El gran espectáculo secreto (31 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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«Dejaré de ser yo mismo —replicó—. Si me ahogo dejaré de ser yo mismo. Seré tú, y no quiero ser tú.»

Arriésgate. No hay otra solución.

«¡No quiero!, ¡no puedo! Tengo que dominar.»

Comenzó a forcejear contra el elemento que le rodeaba. Ideas e imágenes se rompían sin cesar, a pesar de todo, contra su mente. En su mente otra mente fijaba pensamientos que iban más allá de su actual capacidad de comprensión.

Entre este mundo, llamado Cosmos
—también llamado la Arena, y también el Incendio de Helter—,
entre este mundo y el Metacosmos
—también llamado la Coartada, y también el Exordio y el Lugar Solidario—,
hay un mar llamado Esencia…

En la mente de Howie apareció una imagen de ese mar, y en medio de la confusión percibió algo que conocía. Había flotado hasta aquí durante el breve sueño compartido con Jo-Beth. Habían sido arrastrados por una suave marea, el cabello de ambos entrelazado, sus cuerpos rozándose el uno al otro. El reconocimiento calmó sus miedos. Escuchó con más atención las instrucciones de Fletcher.


… y en ese mar hay una isla…

La percibió, aunque lejana.

Se llama
Efemérides…

Bella palabra, y bello lugar. La cabeza de Howie estaba envuelta en nubes, pero había luz en sus laderas inferiores. No era luz solar, sino luz espiritual.

«Quiero estar allí —pensó Howie—. Quiero estar allí con Jo-Beth.»

Olvídala.

«Dime lo que hay allí. ¿Qué hay en Efemérides?»

El Gran Espectáculo Secreto.
—Los pensamientos de su padre volvieron a él—.
Lo vemos tres veces: al nacer, al morir, y una noche que pasamos durmiendo junto al amor de nuestra vida.

«Jo-Beth.»

Ya te he dicho que te olvides de ella.

«¡Pero si iba con Jo-Beth!, flotábamos allí, juntos.»

No.

«Sí. Eso quiere decir que es ella el amor de mi vida. Tú mismo acabas de decirlo.»

Lo que te he dicho es que te olvides de ella.

«¡Eso es lo que quiere decir!, ¡y tanto que sí!, ¡eso es lo que quiere decir!»

Lo que engendró el Jaff está demasiado podrido para poder ser amado. Demasiado corrompido.

«Jo-Beth es la cosa más bella que he visto en mi vida.»

Te rechazó
—le recordó Fletcher.

«Pues, entonces, la recuperaré.» La imagen que Howie tenía de ella estaba clarísima en su mente; más clara que la isla, o que el mar onírico sobre el que flotaba. Howie buscó el recuerdo de la joven, se asió a él, y se levantó, liberándose de la presa de la mente de su padre. Entonces la náusea volvió a él, y luego la luz, salpicando a través del follaje por encima de su cabeza.

Abrió los ojos. Fletcher ya no le asía, si es que alguna vez lo había hecho. Howie estaba echado de espaldas sobre la hierba. Tenía el brazo dormido, desde el hombro hasta la muñeca, pero se sentía la mano como si tuviera el doble de su tamaño normal. El dolor que sentía en ella era la primera prueba de que no soñaba. La segunda prueba fue que acababa de despertar de un sueño. El hombre de la cola de caballo era real; de eso no le cupo la menor duda.
Era
su padre, para bien o para mal. Levantó la cabeza de la hierba al oír la voz de Fletcher:


No entiendes lo desesperada que es nuestra situación
—dijo Fletcher—,
el Jaff invadirá la Esencia si yo no lo detengo.

—No quiero saber nada de eso —replicó Howie.


Tienes una responsabilidad
—afirmó Fletcher—.
Yo no te hubiera engendrado sí hubiese pensado que no ibas a ayudarme.

—Vaya, muy emocionante —dijo Howie—, eso sí que me hace sentirme querido. —Comenzó a ponerse en pie, evitando la vista de su mano herida—. No debieras haberme enseñado la isla, Fletcher, porque ahora sé que lo que hay ente Jo-Beth y yo es lo verdadero, lo auténtico, y, además no es mi hermana, o sea, que puedo recuperarla.


¡Obedéceme!
—exclamó Fletcher—.
Eres mi hijo. ¡Tienes la obligación de obedecerme!

—Lo que quieres es un esclavo, búscale uno —dijo Howie —. Tengo cosas mejores que hacer.

Volvió la espalda a Fletcher, o, por lo menos, eso pensó que hacía, hasta que Fletcher reapareció delante de él.

—¿Cómo diablos lo has hecho?


Yo sé hacer muchas cosas. Pequeñeces. Ya te las enseñaré. Lo único que te pido, Howard, es que no me dejes solo.

—A mí nadie me llama Howard —dijo Howie.

Levantó la mano para echar a Fletcher a un lado, olvidando por un instante su herida: pero ésta apareció ante sus ojos. Tenía los nudillos hinchados, el dorso de la mano y los dedos empapados en pegajosa sangre. Briznas de hierba pegadas a ella surcaban de verde el espeso y oscuro rojo. Fletcher dio un paso atrás, rechazado.

—Ah, de modo que no te gusta ver sangre, ¿eh? —dijo Howie.

Había algo en el aspecto de Fletcher en plena retirada que no era como antes, algo demasiado sutil para que Howie pudiese captarlo. ¿Sería que había entrado de lleno en un trecho empapado de sol, y la luz, de alguna manera, lo atravesaba?, ¿o que un trecho de cielo encerrado en su vientre se le había desprendido y ahora flotaba ante sus ojos, penetrando en ellos? Fuera lo que fuese, en un instante, desapareció.

—Te hago una proposición —dijo Howie.


¿Cuál es?

—Que me dejes en paz; y yo te dejaré…


Nos hallamos solos, hijo, solos contra el mundo entero.

—Estás loco de atar, ¿no te das cuenta? —dijo Howie.

Apartó los ojos de Fletcher y los fijó en el camino por donde había venido.

—De ahí es de donde me viene toda esta mierda de santidad de los cojones. ¡Pero se acabó! ¡Se acabó! ¡Hay gente que me quiere!


¡Yo te quiero!
—dijo Fletcher.

—¡Mentira!


De acuerdo, muy bien, pues aprenderé.

Howie comenzó a alejarse de él, alargando el brazo ensangrentado.


¡Aprenderé!, ¡soy capaz de aprender!
—oyó decir a su espalda—.
Howard, escúchame, ¡te aseguro que soy capaz de aprender!

No corrió. No tenía fuerza. Pero llegó a la carretera sin caer, y eso ya fue una victoria de su mente sobre su cuerpo, teniendo en cuenta lo débiles que sentía las piernas. Allí estuvo descansando un poco de tiempo, contento de que Fletcher no lo hubiera seguido hasta terreno tan abierto. Aquel hombre tenía secretos que Howie no quería que ojos humanos viesen. Mientras descansaba, hizo sus planes. Primero volvería al motel y se curaría la mano. ¿Y luego? Pues iría de nuevo a casa de Jo-Beth. Tenía buenas noticias para ella, y encontraría alguna manera de dárselas, aunque necesitara pasar la noche entera en vela esperando la oportunidad de hacerlo. El sol era cálido y luminoso. Al andar, Howie vio que su sombra lo precedía. Iba con los ojos fijos en la acera, contemplando su forma, delineada paso a paso, de regreso hacia la cordura.

En el bosque que se extendía a sus espaldas, Fletcher se maldecía por no haber sabido estar a la altura de las circunstancias. Nunca se le había dado bien eso de persuadir a la gente, solía saltar de lo banal a lo visionario sin una idea clara del intervalo que debe haber entre ambos extremos: las sencillas tretas sociales que la mayor parte de la gente domina para cuando llega a los diez años. No había sabido ganarse a su hijo por medio de argumentos directos, y Howard, a su vez, se había resistido a revelaciones que pudieran haberle hecho comprender el peligro que su padre corría. Y no sólo su padre: el mundo entero. Fletcher no tenía la menor duda de que el Jaff era tan peligroso ahora como en la Misión de Santa Catrina, cuando el Nuncio le había
rarificado.
Más peligroso todavía. Él y sus agentes del Cosmos: criaturas suyas que sólo a él obedecerían, porque sabía manejar bien las palabras. Howard volvía ahora, a pesar de lo ocurrido, a abrazar a uno de esos agentes. Ya podía darle por perdido. Y esto dejaba a Fletcher sin otra alternativa que ir solo a Grove en busca de alguien a quien extraer alucigenia.

No tenía sentido alguno aplazar ese momento. Todavía quedaban unas horas para el anochecer, cuando el día se entregaba a la oscuridad, y entonces el Jaff tendría más ventaja todavía que ahora. Por más que no le hiciese mucha gracia ir a pie por las calles de Grove, exponiéndose a la vista y a la observación de todos, ¿qué otra alternativa tenía? A lo mejor conseguía sorprender a alguien soñando a plena luz del día.

Levantó la vista al cielo y pensó en su habitación de la Misión, donde había pasado tantas horas dichosas en compañía de Raúl, escuchando a Mozart y viendo cómo cambiaban las nubes al surgir del océano. Cambio, siempre cambio. Un fluir de formas en las que se encontraban ecos de cosas terrenales: un árbol, un perro, un rostro humano. También él se uniría un día a esas nubes, cuando terminase su guerra contra el Jaff. Entonces desaparecería la tristeza que sentía ahora por la ausencia de Raúl, la ausencia de Howard, la ausencia de todo, todo se le iba de entre las manos.

Sólo los inmutables sentían dolor. Los proteicos vivían en todo, siempre. Un solo país, un solo día inmortal. ¡Poder estar allí!

VII

William Witt, el Boswell de Palomo Grove, había visto aquella mañana la peor pesadilla posible convertida en realidad. Había salido de su atractiva residencia, de una sola planta, situada en Still—brook, cuyo valor, según él mismo decía a sus clientes, había aumentado en treinta mil dólares en los cinco años que hacía que la había comprado, y su intención al salir no era más que ir dándose un paseo a su oficina de corredor de fincas, en su ciudad, la que más le gustaba de todo el mundo, y pasar allí una fructífera jornada laboral más. Pero esa mañana, la cosas eran distintas. Si alguien le hubiera preguntado qué las distinguía de otras, no hubiera podido dar una respuesta coherente, pero el instinto le dijo a William que su amado Grove estaba enfermo. Pasó la mayor parte de la mañana asomado a la ventana de su oficina, que daba al supermercado. Casi todos los habitantes de Grove visitaban ese mercado una vez a la semana por lo menos; para muchos, tenía la doble función de centro de abastecimiento y centro de reunión. William se sentía orgulloso de recordar los nombres del noventa y ocho por ciento de las personas que entraban en él. Había encontrado casa a buen número de ellos, les había vuelto a encontrar casa cuando sus familias llegaban a ser tan numerosas que ya no cabían en el primer hogar de recién casados; con frecuencia, les había vuelto a encontrar nueva vivienda cuando sus hijos, llegados a la edad de independizarse, les abandonaban; y, finalmente, había vendido su última casa cuando la muerte les sacaba de ella. Y, a la inversa, casi todos ellos lo conocían y le tuteaban, comentaban sus pajaritas (que eran su distintivo personal; tenía más de ciento once pajaritas), y le presentaban a los amigos que los visitaban.

Pero hoy, observando desde su ventana, William no sintió placer alguno en este rito. ¿Sería debido a la muerte de Buddy Vance y a las consecuencias de esa tragedia el que la gente estuviera tan alicaída?; ¿era eso lo que les impedía saludarse unos a otros al encontrarse en el estacionamiento?, ¿o sería que ellos, al igual que él, se habían despertado con una extraña sensación, una especie de expectativa, como si algún acontecimiento fuera inminente y se les hubiera olvidado apuntarlo en sus agendas, pero conscientes de que lo echarían mucho de menos si no lo contemplaban?

Pero con estar así, mirando sin hacer nada, incapaz de interpretar lo que veía o sentía, lo único que conseguía era deprimirse más todavía. Decidió salir a hacer tasaciones. Había tres casas —dos en Deerdell y una en Windbluff— que debía ver
in situ
para aquilatar bien su precio. Su inquietud, rayana en la angustia, no había disminuido cuando cogió el coche y salió en dirección a Deerdell. El sol, que asolaba las aceras y las praderas, golpeaba y hería; el aire vibraba como si estuviese a punto de disolver ladrillos y pizarra: en una palabra, como si fuera a disolver su adorado Grove para siempre.

Las dos casas de Deerdell se encontraban en muy distinto estado de conservación; las dos de Deerdell exigían su más minuciosa atención. William les pasó revista y aquilató sus méritos y sus desventajas. Para cuando hubo terminado con ambas y emprendido el camino hacia Windbluff, ya se sentía lo bastante distraído de sus temores para pensar que, a lo mejor, después de todo, había exagerado. La tasación de la casa de Windbluff, y eso William lo sabía perfectamente, le iba a resultar muy satisfactoria. Situada en Cherry Glade, justo debajo de las Terrazas, era grande y tentadora. William comenzó a redactar en su mente el anuncio cuando se bajó del coche:

¡Sea un rey en la Colina!

¡El perfecto hogar familiar le está esperando!

De las dos llaves que llevaba de la casa eligió la de la puerta principal y la abrió. Desde la primavera, pleitos y litigios la habían mantenido desierta, e impedido su venta; el aire, en su interior, era polvoriento y rancio. A William, ese olor le gustaba. Había algo en las casas vacías que lo emocionaba. Le gustaba pensar en ellas como si fueran hogares en espera de serlo; lienzos sin pintar en los que los compradores reflejarían su propio paraíso particular. William dio varias vueltas por el interior de la casa, tomando cuidadosas notas sobre cada habitación, componiendo mentalmente seductoras frases según la iba examinando:

Espaciosa e inmaculada. Un hogar de deleite para el comprador más exigente. Tres dormitorios, dos baños y medio, suelo de terrazo, artesonado de madera de abedul en la sala, cocina completamente equipada, patio cubierto…

«Por ser grande y estar bien situada, esta casa será cara», se dijo William. Después de recorrer la planta baja abrió la puerta del patio y salió a él. Las casas, incluso las situadas en las partes bajas de la Colina, se hallaban bien repartidas. El patio no estaba expuesto a la vista de ninguna de las casas vecinas. De haber sido así, los vecinos se hubieran quejado del estado en que se encontraba. La hierba, que le llegaba a la pantorrilla, era desigual y estaba agostada; los árboles necesitaban una poda urgente. William cruzó el terreno quemado por el sol para tomar la medida de la piscina, la cual no había sido vaciada después de la muerte de Mrs. Lloyd, su última propietaria. El nivel del agua estaba bajo, y su superficie cubierta de algas más verdes que la hierba que crecía silvestre en el borde de la piscina. Olía a rancia. En lugar de permanecer allí para medir la piscina, William prefirió calcular sus dimensiones a ojo, sabiendo, por experiencia, que su cálculo sería casi tan exacto como llevado a cabo con un metro. Estaba apuntando las cifras en su cuadernito cuando observó unas pequeñas olas en el centro de la piscina; se fijó y vio que se acercaban, por la superficie, sucia y espesa, hacia donde él se encontraba.

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