En ese momento apareció Elizabeth, ataviada con un vestido de crinolina blanca.
—Ah, mi querida hija —dijo el señor Trent, poniéndose de pie; y el señor Pierce lo imitó—. Señor Edward Pierce, mi hija Elizabeth.
—Confieso que ignoraba que usted tuviera una hija —dijo Pierce. Se inclinó profundamente de cintura, tomó la mano de la joven y pareció dispuesto a besarla, pero vaciló. Parecía sumamente turbado por la aparición de la joven.
—Señorita Trent —dijo, desprendiendo torpemente la mano—. Debo decirle que me ha cogido usted completamente por sorpresa.
—¿Es un cumplido… o lo contrario? —preguntó Elizabeth, al mismo tiempo que ocupaba un asiento y extendía la mano para recibir una taza de té.
—Le aseguro que debe interpretarlo como un cumplido —replicó el señor Pierce. Y de acuerdo con la versión, mientras decía estas palabras se ruborizó intensamente.
La señorita Trent se abanicó; el señor Trent carraspeó; la señora Trent, esposa perfecta, alzó una bandeja de bizcochos y dijo:
—¿Quiere probarlos, señor Pierce?
—Gracias, madame —replicó el señor Pierce, y ninguno de los presentes dudó de la sinceridad de sus palabras.
—Estábamos hablando de las ruinas —dijo el señor Trent, en voz quizás demasiado alta—. Pero antes el señor Pierce nos estaba refiriendo sus viajes al extranjero. A decir verdad, acaba de volver de Nueva York.
Era una señal, y la hija la recogió diestramente.
—¿De veras? —dijo, mientras se abanicaba con gesto nervioso—. ¡Qué fascinante!
—Eso suele creerse, pero me temo que la realidad no es tan deslumbrante —replicó el señor Pierce, evitando con tanto cuidado la mirada de la joven que todos advirtieron su vergonzosa reticencia. Sin duda se sentía atraído por ella, y la prueba definitiva fue que dirigió sus observaciones sólo a la señora Trent—. A decir verdad, es una ciudad como cualquier otra, y se caracteriza principalmente por la ausencia de los refinamientos que los residentes de Londres consideramos sobrentendidos.
—Me han informado —aventuró la señorita Trent, sin dejar de abanicarse— que hay depredadores nativos en la región.
—Me encantaría ofrecerle —dijo el señor Pierce— interminables aventuras con los indios —se les llama así tanto en América como en Oriente— pero me temo que no puedo hablar de aventuras. El territorio salvaje de América comienza más allá del Mississippi.
—¿Lo ha cruzado? —preguntó la señora Trent.
—En efecto —replicó el señor Pierce—. Es un ancho río muchas veces más ancho que el Támesis, y en América señala el límite entre la civilización y el salvajismo. Pero recientemente han iniciado la construcción de un ferrocarril que atraviesa esa extensa colonia… —se permitió la referencia condescendiente a América, y el señor Trent lanzó una risotada— y espero que con el establecimiento de la línea férrea muy pronto se extinguirá la vida salvaje.
—Qué extraño —dijo la señorita Trent, a quien aparentemente no se le ocurrió nada más ingenioso.
—¿Qué negocios lo llevaron a Nueva York? —preguntó el señor Trent.
—Si se me permite el atrevimiento —continuó el señor Pierce, ignorando la pregunta— y si los delicados oídos de las damas presentes no se ofenden, ofreceré un ejemplo del salvajismo que subsiste en las regiones americanas, y de la rudeza de una vida que, a juicio de muchos de sus habitantes, nada tiene de particular. ¿Han oído hablar de los búfalos?
—He leído sobre ellos —dijo la señora Trent; los ojos brillantes. Según algunos testimonios de los criados, se había sentido atraída por el señor Pierce tanto como su hijastra, y su comportamiento provocó un pequeño escándalo en el hogar de los Trent—. Esos búfalos son bestias grandes, como vacas salvajes, y muy peludas.
—Precisamente —confirmó el señor Pierce—. La región occidental del país americano está muy poblada de búfalos, y muchas personas viven —lo que allá llaman vivir— de la caza de estos animales.
—¿Ha estado en California, donde hay oro? —preguntó bruscamente la señorita Trent.
—Sí dijo Pierce.
—Dejadle que termine su historia —intervino la señora Trent, quizás con cierta aspereza.
—Bien —dijo Pierce—, los cazadores de búfalos, como se los llama, a veces buscan la carne de los animales, parecida a la del venado, y a veces el cuero, que también tiene valor.
—No tienen colmillos —dijo el señor Trent. En representación del banco, el señor Trent había financiado poco antes una expedición para cazar elefantes, y en ese mismo momento un enorme depósito del puerto guardaba cinco mil colmillos de marfil. El señor Trent había ido a inspeccionar personalmente el cargamento, y se había encontrado con el impresionante espectáculo de un amplio cobertizo de colmillos blancos y curvos.
—No, no tienen colmillos, si bien el macho de la especie posee cuernos.
—Sí, cuernos. Pero no de marfil.
—No, no de marfil.
—Entiendo.
—Continúe, se lo ruego —dijo la señora Trent, con los ojos aún brillantes.
—Bien —dijo Pierce— los hombres que ma… que sacrifican a estos búfalos se llaman cazadores de búfalos, y para realizar su tarea usan rifles. A veces forman una línea que empuja a las bestias contra un promontorio. Pero no es el método usual. Es más frecuente que sacrifiquen a un solo animal. En cualquier caso —y aquí debo disculparme por la crudeza de lo que debo relatar de ese país tan tosco— una vez que la bestia ha dejado de existir la despojan de las entrañas.
—Muy razonable —dijo el señor Trent.
—Sin duda —dijo Pierce—, pero aquí está lo particular del asunto. Estos cazadores de búfalos consideran el manjar más sabroso una parte de las entrañas… es decir, el intestino delgado.
—¿Cómo lo preparan? —preguntó la señorita Trent—. Supongo que lo asan al fuego.
—No, madame —dijo Pierce—, y repito que mi relato describe una situación de abyecto salvajismo. Estos intestinos muy apreciados, en opinión de los cazadores tan sabrosos, se consumen inmediatamente, sin apelar a ninguna forma de cocción.
—¿Quiere decir
crudos
? —preguntó la señora Trent, arrugando la nariz.
—En efecto, madame, así como nosotros consumimos una ostra cruda, los cazadores consumen el intestino, y lo hacen cuando todavía está caliente de la bestia que acaba de expirar.
—Dios mío —dijo la señora Trent.
—Y bien —continuó Pierce— ocurre a veces que dos hombres cazan juntos, e inmediatamente después cada uno se arroja sobre un extremo de los preciados intestinos. Cada cazador procura aventajar al otro, tratando de devorar la presa antes que su rival.
—Cómico —dijo la señorita Trent, abanicándose con movimientos más nerviosos.
—No es sólo eso —dijo Pierce—, pues impulsado por su codicioso apremio, el cazador de búfalos se traga a menudo todo el órgano en cuestión. Es un truco conocido. Pero su rival, advertido del ardid, es capaz de arrancar directamente de la boca del otro la porción indigerida, del mismo modo que yo puedo extraer una cuerda que me pasa entre los dedos. De modo que un hombre puede tragarse lo que, por así decir, otro ya se había comido.
—Oh, Dios —dijo la señora Trent, palideciendo.
El señor Trent se aclaró la garganta.
—Notable —dijo.
—Muy extraño —dijo valerosamente la señorita Trent, con voz temblorosa.
—Le ruego me disculpe —dijo la señora Trent, poniéndose de pie.
—Querida —intervino el señor Trent.
—Madame, espero no haberla perturbado —dijo el señor Pierce, también poniéndose de pie.
—Sus anécdotas son realmente notables —acotó la señora Trent, volviéndose para entrar en la casa.
—Querida —repitió el señor Trent, y se apresuró a seguirla.
Así, el señor Edward Pierce y la señorita Elizabeth Trent permanecieron solos durante breves minutos en el jardín del fondo de la casa, y según se afirma cambiaron unas pocas palabras. Se ignora el contenido de la conversación. Pero la señorita Trent dijo después a una criada que el señor Pierce le parecía un hombre «fascinante, a su modo un poco áspero»; y en general se admitía en el hogar de los Trent que la joven Elizabeth había realizado ahora la más valiosa de las adquisiciones: es decir, tenía un «candidato».
La ejecución de Emma Barnes, la famosa asesina del hacha, el 28 de agosto de 1854, fue un asunto que mereció amplia publicidad La noche anterior a la ejecución, comenzó a reunirse la multitud frente a los altos muros de granito de la cárcel de Newgate, dispuesta a pasar allí la noche para asegurarse un lugar que le permitiese ver bien el espectáculo al día siguiente. Esa misma noche trajeron el patíbulo, que fue armado en el lugar por los ayudantes del verdugo El ruido de los martillos se prolongó hasta bien avanzada la noche.
Los dueños de las casas de inquilinato de la vecindad que daban a la plaza de Newgate alquilaron de buena gana sus cuartos para que pasaran la noche las damas y los caballeros deseosos de obtener un lugar que les permitiese presenciar la «ceremonia del ahorcamiento» La señora Emma Molloy, una virtuosa viuda, conocía perfectamente el valor de sus habitaciones, y cuando un culto caballero llamado Pierce quiso alquilar la mejor de ellas por toda la noche, la mujer fijó un precio elevado: veinticinco guineas por una noche.
Era una suma considerable La señora Molloy podía vivir cómodamente un año con esa cantidad, pero la mujer no permitió que esa reflexión modificase su decisión, pues sabía lo que dicha suma significaba para el señor Pierce —el salario de seis meses de un mayordomo, o el precio de uno o dos vestidos de mujer, y nada más importante—. La prueba misma de la indiferencia del caballero estuvo en la prontitud con que le pagó, en el acto, utilizando guineas de oro.
La señora Molloy no quería correr el riesgo de ofender mordiendo las monedas en presencia del caballero, pero lo haría tan pronto estuviera sola Nunca sobraban las precauciones con las guineas, e incluso algunos caballeros la habían engañado más de una vez.
Las monedas eran legítimas, y la mujer se sintió muy reconfortada De modo que no prestó mucha atención cuando algunas horas después el señor Pierce y su grupo subieron a la habitación alquilada El grupo estaba formado por otros dos hombres y dos mujeres, todos bien vestidos El acento con que hablaban indicó a la señora Molloy que los hombres no eran caballeros, y las mujeres ciertamente no eran damas, a pesar de las elegantes canastas y las botellas de vino que llevaban.
Cuando el grupo entro en la habitación y cerró la puerta, la dueña de la casa no se molestó en pegar la oreja al ojo de la cerradura. Tenía la certeza de que esa gente no le causaría problemas.
Pierce se acercó a la ventana y contempló la multitud, cuyo número crecía constantemente La plaza estaba a oscuras, apenas iluminada por el resplandor de las antorchas alrededor del patíbulo; esa luz ardiente y fantasmagórica le permitió ver el travesaño y la trampa que empezaban a tomar forma.
—No podrá —dijo Agar detrás de Pierce.
Pierce se volvió.
—Tiene que hacerlo, muchacho.
—Es el mejor culebra de la profesión, el mejor que ha existido jamás, pero no puede salir de ahí dijo Agar, con un gesto a la cárcel de Newgate.
El segundo de los hombres intervino en la conversación Era Barlow, un individuo corpulento, de rasgos ásperos, con una cicatriz de cuchillo en la frente, disimulada generalmente bajo el ala del sombrero Barlow era un ladrón reformado que se había convertido en atracador —es decir, un carterista que había degenerado en asaltante puro y simple— y que había sido contratado pocos años antes como cochero por Pierce Todos los atracadores eran en el fondo matones, y eso era exactamente lo que un hombre como Pierce deseaba en el pescante de su carruaje, un hombre que con las riendas en las manos estuviese pronto para huir —o dispuesto a cambiar algunos puñetazos, si a eso se llegaba Y Barlow era leal, ya hacía cinco años que trabajaba para Pierce.
Barlow frunció el ceño y dijo:
—Si es posible, lo hará Si se puede. Perfecto Willy es el hombre Habló lentamente, y dio la impresión de un hombre que pensaba sin apremio Pero Pierce sabía que en la acción podía ser rápido.
Pierce miro a las mujeres Eran las amantes de Agar y Barlow, lo cual significaba que también eran sus cómplices.
Ignoraba sus nombres, y no deseaba saberlos. Lamentaba el hecho mismo de que estuvieran ahí —en cinco años nunca había visto a la mujer de Barlow —pero no había modo de evitarlo. La mujer de Barlow era evidentemente alcohólica; se olía su aliento a ginebra en todo el cuarto. La mujer de Agar no era mucho mejor, pero por lo menos estaba sobria.
—¿Han traído las cosas? —preguntó Pierce.
La mujer de Agar abrió una canasta de picnic. Allí había una esponja, polvos medicinales y vendas. También un vestido cuidadosamente doblado.
—Todo lo que me ordenaron, señor.
—¿El vestido es pequeño?
—Sí, señor. Apenas más que el vestido de una niña.
—Está bien —dijo Pierce, y se volvió para examinar nuevamente la plaza. No prestó atención al patíbulo ni a la multitud que crecía constantemente. En cambio, fijó la vista en los muros de la cárcel de Newgate.
—Aquí está la comida, señor —dijo la mujer de Barlow. Pierce examinó las vituallas de pollo frío, frascos de cebollas en conserva, patas de langosta y un paquete de cigarros oscuros.
—Muy bien, muy bien —dijo.
Agar dijo:
—¿Quiere dárselas de noble, señor? —Era una alusión a un conocido cuento del tío. Fue dicho sarcásticamente, y Agar atestiguó luego que Pierce no recibió con buen talante el comentario. Se volvió con la larga levita abierta delante para mostrar un revólver metido en la cintura del pantalón.
—Si cualquiera de ustedes me falla —dijo— le meteré una bala en la cabeza, y lo pondré en conserva —sonrió levemente—. Como saben, hay cosas peores que el viaje a Australia.
—No se ofenda —dijo Agar, contemplando el arma—. No, no se ofenda… Fue sólo una broma.
Barlow observó:
—¿Para qué necesitamos a un culebra?
Pierce no se dejó distraer:
—Recuerden mis palabras —dijo—. Al que me falle, le meto una bala en la cabeza. Hablo absolutamente en serio —se sentó a la mesa—. Y ahora —dijo—, comeré una pata de pollo, y nos entretendremos lo mejor posible mientras esperamos.
Pierce durmió parte de la noche; al alba lo despertó la multitud que se apiñaba en la plaza. Ya había más de quince mil personas ruidosas y agitadas, y Pierce sabía que vendrían diez o quince mil más, desviándose, en camino al trabajo, para presenciar la ejecución. Los patrones rara vez se mostraban rígidos los lunes por la mañana en que se ahorcaba a un delincuente: era sabido que todos llegarían tarde al trabajo —y con mayor razón ese día, en que colgaban a una mujer.