El gran espectáculo secreto (83 page)

Read El gran espectáculo secreto Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
11Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tesla tenía razón. Cuando llegaron cerca de «Coney Eye», parecía que la Policía había llegado a la conclusión de que todo aquel lío estaba por encima de sus posibilidades. Los coches aparecían estacionados a buena distancia de la puerta del jardín, y los policías esperaban también bastante lejos de sus vehículos. Casi todos miraban a la casa, pero había cuatro de ellos esperando junto a una barricada que cortaba la entrada a la cima de la colina.

—¿Quieres que crucemos la barricada? —preguntó Grillo.

—¡Maldita sea, y tanto!

Grillo apretó el acelerador. Dos del cuarteto se llevaron la mano a la pistolera, los otros dos se hicieron precipitadamente a un lado. Grillo atacó la barricada a toda velocidad. La madera se astilló, saltó por los aires, y uno de los fragmentos rompió el parabrisas. Grillo pensó oír el sonido de un disparo entre la confusión, pero siguió adelante, dando por supuesto que no le habría acertado. El coche rozó uno de los vehículos policiales, y golpeó a otro con la parte posterior antes de que Grillo pudiera dominarlo y enderezarlo hacia la entrada abierta del jardín de la casa de Buddy Vance. El motor zumbó y entraron a toda velocidad por el camino de coches.

—No nos siguen —dijo Tesla.

—No me extraña —replicó Grillo. Cuando llegaron al final del camino, frenó—. Es un milagro que no se haya derrumbado. —Y añadió—: ¡Santo cielo! ¿Te has fijado?

—Me estoy fijando.

La fachada de la casa era como un pastel que hubiera pasado toda la noche a la intemperie bajo la lluvia, tan reblandecida y deformada estaba. No había líneas rectas en los marcos de las puertas, ni ángulos en las ventanas, ni siquiera en la última planta de la cusa. Las fuerzas desencadenadas por Jaffe lo habían sorbido todo hacia el abismo, deformando ladrillos, azulejos, cristales… La casa entera estaba
inclinada
hacia el abismo. Cuando Tesla y Grillo salieron de aquel torbellino, vacilantes y agotados, el hoyo, a pesar de estar recién abierto, parecía tranquilo, y no había indicios de nuevas violencias, pero tampoco cabía duda de la proximidad del abismo. Ahora, sin embargo, al bajarse del coche, sintieron la energía del abismo empapando el aire. Se les puso el vello de punta y el estómago se les revolvió en medio de una calma tan completa como la que reina en el centro de un huracán. Una calma trémula, que pide a gritos ser turbada.

Tesla miró por la ventanilla del coche a su pasajero. Jaffe, sintiendo el escrutinio, abrió los ojos. El miedo que le invadía era evidente. Por mucha habilidad que hubiera tenido en otro tiempo para ocultar sus sentimientos —y Tesla sospechaba que había sido grande—, ahora se hallaba por encima de tales disimulos.

—¿Quieres salir a ver? —le preguntó.

Jaffe no se apresuró a aceptar la invitación, de modo que Tesla le dejó donde estaba. Tenía algo que resolver antes de entrar en la casa, y pensó que lo mejor sería darle tiempo para que hiciera acopio de valor. Volvió por donde habían llegado, y salió por detrás de la hilera de palmeras que flanqueaban la calzada. Los policías los habían seguido hasta la puerta del jardín, pero no más allá, y a Tesla se le ocurrió que no era sólo el miedo lo que les impedía ir tras ellos, sino órdenes de sus superiores. No era que la caballería estuviese a punto de lanzarse al ataque por la colina, pero era posible que se estuvieran preparando, y esos soldados de a pie tenían órdenes de mantenerse a una prudencial distancia hasta que los refuerzos llegaran. Se les veía nerviosos. Tesla salió de entre las palmeras con las manos en alto, y se vio ante una hilera de cañones de pistola que la apuntaban.

—Está prohibida la entrada en la casa —gritó alguien desde abajo—. Salid de ahí con las manos en alto. Todos.

—Mucho me temo que no puedo —respondió Tesla—. Lo que vosotros debéis hacer es vigilar que nadie entre, porque nosotros sí que tenemos algo que hacer aquí. ¿Quién es el que manda? —añadió, sintiéndose como un extraterrestre que pregunta por el jefe de los terrícolas.

Un hombre que llevaba un traje de paisano de buen corte salió de detrás de uno de los coches. Tesla se dijo que no era policía. Probablemente, del FBI.

—Yo soy el que manda —dijo.

—¿Esperan refuerzos? —preguntó Tesla.

—¿Quién es usted? —quiso saber el otro.


¿Esperan refuerzos!
—repitió ella—. Van a necesitar algo más que unos pocos coches patrulla extra, créame. Va a haber una invasión de verdad, y saldrá de esta casa.

—¿De qué está usted hablando?

—Lo que le digo es que mande cercar la colina. Y que ordene el cierre hermético de Grove. No tendrán otra oportunidad.

—Le preguntaré a usted una sola vez más… —comenzó el otro, pero Tesla desapareció de su vista sin dejarle que acabara de hablar.

—Se te da bien eso —dijo Grillo.

—Es la práctica.

—Han podido dejarte seca de un tiro.

—Pero no lo hicieron. —Tesla volvió junto al coche y abrió la portezuela—. ¿Qué? ¿Vamos? —preguntó a Jaffe, que, al principio, hizo caso omiso de su invitación—. Cuanto antes empecemos más pronto acabaremos —insistió ella, y Jaffe, suspirando, se bajó del coche—. Tú sigue aquí —añadió Tesla, volviéndose a Grillo—, y si alguno de ésos se mueve, me das un grito.

—Lo que ocurre es que no quieres que entre en la casa —dijo Grillo.

—También eso es verdad.

—¿Tienes la menor idea de lo que vais a hacer ahí dentro?

—Vamos a conducirnos como si fuéramos un par de críticos —respondió Tesla—. Vamos a joder al Arte.

Hotchkiss había sido un gran lector en su juventud, pero la muerte de Carolyn acabó con su gusto por la narrativa. ¿Para qué leer novelas de
suspense
escritas por hombres que no sabían lo que era un disparo? Eran todo mentiras. «Y no sólo las novelas; también todos estos libros», se dijo, mientras pasaba revista a las cargadas estanterías de la «Librería Mormónica». Volúmenes llenos de cuentos sobre la Revelación y la obra de Dios en la Tierra. Había unos pocos que incluían la Trinidad en el índice, pero siempre eran alusiones de pasada que no aclaraban nada. La única satisfacción que su búsqueda le produjo fue el placer de desordenarlo todo, tirando los libros por el suelo. Sus certidumbres facilonas le daban asco. Si hubiese tenido tiempo, hubiera tirado una cerilla encendida entre ellos

Al penetrar más en la tienda, vio el «Volkswagen» amarillo chillón entrar por la calle. Dos hombres, que eran distintos a más no poder, se bajaron. Uno de ellos llevaba prendas de lo más dispar y harapiento, que, además, no le quedaban nada bien; y su rostro —incluso a distancia— era tan feo que hubiera hecho llorar a su misma madre. Su compañero era un bronceado Adonis a su lado, y vestía cómoda ropa de sport. Ninguno de los dos, pensó Hotchkiss, tenía la menor idea de dónde se encontraban ni del peligro que corrían. Miraron a su alrededor en el estacionamiento vacío, como desconcertados. Hotchkiss se acercó a la puerta de la tienda.

—Lo mejor que podrían hacer es salir corriendo —les dijo.

El de sport se volvió y lo miró.

—¿Es
esto
Palomo Grove?

—Sí.

—¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Acaso ha habido un terremoto?

—Está a punto de ocurrir —dijo Hotchkiss—. Créanme, y váyanse de aquí; si no lo hacen, se arrepentirán.

El más feo de los dos, cuyo rostro parecía más deforme cuanto más de cerca se le miraba, dijo:

—Tesla Bombeck.

—¿Qué quiere usted de ella? —preguntó Hotchkiss.

—Tengo que verla, me llamo Raúl.

—Pues está en la Colina —respondió Hotchkiss.

Él había oído a Tesla hablar de
Raúl
con Grillo, pero no recordaba a propósito de qué.

—He venido a ayudarla —dijo Raúl.

—¿Y usted? —preguntó Hotchkiss, dirigiéndose al Adonis.

—Me llamo Ron —respondió éste—. Soy el mecánico. —Se encogió de hombros—. Si quiere que me vaya de aquí, por mí, encantado.

—Allá usted —repuso Hotchkiss, mientras se volvía para entrar de nuevo en la librería—. Aquí no están seguros, eso es lo único que digo.

—Ya le he oído —dijo Ron.

Raúl había perdido todo interés en la conversación, y estaba mirando las tiendas. Parecía husmear en el aire.

—¿Qué quieres que haga? —le preguntó Ron.

Raúl se volvió, y miró a su amigo.

—Vete —dijo.

—¿Quieres que te lleve a buscar a Tesla? —insistió Ron.

—Ya la encontraré yo.

—Es un buen paseo.

Raúl miró hacia donde Hotchkiss estaba.

—Ya nos las arreglaremos —dijo.

Hotchkiss no le hizo caso, sino que volvió a su búsqueda, atento sólo a medias a los dos, que seguían hablando en el estacionamiento.

—¿Seguro que no quieres que vayamos juntos a buscar a Tesla? Yo pensaba que era urgente.

—Lo era. Lo
es.
Sólo que necesito pasar antes un poco de tiempo aquí.

—Si quieres, puedo esperar.

—Te he dicho que no.

—¿Y no quieres que te lleve de vuelta? Pensé que podríamos pasar aquí la noche. Ya sabes, ir por unos cuantos bares…

—En otra ocasión, quizá.

—¿Mañana?

—En otra ocasión.

—Me hago cargo. O sea, esto significa: adiós muy buenas, y que te zurzan, ¿no?

—Si lo crees así…

—La verdad es que eres un jodido de lo más extraño. Primero vienes a buscarme. Pues que te den por el culo. Conozco muchos sitios donde me la chupan muy bien.

Hotchkiss miró a su alrededor y vio cómo el Adonis se volvía muy digno, a su coche. El otro se había perdido de vista ya. Contento de que aquella distracción hubiera terminado, volvió a su investigación por los estantes de la librería. La sección dedicada a la maternidad no le pareció muy prometedora; pero, a pesar de todo, empezó a buscar en ella. Era, como se había imaginado, pura retórica y lugares comunes, sin nada que se refiriera, ni siquiera de refilón, a la Trinidad. Todo era hablar de la maternidad como vocación divina, la mujer en asociación con Dios, trayendo nueva vida al mundo, su más grande y noble tarea. Y, por lo que se refería a la progenie, consejos de lo más trillado:
«Niños, obedeced a vuestros padres en el Señor: porque eso es lo justo.
»

Hotchkiss fue pasándolos revista, título tras título, tirando los libros por el suelo según iba comprobando que no le servían de nada, hasta que hubo agotado las posibilidades de aquellas estanterías. Sólo quedaban dos secciones por revisar, y ninguna de ellas parecía demasiado prometedora. Se estiró, mirando a! estacionamiento, bombardeado por el sol. Una sensación agorera que le repercutía en el estómago comenzaba a invadirle. El sol brillaba…, ¿hasta cuándo?

Más allá —mucho más allá—, Hotchkiss divisó el coche amarillo, que se alejaba de Grove, camino de la carretera. No envidió al Adonis su libertad. Él no sentía deseo alguno de meterse en un coche y ponerse a conducir. Para ser un lugar a punto de morir, Grove no estaba tan mal, después de todo: familiar, desierto, cómodo. Si él muriera allí dando gritos, nadie se enteraría de su cobardía. Si muriera en silenció, nadie le echaría de menos. Que se fuera el Adonis aquél. Era de suponer que tendría una existencia que vivir, en algún sitio. Y sería breve. Si Tesla y Jaffe no conseguían su propósito allí, en Grove —y si la noche que acechaba al mundo acababa cayendo—, su vida sería
muy
breve. Y si lo conseguían (poca esperanza había de eso), pues lo mismo: también sería breve.

Y siempre era mejor el fin que el principio, en vista de lo poco que es, a fin de cuentas, el intervalo de vida entre el principio y el fin.

Si la parte exterior de «Coney Eye» estaba en el ojo del huracán, la parte interior era, por decirlo así, un brillo de ese ojo. Una calma tan impresionante que Tesla podía captar el menor tic nervioso en su propia mejilla o en su sien, la menor irregularidad en su propio aliento. Con Jaffe siguiéndola de cerca, cruzó el vestíbulo, camino de la sala donde él había cometido su crimen contra la Naturaleza. La evidencia de su crimen estaba en todas partes en torno a ellos, pero ya fría, las deformaciones se habían consolidado como si fueran de cera fundida.

Tesla entró en la estancia misma. El abismo seguía en su sitio: todo lo que había allí tendía hacia un hoyo que no medía más de dos metros de anchura. Estaba inactivo. No había signo visible de que estuviera tratando de agrandarse. Cuando los Iad llegaran al umbral del Cosmos, si es que llegaban, tendrían que salir de allí de uno en uno, a menos que, iniciada la herida, ésta fuera abriéndose por sí sola hasta convertirse en un verdadero cráter.

—No parece demasiado peligroso —dijo Tesla a Jaffe—, tenemos una oportunidad, si nos damos prisa.

—Pero es que yo no sé cómo cerrarlo.


Inténtalo.
Abrirlo sí que supiste.

—Eso fue instinto.

—¿Y dónde están tus instintos ahora?

—Ya no queda poder para eso —dijo él. Levantó las manos destrozadas—. Lo comí y lo escupí.

—¿Era en las manos donde lo tenías?

—Creo que sí.

Tesla recordó aquella noche en la Alameda: el Jaff lanzando veneno al sistema de Fletcher con sus dedos, que parecían exudar poder. Y ahora, esas mismas manos eran una ruina en plena de cadencia. A pesar de todo, no acababa de creer que el poder fuera una simple cuestión anatómica. Kissoon no era un semidiós, sino un cuerpo enclenque, pero capaz de las más arduas proezas. La
voluntad,
se dijo Tesla, es la clave de la autoridad, y Jaffe parecía desprovisto de voluntad.

—De modo que no puedes hacerlo —dijo Tesla, simplemente.

—No.

—Quizá yo pueda.

Jaffe entrecerró los ojos.

—Lo dudo —replicó, con leve tono de condescendencia en la voz.

Tesla fingió no haberle oído.

—Lo intentaré —insistió—. También el Nuncio ha entrado, ¿te acuerdas? No eres el único dios de nuestro grupo.

La observación produjo el fruto que Tesla deseaba.


¿Tú?
—dijo Jaffe—. Tú no tienes la menor esperanza de conseguirlo. —Se miró las manos; luego el abismo—. Yo lo abrí. He sido el único en la Historia capaz de hacer algo así. Y también soy el único capaz de cerrarlo.

Se acercó al abismo, rozando a la joven al pasar junto a ella. Tesla notó, en su paso la misma ligereza de antes, al salir de las cuevas. Una ligereza que le permitía pisar el desigual suelo con relativa facilidad. Sólo aminoró el paso al llegar a un metro o así de distancia del agujero. Allí se detuvo.

Other books

After the Fall by Martinez, A.J.
Carn by Patrick McCabe
Death of an Old Goat by Robert Barnard
Fear Nothing by Dean Koontz
Private Passions by Jami Alden
Captive by Fawcett, K. M.
Rebecca's Little Secret by Judy Christenberry
A Heart Divided by Cherie Bennett