Por supuesto, había que resolver el problema del momento oportuno en que podría realizarse una entrada clandestina con el fin de obtener el molde de cera. También había que encontrar un buen culebra que ayudase a entrar en las oficinas del ferrocarril. Pero todos estos eran obstáculos que podrían superarse fácilmente.
La dificultad real estaba en la cuarta llave. Pierce sabía que se hallaba en poder del señor Trent, presidente del banco, pero ignoraba
dónde
estaba —y este desconocimiento representaba un desafío por cierto formidable, que absorbió su atención durante los cuatro meses siguientes.
Conviene hacer aquí una breve aclaración. En 1854 Alfred Nobel iniciaba su carrera; pasaría otra década antes de que el químico sueco descubriese la dinamita, y la posibilidad de la «sopa» de nitroglicerina todavía era cosa del futuro. Por consiguiente, a mediados del siglo XIX una caja de metal bien construida era un obstáculo serio para los ladrones.
Esta afirmación gozaba de un reconocimiento tan general que los fabricantes de cajas consagraban la mayor parte de sus energías al problema de la protección de esos artefactos contra el fuego, pues la pérdida de dinero y documentos por incineración era un riesgo mucho más grave que el robo. Durante este período se otorgaron distintas patentes que cubrían el ferromanganeso, la arcilla, el polvo de mármol y el yeso de París utilizados como revestimientos a prueba de fuego de las cajas fuertes.
El ladrón instalado frente a una caja tenía tres posibilidades. La primera consistía lisa y llanamente en robar la caja entera, llevándosela para violentarla cómodamente. Era una empresa imposible si se trataba de un caja de cierto tamaño pero determinado peso, y los fabricantes procuraban utilizar los materiales de construcción más pesados e incómodos para desalentar esta maniobra.
O bien el ladrón podía emplear un «rebajador», es decir un taladro que fijaba al agujero de la cerradura de la caja, y permitía practicar un orificio sobre la cerradura. El mecanismo de la cerradura podía manipularse a través de este orificio, y de ese modo se abría la caja. Pero el «rebajador» era una herramienta de especialistas; era ruidosa, lenta e insegura; y además de su costo elevado, era voluminosa.
La tercera posibilidad era echar una ojeada a la caja y renunciar. Era el desenlace más usual. Veinte años después la caja fuerte dejaría de ser un obstáculo insalvable, y se convertiría en simple molestia en el espíritu de los ladrones; pero por el momento era prácticamente inexpugnable.
Por supuesto, a menos que se tuviese una llave de la caja fuerte. Aún no se habían inventado las cerraduras de combinación; todas las cerraduras se abrían y cerraban con llave, y el modo más seguro de violar una caja era ir provisto de una llave obtenida previamente. Este hecho subyace en la preocupación por las llaves que caracteriza al delincuente del siglo XIX. La literatura delictiva, oficial y popular, de la época victoriana, parece obsesionada por las llaves, como si fuese lo único que importaba. Pero en esos tiempos, como dijo en su proceso de 1848 Neddy Sykes, magistral violador de cajas fuertes: «La llave es el todo en el golpe, es el problema y la solución».
De modo que cuando Edward Pierce planeó el robo del tren, partió de la premisa indudable de que ante todo debía conseguir copias de las llaves necesarias. Y debía hacerlo obteniendo acceso a las propias llaves, pues si bien existía un nuevo método consistente en usar «modelos» de cera e insertarlos en las cerraduras de las cajas, esta técnica no merecía confianza. De ahí que las cajas fuertes de la época solían dejarse sin vigilancia.
El eje de la actividad delictiva era determinar el lugar en que se guardaban las llaves de la caja. El proceso de copia no ofrecía dificultades; en pocos momentos podían obtenerse impresiones en cera de la llave. Y podía violentarse con rápida facilidad el local donde se guardaba una llave.
Pero si uno se detiene a pensar en el asunto, una llave es por de pronto bastante pequeña. Puede ocultársela en los lugares más inverosímiles; es posible esconderla casi en cualquier parte del cuerpo de una persona, o en cualquier rincón de un cuarto. Y sobre todo de una habitación victoriana, donde incluso un objeto tan corriente como un cesto de papeles probablemente estaba forrado de tela, capas sucesivas de flecos, y cercos decorativos de borlas.
Solemos olvidar lo extraordinariamente recargadas que eran las habitaciones victorianas. El decorado que prevalecía en este período suministraba innumerables escondrijos. Además, los propios Victorianos adoraban los compartimentos secretos y los lugares disimulados; a mediados del siglo el anuncio de venta de un escritorio afirmaba que «contiene 110 compartimentos, incluso muchos disimulados del modo más ingenioso». Aún las chimeneas muy adornadas, que podían hallarse en todos los cuartos de una casa, ofrecían docenas de lugares donde ocultar un objeto tan pequeño como una llave.
Por consiguiente, a mediados de la época victoriana, la información acerca del escondite de una llave era casi tan útil como la copia de la propia llave. El ladrón que pretendía obtener una impresión en cera podía irrumpir en una casa si sabía exactamente dónde se ocultaba la llave, o por lo menos en qué habitación estaba. Pero si desconocía esos datos, la dificultad de realizar una búsqueda minuciosa —en silencio, en una casa poblada de habitantes y criados, usando sólo una linterna sorda que suministraba a lo sumo un ojo de luz— era tan grande que a veces no valía la pena realizar el intento.
En virtud de todas estas circunstancias, Pierce concentró su atención en descubrir dónde guardaba su llave el señor Edgar Trent, presidente de la firma Huddleston & Bradford.
Ante todo, había que averiguar si el señor Trent guardaba la llave en el banco. Los empleados jóvenes de Huddleston & Bradford almorzaban a la una de la tarde en una taberna llamada El Caballo y el Jinete, frente al local de la firma. Era un establecimiento pequeño, colmado y cálido a la hora del almuerzo. Pierce hizo amistad con uno de los empleados, un joven llamado Rivers.
En general, los ordenanzas y los empleados de menor categoría del banco se mostraban cautelosos frente a las relaciones casuales, porque uno nunca sabía si estaba conversando con un delincuente en libertad; pero Rivers no se inquietó, pues sabía que el banco estaba a salvo de cualquier intento de robo —y quizá tenía conciencia de que él mismo estaba bastante resentido con sus patrones.
En ese sentido, es conveniente reproducir aquí la versión revisada, de las «Normas para el personal de la oficina», distribuidas por el señor Trent a principios de 1854. Decían así:
Utópicas o no, las condiciones de trabajo de Huddleston & Bradford movieron al empleado Rivers a expresarse libremente acerca del señor Trent. Y con menos entusiasmo de lo que cabía esperar en el caso de un superior utópico.
—Un sujeto bastante rígido —dijo Rivers—. Saca el reloj a las ocho y treinta en punto, y observa si todos están en sus respectivos lugares; y no valen excusas. Dios ampare al hombre a quien se le atrasa el ómnibus en la avalancha de la mañana.
—Hay que ajustarse a la norma, ¿verdad?
—Demasiado. Es un tipo duro… hay que cumplir la tarea, y eso es lo único que importa. Está más viejo —dijo Rivers—. Y también más envanecido: se ha dejado crecer bigotes más largos que los suyos, y sólo porque está quedándose calvo.
En este período se discutía mucho si estaba bien que los caballeros llevasen bigote. Era una moda nueva, y las opiniones acerca de sus beneficios estaban divididas. También comenzaba a difundirse la moda de fumar cigarrillos, pero los individuos más conservadores no fumaban —por lo menos no lo hacían en público, y a veces ni siquiera en el hogar—. Y los hombres más conservadores llevaban la cara totalmente afeitada.
—He oído decir que tiene ese cepillo —continuó Rivers—. El cepillo eléctrico del doctor Scott, viene de París. ¿Y sabe cuánto cuesta? Doce chelines y seis peniques, nada más y nada menos.
A Rivers le parecía una suma elevada: en efecto, le pagaban doce chelines semanales.
—¿Qué hace? —inquirió Pierce.
—Cura las jaquecas, la caspa y también la calvicie —dijo Rivers—, o por lo menos eso dicen. Un cepillito bastante original. Se encierra en su despacho y se cepilla una vez cada hora, puntualmente —Rivers se rió de las manías de su patrón.
—Seguramente tiene un despacho amplio.
—Sí, amplio y también confortable. El señor Trent es hombre importante.
—¿Lo tiene bien ordenado?
—Sí, pero la encargada de la limpieza viene todas las noches, desempolva y ordena, y todas las noches al retirarse el señor Trent dice a la mujer: «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar», y se marcha a las siete en punto.
Pierce no recordaba el resto de la conversación, que no le había interesado. Sabía ya lo que necesitaba, es decir, que Trent no guardaba la llave en su despacho. De haberlo hecho, no habría permitido que limpiasen el lugar en su ausencia, pues era notorio que las mujeres encargadas de la limpieza se dejaban sobornar fácilmente; y para el observador casual, había escasa diferencia entre una limpieza minuciosa y una búsqueda exhaustiva.
Pero aunque la llave no estuviese en la oficina, de todos modos era posible que se la guardase en el banco. Quizá el señor Trent había preferido depositarla en una de las bóvedas. Para aclarar el punto, Pierce podía suscitar una conversación con otro empleado, pero ciertamente prefería evitar ese paso. En cambio, eligió otro método.
Teddy Burke, de veinticuatro años, estaba trabajando en el Strand a las dos de la tarde, la hora más elegante. Como los restantes caballeros, Teddy Burke estaba impecablemente vestido, con sombrero de alta copa, levita oscura, pantalones estrechos y corbatín de seda oscura. El atuendo le había costado bastante, pero era esencial para su actividad, pues Teddy Burke era uno de los carteristas más elegantes.
En la corriente de damas y caballeros que recorrían las tiendas elegantes de esta vía, llamada por Disraeli «la primera calle de Europa», nadie podía ver que Teddy Burke no estaba solo. En realidad, estaba ejecutando su operación habitual; él daba el golpe, a su lado estaba el ayudante, y delante y atrás dos campanas. En total, cuatro hombres, y todos perfectamente vestidos. Los cuatro se deslizaban a través de la multitud, sin llamar la atención. Había muchos elementos de distracción.
Ese hermoso día de principios del verano el aire estaba tibio y olía a estiércol de caballo, a pesar de la intensa actividad de una docena de barrenderos. Había un intenso tráfico de carros, carretones, ómnibus traqueteantes con leyendas en colores brillantes, coches de punto y cabriolés, y de cuando en cuando algún carruaje elegante, con un cochero uniformado en el pescante y criados de librea atrás. Algunos niños harapientos se desplazaban en el tráfico, y empujaban sus carretillas bajo los cascos de los caballos, para diversión de la multitud, de la que a veces llegaban algunas monedas arrojadas a los pequeños.
Teddy Burke se mostraba indiferente a la excitación general, así como a la lujosa exhibición de mercancías en los escaparates de las tiendas. Concentraba la atención en la presa, una hermosa dama que vestía una falda de crinolina púrpura oscura guarnecida de flecos. Daría el golpe en pocos instantes más, mientras ella caminaba por la calle.
La banda avanzaba en formación. Uno de los campanas ocupaba su posición tres pasos al frente; otro estaba cinco pasos atrás. La misión de los campanas era provocar desorden y confusión si algo salía mal.
La presa seguía caminando, pero el hecho no inquietó a Teddy Burke. Se proponía robarla sobre la marcha, el tipo más difícil de golpe, mientras iba ella de una tienda a la otra.
—Vamos allá —dijo, y el ayudante avanzó a su lado. Su tarea era recibir el botín apenas Teddy lo había robado, dejándolo limpio si había escándalo y un agente de policía le detenía.
Acompañado por el ayudante, se acercó tanto a la mujer que pudo oler su perfume. Caminaba a la derecha de la joven, pues el vestido de una mujer tenía un solo bolsillo, y estaba de ese lado.
Teddy sostenía un abrigo sobre el brazo izquierdo. Una persona sagaz podría haber preguntado por qué un caballero llevaba abrigo en un día tan cálido; pero la prenda parecía nueva, y podía suponerse que acababa de recogerla de una de las tiendas cercanas. En todo caso, el abrigo ocultaba el movimiento del brazo derecho en dirección a la falda de la mujer. Acarició delicadamente el vestido, para descubrir si llevaba monedero. Sus dedos lo tocaron; respiró hondo, rogando al cielo que las monedas no tintineasen, y lo retiró del bolsillo.
Se apartó inmediatamente de la mujer, pasó el abrigo al otro brazo, y en el mismo movimiento entregó el bolso al ayudante. Este se alejó. Adelante y atrás, los campanas se marcharon en direcciones diferentes. Sólo Teddy Burke, que ahora estaba limpio, continuaba caminando por el Strand, y pasó frente a un local que exhibía garrafas de vidrio tallado y cristal importadas de Francia.