El gran espectáculo secreto (33 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Las casas vacías son siempre siniestras. Excepto para ti, me figuro, porque estás acostumbrado a ellas. ¿No es así?

—Pues, sí. La costumbre…

—Al Jaff no le gusta mucho el sol, por eso lo traje a este sitio. Es un buen lugar para esconderse.

Tommy-Ray entornó los párpados para mirar al luminoso cielo en cuanto se vieron al aire libre.

—Me parece que me estoy volviendo como él —comentó—. Solía gustarme la playa, ya sabes, Topanga, Malibú; pero ahora, bueno, es como si me dieran náuseas sólo de pensar en toda esa… claridad.

Se dirigió hacia la piscina, con la cabeza agachada, aunque elevó el volumen de voz.

—De modo que tú y Martine estabais liados, ¿eh? Pues no es un primer premio de belleza, la verdad, ¿no estás de acuerdo? Y te aseguro que tiene dentro los secretos más desconcertantes, no puedes hacerte una idea de lo que sacamos de dentro de ella. ¡Dios mío, cómo les sale! Y son las cosas más extrañas, como si las sudaran por todos esos agujeritos.

—Poros.

—¿Cómo dices?

—Los agujeritos…, poros.

—Ah, sí. Eso.

Habían llegado a la piscina. Tommy-Ray se acercó, diciendo:

—El Jaff los llama de esa manera tan rara, ¿sabes cuál digo? Yo, por mi parte, los llamo a cada uno por su nombre; quiero decir por el nombre de la gente de la que han salido.

Volvió la vista y agarró a William en el momento que éste examinaba la valla del patio para ver si había algún sitio por el que escapar.

—¿Te aburres? —preguntó Tommy-Ray.

—No, no, qué va…, nada de eso, no me aburro.

El muchacho miró de nuevo la piscina.

—¡Martine! —llamó.

Una agitación se produjo en la superficie del agua.

—Ya viene —añadió Tommy-Ray—, te vas a quedar lo que se dice de una pieza.

—Seguro, seguro —dijo William, y dio un paso hacia el borde de la piscina.

Y cuando lo que se agitaba en ella comenzó a salir a la superficie, William alargó los brazos y dio un fuerte empujón a Tommy-Ray en la espalda. El muchacho chilló y perdió el equilibrio. William entrevió apenas el
terata
de la piscina, como un gran pulpo con patas. Tommy-Ray caía en aquel momento sobre él. Muchacho y bestia forcejearon. William no se quedó a ver quién
mordía a
quién. Fue corriendo al punto más vulnerable de la valla, lo salvó de un salto y desapareció.

—Has dejado que se escapara —dijo el Jaff cuando, al cabo de un rato, Tommy-Ray volvió a la guarida de la primera planta—. No voy a poder confiar en ti, está visto.

—Me engañó.

—No debiera sorprenderte tanto. ¿Acaso no has aprendido todavía? La gente tiene rostros ocultos. Eso es lo que les hace interesantes.

—Traté de seguirle, pero ya había escapado. ¿Quieres que vaya a su casa?, ¿que lo mate?

—Calma, calma —dijo el Jaff—. No importa que vaya por ahí esparciendo rumores durante un día o dos. Aparte que no le creerán. Lo que tenemos que hacer es escapar de aquí en cuanto oscurezca.

—Hay otras casas vacías.

—No nos hará falta buscar —dijo el Jaff—. Anoche mismo encontré una residencia permanente.

—¿Dónde?

—Todavía no está lista para nosotros, pero lo estará.

—¿Quién es?

—Ya lo verás. Entretanto, necesito que hagas un pequeño viaje por mí.

—Lo que quieras.

—No tendrás que ausentarte mucho. Pero hay un lugar en la costa donde, hace ya bastante tiempo, dejé algo que es importante para mí. Quiero que me lo traigas, mientras yo despacho a Fletcher.

—Eso no quiero perdérmelo.

—Te gusta la idea de la muerte, ¿verdad?

Tommy-Ray sonrió.

—Sí, y tanto que me gusta. Mi amigo Andy tenía un tatuaje en el pecho, una calavera, justo aquí —Tommy-Ray se señaló al pecho—, encima del
corazón,
y solía comentar que iba a morir joven. Dijo que pensaba ir a Bombora, donde las rocas son muy peligrosas, y las olas rompen y rebotan contra ellas, ¿sabes? Bien, pues iría allí y esperaría a una ola grande de verdad, y se tiraría por propia iniciativa para morir así, como ir a la muerte por su propio pie.

—¿Y lo hizo? —preguntó el Jaff—, quiero decir si murió.

—Los cojones —dijo Tommy-Ray, desdeñoso—, no tuvo huevos.

—Pero tú sí que los tendrías.

—¿En este momento? Desde luego.

—Bien, pues no te des mucha prisa, porque vamos a tener una fiesta.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Una fiesta por todo lo alto. Esta ciudad nunca ha visto una fiesta como ésa.

—¿Quiénes serán los invitados?

—Pues la mitad de Hollywood. Y la otra mitad deseará haber estado en ella.

—¿Y nosotros?

—Nosotros asistiremos a la fiesta. Puedes estar bien seguro. Estaremos allí listos, y al acecho.

William respiró hondo cuando por fin se vio en el portal de Spilmont, en Peaseblossom Drive. «Por fin voy a poder contar una historia que vale la pena», se dijo. Acababa de escapar de los horrores de la corte del Jaff y tenía una historia que contar, y todos lo aclamarían como a un héroe por el aviso.

Spilmont era una de las muchas personas a quienes William había asesorado en la compra de una casa; dos casas, mejor dicho. Se conocían lo bastante como para tutearse.

—¿Billy? —Spilmont miró a William de pies a cabeza—. No tienes muy buen aspecto.

—Es que no me siento nada bien.

—Vamos, pasa.

—Oscar, me ha ocurrido algo terrible —jadeó William mientras entraba en la casa—. Jamás he visto nada peor.

—Anda, hombre, siéntate —dijo Spilmont—. ¡Judith! Bill Witt está aquí. ¿Qué te apetece, Billy? ¿Algo de beber? ¡Por Dios bendito, si estás temblando como una hoja!

Judith Spilmont era la perfecta madraza, de anchas caderas y grandes senos. Llegó de la cocina y repitió las observaciones que su marido acababa de hacer. William pidió un vaso de agua helada, pero no pudo esperar a contar lo sucedido hasta tenerlo en sus manos. Sabía, aun antes de comenzar su historia, lo ridícula que les iba a parecer a sus oyentes. Era un cuento de campamento, de esos que se cuentan alrededor de la hoguera, no de los que se pueden contar a plena luz del día, mientras los hijos del que te escucha chillan y corretean en torno a los irrigadores eléctricos del jardín, justo al otro lado de la ventana. Pero Spilmont lo escuchó con gran atención, como quien cumple un deber, diciendo a su mujer que saliera de allí en cuanto hubo llevado el agua. William lo contó todo, incluso recordó los nombres de aquellos a los que el Jaff había tocado la noche anterior. De vez en cuando repetía que se hacía cargo de lo ridículo que parecía todo aquello, pero que era la pura verdad. Y fue con esa misma observación como terminó su relato:

—Ya me hago cargo de que todo esto que acabo de contarte debe de parecerte absurdo —dijo.

—Desde luego es toda una historia —replicó Spilmont—. Si me la hubiese contado cualquier otra persona pienso que no la hubiera escuchado como he hecho contigo. Pero, mierda…, ¿Tommy-Ray McGuire, dices? ¡Si es un chico la mar de simpático!

—Si quieres te llevo hasta allí —dijo William—; pero tenemos que ir armados.

—No, tú no estás en condiciones.

—No puedes ir solo.

—Eh, amigo, que yo quiero mucho a mis hijos, ¿acaso crees que tengo la menor intención de dejarles huérfanos? —rió Spilmont—. Mira, vuélvete a casa, y no te muevas de allí. Cuando tenga algo que contarte, te llamo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Seguro que estás en condiciones de conducir? Podemos llamar a alguien…

—Sí, hasta ahí llego.

—Bien.

—No me ocurrirá nada.

—Y no cuentes esto a nadie más, Bill, ¿de acuerdo? No quiero que alguien se ponga a darle al gatillo.

—No. Seguro. Lo comprendo.

Spilmont observó a William beberse el resto de su agua helada, y luego lo acompañó hasta la puerta. Le dio la mano y se despidió de él con un gran ademán. William hizo lo que Spilmont le había dicho. Fue derecho a casa en su coche, llamó a Valerie y le dijo que no pensaba volver a la oficina. Luego cerró puertas y ventanas, se desnudó, vomitó, y se duchó. Después se dispuso a esperar junto al teléfono a recibir más noticias de la depravación que había caído sobre Palomo Grove.

VIII

Sintiéndose muy cansado de pronto, Grillo se había acostado hacia las tres y cuarto, advirtiendo en la centralita que no le pasaran llamadas telefónicas a su
suite
hasta que él avisara. Por eso lo que le despertó fue un golpe en la puerta. Se incorporó, sentía la cabeza tan ligera que casi salió volando.

—Servicio de habitaciones —dijo una voz de mujer a través de la madera.

—No he pedido nada —contestó Grillo. Pero de pronto comprendió—: ¿Es Tesla?

Y tanto que era Tesla, tan guapa como siempre, a su manera retadora. Hacía tiempo. Grillo había llegado a la conclusión de que era necesario tener una especie de genio para transformar, al ponerse ciertas prendas y alhajas, lo chabacano en atractivo, y lo cursi en elegante. Tesla conseguía esta transición en ambas direcciones sin el menor esfuerzo aparente. En ese momento, por ejemplo, llevaba una camisa de hombre blanca demasiado grande para su esbelto torso, con una bola mexicana barata colgada del cuello en la que se veía una imagen de la Virgen, pantalones azules ajustados, tacones altos (que, a pesar de todo, no la elevaban a más altura que los hombros de Grillo), y pendientes de plata en forma de serpiente que acechaban entre su roja cabellera, mechada de rubio, pero sólo mechada, porque, como ella misma explicaba, las rubias lo pasaban mejor, sin duda alguna, pero teñirse todo el cabello era pasarse de la raya.

—¿Estabas dormido? —preguntó Tesla.

—Sí.

—Lo siento.

—Tengo que hacer «pis».

—Pues, venga, hazlo.

—¿Quieres mirar a ver si me ha llamado alguien? —gritó Grillo al tiempo que se miraba al espejo.

Pensó que tenía un aspecto espantoso: parecía el poeta subalimentado que había renunciado a ser desde el primer día en que pasó verdadera hambre. Y cuando trataba de tenerse en pie ante el retrete, con el pene —que nunca le había parecido tan lejano, o tan pequeño— en una mano y la otra agarrado al marco de la puerta para no caer de bruces sobre la taza del retrete, hubo de confesarse que se encontraba muy mal.

—Será mejor que no te acerques a mí —le dijo a Tesla al regresar, vacilante, al cuarto—, me parece que tengo la gripe.

—Entonces vuelve a la cama. ¿Quién te la ha contagiado?

—Vete a saber.

—Te llamó Abernethy —le informó Tesla—, y una mujer que se llama Ellen.

«Su hijo.»

—¿Quién es ella?

—Una buena mujer. ¿Dejó algún recado?

—Tiene necesidad de hablarte con urgencia. Pero no dejó teléfono.

—Es que me parece que no lo tiene —dijo Grillo—. Debo averiguar qué quiere. Solía trabajar para Vance.

—¿Chismorreo?

—Sí. —Los dientes de Grillo empezaban a castañetear—. Mierda —dijo—, me siento como si estuviera ardiendo.

—¿No sería mejor que te llevase a Los Ángeles?

—Ni hablar. Aquí hay un buen artículo, Tesla.

—Artículos los hay en todas partes. Abernethy puede encargar… éste a cualquier otro.

—Es que éste es
extraño
—dijo Grillo—. Aquí está ocurriendo

algo que no acabo de entender. —Se sentó, la cabeza le martilleaba—. ¿No sabías que yo estaba presente cuando murieron los hombres que buscaban el cadáver de Vance?

—No, no lo sabía. ¿Qué sucedió?

—No sé lo que habrán dicho en las noticias, pero te aseguro que ningún dique subterráneo reventó. Aunque, si reventó, no fue
de eso
de lo que murieron. Para empezar, oí sus gritos mucho antes del sonido del agua. Pienso que gritaban
oraciones,
Tesla. Oraciones. Y entonces, de repente, ese jodido geiser brotó: agua, humo, porquería: Cadáveres. Y algo más. No:
dos
algo más. Y salían de la tierra, de debajo de las cuevas.

—¿Escalando?

—Volando.

Tesla le miró con seriedad.

—Te lo juro, Tesla —dijo Grillo—. Tal vez eran seres humanos, o tal vez no. Me parecieron algo así como…, no sé cómo decírtelo, algo como
energías.
Y, antes de que me lo preguntes te diré que yo estaba perfectamente sereno.

—¿Fuiste tú el único que lo vio?

—No, un sujeto que se llama Hotchkiss estaba también allí conmigo. Lo que pasa es que no consigo que me conteste al teléfono y me lo corrobore.

—¿Te haces cargo de que suena a
locura?

—Bien, después de todo, eso es lo que siempre has pensado de mí, ¿no? Dedicándome a averiguar las porquerías de los ricos y los famosos por cuenta de un hombre como Abernathy…

—En lugar de enamorarte de mí.

—En lugar de enamorarme de ti.

—Lunático.

—Loco de atar.

—Escucha, Grillo, sé que soy muy mala enfermera, de modo que no esperes compasión de mí, pero si quieres un tipo de ayuda más práctica, lo que tienes que hacer es decirme a dónde tengo que ir a pedirla.

—Puedes ir a casa de Ellen. Dile que su hijo me pegó la gripe, a ver si así se siente culpable. Hay una buena historia aquí, y sólo he conseguido una pequeña parte de ella.

—Así me gustas, Grillo. Enfermo, pero nunca avergonzado.

Estaba ya muy entrada la tarde cuando Tesla salió en dirección a la casa de Ellen Nguyen, negándose a coger el coche a pesar de que Grillo lo advirtió que estaba bastante lejos. Una brisa, que por fin refrescaba el ambiente, la acompañó hasta la ciudad. Era la clase de ciudad donde a Tesla le hubiera gustado ambientar una novela de tensión; por ejemplo, sobre un hombre con una bomba atómica en la maleta. Claro que el tema había sido usado ya, pero ella podría darle un giro inesperado. En lugar de contarlo como una parábola del mal, lo contaría como una parábola de apatía. La gente, pura y simplemente, se negaría a creer lo que se les contaba y seguirían pendientes sólo de sus asuntos cotidianos con la mayor indiferencia, y la protagonista trataría de inducir a esa gente a sentir interés por el tema y darse cuenta del peligro que corrían. Al final, la protagonista sería arrojada de la ciudad por una muchedumbre resentida pues pensaban que todo lo que hacía era armar líos innecesarios, precisamente cuando la tierra temblaba y la bomba explotaba. Desaparición de todo. Fin. Aunque estaba claro que una novela así nunca sería adaptada para el cine; pero, por otra parte, Tesla era una experta en escribir guiones que jamás llegaban al celuloide. Su cerebro, sin embargo, seguía hirviendo en argumentos. Era incapaz de entrar en un sitio desconocido, o ver rostros nuevos, sin que lo dramatizara. Nunca analizaba con demasiado cuidado las historias que se le ocurrían constantemente a propósito de cualquier lugar o persona, a menos que, como en este caso, le parecieran tan evidentes como ineludibles. Tal vez su instinto le decía que Palomo Grove, era una ciudad que reventaría el día menos pensado.

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