El gran espectáculo secreto (36 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Mrs. McGuire había dejado de rezar. Quizás estuviese muerta; la primera víctima de aquellas «cosas» tal vez eso les saciase y se olvidasen de él.


Por favor, Señor
…..murmuro, tratando de hacerse lo más pequeño posible—,
hazles ciegos para mí, sordos para mí, oye Tú solo mis súplicas y mírame con ojos de perdón. Mundo sin fin…

Sus plegarias se vieron interrumpidas por unos violentos golpes contra la puerta de atrás, y, por encima de ellos, la voz de Tommy-Ray, el hijo pródigo:

—¡Mamá!, ¿me oyes, mamá? ¡Ábreme! ¡Déjame entrar y te juro que los echaré de aquí! ¡Te lo juro! ¡Ábreme!

El pastor John oyó el gemido exhalado por Joyce McGuire a modo de respuesta a su hijo; el gemido, sin previo aviso, se convirtió en aullido. Estaba viva, muy viva; y hecha una furia.


¡Cómo te atreves!
—aulló—.
¡Cómo te atreves!

Tan potente fue su grito que el pastor abrió los ojos. La invasión de los demonios había cesado. Es decir, había cesado su avance, pero todavía se percibía movimiento en su masa pálida. Antenas que se agitaban, miembros que se preparaban para obedecer nuevas órdenes, ojos que surgían de cuernos de caracol. En aquellos seres nada recordaba algo ya visto. Sin embargo el pastor John los reconocía. No se atrevía a preguntarse a sí mismo de qué manera o por qué, pero los reconocía.

—Abre la puerta, mamá —volvió a decir Tommy-Ray—. Tengo que ver a Jo-Beth.

—Déjanos en paz.

—Tengo que verla, y no creas que me lo vas a impedir —dijo Tommy-Ray, furioso.

Siguió a estas palabras el ruido que hacía la madera de la puerta al romperse bajo sus patadas. Tanto el cerrojo como las cadenas se desprendieron. Se produjo una breve pausa, y luego Tommy-Ray abrió la puerta con suavidad. En sus ojos brillaba una luz siniestra; un resplandor que el pastor John había visto en los ojos de gente a punto de morir. Alguna luz interior los animaba. Y él, hasta ese momento, había pensado siempre que era una luz beatífica jamás volvería a caer en el mismo error. La mirada de Tommy-Ray se clavó en su madre, que estaba apoyada contra la puerta de la cocina, impidiéndole el paso, y luego se desvió hacia el invitado.

—¿Conque tienes compañía, mamá?

El pastor John tembló.

—Usted tiene influencia sobre ella. Siempre lo escucha. Dígale que me dé a Jo-Beth. Así resultará más fácil y mejor para todos nosotros.

El pastor miró a Joyce McGuire.

—Haga lo que le pide —dijo, sin más—; si no, nos matará.

—¿Lo ves, mama? —llegó la respuesta de Tommy-Ray—. Un consejo de un hombre de Dios, que sabe cuándo ceder. Llama a Jo-Beth, mamá o me enfadaré de verdad, y cuando yo me enfado también se enfadan los amigos de papá.
¡Llámala!

—No hace falta.

Tommy-Ray sonrió al oír la voz de su hermana, y la combinación de sus ojos fulgurantes con su sonrisa de entusiasmo hubiera bastado para congelar el hielo.

—Vaya, aquí estás —dijo.

Jo-Beth se encontraba en el vano de la puerta, detrás de su madre.

—¿Dispuesta para venirte conmigo? —preguntó él, cortés, como un chico fino que invita a una amiga a salir con él por primera vez.

—Pero has de prometer que dejarás a mamá en paz —dijo Jo-Beth.

—Lo prometo —replicó Tommy-Ray, con voz de inocencia ofendida—. No tengo la menor intención de hacer daño a mamá y tú lo sabes.

—Si la dejas en paz…, me iré contigo.

Cuando estaba a la mitad de la escalera, Howie oyó a Jo-Beth llegar a ese acuerdo con Tommy-Ray, murmuró un silencioso
no.
Él, desde allí, no podía ver los horrores que Tommy-Ray había llevado a aquella casa, pero los oía, y sonaban como el ruido que tenía en la cabeza cuando le asaltaban las pesadillas: de flemas y de jadeos. No dio espacio suficiente a su imaginación para crear figuras con que ilustrar el texto, porque él mismo había visto la verdad hacía tiempo, de modo que descendió otro escalón más, al tiempo que trataba de encontrar la manera de frenar a Tommy-Ray para impedirle que se llevara de allí a su hermana. Tal era su concentración que no interpretó los ruidos que llegaban de la cocina. Pero, para cuando bajó el último escalón, ya tenía formado un plan bastante sencillo: crearía el mayor desorden posible a su alrededor a ver si Jo-Beth y su madre podían escapar al amparo del caos; si, de paso que actuaba como un loco, conseguía dar un buen golpe a Tommy-Ray, pues tanto mejor.

Con esa idea y esa intención bien arraigadas en su mente, Howie respiró hondo y entró en la cocina.

Jo-Beth no se encontraba allí. Ni Tommy-Ray; tampoco estaban allí los horrores que habían entrado en la casa con él. La puerta permanecía abierta a la noche, y Mrs. McGuire yacía de bruces en el umbral, con los brazos abiertos, como si su último acto consciente hubiese sido alargarlos para detener a sus hijos. Howie fue hacia ella, pisando azulejos que parecían de goma bajo sus pies desnudos.

—¿Está muerta? —preguntó una voz grave.

Howie se volvió para ver al pastor John, que se había encajado entre la pared y la nevera, metiéndose lo más adentro que su gordo trasero le permitía para hacerse invisible.

—No, no lo está —respondió Howie, mientras volvía con suavidad el cuerpo de Mrs. McGuire—. Y no ha sido gracias a usted, por supuesto.

—¿Y qué podía hacer yo?

—Dígamelo usted. Yo pensaba que su oficio le brindaría ciertas tretas.

Dicho eso, Howie anduvo hacia la puerta.

—No les sigas, muchacho —dijo el pastor—. Quédate aquí, conmigo.

—Se han llevado a Jo-Beth.

—Por lo que acabo de oír, da la impresión de que ya era casi suya, tanto ella como Tommy-Ray son hijos del diablo.

¿Piensas que soy el diablo?,
había preguntado Howie a Jo-Beth no haría más de media hora, y ahora ella era la condenada al infierno; y nada menos que por boca de su propio ministro del Señor. ¿Significaba eso, entonces, que los dos estaban contaminados? ¿Se trataba de una cuestión de pecado e inocencia, de luz y oscuridad? ¿Se levantaban los dos quizás
entre
ambos extremos, en un lugar reservado para los amantes?

Esos pensamientos pasaron por su mente como relámpagos, pero fueron suficiente para que diese más ímpetu a su carrera hacia la puerta, en busca de lo que estuviera esperándole en la calle.

—¡Mátalos a todos! —oyó gritar a sus espaldas al ministro del Señor—.
¡Mátalos a todos!

Ese encargo llenó a Howie de ira, pero no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada. En vista de ello, se limitó a gritar:


¡Que le den por el culo!
—Ya estaba en plena calle cuando gritó eso, e iba de cabeza en busca de Jo-Beth.

2

Salía suficiente luz de la cocina para permitirle captar la geografía general del patio. Distinguió un grupo de árboles que lo rodeaba y un prado hirsuto entre los árboles y el lugar donde él se encontraba. Y fuera era igual que dentro: ni rastro del hermano o de la hermana o de la hueste que les seguía. Sabiendo que no tenía la menor esperanza de coger al enemigo por sorpresa, dado que salía de un interior bien iluminado después de haber gritado un insulto al que quedaba en la cocina, Howie avanzó llamando a Jo-Beth con toda la potencia que su voz le permitía; tenía la esperanza de que, de esa manera, ella quizás encontrara la oportunidad de responderle. Pero no hubo otra respuesta que un coro de ladridos de los perros que sus gritos habían despertado. «Venga —pensó Howie—, ladrad todo lo que queráis, a ver si vuestros amos se despiertan y se ponen también en movimiento.» No era ése el momento de permanecer sentados ante el televisor, contemplando programas de juegos. Había otros programas muy distintos aquella noche. Misterios que se paseaban solos; la tierra que se abría, escupiendo maravillas. El gran espectáculo secreto y el estreno se representaban esa noche en las calles de Palomo Grove.

El mismo viento que llevaba el ladrido de los perros agitaba también los árboles. Su sonido sibilante distrajo a Howie del producido por el ejército hasta que se hubo apartado un poco de la casa. Entonces oyó el coro de murmullos y cloqueos y zambullidas a sus espaldas. Dio media vuelta. La tapia en torno a la puerta que acababa de cruzar era una pura masa de seres vivos. El tejado, que se inclinaba hacia él desde la altura de dos plantas hasta la de la cocina, también estaba invadido. Allí merodeaban bultos mayores, que se movían con torpeza de un extremo a otro sobre el tejado de pizarra, emitiendo murmullos roncos. Estaban demasiado altos para recibir luz, y sólo se distinguían sus siluetas recortadas contra un cielo sin estrellas. Ni Jo-Beth ni Tommy-Ray se encontraban entre ellos. No había una sola silueta en todo aquel bullir de seres que se pareciese a la forma humana.

Howie estaba a punto de rehacer el camino andado cuando oyó la voz de Tommy-Ray a sus espaldas:

—Oye, Katz, ¿a que en tu vida has visto una cosa igual?

—Ya sabes que no —respondió Howie, y la cortesía de su respuesta se debía a la punta del cuchillo que sintió contra la piel de su espalda.

—¿Por qué no te vuelves, muy despacio? —prosiguió Tommy-Ray—. El Jaff quiere cambiar unas palabras contigo.

—Algo más que unas palabras —dijo otra voz. Era una voz muy baja, apenas más audible que el viento entre los árboles, pero cada sílaba estaba exquisita, musicalmente formada—. Mi hijo piensa que debiéramos matarte, Katz. Dice que hueles a su hermana. Dios es testigo de que no estoy muy seguro de que los hermanos debieran saber a qué huelen sus hermanas, eso te lo digo en primer lugar; pero supongo que es que estoy algo chapado a la antigua. Nos hallamos demasiado metidos en el milenio para dar importancia a cosas como el incesto. Sin duda, también tú tienes opinión al respecto.

Howie se volvió, y vio al Jaff a varios metros de distancia, detrás de Tommy-Ray. Después de todo lo que Fletcher le había dicho sobre el Jaff, Howie se lo había imaginado como un gran señor de la guerra, pero, por el contrario, no había nada de grandioso ni de impresionante en la figura del enemigo de su padre. Tenía el aspecto de un aristócrata al borde de la disolución. Sus facciones, fuertes y persuasivas, estaban cubiertas por indisciplinada barba; su aspecto y su actitud eran los de alguien que apenas puede ocultar el gran cansancio de que se siente poseído. Uno de los
terata
estaba cogido a su pecho: era un objeto pequeño, delgado, mucho más lamentable que el mismo Jaff.

—¿Qué decías, Katz?

—Yo no decía nada.

—Sobre lo antinatural que es la pasión que Tommy-Ray siente por su hermana. ¿O acaso piensas que
todos
nosotros somos antinaturales? Tú. Yo. Ellos. Me imagino que a todos nosotros nos habrían quemado vivos en Salem. En fin, lo que te decía, que Tommy-Ray tiene muchas ganas de hacerte daño. Sólo sabe hablar de castración.

Tommy-Ray, al oír eso, bajó la punta del cuchillo unos cuantos centímetros del vientre de Howie hasta la ingle.

—Cuéntaselo —se dirigió el Jaff a su hijo—. Dile cómo te gustaría cortarle en pedazos.

Tommy-Ray rió.

—Tú dame permiso para hacerlo y ya verás.

—¿No te lo he dicho? —añadió el Jaff, volviéndose hacia Howie—. Necesito toda mi autoridad paterna para contenerle. Te explicaré lo que voy a hacer contigo, Katz. Permitiré que salgas corriendo el primero, te dejaré en libertad para ver si los trucos de Fletcher pueden compararse con los míos. Tú conociste a tu padre antes de que tomara el Nuncio. A lo mejor era un gran corredor.

La sonrisa de Tommy-Ray se trocó en carcajadas; la punta del cuchillo se hincó en la costura de los pantalones vaqueros de Howie.

—Y para hacer boca…

Al oír esas palabras, Tommy-Ray agarró a Howie y le hizo dar la vuelta, tirándole de la camiseta para sacársela de los pantalones y rasgándosela desde el dobladillo hasta el cuello, de forma que la espalda de Howie quedó al descubierto. Hubo una breve demora mientras el aire nocturno refrescaba la sudorosa espalda de Howie, que sintió en seguida que algo le toca la espalda. Los dedos de Tommy-Ray, pegajosos y húmedos, se separaron en abanico, a la derecha y a la izquierda de la espina dorsal de Howie, siguiendo la línea de las costillas. Howie se estremeció y curvó la espalda para evitar el roce. Al hacerlo, los contactos que sentía se multiplicaron y llegaron a ser demasiados para que fuesen dedos; una docena o más a cada lado, asiéndole el músculo con tal fuerza que se le rasgó la piel.

Howie miró por encima del hombro, justo a tiempo para ver un miembro blanco, de muchas junturas, fino como un lápiz barbado, que hincaba la punta en su carne. Gritó y forcejeó hasta volverse, su repulsión fue mayor que su temor ante el cuchillo de Tommy-Ray. El Jaff le observaba. No tenía nada en los brazos. La cosa que había estado acariciando aparecía sujeta a la espalda de Howie, que sentía su frío abdomen contra sus vértebras, mientras su boca le sorbía la nuca.


¡Quítamelo de encima!
—le gritó al Jaff—.
¡Quítame de encima esta mierda de los cojones!

Tommy-Ray se puso a aplaudir al ver a Howie en esta tesitura, dando vueltas como un perro que siente una pulga en la punta del rabo.

—¡Hale, venga, hale! —le jaleó.

—Yo en tu lugar no lo intentaría —dijo el Jaff.

Antes de que Howie pudiera preguntarse por qué, la cosa misma le dio la respuesta, mordiéndole con fuerza en el cuello. Howie dio un aullido, cayó de rodillas. La expresión de dolor despertó un coro de chasquidos y murmullos en el tejado y en la pared de la cocina. Howie, con un insufrible dolor, se volvió hacia el Jaff. El aristócrata había dejado caer la careta y el rostro de feto que había detrás de ella era enorme y reluciente. Howie tuvo sólo un instante para contemplarlo, porque el ruido de los gemidos de Jo-Beth forzaron sus ojos a fijarse en los árboles, donde la vio en manos de Tommy-Ray. Ese atisbo (los ojos húmedos, la boca entreabierta) fue también horriblemente corto. Luego, el dolor que sentía en el cuello le forzó a cerrar los ojos. Cuando los abrió de nuevo ya no vio a Jo-Beth ni a Tommy-Ray ni a su padre nonato.

Se puso en pie. Una ola de movimiento recorrió al mismo tiempo el ejército del Jaff. Los que estaban en la parte más baja de la pared se deslizaban hasta el suelo, y los que estaban más altos se tiraban para seguirlos, y ese movimiento fue tan rápido que los batallones no tardaron en apretujarse, de tres o cuatro en fondo, en el prado. Algunos consiguieron salirse de la muchedumbre y se dirigieron, con los medios de propulsión de que disponían, lucran éstos cuales fuesen, hacia donde Howie se encontraba. Los más grandes se deslizaban ya del tejado para participar en la persecución. Howie, en vista de que la ventaja que el Jaff le había ofrecido estaba quedando muy mermada, salió corriendo como un loco en busca de la vía pública.

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