Un breve examen de su rostro en el espejo del cuarto de baño la tranquilizó, pues, aunque tanto llorar había dejado huellas en él, seguía intacto. El dolor, sin embargo, seguía en su mandíbula, y le llegaba hasta la base del cráneo. Nunca había sentido algo así. La presión no era constante, sino rítmica, como un pulso que no estuviera regido por el corazón, sino que hubiese entrado en ella procedente de algún otro sitio.
—Detente —murmuró, mientras apretaba los dientes contra las sacudidas, pero el dolor no paraba sino todo lo contrario, le apretaba más la cabeza, como si quisiera exprimirle hasta el último de sus pensamientos.
Tan desesperada se sentía que se puso a conjurar a Howie. Una imagen de luz y risas que oponer a aquel latir irracional surgido tan inesperadamente de la oscuridad. Era una imagen prohibida —la imagen de alguien que había prometido a su madre no volver a ver—, pero no disponía de otra arma. Si no luchaba contra el latir que le golpeaba el cerebro aquél acabaría por convertir sus pensamientos en una masa informe, forzándola a no moverse más que a su ritmo, a su ritmo exclusivamente.
Howie…
Howie la sonrió, saliendo del pasado. Jo-Beth se asió a la luz de su recuerdo, se inclinó sobre el lavabo para salpicarse el rostro con agua fría. Agua y recuerdos redujeron el ataque. Con andar vacilante salió del cuarto de baño y volvió hacia el de Tommy-Ray Su enfermedad, o lo que fuese, tenía que haberle afectado también a él. Desde su más temprana infancia, los dos habían contraído siempre sus virus recíprocos, sufriéndolos juntos. Quizás esta nueva y extraña dolencia hubiera hecho presa en él antes que en ella, y su conducta en la Alameda no fuese otra cosa que una consecuencia de esto. La idea llenó de esperanza a Jo-Beth. Si Tommy-Ray estaba enfermo, sería posible curarle, y entonces, como siempre sucedía, los dos se curarían al mismo tiempo.
Sus sospechas se confirmaron cuando entró en la habitación, que olía a cuarto de hospital; intolerablemente caliente y rancio.
—Tommy-Ray, ¿estás aquí?
Empujó la puerta para abrirla del todo e iluminar mejor la estancia, que estaba vacía. En la cama, un rebujo de sábanas y mantas; en el suelo, la alfombra, toda arrugada como si hubiesen bailado encima una tarantela. Jo-Beth fue hacia la ventana, con intención de abrirla; pero no llegó más que a descorrer las cortinas, porque la escena que se presentó a sus ojos fue bastante fuerte como para impulsarla a bajar la escalera a todo correr, mientras gritaba el nombre de Tommy-Ray. A la luz de la puerta de la cocina le vio cruzar vacilante el patio, los pantalones vaqueros colgándole de una mano y arrastrados por el suelo.
El espeso arbusto del fondo del jardín se movía; y había algo más que viento en él.
—
Hijo mío
—dijo el hombre que estaba entre los árboles—.
Por fin nos encontramos.
Tommy-Ray no veía con claridad al que así le llamaba, pero no le cupo duda de que era el hombre que esperaba. La charla que atronaba su cabeza se suavizó al verle.
—
Acércate más
—le ordenó.
Había algo extraño en su voz, algo dulce; y también en hecho de que estuviera medio escondido. Eso de
hijo mío
no podía ser literalmente verdad, pero ¡qué suerte si lo fuese! Después de renunciar a toda esperanza de dar con él, después de tantos vituperios infantiles y de tantas horas perdidas tratando de imaginarle, era una suerte verse, por fin, delante del padre perdido, y oír su llamada desde la casa en una clave que sólo padres e hijos conocían. Una verdadera suerte.
—
¿Dónde está mi hija?
—preguntó el hombre—. ¿Dónde está Jo-Beth?
—Me parece que en casa.
—
Ve a buscarla, ¿me quieres hacer el favor?
—Sí, dentro de un momento.
—
¡No, ahora!
—Primero quiero verte. Deseo cercionarme de que esto no es una treta.
El extraño rompió a reír.
—
Ya oigo mi voz en ti
—dijo—.
También a mí me han tomado el pelo. Y eso nos hace cautos, ¿verdad?
—Sí.
—
Claro que tienes que verme
—dijo, saliendo de entre los árboles—.
Soy tu padre. Soy el Jaff.
Cuando Jo-Beth llegaba al final de la escalera, oyó que su madre la llamaba desde su habitación.
—¡Jo-Beth!, ¿qué ocurre?
—Nada, mamá.
—¡Ven aquí! Algo terrible…, mientras dormía…
—Un momento, mamá. Sigue en la cama.
—Terrible…
—Vuelvo en seguida. Tú sigue ahí, no te muevas.
Él estaba allí, en carne y hueso: el padre que Tommy-Ray había soñado de mil maneras distintas desde que se dio cuenta de que otros chicos tenían madre y padre, uno cuyo sexo era el mismo que el suyo, que sabía lo que son los hombres, y que transmitía ese saber a sus hijos. A veces había fantaseado con la idea de ser hijo de algún actor de cine, y que, un día, una enorme limusina llegaría a su calle, deslizándose como una serpiente, y una sonrisa famosa se bajaría de ella y le diría las mismas palabras que el Jaff acababa de pronunciar en ese momento. Pero este hombre era mucho mejor que cualquier actor de cine. No tenía gran aspecto; pero, en cambio, al igual que los rostros que el mundo idolatraba, tenía un aplomo fantasmal, como si estuviera por encima de cualquier alarde de poder. Tommy-Ray no sabía aún de dónde sacaba el Jaff esa autoridad, pero sus signos eran perfectamente visibles.
—
Soy tu padre
—volvió a decir el Jaff—.
¿Me crees?
Por supuesto que lo creía. Hubiera sido una gran estupidez por su parte repudiar a un padre como ése.
—Sí —dijo—, te creo.
—
¿Y me obedecerás como un buen hijo?
—Sí, desde luego.
—
Bien, pues, entonces, ve ahora mismo a buscar a mi hija, por favor. La llamé pero rehúsa venir. Ya sabes tú por qué…
—No.
—
Piensa.
Tommy-Ray se puso a pensar, pero su mente no concebía respuesta alguna.
—
Mi enemigo la ha tocado
—dijo el Jaff.
«Katz —pensó Tommy-Ray—. Se refiere a esa bestia parda de Katz.»
—¿Es Katz tu enemigo? —preguntó Tommy-Ray, esforzándose por acertar—. ¿Es el hijo de tu enemigo?
—
Y ahora ha tocado a tu hermana. Eso es lo que la mantiene alejada de mí. Esa lacra.
—No será por mucho tiempo.
Diciendo esto, Tommy-Ray dio media vuelta y regresó corriendo a la casa, al tiempo que llamaba a Jo-Beth con voz ligera, tranquila.
En el interior de la casa, ella oyó su llamada y se sintió tranquilizada. No daba la impresión de que Tommy-Ray sufriese. Él estaba en la puerta del patio cuando Jo-Beth entró en la cocina; tenía los brazos abiertos, tapando el hueco de lado a lado, inclinándose hacia ella, sonriente, empapado en sudor y casi desnudo. Daba la impresión de llegar de la playa.
—Ha pasado una cosa maravillosa —dijo él, sonriendo.
—¿Qué es?
—Ahí fuera. Ven conmigo.
Cada vena de su cuerpo parecía querer salir de la piel. En sus ojos había una chispa de la que Jo-Beth receló. Y su sonrisa aumentó ese recelo.
—No pienso ir a ninguna parte, Tommy… —dijo.
—¿Por qué te niegas? —preguntó él, ladeada la cabeza—. Que ése te haya tocado no significa que le pertenezcas.
—¿De qué estás hablando?
—De
Katz.
Sé muy bien lo que ha hecho. No te avergüences. Estás perdonada. Pero tienes que venir y pedir perdón en persona.
—¿Perdonada? —El sonido de su voz, demasiado alta, agudizó el dolor de cabeza de Jo-Beth—. ¿Qué derecho tienes tú para perdonarme, pedazo de animal? Tú, sobre todo…
—No soy yo —dijo Tommy-Ray, sin que su sonrisa se alterase—, es nuestro padre.
—¿Cómo?
—Que está ahí fuera…
Jo-Beth movió la cabeza. Su dolor era cada vez más fuerte.
—Tú ven conmigo y calla. Está ahí, en el patio. —Soltó el marco de la puerta y entró en la cocina, dirigiéndose hacia ella—. Ya sé lo que duele —añadió—, pero el Jaffe te pondrá buena.
—¡Haz el favor de no tocarme!
—Pero si soy yo, soy Tommy-Ray, no tienes nada que temer de mí, Jo-Beth.
—¡Y tanto que tengo! ¡Ignoro el porqué, pero lo tengo!
—Piensas así porque has sido
contaminada
por Katz. No voy a hacerte nada que te duela, eso lo sabes de sobra. Sentimos las cosas juntos, ¿no es cierto? Lo que te duele a ti me duele a mí. Y no me gusta el dolor —rió—; soy raro, pero no
tanto.
A pesar de sus dudas, Tommy-Ray la persuadió con ese argumento, porque, en el fondo, era la pura verdad. Los dos habían compartido un útero durante nueve meses; eran dos mitades del mismo huevo. Y él no quería hacerle daño.
—Anda, haz el favor, ven —dijo, alargando la mano.
Ella la asió. De inmediato sintió que su dolor de cabeza cedía, y eso la llenó de agradecimiento. En lugar del castañeteo del dolor, su nombre, susurrado:
—
Jo-Beth.
—¿Sí? —respondió ella.
—No, no soy yo —dijo Tommy-Ray—, es el Jaff, te llama.
—
Jo-Beth.
—¿Dónde está?
Tommy-Ray señaló a los árboles. De pronto, los dos se hallaban muy lejos de la casa; casi en el extremo mismo del patio. Jo-Beth no estaba muy segura de cómo había podido llegar tan lejos en tan poco tiempo, pero el viento que poco antes jugaba con las cortinas la tenía como cautivada, y la empujaba hacia delante, se diría que hacia el arbusto. Tommy-Ray soltó la mano de su hermana.
—
Sigue, acércate
—oyó que le decía—.
Esto es lo que estábamos esperando…
Jo-Beth vaciló. Algo en la forma de mecerse los árboles, en el modo de agitarse las hojas, la recordaba malas visiones: una nube en forma de hongo, quizás; o sangre en el agua. Pero la voz que la persuadía era profunda y tranquilizadora, el rostro que la emitía —ahora visible— la llenaba de emoción. Si tenía que llamar padre a algún hombre, ése era quizás el mejor de todos. Le gustaban su barba y su amplia frente; también la forma que tenía sus labios de pronunciar las palabras, con deliciosa precisión:
—
Soy el Jaff
—dijo él—,
tu padre.
—¿De veras? —preguntó ella.
—
De veras.
—¿Y por qué estás aquí ahora al cabo de tanto tiempo?
—
Acércate
y
te lo diré.
Jo-Beth iba a dar un paso más cuando oyó un grito que le llegaba desde la casa:
—
¡No dejes que te toque!
Era su madre, cuya voz alcanzaba ahora un volumen del que Jo-Beth nunca hubiera creído capaz de alcanzar. El grito la detuvo en seco. Se volvió bruscamente. Tommy-Ray estaba justo detrás de ella. Y al otro lado de él, cruzando el prado descalza, con la bata desabrochada, se aproximaba su madre a todo correr.
—¡Jo-Beth, apártate de eso! —gritó.
—¡Mamá!
—
¡Apártate!
Hacía casi cinco años que su madre no salía de casa. Y en todo ese tiempo había dicho más de una vez que nunca más volvería a salir. Y allí estaba, con expresión de infinita alarma, gritando órdenes, no peticiones.
—¡Los dos, fuera de ahí!
Tommy-Ray dio media vuelta para encararse con su madre.
—Entra en la casa —le dijo—. Esto nada tiene que ver contigo.
La madre aflojó el paso, y se acercó casi despacio.
—Tú no lo
sabes,
hijo —dijo ella—. Jamás lo entenderías.
—Es nuestro padre —contestó Tommy-Ray—. Ha venido a casa. Debieras mostrarte agradecida.
—¿Por
eso?
—preguntó ella, los ojos abiertos como platos—. Eso fue lo que me rompió el corazón. Y os lo romperá a vosotros, a poco que se lo permitáis. —Ya se encontraba a un metro de distancia de Tommy—. No se lo permitas —añadió en voz baja, alargando la mano para tocarle el rostro—. No le dejes que nos haga daño.
Tommy-Ray apartó de sí con un gesto brusco la mano de su madre.
—Te lo he advertido —le dijo—. Esto nada tiene que ver contigo.
La reacción de su madre fue inmediata. Dio un paso hacia Tommy-Ray y le cruzó la cara; una fuerte bofetada con la mano abierta, cuyo estrépito hizo eco contra la casa.
—
¡Idiota!
—le gritó—,
¿es que no reconoces el mal cuando lo ves?
—¡Lo que reconozco es a una jodida lunática cuando la veo! —escupió Tommy-Ray—. Todas tus oraciones y lo que decías del demonio… ¡Me das asco! Lo que quieres es echar a perder mi vida. Y ahora también quieres echar a perder esto. ¡Bien, pues no podrás! ¡Papá está en casa! ¡Así que, jódete!
Esa explosión pareció divertir al hombre que se escondía entre los árboles; Jo-Beth le oyó reírse, y miró a su alrededor. Él sin duda, no se lo esperaba, porque había permitido que la careta que llevaba se le ladeara un poco. El rostro que Jo-Beth había encontrado tan paternal hacía unos instantes aparecía hinchado; o se había hinchado algo que había detrás de él. Sus ojos y su frente se veían agrandados; la barbuda barbilla y la boca, que tanto le habían gustado, eran casi inexistentes. Donde antes estaba su padre, vio a un niño monstruoso. Nada más verlo rompió a gritar.
—¡Mamá! —exclamó, volviéndose hacia la casa.
—¿A dónde vas? —preguntó Tommy-Ray.
—¡Eso no es nuestro padre! —dijo ella—. ¡Es una trampa! ¡Mira! ¡Es una espantosa trampa!
O Tommy-Ray lo sabía y no le importaba, o estaba tan dominado por el Jaff que sólo veía lo que éste quería que viese.
—¡Tú te quedas aquí conmigo! —gritó, y agarró a Jo-Beth del brazo—. ¡Con
nosotros!
Jo-Beth forcejeó para liberarse de él, pero la presa era demasiado fuerte. Entonces, su madre intervino dando a Tommy-Ray tal golpe con el puño cerrado que le forzó a soltar a su hermana. Antes de que el chico pudiera agarrarla de nuevo, Jo-Beth corría camino de la casa. Una tormenta de follaje la siguió a través del prado, y también su madre, a la que cogió de la mano cuando se reunieron las dos ante la puerta.
—¡Ciérrala! ¡Ciérrala! —la urgió su madre en cuanto se encontraron dentro.
Jo-Beth lo hizo así. En cuanto hubo girado la llave en la cerradura, su madre gritó que la siguiera.
—¿A dónde? —preguntó Jo-Beth.
—A mi cuarto. Sé una manera de detener esto. ¡Corre!
El cuarto olía el perfume de su madre, y también a sábanas rancias; pero, al menos por esa vez, Jo-Beth lo encontró familiar y reconfortante. Lo dudoso era que aquel cuarto fuera también un refugio seguro. Jo-Beth oía que alguien estaba abriendo a patadas la puerta de atrás, y luego un gran estrépito, como si tiraran al suelo de la cocina todo lo que la nevera contenía. Luego, silencio.