Había también otras importaciones de Los Ángeles, como, por ejemplo, un «Club de la Salud», abierto en la Alameda, que de inmediato se llenó hasta desbordar. La locura por los restaurantes de
Szechwan hizo que dos de estos establecimientos se abrieran allí, y con suficiente clientela para resistir la competencia. Se abrieron tiendas de decoración, que ofrecían modernismo, estilo naif estadounidense y hasta simple mal gusto. La demanda de espacio llegó a ser tal que a la zona comercial de la Alameda hubo que añadirle una segunda planta. Negocios que, en sus primeros días, Grove no hubiera soñado siquiera con tener, eran ahora indispensables. Tiendas para objetos de piscina, institutos de belleza, escuelas de kárate.
De vez en cuando, mientras se esperaba el turno de la pedicura y los niños elegían en la tienda de animales entre tres clases de chinchilla, algún recién llegado a la ciudad mencionaba quizás un rumor que acababa de oír. ¿No había sucedido algo allí, hacía ya mucho? Si en la cercanía había alguien que llevaba mucho tiempo en Grove, desviaba la conversación hacia otro tema menos polémico. Aunque otra generación había crecido en los años intermedios, entre los nativos, como a ellos les gustaba llamarse, había la idea de que lo mejor sería olvidarse para siempre de la
Liga de las Vírgenes.
Sin embargo, en la ciudad había personas que nunca lograrían olvidarlo. Una de ésas, naturalmente, era William Witt. Él observaba a los otros en sus vidas diarias. Hoyce McGuire, una mujer tranquila y profundamente religiosa, que había educado a Jo-Beth y Tommy-Ray sin las ventajas que da el tener marido. Su familia se había ido a vivir a Florida hacía varios años, dejando la casa a su hija y a sus nietos. A ella casi no se la veía, pues permanecía encerrada entre sus cuatro paredes. Hotchkiss, cuya mujer se había fugado con un abogado de San Diego diecisiete años mayor que ella, aún no se había repuesto de tal deserción. La familia Farrell, que se había mudado a Thousand Oaks, sólo para darse cuenta de que su reputación la seguía allí, terminó por instalarse en Luisiana, llevándose a Arleen con ellos. William había oído que ésta seguía sin restablecerse del todo, y que ya era mucho que lograse decir diez palabras seguidas. Su hermana pequeña, Jocelyn Farrell, se había casado y regresado a vivir en Blue Spruce. La veía en ocasiones cuando iba a la ciudad a visitar a algunos amigos. Las familias seguían formando parte importante de la historia de Grove. Pero aunque William intercambiaba el saludo con todos ellos —los McGuire, Jim Hotchkiss, incluso Jocelyn Farrell—, nunca cruzaban una sola palabra más.
Ni tampoco tenían necesidad de hacerlo. Todos sabían lo que sabían.
Y, precisamente por saberlo, vivían a la expectativa.
El chico joven era casi monocromo: el cabello, largo hasta la espalda, que se le rizaba hasta el cuello, era negro; los ojos, tras sus gafas redondas, también eran oscuros; tenía la piel demasiado blanca para ser un californiano, y los dientes, más blandos todavía, aunque no solía reír muy a menudo. Tampoco hablaba demasiado, y cuando estaba con gente tartamudeaba.
Incluso el «Pontiac» descapotable que estacionó en la Alameda era blanco, aunque su carrocería aparecía estropeada por la nieve y la sal de una docena de inviernos en Chicago. Lo había conducido por el campo; pero había corrido momentos de peligro en carretera. Se acercaba el día en que no iba a quedar más remedio que sacarlo a un descampado y pegarle un tiro. Entretanto, si alguien quería más prueba de la presencia de un extraño en Palomo Grove, no tenía más que echar una ojeada a lo largo de la hilera de automóviles.
O también echársela a él. Se sentía desesperadamente fuera de lugar con sus pantalones de pana y su chaqueta raída (las mangas demasiado largas, y muy estrecha de pecho, como todas las que compraba). Aquélla era una ciudad en la que se medía el valor de una persona por la marca de las zapatillas de deporte que usaba, y él no las llevaba; calzaba zapatos de cuero de los que se atan con cordones, y se los ponía un día sí otro también, hasta que se le caían de viejos, y entonces se compraba otros idénticos. Fuera de lugar o no, el hecho era que se encontraba allí por una buena razón y cuanto antes se resolviera antes se sentiría él mejor.
Lo primero que necesitaba era que lo guiasen un poco. Eligió una tienda de yogur congelado, la más vacía de toda la calle, y entró despacio en ella. La bienvenida que le dieron desde el mostrador fúe tan calurosa que casi pensó que había sido reconocido.
—¡Hola! ¿En qué puedo servirle?
—Es que soy… nuevo aquí —dijo. «Estúpida observación», pensó—. Lo que quiero decir —añadió— es…, ¿hay aquí algún sitio…, algún sitio donde pueda comprar un mapa?
—
¿De California?
—No, de Palomo Grove —respondió él. Hablaba con frases, cortas porque se tartamudeaba menos de esa forma.
La sonrisa del que estaba al otro lado del mostrador se hizo más amplia.
—No necesita un plano —dijo—, la ciudad no es tan grande.
—De acuerdo. ¿Hay algún hotel?
—Por supuesto. Y fácil de encontrar. Hay uno muy cerca de aquí. Y otro nuevo, arriba, en el barrio de Stillbrook.
—¿Cual es el más barato?
—«La Terraza.» A dos minutos de coche. Dé la vuelta en la parte trasera de la Alameda.
—Suena perfecto.
La sonrisa que recibió a modo de contestación parecía decir: Aquí todo es perfecto. También él lo pensaba. Los coches relucían en el estacionamiento. Las señales que le indicaban la manera de ir a la parte trasera del centro comercial brillaban. La fachada del motel, con otra señal que decía:
Bienvenido a Palomo Grove, El refugio de la Prosperidad,
estaba tan brillantemente pintado como un dibujo de periódico de sábado por la mañana. Cuando se encontró seguro en la habitación, cerró la persiana contra la luz del día, y curioseó un poco.
El último trayecto del viaje le había fatigado, de modo que decidió reanimarse un poco con unos ejercicios y una ducha. La máquina, como él llamaba a su cuerpo, había estado demasiado tiempo al volante, de modo que necesitaba ser reanimada. Hizo un precalentamiento de diez minutos de sombra dando golpes al aire, una combinación de puñetazos y patadas, seguido de su cóctel favorito de patadas especializadas: hacha, salto en media luna, llaves y saltos, patada hacia atrás con llave. Todo eso le calentaba los músculos al tiempo que le despertaba la mente. Para cuando llegó la fase de levantar las piernas y hacer flexiones, ya se encontraba preparado para enfrentarse con medio Palomo Grove y sacar a quien fuese una respuesta a la pregunta que lo había conducido hasta allí.
Y esa pregunta era: ¿Quién es Howard Katz?
Yo,
no era respuesta lo bastante buena.
Yo
era sólo la máquina. Él necesitaba más información que ésa.
Wendy fue la que le planteó la cuestión durante aquella discusión de una noche entera, que terminó con su separación.
—Me gustas, Howie —había dicho ella—, pero no puedo amarte. ¿Sabes por qué? Porque no te conozco.
—¿Sabes lo que soy? —respondió Howie—. Un hombre con un agujero en el centro.
—Es una extraña forma de decirlo.
—Tan extraña como yo me siento.
Extraño pero cierto. Donde otro tenía la consciencia de sí mismo como persona —ambiciones, opiniones, religión—, él no encontraba más que una penosa inestabilidad. Los que le querían —Wendy, Richie, Lem— tenían paciencia con él. Esperaban hasta que lograban entender lo que les decía a través de sus tartamudeos y sus confusiones, y parecían encontrar algo de valor en sus comentarios. («Tú eres mi querido tonto», le había dicho Lem a Howie en una ocasión; frase que Howie estaba todavía meditando.) Pero él seguía siendo Katz
el Bobo
para el resto del mundo. No se lo decían a las claras —era demasiado fuerte para dejarse tomar el pelo, y podía enfrentarse hasta con pesos pesados—, pero sabía lo que comentaban a sus espaldas, y siempre se resumía en lo mismo: a Katz se le ha perdido una pieza.
El que Wendy hubiese terminado con él le resultaba demasiado duro. Se había sentido demasiado herido para dejarse ver por allí, y estuvo casi una semana rumiando su conversación con ella. De pronto vio la solución con toda claridad. Si existía algún sitio donde le sería posible entender el cómo y el porqué de sí mismo, ese sitio era, sin duda, el lugar en el que había nacido.
Levantó la persiana y miró a la calle, a la luz. Era como de perla. El aire tenía un dulce aroma. No acababa de comprender cómo su madre había abandonado un lugar tan hermoso para ir a Chicago, con sus duros vientos de invierno y sus agobiantes veranos. Ahora estaba muerta (había muerto de repente, mientras dormía), y él debería intentar la resolución del misterio por sus propios medios, y quizás hasta llegase a conseguirlo; entonces podría llenar el agujero que tenía obsesionada a su máquina.
Justo cuando llegaba a la puerta principal, su madre llamó desde su habitación, con la misma exacta cronometración de siempre.
—¡Jo-Beth!, ¿estás ahí? ¡Jo-Beth!
Siempre ese mismo tono de desfallecimiento que parecía decir: «Sé cariñosa conmigo, porque quizá mañana ya no me encuentre aquí, a lo mejor ni dentro de una hora.»
—Cariño, ¿estás ahí todavía?
—De sobra sabes que sí, mamá.
—¿Puedo hablar un momento contigo?
—Es que llego tarde al trabajo.
—Sólo un minuto, por favor, ¿qué es un minuto?
—Bien, no te entristezcas, ya voy.
Jo-Beth volvió a subir las escaleras. ¿Cuántas veces hacía ese camino al día? Su vida se podía contar por el número de veces que subía y bajaba las escaleras, y las volvía a subir y las volvía a bajar.
—¿Qué ocurre, mamá?
Joyce MacGuire permanecía echada en su postura habitual, en el sofá al lado de la ventana abierta, con una almohada bajo la cabeza. No tenía aspecto de enferma, pero lo cierto era que lo estaba la mayor parte del tiempo. El especialista la visitaba, la miraba, pasaba la cuenta, y se marchaba con un encogimiento de hombros. «Físicamente, todo está en orden —decía—. El corazón, sano; los pulmones, sanos; la espina dorsal, sana, es algo de la cabeza lo que no anda bien.» Pero su madre no quería oír esas cosas. Su madre había conocido a una chica que se volvió loca, fue hospitalizada y nunca volvió a salir. Eso le hacía estar más asustada de la locura que de cualquier otra cosa. En su casa jamás se pronunciaba esa palabra.
—¿Le dirás al pastor que me llame? —preguntó Joyce—. A lo mejor viene a verme esta noche.
—Está muy ocupado, mamá.
—Para mí, no —repuso Joyce.
Tenía treinta y nueve años, pero se comportaba como una mujer del doble de esa edad; la lentitud con que levantaba la cabeza de la almohada, como si cada centímetro de elevación fuese un triunfo sobre la ley de la gravedad; su manera de mover las manos y los párpados; el continuo suspirar de su voz. Joyce se había asignado el papel de moribunda de la película, y no era posible disuadirla de él por simple prescripción facultativa. Para ese papel se vestía siempre de colores de enfermería pastel, se dejaba suelto él largo y espeso cabello castaño, sin preocuparse de los dictados de la moda. No llevaba nada de maquillaje, lo que acrecentaba la impresión de mujer vacilante al borde del abismo. Después de todo, Jo-Beth se alegraba de que su madre no apareciese en público. La gente comentaría su aspecto. Pero eso la reducía a estar metida en casa, llamando siempre a su hija desde arriba y desde abajo, escaleras arriba y escaleras abajo. Arriba, abajo, arriba, abajo.
Cuando, como en ese momento, la irritación de Jo-Beth llegaba hasta el punto de hacerla chillar, se contenía recordándose que su madre tenía razones para comportarse así. La vida no tenía que haber resultado fácil para una mujer soltera, que había necesitado educar a sus hijos en un lugar tan dado a las críticas como Palomo Grove. Había caído enferma precisamente por culpa de tantas censuras y tantas humillaciones.
—Yo se lo diré al pastor John. Ahora, escucha, mamá, tengo que marcharme.
—Lo sé, cariño, lo sé.
Jo-Beth se encontraba junto a la puerta, cuando su madre la llamó de nuevo.
—¿No me das un beso? —pidió.
—Mamá…
—Nunca te olvidas de besarme.
Obediente, Jo-Beth volvió de nuevo hacia la ventana y besó a su madre en la mejilla.
—Ten cuidado —le dijo Joyce.
—No te preocupes.
—No me gusta que trabajes hasta tarde.
—Esto no es Nueva York, mamá.
Los ojos de Joyce fluctuaron hacia la ventana, desde donde ella veía pasar el mundo.
—No importa —dijo, dando más firmeza a su voz—; los lugares seguros no existen.
Ésa era un conversación conocida. Jo-Beth la venía oyendo desde su infancia, en diversas versiones. Hablar del mundo como del Valle de la Muerte, frecuentado por rostros capaces de indescriptible maldad. Ése era el principal consuelo que el pastor John daba a su madre. Los dos estaban de acuerdo en la presencia del demonio en el mundo; y, concretamente, en Palomo Grove.
—Te veré por la mañana —dijo Jo-Beth.
—Te quiero, cariño.
—Yo también te quiero, mamá.
Jo-Beth cerró la puerta y empezó a bajar.
—¿Está dormida? —pregunto Tommy-Ray, al pie de la escalera.
—No.
—¡Vaya!
—Debes ir a verla.
—Ya sé que debo. Lo que ocurre es que se va a poner pesada con lo del miércoles.
—Estabas borracho —dijo ella—. Y de licores fuertes —añadió—, ¿no es cierto?
—¿Y tú qué crees? Si nos hubiesen educado como a chicos normales, con bebidas normales en casa, no se me hubiera subido a la cabeza.
—Ah, ya. O sea, que ella tiene la culpa de que te emborrachases, ¿no?
—
También tú
la tienes tomada conmigo. Mierda. Todo el mundo la tiene tomada conmigo.
Jo-Beth sonrió y abrazó a su hermano.
—No, Tommy, te equivocas. Todo el mundo opina que eres estupendo, y eso lo sabes muy bien.
—¿También tú?
—Sí, también yo.
Jo-Beth le dio un suave beso; luego fue a mirarse al espejo.
—Bonitos como un cuadro —dijo Tommy-Ray acercándose para ponerse a su lado—. Los dos.
—Tu
ego
va cada vez peor.
—Es por lo que me quieres —dijo él, echando una ojeada a sus imágenes gemelas—. ¿Me voy pareciendo yo más a ti o tú a mí?
—Ni una cosa ni otra.