—¿Estás buscando la llave? —preguntó Jo-Beth al ver que su madre tanteaba bajo las almohadas—. Creo que está puesta en la cerradura, y fuera.
—¡Pues sal y cógela! —gritó su madre—. ¡Y rápido!
En aquel momento, un crujido se oyó al otro lado de la puerta. Ese ruido intimidó a Jo-Beth, y la disuadió de abrirla. Pero si dejaban la puerta sin cerrar con llave las dos estaban indefensas por completo. Su madre hablaba de frenar al Jaff, pero no era la llave lo que buscaba, sino su libro de oraciones, y con rezos no iba a poder frenar nada. La gente muere a diario con plegarias en los labios. La única solución, en vista de las circunstancias, consistía en abrir la puerta de golpe.
Los ojos de Jo-Beth se fijaron en la escalera. Allí vio al Jaff, un feto barbudo cuyos enormes ojos estaban fijos en ella. Jo-Beth alargó la mano para coger la llave mientras el Jaff subía los escalones.
—
Aquí estamos
—dijo él.
Mas la llave se negaba a salir de la cerradura. Jo-Beth tiró de ella, la giró, y acabó por soltarla; pero la llave saltó de la cerradura y de entre sus dedos. El Jaff se encontraba ya a tres escalones del descansillo. No se apresuraba. Jo-Beth se tiró al suelo para apoderarse de la llave, dándose cuenta, por primera vez desde que había entrado en la casa, de que el golpeteo en la cabeza que la había alertado de la presencia del Jaff comenzaba de nuevo, y su estrépito le impedía pensar con claridad. ¿Por qué se había inclinado? ¿Qué buscaba? Al ver la llave tirada en el suelo se acordó de todo. La cogió de golpe (con el Jaff ya en el descansillo), y se levantó; retrocedió, cerró la puerta de un portazo y dio la vuelta a la llave.
—¡Está aquí! —dijo a su madre, volviendo la vista hacia ella.
—Claro —repuso Joyce.
Ésta había encontrado lo que buscaba. No era un libro de oraciones, sino un cuchillo, un cuchillo de cocina de más de veinte centímetros que había perdido hacía algún tiempo.
—¡Mamá!
—Ya sabía yo que vendría. Estoy lista.
—No puedes luchar con eso contra él —dijo Jo-Beth—, ni siquiera es humano, ¿verdad?
La mirada de su madre permanecía fija en la puerta.
—Dímelo, mamá.
—No sé lo que es —dijo ella—, he tratado de pensarlo todos estos años. Quizás es el diablo. O tal vez no. —Miró a Jo-Beth—. Hace muchísimo tiempo que tengo miedo —añadió—, y ahora lo tenemos aquí, y todo parece la mar de sencillo.
—Pues entonces, explícamelo —dijo Jo-Beth—, porque no lo entiendo. ¿Quién es? ¿Qué le ha hecho a Tommy-Ray?
—Le ha dicho la verdad —respondió su madre—. Bueno, se la ha dicho en cierto modo.
Es
tu padre. O al menos uno de ellos
—¿Cuántos tengo?
—Hizo de mi una puta. Me volvió medio loca a fuerza de deseos que yo no necesitaba. El hombre que durmió conmigo es tu padre; pero,
eso…
—señaló la puerta con el cuchillo, mientras, del otro lado de ella, llegaba ruido de golpecitos—, eso es lo que realmente te hizo a ti.
—
Te oigo
—murmuró al Jaff—,
te oigo con mucha claridad.
—¡Vete de ahí! —exclamó Joyce, acercándose a la puerta.
Jo-Beth trató de apartarse, pero ella hizo caso omiso. Y con razón. Lo que necesitaba tener a su lado era a su hija, no la puerta. Alargó la mano y asió a Jo-Beth por el brazo; la atrajo hacia sí, y acercó la punta del cuchillo a la garganta de la joven.
—La mato —amenazó, dirigiéndose a la cosa que esperaba en el descansillo—, la mato como hay Dios en el cielo, y lo digo en serio: intenta entrar en este cuarto, y tu hija muere. —Tenía asida a Jo-Beth con tanta tuerza como antes la había asido Tommy-Ray. Hacía unos minutos, éste la había llamado loca de atar. O su madre trataba de hacer gala de una fuerza que no poseía o Tommy-Ray tenía razón. En ese caso, fuera lo que fuese, lo cierto era que Jo-Beth estaba perdida.
El Jaff volvió a dar golpecitos en la puerta.
—
¡Hija!
—dijo.
—¡Contéstale! —le ordenó su madre.
—
¡Hija!
—¿Qué…?
—
¿Temes por tu vida? Dime la verdad. Pero sólo la verdad. Porque te amo y no quiero que nadie te haga daño.
—Tiene miedo —dijo Joyce.
—
Deja que ella responda.
Jo-Beth no vaciló.
—Sí —gritó—, sí. Tiene un cuchillo, y…
—
Harías una gran tontería
—dijo el Jaff a Joyce—
si matases la única cosa que hace tu vida digna de ser vivida. Pero serias capaz, ¿verdad?
—¡No toleraré que la cojas!
Se produjo un silencio al otro lado de la puerta. Luego, el Jaff dijo:
—
Por mí, de acuerdo…
—riendo, bajo—.
Siempre queda mañana.
Hizo girar el picaporte una vez más, como para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada con llave. Luego la risa cesó, y también cesó el ruido metálico del picaporte; en su lugar se oyó un ruido bajo, gutural, que bien podía ser el quejido de alguien que naciera al dolor, a sabiendas de que, con su primer aliento, perdía toda posibilidad de escapar a su condición. La angustia de aquel ruido era, cuando menos, tan escalofriante como las seducciones y las amenazas que habían oído antes. Luego el ruido comenzó a hacerse más suave, a desaparecer.
—Se va —dijo Jo-Beth. Su madre tenía todavía la punta del cuchillo apoyada contra su cuello—. Se va, mamá, suéltame.
El quinto escalón a contar desde el tramo rechinó dos veces, lo que confirmó la idea de Jo-Beth de que sus atormentadores abandonaban la casa. Pero pasaron treinta segundos más antes de que su madre soltara el brazo de Jo-Beth, y un minuto entero sin que dejara en completa libertad a su hija.
—Se ha ido de la casa —dijo—, pero tú quédate un poco más de tiempo aquí.
—¿Y qué será de Tommy? —preguntó Jo-Beth—. Tenemos que salir en su busca.
Pero su madre movió negativamente la cabeza.
—De todas formas era inevitable que yo lo perdiera —dijo—, de nada vale ya.
—Pero tenemos que hacer
algo
—insistió Jo-Beth.
Abrió la puerta. En el otro extremo del descansillo, apoyado contra la barandilla, se veía algo que sólo podía ser obra de Tommy-Ray. Cuando eran niños, él solía hacer docenas de muñecas para Jo-Beth, juguetes improvisados que, sin embargo, tenían la huella de su buena voluntad. Sus rostros sonreían siempre. Y ahora Tommy-Ray había creado un muñeco nuevo; un padre para la familia, hecho con comida. La cabeza de hamburguesa, con dos huellas de dedo gordo a modo de ojos; piernas y brazos de verduras; el torso, una caja de botellas de leche cuyo contenido se derramaba por entre sus piernas, haciendo un charco en torno a los ajos y pimientos que había por el suelo. Jo-Beth miró aquel alarde de tosquedad, y el rostro de carne cruda la miró a su vez. Pero no sonreía. Ni siquiera tenía boca. Sólo las dos huellas dejadas allí por el dedo gordo. Y de su ingle se derramaba la leche de la virilidad, manchando la alfombra. Su madre tenía razón. Habían perdido a Tommy-Ray.
—Tú sabías que ese hijo de puta iba a volver —dijo Jo-Beth.
—Me imaginé que con el tiempo lo haría. Pero no a por mí. Y no ha venido a por mí. Yo no era más que un útero que tenía a mano, como todas nosotras…
—La Liga de las Vírgenes —murmuró Jo-Beth.
—¿Dónde oíste eso?
—Pero, mamá…, la gente ha hablado de ese tema desde que yo era niña.
—¡Yo estaba tan avergonzada! —exclamó su madre. Se llevó una mano al rostro; la otra, que aún asía el cuchillo, colgaba contra su costado—. En extremo avergonzada. Quería suicidarme, pero el pastor me lo impidió. Me dijo que tenía que vivir. Para Dios, y para ti y Tommy-Ray.
—Tuviste que ser muy fuerte —dijo Jo-Beth, apartando los ojos de la muñeca para mirar a su madre—. Te quiero, mamá. Sé que dije que tenía miedo, pero estoy segura de que no me hubieras hecho daño.
Joyce la miró, las lágrimas bañaban su rostro.
—Te hubiera matado, sin más.
—Mi enemigo sigue aquí —dijo el Jaff.
Tommy-Ray le había guiado por un camino que sólo los niños de Grove conocían y que los condujo, dando la vuelta a la parte de atrás de la Colina, a una atalaya vertiginosa. Era excesivamente rocosa para que alguien la usara como lugar de citas amorosas, y demasiado inestable para construir nada sobre ella; pero a los que se tomaban la molestia de escalarla le daba una insuperable vista de Laureltree y Windbluff.
Tommy-Ray y su padre se detuvieron allí para contemplar el panorama. No había estrellas en el cielo, y apenas brillaba luz alguna en las casas que se veían a sus pies. Las nubes cubrían el cielo, y el sueño cubría la ciudad. Sin testigos que los interrumpiesen, padre e hijo se sentaron y se pusieron a hablar.
—¿Quién es tu enemigo? —preguntó Tommy-Ray—. Dímelo y le corto el cuello.
—No creo que te lo permitiera.
—No seas sarcástico —dijo Tommy-Ray—. No hablas con un idiota, por si no lo sabías. Y me doy cuenta cuando me tratas como a un niño. No soy un niño.
—Eso tendrás que demostrármelo.
—Lo haré. No tengo miedo a nada.
—Bien, ya lo veremos.
—¿Es que quieres asustarme?
—No, lo que quiero es prepararte.
—¿Para qué? ¿Para enfrentarme con tu enemigo? Pues dime cómo es.
—Se llama Fletcher. Él y yo éramos socios, antes de que tú nacieras. Y me engañó. O al menos, lo intentó.
—¿A qué os dedicabais?
—¡Ah! —rió el Jaff. Tommy-Ray había oído aquella risa a menudo, y cada vez le gustaba más.
Era evidente que el Jaff tenía sentido del humor, por más que Tommy-Ray en ocasiones, como en ese caso concreto, no acabase de entender el chiste.
—¿Nuestro
negocio?
—añadió el Jaff—. Pues era, en resumen, la conquista de poder. Más en concreto, de un poder específico llamado el Arte, y con el cual es posible penetrar en los sueños de Norteamérica.
—¿Estás tomándome el pelo?
—Bueno, no en todos los sueños, sólo en los importantes. Te diré Tommy-Ray, yo soy un explorador.
—¿Ah, sí?
—Y tanto. Pero ¿qué queda por explorar en el mundo? No es mucho: unos pocos trozos de desierto; algún bosque pluvial…
—El espacio —sugirió Tommy-Ray, mirando al cielo.
—Más desierto, y con grandes extensiones de nada entre desierto y desierto —dijo el Jaff—. No, el auténtico misterio, el
único
misterio, está en nuestros cerebros. Y yo lo conquistaré.
—No querrás decir como psiquiatra, ¿verdad? Significa que
entrarás en ellos
de alguna manera.
—Sí, justo, eso.
—¿Y el Arte enseña la manera de entrar?
—Otra vez has acertado.
—Pero me has dicho que no son más que sueños. Todos soñamos. Se puede uno meter en sueños la mar de fácil, te quedas dormido, y ya está.
—Casi todos los sueños son pura prestidigitación. La gente recoge sus recuerdos y trata de ponerlos en alguna especie de orden. Pero hay otra clase de sueño, Tommy-Ray. Un sueño de lo que significa nacer, enamorarse y morir. Un sueño que explica la razón de
existir.
Sé que esto que te digo resulta algo confuso…
—No, no, sigue. Me gusta oírte.
—Hay un mar de la mente. Y se llama Esencia —dijo el Jaff—. Y en ese mar flota una isla que aparece en los sueños de todos dos veces por vida al menos: al principio y al final. Los primeros en descubrirla fueron los griegos. Platón escribió sobre ella en clave. La llamó la Atlántida… —El Jaff vaciló, distraído de su cuento por la sustancia misma de lo que estaba contado.
—Y tú deseas mucho ese lugar, ¿no es así? —preguntó Tommy-Ray.
—Mucho —dijo el Jaff—. Quiero bañarme en ese mar siempre que se me antoje, y llegar a la orilla donde se cuentan las grandes historias.
—Precioso.
—¿Cómo dices?
—No, nada, que suena precioso.
El Jaff rompió a reír.
—Eres estúpidamente tranquilizador, hijo mío. Vamos a llevar nos la mar de bien, te lo aseguro. Tú puedes ser mi agente al aire libre.
—Sí, por supuesto —repuso Tommy-Ray, sonriendo. Y luego—: ¿Qué es eso?
—No puedo mostrarme a todo el mundo —dijo el Jaff—. Tampoco me gusta mucho la luz del sol. Es muy… muy poco misteriosa. Pero tú sí que puedes ir por ahí en mi lugar.
—¿Entonces te quedas aquí? Yo había pensado que podríamos ir a algún sitio juntos.
—Lo haremos, pero más tarde. Primero hay que matar a mi enemigo. Es débil. No tratará de irse de Grove hasta que encuentre quien le proteja. Buscará a su propio hijo, me imagino.
—¿Katz?
—Sí, justo.
—Entonces, yo debería matar a Katz.
—Sí, sería muy útil, si se te presenta la oportunidad.
—Yo haré que se presente.
—Pero deberías darle las gracias.
—¿Por qué?
—Si no hubiese sido por él, yo aún me encontraría clandestino. Todavía estaría esperando a que tú o Jo-Beth os hicierais cargo de la situación y vinierais a buscarme. Lo que ella y Katz…
—¿Jodieron?
—¿Y a ti qué te importa?
—Pues claro que me importa.
—También a mí. La idea de que un hijo de Fletcher
tocara
a tu hermana me repele. Pero lo cierto es que también le repelía a Fletcher. Por una vez estuvimos de acuerdo en algo. La cuestión era quién de nosotros dos llegaría el primero a la superficie, y quién sería el más fuerte una vez aquí.
—
Tú.
—Sí, yo. Además, tengo una ventaja de la que Fletcher carece. Mi ejército, mis
terata,
elegidos todos de entre hombres muertos, y así son los mejores. Saqué uno de Buddy Vance.
—¿Dónde está?
—Cuando veníamos hacia acá, pensabas que alguien nos seguía, ¿te acuerdas?, y yo te dije que era un perro. Bueno, te mentí.
—Muéstramelo.
—Es que a lo mejor no te hace ninguna gracia cuando lo veas.
—¡Muéstramelo, papá, por favor!
El Jaff dio un silbido. Entonces, los árboles situados un poco detrás de él comenzaron a agitarse, identificando el rostro que había movido el arbusto en el patio hasta hacerlo añicos. Pero en esa ocasión el rostro salió a la luz. Era como algo escupido por la marea: un monstruo de las profundidades marinas que hubiera muerto y salido a flote, siendo luego cocido por el sol y picoteado por las gaviotas, de tal modo que, cuando llegó al mundo de los seres humanos, tenía cincuenta cuencas de ojos, una docena de bocas y la piel casi desprendida a medias.