar a alguien que la había ayudado en los años difíciles, cuando criaba a Jo-Beth y a Tommy-Ray ella sola, a sabiendas de que la gente se refería a ella como a la putilla que había sobrevivido.

—¡Cuántas veces pensé en irme de Grove! —dijo—. Como Trudi.

—No creo, la verdad, que eso le ahorrase dolor alguno —observó Howie—; ella estaba deprimida siempre.

—Yo la recuerdo distinta. Siempre enamorada de alguien.

—¿Sabe… de quién estaba enamorada antes de tenerme a mí?

—¿Quieres decir si sé quién es tu padre?

—Sí.

—Pues tengo bastante idea. Tu segundo nombre era su apellido, Ralph Contreras. Era jardinero de la iglesia luterana. Solía observarnos cuando volvíamos a casa del colegio. Todos los días. Tu madre era muy bonita, ¿sabes? No como son guapas las actrices de cine, como Arleen, pero con aquellos ojos oscuros…, y tú los tienes igual que ella, con una especie de expresión líquida. Pienso que era a tu madre a la que Ralph amó siempre. Aunque él no solía hablar mucho. Era bastante tartamudo.

Howie sonrió al oír aquello.

—Entonces
era
él. Porque he heredado eso.

—No lo he notado.

—Lo sé. Es curioso. Se me ha pasado. Es casi como si conocer a Fletcher hubiera curado mi tartamudez. Dígame, ¿vive Ralph todavía en Grove?

—No. Se marchó de aquí antes de que nacieras. Tal vez pensó que la gente lo lincharía. Tu madre era una chica blanca de clase media, y él…

Se detuvo cuando vio la expresión en el rostro de Howie.

—¿Y él…, qué? —insistió Howie.

—…era hispano.

Howie asintió.

—Cada día se aprende algo nuevo, ¿verdad? —observó, tratando de quitar importancia al asunto, aunque estaba claro que le había producido una gran impresión.

—En fin, el caso es que ésa fue la razón de que se marchara —prosiguió Joyce—. Si a tu madre se le hubiese ocurrido dar su nombre, seguro que él hubiera sido acusado de violación. Pero no lo fue. Todas nos sentimos
inducidas
por algo, que el demonio nos había metido dentro, aunque ignoro qué fue.

—No era el demonio, mamá —dijo Jo-Beth.

—Eso es lo que tú dices —replicó Joyce con un suspiro. Pareció que toda su energía la abandonaba de pronto, como si todos aquellos recuerdos la estuviesen minando—, y a lo mejor tienes
razón,
mas soy demasiado vieja para cambiar de forma de pensar.

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