Todos sentimos un escalofrío. Los tres mister Mmmm acercaron también la cabeza, ansiosos de oír.
—No creo que llegue a tanto —respondió Lucille, escéptica—. Es más probable que fuera espía de los alemanes durante la guerra.
Uno de los hombres lo confirmó:
—Se lo oí a un hombre que lo conocía bien. Se había criado con él en Alemania —nos aseguró categóricamente.
—No —dijo la primera chica—, eso es imposible, porque hizo la guerra en el ejército americano —viendo que volvía a ganarse nuestra credulidad, se inclinó hacia nosotros con entusiasmo—. Fijaos en él cuando crea que nadie lo mira. Estoy segura de que mató a un hombre.
Entornó los ojos y se estremeció. Lucille se estremeció. Todos nos volvimos a mirar donde estaba Gatsby. Prueba de las románticas especulaciones que inspiraba era que murmuraran a su costa aquellos que habían encontrado en este mundo poco sobre lo que poder murmurar.
Habían empezado a servir la primera cena (servían otra después de medianoche), y Jordan me invitó a reunirme con su grupo, en una mesa al otro lado del jardín. Eran tres matrimonios y el acompañante de Jordan, un estudiante insistente, aficionado a las indirectas desagradables, y con la obvia impresión de que, antes o después, Jordan iba a entregarle su persona en mayor o menor grado. En vez de desperdigarse, el grupo había conservado una homogeneidad honorable, asumiendo la representación de la muy seria nobleza rural: East Egg manifestaba su condescendencia hacia West Egg, pero no bajaba la guardia contra su alegría espectroscópica.
—Vámonos —murmuró Jordan al cabo de media hora más bien insípida y desperdiciada—; esto es demasiado fino para mí.
Nos levantamos, y explicó al grupo que íbamos a buscar al anfitrión; yo no lo conocía, dijo, y eso hacía que me sintiera incómodo. El estudiante asintió con un gesto melancólico, cínico.
Había mucha gente en el bar, donde miramos primero, pero Gatsby no estaba. Jordan no lo vio desde lo alto de la escalinata, y tampoco estaba en la galería. Abrimos al azar una puerta que parecía importante y entramos en una biblioteca gótica, de techos altos y paredes recubiertas de roble inglés tallado, probablemente transportada completa desde alguna ruina de ultramar.
Un individuo corpulento, de mediana edad, con gafas enormes y ojos de búho, algo borracho, se sentaba en el filo de una mesa grande y, titubeante, se concentraba en mirar los anaqueles de libros. Cuando entramos, giró sobre sí mismo, nervioso, y examinó a Jordan de pies a cabeza.
—¿Qué les parece? —preguntó con verdadero ímpetu.
—¿Qué?
Señaló hacia los libros con la mano.
—Eso. Y no tienen que molestarse en comprobarlo. Lo he comprobado yo. Son de verdad.
—¿Los libros?
Asintió.
—Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas. Pensé que serían de cartón hueco, resistente. Pero son absolutamente de verdad. Páginas y… Fíjense, déjenme que se lo demuestre.
Dando por sentado nuestro escepticismo, se precipitó hacia los estantes y volvió con el primer volumen de las
Conferencias
de Stoddard
[10]
.
—¡Miren! —exclamó triunfalmente—. Es una pieza auténtica de material impreso. Había conseguido engañarme. Este tipo es un verdadero Belasco
[11]
. ¡Qué triunfo! ¡Qué meticulosidad! ¡Qué realismo! Y también supo dónde pararse: las páginas están sin cortar, sin abrir. ¿Pero qué esperaban ustedes? ¿Qué querían?
Me arrebató el libro y lo devolvió corriendo a su estante, murmurando que si quitáramos un ladrillo toda la biblioteca podría venirse abajo.
—¿Quién les ha traído? —preguntó—. ¿O ustedes han venido por su cuenta? A mí me han traído. A casi todo el mundo lo traen.
Jordan lo miraba muy atenta, feliz, sin responder.
—A mí me ha traído una mujer que se llama Roosevelt —continuó—. Mistress Claud Roosevelt. ¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi una semana borracho, y pensé que sentarme un rato en una biblioteca a lo mejor me despejaba.
—¿Ha funcionado?
—Un poco, sí, creo. Todavía es pronto para decirlo. Sólo llevo aquí una hora. ¿Les he dicho lo de los libros? Son de verdad. Son…
—Nos lo ha dicho.
Le estrechamos la mano solemnemente y salimos.
Ahora bailaban en la pista del jardín: viejos que empujaban a las chicas en desangelados círculos eternos, parejas de clase alta que se abrazaban tortuosamente, a la moda, sin salir nunca de los rincones, y muchas chicas que bailaban solas y de vez en cuando relevaban al banjo o al percusionista de la orquesta. A medianoche había aumentado la alegría. Un famoso tenor cantó en italiano, una contralto muy conocida cantó
jazz
, y entre número y número la gente montaba su propio espectáculo sensacional en cualquier sitio del jardín, mientras estallaban las risas y, vacías y felices, subían al cielo de verano. Dos actrices gemelas, que resultaron ser las chicas de amarillo, se disfrazaron de niñas para su actuación, y el
champagne
fue servido en copas más grandes que lavafrutas. La luna estaba más alta y sobre el estrecho flotaba un triángulo de escamas de plata, que temblaba ligeramente con el repiqueteo seco y metálico de los banjos en el jardín.
Yo seguía con Jordan Baker. Estábamos en una mesa con un hombre más o menos de mi edad y una chiquilla que armaba mucho ruido y a la menor provocación daba rienda suelta a unas carcajadas incontrolables. Me divertía. Me había bebido dos lavafrutas de
champagne
y la escena se había convertido ante mis ojos en algo importante, elemental y profundo.
En un momento de respiro en la fiesta el hombre me miró y sonrió.
—Su cara me resulta familiar —dijo, muy educado—. ¿No estuvo en la Tercera División durante la guerra?
—Sí, sí. Estuve en el Veintiocho de Infantería.
—Yo estuve en el Dieciséis hasta junio del año 18. Sabía que te había visto en alguna parte.
Charlamos un rato de las aldeas húmedas y grises de Francia. Evidentemente vivía en el vecindario, porque me dijo que acababa de comprarse un hidroplano y que iba a probarlo por la mañana.
—¿Vienes conmigo, compañero? Sólo en la orilla, por el estrecho.
—¿A qué hora?
—A la que prefieras.
Iba a preguntarle su nombre, tenía la pregunta en la punta de la lengua, cuando Jordan miró a su alrededor y sonrió.
—¿Te lo pasas bien por fin?
—Mucho mejor —me volví otra vez a mi nuevo amigo—. Esta fiesta me parece rarísima. Ni siquiera he visto al anfitrión. Yo vivo ahí —moví la mano hacia el seto, invisible en la distancia—, y ese Gatsby me mandó una invitación con el chófer.
Me miró un momento como si no me entendiera.
—Gatsby soy yo —dijo de pronto.
—Perdona —exclamé—. Te ruego que me perdones.
—Pensaba que lo sabías, compañero. Creo que no soy un buen anfitrión.
Me miró con comprensión, mucho más que con comprensión. Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. Aquella sonrisa se ofrecía —o parecía ofrecerse— al mundo entero y eterno, para luego concentrarse en ti, exclusivamente en ti, con una irresistible predisposición a tu favor. Te entendía hasta donde querías ser entendido, creía en ti como tú quisieras creer en ti mismo, y te garantizaba que la impresión que tenía de ti era la que, en tus mejores momentos, esperabas producir. Y entonces la sonrisa se desvaneció, y yo miraba a un matón joven y elegante, uno o dos años por encima de los treinta, con un modo de hablar tan ceremonioso y afectado que rozaba el absurdo. Ya antes de que se presentara, me había dado la sensación de que elegía las palabras con cuidado.
Casi en el mismo instante en que Gatsby se identificaba, el mayordomo se le acercó corriendo para decirle que tenía una llamada de Chicago. Se disculpó con una ligera inclinación ante cada uno de nosotros.
—Si necesitas algo, pídelo, compañero —me dijo—. Discúlpame. Te veré más tarde.
En cuanto se fue, me volví a Jordan, porque necesitaba comentarle mi sorpresa. Me esperaba que mister Gatsby fuera un señor de mediana edad, gordo y colorado.
—¿Quién es? —pregunté—. ¿Lo sabes?
—Sólo es uno que se llama Gatsby.
—Sí, pero ¿de dónde es? ¿A qué se dedica?
—A ti también te ha dado ya por el asunto —contestó con una sonrisa desvaída—. Bueno, un día me dijo que había estudiado en Oxford.
Un borroso pasado iba tomando forma detrás de Gatsby, pero se disolvió a la siguiente frase de Jordan:
—Pero no me lo creo.
—¿Por qué no?
—No lo sé —insistió—. Pero no me creo que fuera a Oxford.
Algo en su tono me recordó a la otra chica, «Creo que mató a un hombre», y tuvo el efecto de estimular mi curiosidad. Hubiera aceptado sin problemas la información de que Gatsby había surgido de los pantanos de Louisiana o del East Side de Nueva York. Eso era comprensible. Pero —por lo que mi experiencia provinciana me permitía suponer— un hombre joven no sale de la nada con toda tranquilidad y se compra un palacio en Long Island.
—El caso es que da fiestas muy concurridas —dijo Jordan, cambiando de tema con un educado fastidio ante lo concreto—. Y a mí me gustan las fiestas con mucha gente. Son muy íntimas. En las fiestas con poca gente la intimidad es nula.
Retumbó el bombo, y la voz del director de orquesta se elevó de pronto entre la ecolalia del jardín.
—Señoras y señores —gritó—. A petición de mister Gatsby vamos a tocar para todos ustedes la última obra de mister Vladimir Tostoff, que tanta atención mereció en el Carnegie Hall el pasado mayo. Si leen los periódicos sabrán que causó auténtica sensación —sonrió con jovial condescendencia, y añadió—. ¡Y qué sensación! —y todo el mundo se echó a reír.
—La pieza —concluyó con energía— se titula
La historia del mundo en jazz, según Vladimir Tostoff
.
Se me escapó la naturaleza de la composición de mister Tostoff porque, en el momento en que empezaba, vi a Gatsby, que, solo, iba mirando con aprobación a los distintos grupos desde la escalinata de mármol. Tenía la cara bronceada, tersa la piel, atractiva, y parecía que le arreglaban todos los días el pelo, muy corto. No encontré nada siniestro en él. Me pregunté si el hecho de que no bebiera lo ayudaba a distinguirse de sus invitados, pues me dio la impresión de que se volvía cada vez más correcto conforme la alegría fraternal aumentaba. Cuando
La historia del mundo en jazz
acabó, las chicas apoyaron la cabeza en el hombro de los hombres como adolescentes, las chicas caían de espaldas, desmayadas, de broma, en brazos de los hombres, o entre el grupo, sabiendo que alguien detendría su caída. Pero nadie se dejaba caer en brazos de Gatsby, y ningún corte de pelo a la francesa tocó el hombro de Gatsby y ningún cuarteto lo incluyó entre sus cantantes.
—Disculpen.
El mayordomo de Gatsby estaba de repente a nuestro lado.
—¿Miss Baker? —preguntó—. Perdone que la moleste, pero mister Gatsby quisiera hablar a solas con usted.
—¿Conmigo? —exclamó Jordan, sorprendida.
—Sí, madame.
Se levantó despacio, me miró y enarcó las cejas en señal de asombro, y siguió al mayordomo hacia la casa. Me di cuenta de que llevaba el traje de noche, y todos sus vestidos, como si fueran prendas deportivas. Sus movimientos tenían una gracia especial: parecía haber aprendido a andar en las mañanas frescas y despejadas de los campos de golf.
Estaba solo y eran casi las dos. Confusos y enigmáticos ruidos salían desde hacía un rato de un salón con muchas ventanas que se abrían a la terraza. Eludiendo al estudiante de Jordan, en ese momento enfrascado en una conversación sobre obstetricia con dos coristas, y que suplicaba mi compañía, entré en la casa.
El salón estaba lleno de gente. Una de las chicas de amarillo tocaba el piano, y a su lado, de pie, una señora joven y pelirroja, miembro de una famosa compañía de revistas, entonaba una canción. Había bebido una dosis considerable de
champagne
y, de modo poco profesional, en el curso de la canción decidió que todo era muy triste, muy triste: no sólo cantaba, lloraba también. Introducía en cada pausa de la canción hipidos y sollozos entrecortados, antes de volver a la letra con voz temblorosa de soprano. Las lágrimas le corrían por las mejillas; no con total libertad, sin embargo, pues cuando entraban en contacto con las pestañas, muy pintadas, tomaban un color de tinta y seguían su camino en lentos riachuelos negros. Alguien sugirió con humor que cantara las notas que se le escribían en la cara, momento en el que levantó las manos, se derrumbó en un sillón y se hundió en el profundo sueño del vino.
—Se ha peleado con un hombre que dice ser su marido —explicó una chica a mi lado.
Miré a mi alrededor. La mayoría de las mujeres que quedaban se estaban peleando con hombres que decían ser sus maridos. Incluso el grupo de Jordan, el cuarteto de East Egg, se había roto, dividido por la disensión. Uno de los hombres hablaba con inusitada intensidad con una actriz muy joven, y su mujer, después de intentar reírse de la situación haciéndose la digna y la indiferente, perdió completamente el control y recurrió a los ataques por los flancos. Aparecía de repente una y otra vez como un diamante enfadado y decía al oído del marido: «¡Me lo prometiste!»
La resistencia a irse a casa no era exclusiva de los hombres desobedientes. El vestíbulo lo ocupaban ahora dos hombres lamentablemente sobrios y sus mujeres absolutamente indignadas. Las mujeres habían congeniado y hablaban levantando ligeramente la voz.
—Siempre que ve que me lo estoy pasando bien quiere irse a casa.
—No he conocido nunca a nadie tan egoísta.
—Siempre nos vamos los primeros.
—Y nosotros.
—Bueno, esta noche somos casi los últimos —dijo uno de los hombres tímidamente—. La orquesta se fue hace media hora.
A pesar de que las mujeres coincidieran en que tanta malevolencia resultaba inconcebible, la discusión terminó en un breve cuerpo a cuerpo, y las dos mujeres fueron levantadas en volandas y, pataleando, desaparecieron en la noche.
Mientras esperaba en el vestíbulo a que me dieran el sombrero, la puerta de la biblioteca se abrió y Jordan Baker y Gatsby salieron juntos. Él decía una última frase, pero la ansiedad que demostraba se ciñó precipitadamente al más estricto formalismo cuando varias personas se le acercaron para despedirse.