El uno junto al otro, en la cama del motel, ni Jo-Beth ni Howie despertaron, aunque jadeaban y se estremecían como dos amantes que se han salvado de morir ahogados. Los dos habían soñado con agua. Agua de un mar oscuro que los llevaba a un lugar maravilloso. Pero su viaje se había visto interrumpido. Algo que acechaba bajo sus sueños los había aferrado, les había sacado de aquella marea sosegada y arrojado a un túnel de roca y de dolor. Oyeron a hombres que gritaban a su alrededor mientras ellos caían, al encuentro de la muerte, seguidos por sogas como culebras obedientes.
En medio de la confusión, se oyeron el uno al otro, llamándose por sus nombres entre sollozos, pero no tuvieron tiempo de encontrarse en la caída, porque, de pronto, sintieron una oleada ascendente, y helada: agua torrencial de un río que nunca había visto el sol, pero que se elevaba hasta salir por la hendidura, impulsando consigo hombres muertos, soñadores y todo cuanto flotase en su masa antes de esta pesadilla. Las paredes se hicieron borrosas cuando los dos sintieron que ascendían al encuentro del cielo.
Grillo y Hotchkiss se encontraban a cuatro metros de la fisura cuando las aguas brotaron con tal violencia que les hizo dar un salto bajo una lluvia helada. Hotchkiss salió de su aturdimiento. Se agarró fuerte al brazo de Grillo, y gritó:
—¡Mira! ¡Mira!
Había algo vivo en la marea. Grillo lo vio durante un fugaz instante. Era una forma —o
formas
— que parecía humana en el momento de mirarla; pero que, a pesar de todo, dejó una impresión completamente distinta, como lo que queda en la retina del deslumbramiento de unos fuegos artificiales. Rechazó esa imagen y miró de nuevo, pero lo que había visto, fuera lo que fuese, había desaparecido.
—¡Tenemos que salir de aquí! —oyó gritar a Hotchkiss.
El terreno seguía resquebrajándose. Se arrastraron hacia arriba, escarbando con los pies y las manos en el barro en busca de asidero. Corrieron a ciegas entre la lluvia y el polvo, y no se dieron cuenta de que hablan llegado al perímetro exterior hasta que tropezaron con la cuerda. Uno del equipo de salvamento, con la mano casi destrozada, yacía donde el primer chorro le había lanzado. Más allá de la cuerda y del cadáver, a cubierto de los árboles, se hallaban Spilmont y unos cuantos guardias. Allí, la lluvia era ligera, y repiqueteaba contra el toldo como un chaparrón de verano, mientras, algo más alejada, la tormenta eruptada por la tierra amainaba de forma estentórea.
Empapado en sudor, Tommy-Ray miró al techo y rompió a reír. No había tenido una experiencia como aquélla desde hacía dos veranos, en Topanga, cuando una marea monstruosa levantó un oleaje impresionante. Él, Andy y Sean cabalgaron sobre las olas durante cuatro horas, embriagándose de velocidad.
—Ya estoy listo —dijo, mientras se secaba el agua salada de los ojos—. Listo y dispuesto. Ven de una vez y cógeme, quienquiera que seas.
Howie parecía muerto, echado sobre la cama, encogido, los dientes apretados y los ojos cerrados. Jo-Beth se apartó de él, la mano contra la boca, para detener el pánico.
—
¡Dios mío, perdóname!
—Las palabras salieron de su boca apagadas por los sollozos.
Habían hecho mal incluso en estar echados en la misma cama. Era un delito contra las leyes de Dios tener el sueño que ella había tenido (con Howie, desnudo, a su lado, en un mar cálido, los cabellos de ambos entrelazados como a ella le hubiera gustado que hubiesen estado también sus cuerpos). ¿Y qué le había traído ese sueño? ¡Un cataclismo! Sangre, roca y lluvia terrible que habían matado a Howie mientras dormía.
—¡
Dios
mío, perdóname!.
Howie abrió los ojos tan de repente que Jo-Beth interrumpió su plegaria.
—¡Howie! ¿Estás vivo? —dijo.
Él se estiró, se incorporó para coger sus gafas, que estaban junto a la cama. Se las puso, y entonces se dio cuenta del sobresalto de Jo-Beth.
—¿También has soñado tú? —preguntó.
—¡No era un sueño! ¡Era algo real! —Jo-Beth temblaba de pies a cabeza—. ¿Qué habremos hecho, Howie?
—Nada —respondió, carraspeando un refunfuño—. No hemos hecho nada.
—Mamá tenía razón. No debí…
—Olvídalo —dijo él, alargando las piernas hasta el borde de la cama y levantándose—. No hemos hecho nada malo.
—¿Pues qué era eso, entonces? —preguntó Jo-Beth.
—Una pesadilla.
—¿Los dos al mismo tiempo?
—Quizá no haya sido igual —dijo él, tratando de calmarla.
—Yo flotaba a tu lado, después me hundí. Había hombres que gritaban…
—¡Basta! —exclamó él.
—
¡Era
lo mismo!
—Sí.
—¿Lo ves? —dijo ella—. Cualquier cosa que haya entre nosotros… está mal. Quizá sea obra del diablo.
—No puedes creer una cosa así.
—La verdad es que ya no sé lo que creo —dijo ella.
Howie se le acercó, pero Jo-Beth lo detuvo con un ademán.
—No, Howie, no está bien. No debemos tocarnos. —Se dirigió hacia la puerta—. He de irme.
—Esto es..es..es —dijo Howie.
Pero ni sus tartamudeos podían impedir que ella se fuese. En ese momento intentaba abrir el cerrojo de seguridad que Howie había echado al entrar ella en el cuarto.
—Yo te abro —dijo, adelantándose para hacerlo.
Howie prefirió el silencio a pronunciar cualquier palabra de consuelo, y ella lo rompió con una sola:
—Adiós.
—No nos das tiempo a pensar bien todo este asunto.
—Tengo miedo, Howie —dijo Jo-Beth—. Llevas razón, no creo que esto sea cosa del diablo. Pero, entonces, ¿de quién es? ¿Se te ocurre alguna respuesta?
Jo-Beth apenas podía contener sus emociones. Abría la boca, ansiosa, como si intentara tragar algo sin conseguirlo. El espectáculo de su angustia llenó a Howie de deseos de abrazarla, pero lo que se le pedía la noche anterior ahora estaba prohibido.
—No —respondió, al cabo de unos segundos—, no se me ocurre ninguna.
Jo-Beth aprovechó esas palabras para salir dejando a Howie junto a la puerta. Él contó hasta cinco, desafiándose a seguir allí, inmóvil, y dejar que se fuera, a pesar de que se daba perfecta cuenta de que lo ocurrido entre ellos dos era lo más importante que le había sucedido en los dieciocho años que llevaba respirando el aire del planeta Tierra. Al llegar a cinco, cerró la puerta.
Grillo nunca había visto tan feliz a Abernethy. Casi dio un salto cuando Grillo le dijo que la historia de Buddy Vance había empezado a adquirir matices de cataclismo, y que él mismo lo había presenciado.
—¡Empieza a escribir! —le dijo—. Alquila una habitación en la ciudad, yo la pago, ¡y ponte a escribir! ¡Te reservo la primera página!
Si lo que Abernethy quería era incitar a Grillo con lugares comunes de película para niños, le falló por completo. Lo ocurrido en las cavernas le había dejado desconcertado, pero la idea de que alquilase una habitación le pareció buena. Aunque se había repuesto en el bar donde él y Hotchkiss se lo contaron todo a Spilmont, se sentía sucio y exhausto.
—¿Y qué me dices del Hotchkiss ése? —preguntó Abernethy—. ¿Qué cuenta?
—Pues no lo sé.
—Averígualo. Y averigua también algo de fondo sobre Vance. ¿Has estado ya en la casa?
—Da tiempo al tiempo.
—Tú eres el que está en el ajo —dijo Abernethy—. Se trata de tu historia. Adelante con ella.
Grillo se vengó de Abernethy, aunque de una manera ruin: alquiló la habitación más cara que había y en el «Hotel Palomo». en Stillbrook Village; pidió champaña y una hamburguesa poco pasada, y, además dio, tal propina al camarero que éste llegó incluso a preguntarle si no se había equivocado. La bebida le aligeró la cabeza; era su estado de ánimo favorito para llamar a Tessla. Pero no se hallaba en casa. A Abernethy le dejó recado con su nueva dirección, y luego buscó a Hotchkiss en la guía telefónica y también le llamó. Había oído a Hotchkiss contar su versión de la historia a Spilmont, pero sin decir ni una palabra de lo que ambos habían entrevisto cuando salían de la grieta. Grillo, de la misma manera, había preferido no comentar nada sobre el tema, y la falta de preguntas al respecto le hacía pensar que ninguna otra persona había estado lo bastante cerca de la grieta para verlo. Él quería comparar impresiones con Hotchkiss, pero fue en vano. O no se encontraba en su casa o había decidido no contestar al teléfono.
En vista de que esa línea de investigación estaba bloqueada, Grillo concentró su atención en la mansión de Vance. Eran casi las nueve de la noche, pero no hacía daño a nadie si daba un paseo cuesta arriba para echar una ojeada a la finca del muerto. A lo mejor, hasta conseguía convencerles de que le dejasen entrar, si el champaña no le había paralizado la lengua. Desde algunos puntos de vista, el momento era propicio. Esa mañana, Vance había sido el centro de los acontecimientos de Palomo Grove. Sus parientes, si les gustaba hallarse en el punto de atención —y a poca gente no le gustaba eso—, podían esperar su momento para escoger entre los candidatos al oír su historia. Pero, ahora, la muerte de Vance se había visto postergada por una tragedia mayor, y más reciente. Grillo, por consiguiente, esperaba encontrar a la gente más dispuesta a hablar ahora que poco antes, al mediodía.
Se arrepintió de haber tomado la decisión de ir a pie. La Colina era más empinada de lo que parecía desde abajo, y estaba mal iluminada. Pero tenía sus compensaciones. La calle estaba desierta, de modo que podía dejar la acera e ir por el centro de la calzada, admirando las estrellas según aparecían sobre su cabeza. La calle terminaba ante el portal mismo. A partir de «Coney Eye» no había otra cosa que cielo.
La puerta principal no estaba vigilada, pero sí cerrada. Una puerta lateral, sin embargo, permitió a Grillo meterse por un camino que serpenteaba entre una doble fila de indisciplinadas plantas de hoja perenne, iluminadas alternativamente de verde, amarillo y rojo, hasta la fachada de la casa, enorme y como era de esperar: un palacio que resaltaba sobre la estética de Grove desde cualquier punto de vista que se le mirase. No había huella alguna del estilo mediterráneo, o ranchero, o español, o incluso Tudor o colonial moderno. La mansión entera parecía una barraca do feria en plena efervescencia, y su fachada aparecía pintada con los mismos colores que iluminaban las filas de plantas. Sus ventanas estaban rodeadas de luces que en seguida se apagaron. «Coney Eye», observó Grillo, era un pedazo de la Isla: el homenaje de Vance al carnaval. Dentro había luces. Grillo pulsó el timbre; entonces se dio cuenta de que estaba siendo escudriñado por cámaras situadas encima de la puerta. Una mujer de aspecto oriental —quizá fuese vietnamita— abrió la puerta y le informó de que, en efecto, Mrs. Vance se hallaba, en casa. Le pidió que hiciera el favor de esperar en el vestíbulo mientras ella iba a ver si la señora de la casa estaba visible. Grillo le dio las gracias y esperó en tanto la mujer subía la escalera.
Dentro era igual que fuera: un templo carnavalesco. Todo el vestíbulo estaba decorado con cualquier clase de adornos de carnaval: anuncios multicolores de túneles del amor, de carruseles, de trenes fantasma, de espectáculos espeluznantes, de combates de boxeo, de funciones cómicas, de valses, de toboganes y de bailes con sorpresa. Las imágenes eran más bien toscas, obra de pintores que sabían que su oficio estaba al servicio del comercio y, por consiguiente, no tenía valor duradero. Un examen más atento las dejaba reducidas a lo que eran; su abigarrado aplomo tenía por objeto levantarse ante una muchedumbre, no ser escudriñado atentamente y a plena luz. Colgando todas esas cosas juntas, se conseguía que la vista no descansara, que saltase de uno a otro, y el conjunto, a pesar de su evidente vulgaridad, hizo sonreír a Grillo. Esto era, sin duda, lo que Vance había buscado. Pero la sonrisa desapareció del rostro de Grillo cuando Rochelle Vance apareció en lo alto de la escalera y comenzó a bajar los escalones.
Grillo nunca había visto un rostro tan perfecto como aquél. A cada paso que daba, él esperaba encontrar un término medio, una posibilidad de llegar a un acuerdo con tanta perfección, pero no la había. Grillo pensó que ella era de origen caribeño, y en sus facciones atezadas se veían esas indolentes líneas, propias del Caribe. Su cabello, recogido tirante en la nuca, resaltaba la bóveda de su frente y la simetría de sus cejas. No llevaba joyas, y su vestido negro era de la mayor simplicidad.
—Mr. Grillo —dijo ella—, soy la viuda de Buddy.
Esas palabras, a pesar del vestido negro, le parecieron a Grillo fuera de lugar. Aquella mujer no parecía que acabase de levantar la cabeza de una almohada empapada en lágrimas.
—¿En qué puedo servirle? —añadió Mrs. Vance.
—Soy periodista…
—Sí, eso me ha dicho Ellen.
—Quería hacerle unas preguntas acerca de su marido.
—Es un poco tarde.
—He estado casi toda la tarde en el bosque.
—¿Ah, sí? Entonces, usted es
ese
Mr. Grillo.
—¿Cómo dice?
—Uno de los policías estuvo aquí… —Se volvió a Ellen—: ¿cómo se llamaba?
—Spilmont.
—Sí, eso, Spilmont. Bien, pues vino aquí a contarme lo ocurrido. Y mencionó el gran heroísmo de usted.
—No fue tanto heroísmo.
—Suficiente para merecerse una noche de descanso, diría yo —respondió ella—, en lugar de seguir trabajando.
—Me gustaría saber lo que ocurrió.
—Sí, muy bien, entre.
Ellen abrió una puerta a la izquierda del vestíbulo. Mientras Rochelle conducía a Grillo al interior de la casa, fue dictándole las condiciones:
—Contestaré a sus preguntas lo mejor que pueda, pero sólo en el caso de que se ciñan a la vida profesional de Buddy. —Hablaba sin el mejor vestigio de acento. ¿Se habría educado en Europa?—. No sé nada de sus otras mujeres, de modo que no se moleste usted en preguntarme sobre ellas. Ni tampoco pienso hablar de sus vicios. ¿Le apetece un café?
—Mucho —dijo Grillo, que se dio cuenta de que ya estaba haciendo lo que solía hacer en sus entrevistas: aquilatar el tono, las maneras del entrevistado.
—Un café para Mr. Grillo, Ellen —pidió Rochelle, e hizo un gesto invitando a Grillo a sentarse—, y para mí un vaso de agua.
La habitación donde habían entrado ocupaba toda un ala de la casa y tenía dos plantas, en la segunda de las cuales había una galería corrida que ocupaba las cuatro paredes. Éstas, como las del vestíbulo, eran una verdadera confusión de imágenes: invitaciones, seducciones y avisos se disputaban la atención del visitante.
¡La Mejor Cabalgata de su Vida!,
prometía, modestamente, un letrero;
¡Todo el Goce que Usted sea Capaz de soportar!,
anunciaba otro:
¡Y Más Todavía!