El gran espectáculo secreto (19 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Los dos hombres dieron un paso hacia delante para estrecharse la mano, lo que hizo que ambos entraran al mismo tiempo en el campo de visión de Jo-Beth. El sol brillaba con la misma fuerza sobre ellos, pero no favorecía a Tommy-Ray, a pesar de su bronceada piel. Tenía aspecto enfermizo bajo su aparente salud: los ojos hundidos, sin brillo; la piel muy pegada a las mejillas y a las sienes. Parecía muerto, y Jo-Beth se sorprendió a sí misma al decirse que Tommy-Ray parecía muerto.

Aunque Howie extendió la mano para estrechar la de Tommy-Ray, éste hizo como que no la veía, y se volvió, de pronto, hacia su hermana.

—Más tarde —murmuró.

Su susurro fue casi ahogado por el alboroto de las de los otros automovilistas. Pero ella captó la amenaza con meridiana claridad. Después de hablar, Tommy-Ray les volvió la espalda y se molió en el coche. Ella no vio la sonrisa apaciguada que lucía en ese momento, pero podía imaginársela. Mr. «Ricitos de Oro», levantando los brazos como si se rindiese, a sabiendas de que sus captores no tenían la menor posibilidad de acabar con él.

—¿Qué ocurre? —preguntó Howie

—No lo sé con exactitud. Lleva portándose de manera rara des…

Iba a decir «desde ayer», pero acababa de ver una corrompida grieta en la belleza de su hermano, que debió de estar siempre allí, por más que ella —como el resto del mundo— se hallaba demasiado deslumbrada por él para haberla notado con anterioridad.

—¿Necesita ayuda? —preguntó Howie.

—Creo que lo mejor será que le dejemos irse.

—¡Jo-Beth! —gritó alguien.

Una mujer de mediana edad se dirigía a grandes pasos hacia ellos. Tanto su vestido como sus rasgos eran de una sencillez rayana en la severidad.

—¿Era ése Tommy-Ray? —preguntó, al acercarse.

—Sí.

—Ya nunca viene por aquí. —La mujer se había detenido a un metro de distancia de Howie, mirándole fijamente, con expresión de ligera perplejidad—. ¿Entras en la tienda, Jo-Beth? —añadió, sin dejar de mirar a Howie—. Ya abrimos tarde.

—Sí, ahora mismo.

—¿Viene tu
amigo
también? —preguntó la mujer con algo de ironía.

—Oh, sí…, perdona…, Howie, te presento a Lois Knapp.

—Mrs. —la corrigió la otra, como si su estatus de mujer casada fuese un talismán contra los jóvenes forasteros.

—Lois…, éste es Howie Katz.

—¿Katz? —repitió Mrs. Knapp—. ¿Katz? —Apartó la mirada de Howie y se miró el reloj de pulsera—. Llevamos cinco minutos de retraso —añadió.

—No importa —dijo Jo-Beth—, aquí nunca vienen antes del mediodía.

Mrs.
Knapp pareció extrañada de semejante indiscreción.

—El trabajo del Señor no ha de ser tomado a la ligera —observó—. Por favor, apresúrate.

Y desapareció con paso majestuoso.

—Qué señora tan extraña —comentó Howie.

—No es tan fiero el león como lo pintan.

—Sería difícil.

—Bueno, tengo que irme.

—¿Por qué? —dijo Howie—, hace un día precioso, podemos salir a cualquier sitio y disfrutar del tiempo.

—También mañana será un día precioso, y el otro, y el otro. Estamos en California, Howie.

—Bueno, pero vente conmigo.

—Déjame que antes intente hacer las paces con Lois. No quiero estar en la lista negra de todo el mundo; eso deprimiría mucho a mi madre.

—Entonces, ¿cuándo?

—¿Cuándo, qué?

—¿Cuándo estarás libre?

—Es que no te das por vencido, ¿eh?

—Nunca.

—Avisaré a Lois de que tengo que volver a casa para cuidar de Tommy-Ray esta tarde. Le diré que está enfermo. No es más que una mentira a medias. Después paso por el hotel. ¿Qué te parece?

—¿Prometido?

—Prometido. —Ya se iba; pero, de pronto, se volvió y le dijo—: ¿Qué te ocurre?

—¿Es que no quieres… besarme… besarme en público?

—Por supuesto que no.

—¿Y en privado?

Ella le hizo callar, aunque poco persuasiva, y luego dio unos pasos atrás.

—Di que sí.

—Howie…

—Di que sí.

—Sí.

—¿Ves lo fácil que es?

Muy avanzada la mañana, mientras Jo-Beth y Lois tomaban agua helada en la desierta tienda, la mujer mayor dijo:

—Howard Katz.

—¿Qué hay sobre él? —preguntó Jo-Beth, dispuesta a escuchar todo un sermón acerca de la conducta que se debe observar con el sexo opuesto.

—No conseguía acordarme del porqué me sonaba ese nombre.

—¿Y te acuerdas ahora?

—Una mujer que vivió en Grove. Hace tiempo —respondió Lois.

Después se puso a enjugar con una servilleta un círculo de agua que había sobre el mostrador. Su silencio y la atención y el esfuerzo que dedicaba a esa insignificante tarea parecían indicar que prefería no seguir con el tema, a menos que Jo-Beth insistiese. Pero ésta sin saber a ciencia cierta la razón, se sintió obligada a insistir.

—¿Era amiga tuya? —preguntó.

—No, mía, no.

—¿De mamá?

—Sí —respondió Lois, sin dejar de restregar, aunque el mostrador estaba ya seco—. Sí, era una amiga de tu madre.

De pronto, Jo-Beth vio las cosas con claridad.

—¡Una de las cuatro! —exclamó. Era una de las cuatro.

—Sí, creo que sí.

—¿Y tuvo hijos?

—Bien… la verdad es que no lo recuerdo.

Eso era lo máximo a lo que una mujer escrupulosa como Lois llegaba en sus mentiras, pero Jo-Beth insistió.

—Sí que te acuerdas —dijo—; haz el favor de contármelo.

—Sí, ahora lo recuerdo. Creo que tuvo un chico.

—Howard.

Lois asintió.

—¿Estás segura? —insistió Jo-Beth.

—Sí, segura por completo.

Ahora fue Jo-Beth quien guardó silencio, mientras su mente trataba de volver a examinar los acontecimientos de aquellos últimos días a la luz de ese nuevo descubrimiento. Lo que sus sueños, la aparición de Howie y la enfermedad de Tommy pudieran tener que ver entre sí y con la historia que ella había oído, en distintas versiones, sobre aquel baño de las cuatro amigas en el lago, acabado en muerte, locura y niños.

Tal vez su madre lo supiera mejor.

3

El chófer de Buddy Vance esperó cincuenta minutos y, entonces, decidió que su jefe debía de haber subido la Colina por sus propios medios. Llamó a «Coney Eye» por el teléfono del coche. Ellen estaba en casa, mas el jefe, no. Discutieron lo que convenía hacer y decidieron que lo mejor sería que él esperase en el coche los diez minutos que faltaban hasta la hora, y después volviera por la ruta más probable que el jefe hubiese elegido.

Sin duda se hallaría en algún punto de esa ruta, o habría llagado a casa antes que el coche. Volvieron a discutir las dos posibilidades. José Luis, con mucho tacto, omitió la posibilidad más probable: que el jefe hubiese encontrado alguna compañía femenina por el camino. Después de dieciséis años de trabajar para Mr. Vance, él conocía la destreza del señor para con las mujeres, que rayaba en lo sobrenatural. El jefe regresaría a casa cuando hubiera practicado su magia.

Buddy no sintió dolor, y lo agradeció, pero no era tan ingenuo como para no darse cuenta de lo que eso significaba. Su cuerpo debía de estar tan hecho papilla que su cerebro le había sobrevivido y se había desvinculado de él.

La oscuridad que lo envolvía era absoluta, y su única misión consistía en mantenerle a ciegas. O quizá fuese que los ojos se le hubieran salido de las órbitas, y se hubiesen caído en el camino de bajada. Cualquiera que fuese la razón, ciego y sin sensaciones, Buddy Vance flotaba, y mientras permanecía así, calculaba: primero, el tiempo que José Luis tardaría en darse cuenta de que su jefe no volvía: dos horas de ausencia. Su ruta habitual por el bosque no sería difícil de rastrear, y, una vez llegados a la fisura, el peligro en el que había caído se haría evidente para todos. Estarían buscándole bajo tierra hacia el mediodía, y para cuando la tarde fuese a caer, ya lo habrían sacado a la superficie y habrían empezado a arreglarle los huesos.

A lo mejor ya era mediodía.

La única forma que tenía de calcular el paso del tiempo eran los latidos de su corazón, que relumbraban en su cabeza. Empezó a contar. Si pudiese hacerse una idea de lo que duraba un minuto le sería posible calcular por esa medida de tiempo, y, después de sesenta, sabría que había pasado una hora. Pero, en cuanto empezó a contar, su cabeza se puso a calcular de una forma completamente distinta.

«¿Cuánto tiempo he vivido? —pensó—. No respirado, no existido, sino vivido,
vivido
en realidad.» Cincuenta y cuatro años desde su nacimiento: ¿y cuántas semanas era eso?, ¿cuántas horas? Mejor pensar por años, resultaba más fácil. Un año, trescientos sesenta días, día más, día menos. Había dormido una tercera parte de ese tiempo, o sea, ciento veinte días en el reino del sueño. «Dios mío, los momentos bajan mucho.» Media hora al día en el retrete, o vaciando la vejiga. Esto añadía otros diez días y medio al año. Sólo haciendo porquerías. Y luego, entre afeitarse y ducharse, pues otros diez días, y comiendo…, treinta o cuarenta. Y todo eso multiplicado por cincuenta y cuatro años…

Empezó a llorar.

—Sacadme de aquí —murmuró—, por favor, Dios mío, sácame de aquí, y viviré como nunca he vivido, haré que cada hora, cada
minuto
(incluso si estoy durmiendo, o cagando) sea un intento de comprender, de modo que cuando la próxima oscuridad venga no me encuentre tan perdido.

A las once en punto, José Luis se subió al coche y condujo Colina abajo para ver si podía localizar al jefe por la calle. Como vio que erraba el blanco, entró en una tienda de comestibles de la Alameda, donde había dado el nombre de Mr. Vance a un sandwich en reconocimiento de que era cliente (menos mal que el sandwich en cuestión estaba hecho sólo con carne); después, en la tienda de discos, donde el jefe se gastaba, con frecuencia, unos mil dólares de golpe. Mientras bromeaba con Ryder, el dueño de la tienda, llegó un cliente, que anunció a quienes quisieron oírle que algo serio ocurría en la parte oeste de Grove. ¿Habían pegado un tiro a alguien?

La calle que bajaba hacia el bosque estaba cerrada cuando José Luis llegó, sólo había un policía desviando el tráfico.

—No se puede pasar —le indicó a José Luis—, la calle está cerrada.

—¿Pues qué ha ocurrido? ¿A quién han matado?

—No, si no han matado a nadie. Ocurre que hay una fisura en la calle calzada.

José Luis descendió del coche y miró fijamente por encima del hombro del policía, hacia el bosque.

—Es que mi jefe ha estado corriendo por ahí esta mañana. —Sabía perfectamente que no tenía necesidad de dar el nombre del dueño de la limusina.

—¿Ah, sí?

—Y aún no ha vuelto.

—¡Mierda! Mejor será que me siga.

Se pusieron en camino entre los árboles en medio de un silencio roto tan sólo por los mensajes, apenas coherentes, que les llegaban por la radio del policía, y de los que éste hacía caso omiso, hasta que la espesura se abrió, formando un claro. Varios policías de uniforme hacían barreras en los bordes para impedir que los curiosos pasasen a donde conducían a José Luis. El terreno aparecía resquebrajado, y las fisuras se hacían más y más anchas según José Luis y el policía se acercaban a donde se encontraba el jefe, con los ojos fijos en tierra. La fisura de la calle, y todas las que habían pasado hasta llegar allí, era la consecuencia de una gran perturbación del terreno, un boquete de más de tres metros de anchura que se abría a una voraz oscuridad.

—¿Qué quiere? —preguntó el jefe, mientras señalaba con el dedo en dirección a José Luis—. Estamos vigilando esto.

—Buddy Vance —dijo el policía.

—¿Qué le ocurre?

—Pues que ha desaparecido —intervino José Luis.

—Ha venido por aquí para hacer ejercicio —explicó el policía.

—Deja que sea él quien me lo cuente —dijo el jefe—. ¿Se refiere al comediante?

—Sí.

La mirada del jefe se apartó de José Luis para volver a fijarse en el agujero.

—¡Dios mío! —susurró.

—¿Qué profundidad tiene? —preguntó José Luis.

—¿A qué se refiere?

—La grieta.

—No es una grieta; se trata de un abismo de mil pares de cojones. Hace un minuto he tirado una piedra y todavía estoy esperando a que toque fondo.

La consciencia de estar solo le llegó a Buddy poco a poco, como un recuerdo arrancado del sedimento de su cerebro. En realidad, al principio pensó que se trataría del recuerdo de una tormenta de arena que le había sorprendido en una ocasión, durante su tercera luna de miel, en Egipto. Pero ahora se encontraba en ese remolino, más solo y sin guía que aquella vez. Y no era arena lo que le hería los ojos, devolviéndole la vista, ni viento lo que le azotaba las orejas, devolviéndole el oído. Era otra fuerza completamente distinta, menos natural que una tormenta, y cogida allí como ninguna otra tormenta se había visto jamás cogida en una chimenea de piedra Por primera vez, vio el agujero por el que había caído, que se abría por encima de él hacia un cielo iluminado por el sol, pero tan lejos que no le daba ni el menor atisbo de esperanza. Buddy estaba seguro de que cualesquiera que fuesen los fantasmas que rondaban aquel lugar, girando como peonzas ante él hasta adquirir tangibilidad, llegaban de un tiempo tan remoto que entonces la especie humana no era todavía más que un destello en el ojo de la evolución. Cosas, pura y simplemente, aterradoras, poderes de hielo y fuego.

No estaba Buddy tan equivocado. Por lo menos, no del todo Por un instante, las formas que emergían de la oscuridad a poca distancia de donde él yacía parecieron asemejarse a hombres de carne y hueso, y en el siguiente momento pasaron a ser puras energías, enrolladas unas en otras, como paladines de una guerra de serpientes enviados por sus tribus a estrangularse mutuamente. Esa visión reanimó sus nervios y sus sentidos. El dolor de que hasta entonces se le habían hecho gracia comenzó a gotear en su consciencia; primero le llegó como una corriente; después, como una marea. Sintió como si estuviese echado sobre cuchillos, que introducían sus puntas entre sus vértebras, y le pinchaban las entrañas.

Demasiado débil incluso para gemir, lo único que Buddy podía hacer era ser espectador mudo, testigo del espectáculo que tenía lugar frente a él, y esperar que la liberación de la muerte llegase pronto y lo sacase de aquella agonía. Mejor la muerte, pensó. Un ser sin Dios, como él, no tenía la menor esperanza de redención, a no ser que los Libros Sagrados estuviesen equivocados y los fornicadores, borrachos y blasfemos fuesen también aptos para el Paraíso. Mejor la muerte, y acabar de una vez con todo aquello. La broma terminaría allí mismo.

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