A lo cual Burgess nada respondió, limitándose a parecer nervioso y distraído, exactamente la misma actitud que tenía antes de la admonición. Con un indefinido sentimiento de insatisfacción, el jefe de estación ordenó finalmente a su sobrino que terminase el trabajo y clausurase el furgón. Luego, regresó a su oficina.
Muy molesto, el jefe de estación atestiguó tiempo después que no recordaba haber visto ese día a ningún caballero de barba roja en el andén.
En realidad, Pierce había sido uno de los que presenció el terrible episodio de la apertura del ataúd. Vio que la escena se desarrollaba exactamente como él había previsto, y que Agar, con su espantoso maquillaje, había pasado el examen.
Cuando el grupo se dispersó, Pierce se acercó al furgón, acompañado de Barlow. Este llevaba unos bultos extraños en una carretilla, y Pierce experimentó un sentimiento de inquietud cuando advirtió que el propio jefe de estación supervisaba la carga del furgón. Pues si alguien se detenía a pensar en el asunto, la conducta de Pierce era realmente peculiar.
De acuerdo con las apariencias era un caballero próspero. Pero su equipaje era realmente extraño: cinco bolsas de cuero idénticas. Sin duda, no era el tipo de cosas que los caballeros transportaban con agrado. El cuero era áspero y las puntadas de las costuras torpes y evidentes. En verdad, eran bolsas sólidas y resistentes, pero al mismo tiempo de una fealdad sin atenuantes.
De todos modos, ninguna era muy grande, y Pierce podría haberlas depositado en el portaequipajes del compartimiento que ocupaba en el vagón de pasajeros, en lugar de llevarlos al furgón. En general, el uso del furgón representaba una molestia porque obligaba a incurrir en demoras al principio y al fin del viaje.
Finalmente, el criado de Pierce no utilizó los servicios de un empleado ferroviario; subió las bolsas al furgón, una por una. Y aunque el hombre era un individuo corpulento de evidente vigor físico, tuvo que realizar un gran esfuerzo para soportar el peso de cada bolsa.
En resumen, un hombre reflexivo podía preguntarse la razón que movía a un caballero distinguido a viajar con cinco bolsas pequeñas, feas, muy pesadas e idénticas. Pierce observó el rostro del jefe de estación mientras se cargaban las bolsas. El jefe de estación, un tanto pálido, no prestó atención a la maniobra, y no salió de su distracción sino cuando llegó otro caballero con un loro y se suscitó una discusión.
Pierce se alejó, pero no subió al tren. En cambio, permaneció cerca del extremo más alejado del andén, al parecer interesado en el restablecimiento de la mujer que había sufrido un desmayo. En realidad, se demoraba con la esperanza de echar una ojeada al candado que muy pronto intentaría abrir. Cuando el jefe de estación se alejó, después de una última y áspera observación a su sobrino, la joven caminó en dirección a los vagones. Pierce se puso a su lado.
—¿Se siente mejor, señorita? —preguntó.
—Creo que sí contestó la joven.
Se mezclaron con el público que subía a los vagones. Pierce dijo:
—¿Puedo invitarla a hacer el viaje en mi compartimiento?
—Es usted muy amable —dijo la joven, con un breve gesto de asentimiento.
—
Quítatelo de encima
—murmuró Pierce—. Como sea, pero que se vaya.
Miriam pareció desconcertada un instante, y luego se oyó una voz tonante.
—Edward, Edward, ¡Querido amigo! —Un hombre se abría paso en la multitud.
Pierce adoptó una expresión complacida.
—Henry —dijo—. Henry Fowler, qué extraordinaria sorpresa.
Fowler se acercó y estrechó la mano de Pierce.
—Qué raro encontrarle aquí —dijo—. ¿Viaja en este tren? ¿Sí? Pues yo también. Bueno… —no supo cómo continuar, pues de pronto había visto a la joven al lado de Pierce. Pareció desconcertado; en efecto, en las normas de su mundo social no encajaba una situación parecida. Ahí estaba Pierce, elegante y cortés como siempre, con una joven que sin duda era bella pero que a juzgar por el vestido y la actitud pertenecía a una categoría social muy baja.
Pierce era joven y soltero, y podía viajar con una amante a un lugar de veraneo a orillas del mar; pero su acompañante sin duda estaría vestida con elegancia, lo que no era el caso de esta muchacha. Y si por lo contrario esta criatura era una criada de su casa no podía mostrarse con ella en un lugar tan Público como una estación ferroviaria, a menos que hubiese una razón especial; pero Fowler no podía imaginar cuál podía ser.
Advirtió que la joven había estado llorando; tenía los ojos enrojecidos y líneas oscuras en las mejillas, de modo que la situación le pareció cada vez más desconcertante y desusada, y…
Pierce puso fin al desconcierto de Fowler.
—Perdóneme —dijo, volviéndose hacia la joven—. Debería presentarla, pero desconozco su nombre. Este es el señor Henry Fowler.
La joven esbozó una sonrisa tímida y dijo:
—Yo soy Brigid Lawson. Mucho gusto, señor.
Fowler respondió con indefinida cortesía, esforzándose por adoptar la actitud más conveniente ante una joven que sin duda era una criada (y por lo tanto, no podía considerarse su igual) y una mujer sufriente (y por lo tanto merecedora de una conducta caballerosa, si el dolor provenía de una exigencia moral mente aceptable). Pierce aclaró la situación.
—La señorita… Lawson ha tenido una experiencia muy difícil —dijo Pierce—. Viaja acompañando a su hermano fallecido, que está en el furgón. Pero hace unos minutos sonó la campanilla, y se concibió cierta esperanza, de modo que se procedió a abrir el ataúd…
—Comprendo, comprendo —dijo Fowler—, realmente lamentable… pero fue una falsa alarma —concluyó Pierce.
—Y por lo tanto doblemente dolorosa, sin duda —dijo Fowler—. Le he ofrecido mi compañía durante el viaje —dijo Pierce.
—Yo habría hecho lo mismo en, su lugar —dijo Fowler—. En realidad… —vaciló—. ¿Les parecerá una imposición si les acompaño?
Pierce no vaciló.
—De ningún modo —replicó amablemente—. Es decir, si la señorita Lawson no…
—Son ustedes muy buenos —dijo la joven con una sonrisa valerosa pero agradecida.
—Entonces, está resuelto —dijo Fowler, sonriendo también. Pierce advirtió que la joven le interesaba—. ¿Por qué no vienen conmigo? Mi compartimiento está aquí, a pocos metros —señaló uno de los vagones de primera clase.
Por supuesto, Pierce pensaba sentarse en el último compartimiento del último vagón de primera clase. Desde allí tendría que recorrer la menor distancia sobre los techos de los vagones para llegar al furgón, al final del convoy.
—A decir verdad —dijo Pierce—, tengo allí mi compartimiento —señaló hacia el sector posterior del tren—. Ordené subir las maletas, ya he pagado al empleado que las ha cargado y demás.
—Mí estimado Edward —dijo Fowler—. ¿Cómo ha dejado que le acomoden allí? Los mejores compartimentos están delante, donde el ruido es menor. Vengan: le aseguro que conseguirá un compartimiento más apropiado, y sobre todo si la señorita Lawson no se siente bien… —se encogió de hombros, como sugiriendo que la conclusión era evidente.
—Nada me complacería tanto —dijo Pierce—, pero a decir verdad he elegido ese compartimiento por consejo de mi médico, después de sufrir ciertas molestias durante los viajes en tren. Las ha atribuido a los efectos de las vibraciones originadas en la máquina, y por lo tanto aconsejó que me instalara lo más lejos posible de la locomotora —Pierce sonrió—. En realidad, dijo que debía viajar en segunda clase, pero eso me pareció demasiado.
—Una actitud muy natural —dijo Fowler—. Los derechos de la salud deben sujetarse a ciertos límites, aunque no puede esperarse que un médico lo sepa. El mío me aconsejó cierta vez que dejara el vino… ¿Se imagina tamaña temeridad? Muy bien, viajaremos en su compartimiento.
Pierce dijo:
—¿Quizás la señorita Lawson cree como usted que sería más conveniente un vagón en la parte delantera del tren?
Pero antes de que la joven pudiera contestar, Fowler dijo:
—¿Qué? ¿Y privarle de su compañía, dejándole solo todo el viaje? Ni pensarlo. Vamos, el tren partirá enseguida. ¿Dónde está su compartimento?
Recorrieron la extensión del tren en busca del compartimento de Pierce. Fowler mostraba un excelente ánimo, y charlaba sin parar de los médicos y sus manías. Entraron en el compartimento de Pierce y cerraron la puerta. Pierce miró su reloj; las ocho menos seis minutos. El tren no siempre salía exactamente a su hora, pero de todos modos disponía de poco tiempo.
Pierce tenía que desembarazarse de Fowler. No podía trepar del compartimento al techo del tren en presencia de extraños, y menos aún de un miembro del banco: Pero al mismo tiempo tenía que librarse de Fowler de tal modo que el hecho no suscitara sospecha, porque después del robo, el señor Fowler repasaría sus recuerdos —y probablemente sería interrogado por las autoridades— procurando descubrir el más mínimo indicio de irregularidad que revelase la identidad de los ladrones.
El señor Fowler continuaba hablando, pero se dirigía a la joven, y ésta le consagraba su total y fascinada atención.
—Haberme encontrado hoy con Edward ha sido una casualidad extraordinaria. Edward, ¿viaja a menudo en esta línea? Yo lo hago sólo una vez al mes. Y usted, ¿señorita Lawson?
—He viajado otras veces en tren —explicó la muchacha—, pero nunca en primera clase; pero en esta ocasión mi ama me compró un billete de primera, en vista de que…
—Oh, comprendo, comprendo —dijo Fowler con aire cordial y animoso—. Hay que ayudar en los momentos difíciles. Yo también tengo problemas esta mañana. Edward seguramente ya habrá imaginado el motivo de mi viaje, y por lo tanto la causa de mi problema. ¿Qué dice Edward? ¿No lo adivina?
Pierce no estaba escuchando. Miraba por la ventanilla, y consideraba el modo de desembarazarse de Fowler en los minutos siguientes. Miró a Fowler.
—¿Cree que sus maletas están seguras?
—¿Mis maletas? ¿Maletas? ¿Qué… ah, en mi compartimento? Pero, Edward, no tengo maletas. Ni siquiera llevo un portafolio puesto que en Folkestone sólo estaré unas horas, el tiempo indispensable para comer o beber algo, o fumar un cigarro, antes de tomar el tren de regreso.
Un cigarro, pensó Pierce. Por supuesto, eso era. Llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, extrajo un largo cigarro y lo encendió.
—Pues bien, querida niña —dijo Fowler—, nuestro amigo Edward seguramente adivina el propósito de mi viaje, pero supongo que usted está a oscuras.
La joven miraba fijamente a Fowler, con la boca entreabierta.
—A decir verdad, éste no es un tren corriente, ni yo soy un pasajero corriente. Por lo contrario, soy el gerente general del banco Huddleston & Bradford, de Westminster, y hoy mismo, en este tren, a menos de doscientos pasos de aquí mi firma ha despachado una cantidad de oro al extranjero con el fin de pagar a nuestras valerosas tropas. ¿Se imagina a cuánto asciende este cargamento? ¿No? Pues… mi querida niña, la cantidad excede las doce mil libras.
—¡Caramba! —exclamó la joven—. ¿Y usted está a cargo de todo esto?
—En efecto.
Era evidente que Henry Fowler se sentía muy satisfecho de sí mismo, y con razón. Había deslumbrado a la sencilla joven con sus palabras, y ésta le miraba con desconcertada admiración. ¿Quizá con algo más? Parecía haber olvidado por completo a Pierce.
Es decir, lo olvidó hasta que el humo del cigarro de Pierce comenzó a llenar de nubes grises el compartimento. La joven emitió una tos delicada y sugestiva, copiada sin duda de la que había visto en su ama. Pierce, que miraba por la ventanilla, pareció no advertir nada.
La joven volvió a toser con más insistencia. Como Pierce no reaccionaba, Fowler decidió intervenir.
—¿Se siente bien? —preguntó.
—Estaba bien, pero ahora me ahogo… —la joven hizo un gesto indefinido en dirección al humo.
—Edward —dijo Fowler—, Edward, creo que su tabaco está molestando a la señorita Lawson.
Pierce lo miró y dijo:
—¿Qué?
—Digo que si no tiene inconveniente… —empezó Fowler.
La joven se inclinó hacia adelante y dijo:
—Por favor, creo que voy a desmayarme —y extendió la mano hacia la puerta, como queriendo abrirla.
—Vea lo que ha hecho —dijo Fowler a Pierce. Fowler abrió la puerta y ayudó a la joven, que se apoyó en su brazo al salir al corredor.
—No me había dado cuenta —protestó Pierce—. Créame, no se me ocurrió…
—Podría haber preguntado antes de encender su artefacto diabólico —dijo Fowler, mientras la joven se apoyaba en él, sin duda ya muy debilitada, y su seno se apretaba contra el pecho del caballero.
—Lo siento muchísimo —dijo Pierce. Comenzó a ponerse de pie, deseoso de ayudar.
Ayuda era lo último del mundo que Fowler deseaba.
—De todos modos, no debería fumar, ya que su médico le advirtió que los trenes le perjudican —dijo secamente—. Venga, querida —continuó, volviéndose hacia la joven—, mi compartimento no está lejos, y podemos continuar conversando sin exponernos a la acción del humo venenoso —la joven le acompañó sin ofrecer resistencia.
—Lo siento muchísimo —repitió Pierce, pero ninguno de los dos volvió la cabeza.
Un momento después, se dio la señal de la partida y la máquina comenzó a jadear. Pierce entró en su compartimento, cerró la puerta y por la ventanilla vio deslizarse el andén de la Estación del Puente de Londres, mientras el tren de la mañana con destino a Folkestone comenzaba a tomar velocidad.
Mayo de 1855
Burgess, encerrado en el furgón sin ventanas, podía determinar la ubicación del tren por el sonido de las ruedas sobre la vía. Oyó primero el traqueteo suave sobre los raíles bien afirmados de la entrada a la estación. Después, los tonos huecos y más resonantes, cuando el tren cruzó Bermondsey en un tramo elevado de varias millas; y aún más tarde, la transición a un sonido más sordo, y un movimiento más irregular, que indicaban el comienzo del desvío hacia el sur, cuando el tren salía de Londres para internarse en la campiña.
Burgess no tenía idea del plan de Pierce, de modo que se asombró cuando la campanilla del ataúd comenzó a sonar. Atribuyó el hecho a la vibración y el balanceo del tren, pero pocos momentos después oyó golpes, y luego una voz ahogaba Como no pudo entender las palabras, se acercó al ataúd.