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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El gran espectáculo secreto (48 page)

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Déjales que miren —dijo Jo-Beth—, no lo hacen con mala intención.

—¿Cómo lo sabes?

—Llevo aquí toda la velada, es una fiesta como cualquier otra.

—Arrastras las palabras al hablar.

—A ver, ¿por qué no voy a pasarlo bien, de vez en cuando?

—No he dicho nada de eso. Sólo que no te encuentras en estado de saber si tienen mala intención o no.

—¿Pero qué te propones, Howie? —dijo ella de pronto—; ¿quedarte con toda esta gente para ti solo?

—No, claro que no.

—No quiero ser una parte del Jaff…


Jo-Beth…

—Aunque sea mi padre, eso no significa que me guste su forma de ser.

La habitación había quedado en silencio a la sola mención del Jaff. Y todos los que estaban en ella —cowboys, estrellas de telenovelas, bellezas—, todos los miraban.

—Mierda —murmuró Howie—. No deberías haber dicho eso. —Pasó revista a todos los rostros que les rodeaban. Entonces se dirigió a ellos—: Ha sido una equivocación. No ha querido decir eso. No es…, no pertenece… Bien estamos juntos, ella y yo. Estamos juntos, ¿os dais cuenta? Mi padre era Fletcher, y el suyo… el suyo
no lo era.
—Le dio la sensación de hundirse en arenas movedizas. Y cuanto más forcejeaba, tanto más se hundía.

Uno de los cowboys habló el primero. Los periódicos calificarían al color de sus ojos como azul helado.

—¿Tú eres hijo de Fletcher?

—Sí, lo soy.

—Entonces, tú sabes qué vamos a hacer.

De pronto, Howie comprendió el significado de las miradas que se habían concentrado en él desde que penetró en aquel lugar. Todos aquellos seres —
alucigenia,
los llamaba Fletcher— le
conocían;
o, al menos, eso pensaban ellos. Él mismo se había identificado, y la necesidad que sus rostros expresaban no podía estar más clara.

—Dinos qué debemos hacer —dijo una de las mujeres.

—Estamos aquí por Fletcher —añadió otra.

—Fletcher se ha ido —respondió Howie.

—Pues entonces por ti. Tú eres su hijo. ¿Qué tenemos que hacer aquí?

—¿Quieres que destruyamos la hija del Jaff? —preguntó el cowboy, con la mirada de sus ojos azul helado clavada en Jo-Beth.

—¡Por Dios bendito, no!

Alargó la mano para asir el brazo de Jo-Beth, pero la joven se había apartado ya, y se alejaba hacia la puerta.

—Vuelve —le dijo Howie—. No te harán daño.

A juzgar por la expresión de Jo-Beth, estas palabras fueron pobre consuelo para los allí reunidos.

—Jo-Beth… —repitió Howie—, no permitiré que te hagan daño.

Trató de acercarse a ella, pero las criaturas de su padre no estaban dispuestas a permitir que la única esperanza de guía que tenían desapareciera de allí. Antes de que pudiera llegar a donde Jo-Beth se encontraba, Howie sintió que una mano lo agarraba por la camisa, y luego otra, y otra más, hasta que estuvo completamente rodeado por rostros suplicantes, llenos de adoración.


No puedo ayudaros
—gritó—.
¡Dejadme en paz!

Por el rabillo del ojo vio que Jo-Beth corría, espantada, hacia la puerta, la abría y escapaba por ella. La llamó, pero el ruido de las súplicas crecía de tal manera en tomo a él que ahogaba todas sus palabras. Empezó a abrirse paso a la fuerza entre la muchedumbre. Tal vez no fuesen más que sueños, pero no cabía duda de que eran sólidos, y calientes, y al parecer, estaban asustados. Necesitaban un jefe, y le hablan elegido. Pero él no estaba dispuesto a aceptar aquel papel; sobre todo si ello suponía tener que separarse de Jo-Beth.

—¡Dejadme en paz de una puñetera vez! —exigió, mientras se abría paso a manotazos, a arañazos, entre aquellos rostros relucientes, como iluminados por detrás.

Pero el fervor de la gente no disminuyó, al contrario: crecía en proporción a su resistencia. Sólo pudo escapar de sus admiradores inclinándose y saliendo de entre ellos medio a gatas, como quien va por un túnel. Lo siguieron hasta el vestíbulo. La puerta de la calle estaba abierta. Howie salió al sprint de la casa como una estrella de cine rodeada por sus
fans,
y se vio en plena noche, antes de que pudieran darle alcance. Un oscuro instinto les impidió salir en pos de él, al aire libre, aunque uno o dos, con Benny y el perro
Morgan
a la cabeza, lo siguieron.

—¡Vuelve a vernos pronto!

El grito del niño, lo persiguió calle abajo como una amenaza.

VII
1

La bala le dio a Tesla en el costado, como un golpe asestado por un campeón de pesos pesados. Se sintió empujada hacia atrás, y el sonriente rostro de Tommy-Ray, fue remplazado por las estrellas, que la miraban a través del techo abierto. Se volvían más y más grandes, se hinchaban como grandes llagas relucientes, bordeando la limpia oscuridad.

Lo que ocurrió a continuación sobrepasó su capacidad de comprensión. Oyó una conmoción, un disparo después y los chillidos lanzados por las mujeres que Raúl le había dicho que se congregarían allí a esa hora. Pero ella no estaba demasiado interesada en lo que ocurría en la Tierra. El feo espectáculo del cielo concentraba toda su atención: una bóveda enferma y llena de estrellas a punto de ahogarla con sus luces coloreadas.

«¿Es esto la muerte? —se preguntó—. De ser así —se dijo—, no es para tanto.» Allí había una historia y se puso a pensar: Acerca de una mujer que…

Pero su pensamiento se desvaneció al mismo tiempo que su consciencia: fuera.

El segundo disparo había sido hecho contra Raúl, que se lanzó a todo correr hacia el asesino de Tesla, saltando por encima de la hoguera. La bala no le acertó, pero Raúl se tiró rápidamente a un lado para evitar otro disparo, con lo que dio tiempo a Tommy-Ray para que escapara por la misma puerta por la que había entrado, entre una muchedumbre de mujeres que le dejaron pasar en cuanto oyeron un tercer disparo apuntado al aire, por encima de sus veladas cabezas. Todas prorrumpieron en gritos y huyeron, arrastrando a sus hijos consigo. Con el Nuncio en la mano, Tommy-Ray salió a todo correr hacia la cuesta donde había dejado el coche. Miró hacia atrás y pudo comprobar que el compañero de la mujer, cuyas deshumanizadas facciones y extraordinaria velocidad le habían desconcertado, no lo perseguía.

Raúl puso su mano en la mejilla de Tesla. Ardía de fiebre, pero estaba viva. Se quitó la camisa, que hizo una bola, y la apretó contra la herida; después colocó la mano fláccida de la joven sobre la tela para que no se le cayera. Entonces salió a la oscuridad, al tiempo que llamaba a las mujeres por sus nombres para que salieran de sus escondrijos. Ellas, que lo conocían y se fiaban de él, fueron saliendo y acercándosele.

—Ciudad de Tesla —les dijo.

Y sin más, salió en busca del Muchacho de la Muerte y de su presa.

Tommy-Ray veía ya su coche, o mejor dicho, su forma fantasmal a la luz de la luna, cuando sintió que se escurría. En su esfuerzo por sujetar el frasco y la pistola, lo único que consiguió fue que los dos le resbalaran de las manos. Y él mismo cayó por tierra pesadamente, con el rostro contra el cortante fango. Las piedras le rasgaron todo el cuerpo: muñecas, barbilla, brazos y manos. Cuando se levantó, sintió que sangraba.

—¡Mi cara! —exclamó, pidiendo a Dios que no se le hubiera echado a perder.

Pero ésa no era la única mala noticia. Oyó los pasos del monstruo que se acercaban a él corriendo cuesta abajo.

—Quieres morir, ¿eh? —gruñó Tommy-Ray en dirección a su perseguidor—. No hay problemas, chico, por mí que no quede. ¡No hay problema!

Buscó la pistola, pero había resbalado en el barro y quedado a bastante distancia de él. El frasquito, sin embargo, lo tenía a mano. Lo recogió. Incluso en su situación observó que el contenido ya no estaba pasivo. Lo sintió caliente en la ensangrentada palma y notó movimiento al otro lado del cristal. Tommy-Ray lo asió con más fuerza, para asegurarse de que no le resbalara de nuevo de entre los dedos. El frasquito reaccionó de inmediato: el líquido que contenía comenzó a brillar, a encenderse.

Habían transcurrido muchos años desde que el Nuncio había actuado en Fletcher y Jaffe. Lo que quedaba de él había estado enterrado, lejos de toda vista humana, entre piedras demasiado veneradas para que fuesen movidas. Se había enfriado, olvidado de su mensaje. Pero volvía a recordarlo. El entusiasmo de Tommy-Ray despertaba su vieja ambición.

Tommy-Ray lo vio apretarse contra el cristal del frasco, reluciente como un cuchillo, como el fogonazo de un arma. Entonces rompió su prisión y fue a él, por entre los dedos —abiertos ahora contra su ataque— subiendo hacia el rostro herido.

Su contacto le pareció bastante ligero: sólo un chorro de calor, como el de semen cuando se masturbaba, que le alcanzó en el ojo y en la comisura de la boca. Pero que lo empujó, tirándole contra las piedras, que le ensangrentaron los codos, y también la espalda y el culo. Trató de gritar, mas no consiguió exhalar sonido alguno. Intentó abrir los ojos, para ver dónde había caído, y tampoco pudo. ¡Dios santo! Ni siquiera podía respirar. Sus manos, tocadas por el Nuncio al saltar del frasquito, estaban pegadas a su rostro, y le tapaban los ojos, la nariz, la boca. Era como estar atornillado dentro de un ataúd hecho para una persona de menor talla que él. De nuevo intentó gritar contra la mordaza de la palma de su mano, aunque era perder el tiempo. En algún lugar al fondo de su cabeza oyó una voz que le decía:

—Déjate. Esto es lo que tú querías. Para ser el Chico de la Muerte, primero tienes que conocer la Muerte. Sentirla. Comprenderla.
Sufrirla.

En ésa, como quizás en ninguna otra lección de su corta vida, Tommy-Ray se comportó como buen discípulo. Cesó de resistirse al pánico y se dejó llevar, como a lomos de una ola, hacia la oscuridad de alguna orilla que no constaba en ningún mapa. Y el Nuncio lo acompañó. Tommy-Ray sentía cómo elaboraba una nueva sustancia en él a cada sudoroso segundo que transcurría, saltando sobre las puntas de sus rígidos cabellos, marcando un ritmo, el de la muerte, entre los latidos de su corazón.

De pronto, se sintió lleno del Nuncio; o el Nuncio de él; o ambas cosas al unísono. Las manos se le apartaron del rostro, como ventosas, y volvió a respirar.

Después de una docena de jadeos, Tommy-Ray consiguió incorporarse y mirarse las palmas de las manos. Las vio cubiertas de sangre, tanto de la vertida por su rostro herido como de las propias llagas. Pero la sangre se desvanecía ante una realidad más urgente. Con mirada de cadáver pudo ver cómo su propia carne se corrompía ante sus ojos; la piel, ennegrecida e hinchada de gases, se rasgaba; las heridas manaban pus y agua. Al ver aquello no pudo menos de sonreír, y sintió que su sonrisa se ampliaba, desde las comisuras de sus labios hasta las orejas, mientras su rostro se rajaba. Y no era sólo la osamenta de su sonrisa lo que salía a la superficie: los huesos de sus brazos, sus muñecas, sus dedos, aparecían también a la luz a medida que la putrefacción los desnudaba. Bajo su camisa, su corazón y sus pulmones se transformaron en meras cloacas y se deshicieron; sus testículos se desaguaron con ellos; y su polla, agitada, también.

Entretanto, su sonrisa se hacía cada vez más grande, hasta que todo músculo desapareció de su rostro, y, entonces, su sonrisa se trocó en la verdadera sonrisa del Chico de la Muerte, ancha y abierta como jamás pudo ser sonrisa alguna.

Esta visión duró poco. Desapareció nada más aparecer, y Tommy-Ray quedó allí, arrodillado contra las cortantes piedras, mirándose las palmas de las manos cubiertas de sangre.

—Soy el Chico de la Muerte —dijo mientras se levantaba, volviendo la mirada hacia el afortunado monstruo, que había sido el primero en verle transfigurado.

El hombre se había detenido a unos pocos metros de distancia de él.

—Mírame —le dijo Tommy-Ray—: soy el Chico de la Muerte.

El pobre monstruo no hacía más que mirarle, sin comprender nada. Tommy-Ray rompió a reír. Todo deseo de matarle había desaparecido. Quería que este testigo siguiera vivo, para que prestara testimonio en días futuros. Para que dijera: «Yo estuve allí, y lo que presencié fue terrible: vi cómo Tommy-Ray McGuire moría y resucitaba.»

Tommy-Ray permaneció un instante mirando los restos del Nuncio que quedaban en el frasquito, y unos pocos goterones que relucían entre las piedras. No había suficiente para recogerlo y llevárselo al Jaff. Pero le llevaría algo mejor: a sí mismo, limpio ahora de todo miedo, limpio de carne. Sin siquiera mirar al testigo, Tommy-Ray dio media vuelta y lo dejó allí, a solas con su propia confusión.

Aunque el esplendor de la corrupción lo había abandonado ya, seguía latiendo en él una sutil capacidad de visión del pasado que no comprendió hasta que su pie tropezó con un guijarro y se inclinó para recogerlo: algo bonito para Jo-Beth, quizá. Cuando se lo acercó a los ojos, se dio cuenta de que no era un guijarro, sino un cráneo de pájaro, roto y sucio. Pero a sus ojos relucía.

«La muerte reluce —pensó—. Cuando yo la miro, reluce.»

Se guardó el cráneo en el bolsillo y volvió a buen paso al coche. Condujo cuesta abajo, hasta que la carretera le brindó suficiente espacio para dar la vuelta. Entonces salió de allí a una velocidad que hubiera sido suicida con curvas como aquéllas y en una oscuridad como aquélla; pero el suicidio no era ya más que un juguete en manos de Tommy-Ray.

Raúl posó sus dedos en uno de los goterones del Nuncio que había entre las piedras. El Nuncio se levantó en salpicaduras que le tocaron la mano y le penetraron a través de las espirales de las huellas dactilares, ascendieron por la médula de la mano, la muñeca y el antebrazo, desapareciendo en el codo. Raúl sentía, o creía sentir, alguna sutil reconfiguración de sus músculos, como si su mano, que nunca había perdido del todo sus proporciones simiescas, estuviese acercándose un poco más a lo humano gracias a ese contacto. Pero la sensación lo entretuvo sólo un momento: el estado de Tesla le preocupaba más que el suyo propio.

Cuando empezó a subir hacia la Misión se le ocurrió pensar que las gotas del Nuncio que quedaban en el suelo podrían, de alguna manera, ayudarle a curar a la mujer. Porque si no se le prestaba atención pronto, la que fuera, sin duda, moriría. ¿Qué se perdería permitiendo que la Gran Obra interviniese?

Con esa idea, Raúl volvió hacia la Misión, a sabiendas de que si trataba de tocar el frasquito roto, él recibiría su influencia benigna. Tendría que transportar a Tesla cuesta abajo hasta donde estaban esparcidos aquellos preciosos goterones.

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