El gran Gatsby (7 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Drama

BOOK: El gran Gatsby
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El grupo de Jordan la llamaba con impaciencia desde el porche, pero se entretuvo un momento para darme la mano.

—Acabo de enterarme de algo asombroso, lo más asombroso que he oído nunca —murmuró—. ¿Cuánto tiempo hemos pasado ahí dentro?

—Una hora, más o menos.

—Ha sido… simplemente asombroso —repitió, abstraída—. Pero he jurado no decírselo a nadie, y aquí me tienes, tentándote con lo que no puedo darte —me bostezó en la cara con mucha elegancia—. Ven a verme, por favor… Guía de teléfonos… El número de mistress Sigourney Howard… Mi tía… —se iba deprisa mientras hablaba, y su mano morena me hizo un alegre saludo cuando en la puerta se fundió con el grupo.

Un poco avergonzado por haberme quedado hasta tan tarde en mi primera visita, me reuní con los últimos invitados de Gatsby, que se congregaban a su alrededor. Quería explicarle que había estado buscándolo al principio de la fiesta y disculparme por no haberlo reconocido en el jardín.

—No te preocupes —me ordenó categóricamente—. No le des más vueltas, compañero —no había en aquella expresión familiar más familiaridad que en la mano reconfortante que me pasó por el hombro—. Y no olvides que mañana por la mañana probamos el hidroplano, a las nueve.

Y el mayordomo, a su espalda:

—Lo llaman de Filadelfia, señor.

—Sí, ahora mismo. Diga que ahora mismo me pongo… Buenas noches.

—Buenas noches.

—Buenas noches —sonrió, y de pronto pareció que el estar entre los últimos que se iban tenía un significado entrañable, como si eso fuera lo que Gatsby había deseado desde el principio—. Buenas noches, compañero… Buenas noches.

Pero mientras bajaba las escaleras vi que la fiesta no había terminado todavía. A unos quince metros de la puerta los faros de los coches iluminaban una escena rara y tumultuosa. En la carretera, en la cuneta, sin haber llegado a volcar, pero habiendo perdido una rueda por la violencia del golpe, yacía un cupé nuevo que había salido del camino de entrada a la casa de Gatsby menos de dos minutos antes. Un pronunciado saliente en la pared explicaba la pérdida de la rueda, que ahora atraía toda la atención de un grupo de chóferes curiosos. Pero, como habían bloqueado la carretera con sus coches, llevaba oyéndose un rato la ruidosa y disonante protesta de los que venían detrás, y eso aumentaba la violenta confusión de la escena.

Un hombre con un guardapolvo muy largo se había bajado del coche siniestrado y, en mitad de la carretera, sus ojos iban del coche a la rueda y de la rueda a los espectadores, afable y perplejo a la vez.

—Fíjense, se ha metido en la cuneta.

El hecho le producía verdadero asombro, y reconocí primero aquel inusitado sentido de lo maravilloso, y luego al individuo: era el usuario de la biblioteca de Gatsby.

—¿Cómo ha sido?

Se encogió de hombros.

—No tengo ni idea de mecánica —dijo rotundamente.

—Pero ¿cómo ha sido? ¿Ha chocado con la pared?

—No me lo pregunte —dijo Ojos de Búho, lavándose las manos a propósito del accidente—. No tengo mucha idea de lo que es conducir, casi ninguna. Ha sido, y eso es todo lo que sé.

—Pues si no conduce bien, no debería conducir de noche.

—Pero si no sé conducir —respondió, indignado—. No he conducido en mi vida.

Un silencio reverencial envolvió a los mirones.

—¿Quiere suicidarse?

—¡Tiene suerte de que sólo haya sido una rueda! ¡No sabe conducir! ¡Ni siquiera había cogido un coche en su vida!

—No me entienden —explicó el criminal—. Yo no conducía. Hay otro hombre en el coche.

La impresión que provocó esta declaración se dejó oír en un «Ahhh» inacabable mientras la puerta del coche se abría muy despacio. La multitud —era ya una multitud— retrocedió instintivamente, y cuando la puerta acabó de abrirse se produjo un silencio espectral. Entonces, muy poco a poco, por partes, un individuo pálido y bamboleante salió del coche siniestrado, tanteando sin mucha seguridad el suelo con un descomunal zapato de baile.

Cegada por el resplandor de los faros y confundida por el incesante gemir de las bocinas, la aparición se tambaleó unos segundos antes de reparar en el hombre del guardapolvo.

—¿Qué pasa? —preguntó muy tranquilo—. ¿Nos hemos quedado sin gasolina?

—¡Mire!

Media docena de dedos señalaron hacia la rueda amputada. La miró fijamente un momento y luego miró hacia arriba como si sospechara que había llovido del cielo.

—Se ha desprendido.

Asintió.

—Al principio no me di cuenta de que nos habíamos parado.

Silencio. Luego, tomando aire y poniéndose muy derecho, preguntó con decisión:

—¿Podrían decirme dónde hay una gasolinera?

Por lo menos una docena de hombres, algunos apenas en mejor estado que él, le explicaron que la rueda y el coche ya no estaban unidos por ningún tipo de vínculo material.

—Salir marcha atrás —sugirió al cabo de un momento—. Meter la marcha atrás.

—¡Pero si le falta una rueda!

El hombre dudó.

—No se pierde nada con probar —dijo.

El aullido de las bocinas iba
in crescendo
. Di media vuelta y, pisando el césped, me fui a casa. Me volví a mirar una vez. La luna, como una hostia, brillaba sobre la casa de Gatsby para que la noche fuera tan hermosa como antes: había sobrevivido a las risas y a los ruidos del jardín, todavía iluminado. Un vacío repentino parecía fluir ahora de las ventanas y las puertas inmensas, envolviendo en un aislamiento absoluto al anfitrión, que seguía en el porche, con la mano levantada en un protocolario gesto de despedida.

Al releer lo que llevo escrito, creo haber dado la impresión de que los acontecimientos de tres noches separadas entre sí por varias semanas me absorbieron por completo. Todo lo contrario: sólo fueron acontecimientos sin importancia en un verano muy ajetreado, y, hasta mucho después, me absorbieron infinitamente menos que mis propios asuntos.

Pasé trabajando la mayor parte del tiempo. A primera hora de la mañana, el sol proyectaba mi sombra hacia el oeste y yo descendía a toda prisa los blancos abismos que llevan de la zona baja de Nueva York al Probity Trust. Conocía por sus nombres a los otros empleados y a los jóvenes vendedores de bonos, y en restaurantes atestados y oscuros comía con ellos salchichas de cerdo, puré de patatas y café. Incluso tuve una breve aventura con una chica que vivía en Jersey City y trabajaba en el departamento de contabilidad, pero su hermano empezó a mirarme con malos ojos, y cuando la chica se fue de vacaciones en julio, di por terminado el asunto.

Solía cenar en el Yale Club —no sé por qué razón, aquél era el acontecimiento más triste de la jornada—, y luego subía a la biblioteca y estudiaba a conciencia, durante una hora, inversiones y valores. Siempre andaban por allí unos cuantos juerguistas, pero jamás entraban en la biblioteca, así que era un buen sitio para trabajar. Después, si hacía buena noche, daba un paseo por Madison Avenue, pasaba el viejo Murray Hall Hotel y, por la calle Treinta y tres, llegaba a la Pennsylvania Station.

Empezaba a gustarme Nueva York, la sensación nocturna de aventura y riesgo, y el placer que el constante fluctuar de hombres, mujeres y vehículos procuraba a la mirada inquieta. Me gustaba pasear por la Quinta Avenida y elegir a alguna mujer romántica entre la multitud e imaginar que, en cinco minutos, yo entraría en su vida, y que nunca lo sabría nadie ni nadie lo desaprobaría. A veces, en mi imaginación, la seguía hasta su apartamento, en la esquina de alguna calle escondida, y se volvía y me sonreía antes de cruzar una puerta y desvanecerse en el calor y la oscuridad. En el crepúsculo encantado de la metrópolis algunos días la soledad se volvía obsesiva, e incluso la sentía en otros, empleados jóvenes y pobres que mataban el tiempo delante de los escaparates y esperaban la hora de cenar solos en un restaurante; empleados jóvenes que, al anochecer, desperdiciaban los momentos más maravillosos de la noche y de la vida.

A las ocho, otra vez, cuando la calzada en penumbra de las calles Cuarenta se llenaba de la agitación de los taxis, en filas de cinco, que iban a la zona de los teatros, sentía una opresión en el corazón. Se unían las siluetas en el interior de los taxis a la espera de reemprender la marcha, cantaban las voces, chistes que yo no oía provocaban risas, y cigarrillos encendidos trazaban ininteligibles espirales. Imaginando que yo también corría hacia la alegría y compartía su entusiasmo más íntimo, les deseaba lo mejor.

Perdí de vista a Jordan Baker, y a mediados de verano volví a encontrármela. Al principio me halagaba ir con ella a los sitios porque era campeona de golf y todo el mundo la conocía. Y luego hubo algo más. No es que me hubiera enamorado, pero sentía una especie de curiosidad, de ternura. La cara de orgulloso aburrimiento que ofrecía al mundo ocultaba algo —casi todas las poses terminan ocultando algo, si no lo ocultan desde el principio—, y un día descubrí lo que era. Habíamos ido a una fiesta en Warwick, y Jordan dejó bajo la lluvia, sin subirle la capota, el coche que le habían prestado, y luego mintió sobre el incidente, y entonces me vino a la cabeza lo que contaban de ella y que no conseguí recordar aquella noche en casa de Daisy. En su primer gran torneo de golf hubo un escándalo que estuvo a punto de salir en los periódicos: alguien insinuó que en las semifinales Jordan movió una pelota que había caído en mal sitio. El caso alcanzó proporciones de escándalo y luego se desinfló. Un
caddy
se retractó de sus declaraciones y el único testigo admitió que podría haberse equivocado. Retuve, sin embargo, el incidente y el nombre.

Jordan Baker evitaba instintivamente a los hombres inteligentes y perspicaces, y entonces comprendí que lo hacía porque se sentía más segura en una esfera en la que apartarse de la norma resultara prácticamente imposible. Era una tramposa incurable. No soportaba estar en desventaja y, por ese rasgo negativo, supongo que había empezado a recurrir a subterfugios desde muy joven para conservar frente al mundo aquella sonrisa fría e insolente y, al mismo tiempo, satisfacer las exigencias de su cuerpo fuerte y feliz.

A mí no me importaba. Que una mujer haga trampas es algo que nadie critica demasiado. Me molestó en un principio, y luego lo olvidé. En aquella fiesta, en casa de alguien de Warwick, tuvimos una curiosa conversación sobre cómo conducir un coche. Empezó porque pasó tan cerca de unos trabajadores que el guardabarros rozó un botón de la chaqueta de uno de ellos.

—Conduces fatal —protesté—. O tienes más cuidado, o deberías dejar de conducir.

—Tengo cuidado.

—No, no tienes cuidado.

—Bueno, ya otros tienen cuidado —dijo sin pensarlo dos veces.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—No se cruzarán en mi camino —insistió—. Hacen falta dos para que haya un accidente.

—Supón que te encuentras con alguien tan imprudente como tú.

—Espero no encontrármelo jamás —respondió—. Detesto a los imprudentes. Por eso me gustas.

Sus ojos grises, irritados por el sol, miraban hacia delante, impertérritos, pero Jordan había modificado astuta y deliberadamente la naturaleza de nuestra relación, y por un momento creí que la quería. Pero pienso las cosas detenidamente y me someto a una considerable cantidad de reglas interiores que actúan como freno a mis deseos, y sabía que mi primera obligación era liberarme del lío que había dejado pendiente en mi ciudad natal. Escribía todas las semanas y seguía firmando: «Con cariño, Nick», pero de lo único que me acordaba era de una chica a la que, cuando jugaba al tenis, se le formaba un fino bigote de sudor, y, sin embargo, existía un vago compromiso que debía romper con delicadeza para sentirme libre.

Todo el mundo se cree poseedor de por lo menos una de las virtudes cardinales. La mía es ésta: soy una de las pocas personas honradas que he conocido en mi vida.

4

L
os domingos por la mañana, mientras las campanas repicaban en las iglesias de la costa, el mundo entero y su amante volvían a casa de Gatsby y resplandecían de alegría en el césped.

—Es un traficante de licores —decían las jóvenes, entre flores y cócteles—. Una vez mató a un hombre que descubrió que era sobrino de Van Hindenburg y primo segundo del diablo. Cógeme una rosa, tesoro, y llena un poco más esa copa.

Una vez apunté en los espacios en blanco de un horario de trenes el nombre de quienes fueron a casa de Gatsby aquel verano. Ya es un horario viejo, y se desintegra por los dobleces. El encabezamiento dice: «Este horario entra en vigor el 5 de julio de 1922». Pero todavía puedo leer esos nombres grises, que os darán una impresión más exacta que mis generalidades a propósito de quienes aceptaron la hospitalidad de Gatsby y le rindieron el sutil homenaje de no saber nada de él.

De East Egg llegaban los Chester Becker y los Leech, y un tal Bunsen, a quien conocí en Yale, y el doctor Webster Civet, que se ahogó el verano pasado en Maine. Y los Hornbeam y los Willie Voltaire, y el clan Blackbuck al completo, unos que se juntaban siempre en una esquina y arrugaban la nariz como las cabras a todo el que se les acercara. Y los Ismay y los Chrystie (o, más exactamente, Hubert Auerbach y la mujer de mister Chrystie), y Edgar Beaver, a quien, contra toda razón, el pelo se le volvió blanco como el algodón una tarde de invierno, o eso dicen.

Clarence Endive era de East Egg, si no recuerdo mal. Sólo apareció una vez, en pantalones de golf blancos, y se peleó con una sabandija, un tal Etty, en el jardín. De rincones más apartados de la isla llegaron los Cheadle y los O. R. P. Schraeder, y los Stonewall Jackson Abrams de Georgia, y los Fishguard y los Ripley Snell. Snell estuvo en casa de Gatsby tres días antes de ir a la cárcel, tan borracho que el automóvil de la señora de Ulysses Swett le pasó por encima de la mano derecha en el camino de grava. Vinieron también los Dancie, y S. B. Whitebait, que ya tenía sus buenos sesenta años, y Maurice A. Flink, y los Hammerhead, y Beluga, el importador de tabaco, y las chicas de Beluga.

De West Egg llegaron los Pole y los Mulready y Cecil Roebuck, y Cecil Schoen y el senador Gulick y Newton Orchid, que dirigía Films Par Excellence, y Eckhaust y Clyde Cohen y Don S. Schwartze (el hijo) y Arthur McCarty, todos relacionados de un modo u otro con el cine. Y los Catlip y los Bemberg y G. Earl Muldoon, hermano de ese Muldoon que más tarde estranguló a su mujer. Da Fontano, el promotor, también se dejó ver por allí, y Ed Legros y James B. (alias
Matarratas
) Ferret y los De Jong y Ernest Lilly: todos venían a jugar, y cuando Ferret andaba perdido por el jardín significaba que lo habían desplumado y que las acciones de Associated Traction subirían al día siguiente.

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