El gran robo del tren (29 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

BOOK: El gran robo del tren
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Capítulo
44
UN PROBLEMA DE ATUENDO

Agar atestiguó que cuando Pierce entró en el furgón, al principio él y Burgess no le reconocieron:

—Yo le vi primero, y hubiera podido jurar que era un indio o un negro, tan oscura tenía la piel, y la ropa completamente destrozada, como si le hubieran dado una tremenda paliza. La ropa estaba en jirones, y negra como el resto, y yo pensé que el jefe había encargado el golpe a otro tipo. Y entonces veo que es él, y nadie más.

Los tres hombres seguramente ofrecían un extraño espectáculo. Burgess, el guarda, con su pulcro uniforme azul; Agar, vestido elegantemente con ropas muy formales, con el rostro y las manos teñidos de un verde cadavérico y tumefacto, y Pierce, caído sobre las manos y las rodillas, las ropas en jirones, y manchado de hollín de pies a cabeza.

Pero todos reaccionaron prontamente, y trabajaron con movimientos eficientes y veloces. Agar había terminado su parte; las cajas fuertes estaban cerradas otra vez, con su nuevo depósito de municiones de plomo; las cinco bolsas de cuero, con su contenido de oro, estaban alineadas a un lado de la puerta del furgón.

Pierce se incorporó y extrajo su reloj del bolsillo del chaleco —un objeto de oro extrañamente limpio al extremo de una cadena cubierta de hollín—. Lo abrió: eran las 8.37.

—Cinco minutos —dijo.

Agar asintió. Cinco minutos más tarde llegarían al sector menos poblado del recorrido, y allí debía esperar Barlow, Para recoger las bolsas arrojadas desde el tren. Pierce se sentó y miró la campiña a través de la puerta abierta del furgón.

—¿Se siente bien? —pregunto Agar.

—Bastante bien —dijo Pierce—. Pero no me gusta la perspectiva de volver.

—Sí, no tiene buen aspecto —dijo Agar—. Parece un fantasma. ¿Se cambiará cuando vuelva al compartimento?

Pierce, que aún jadeaba, no comprendió inmediatamente el sentido de las palabras.

—¿Cambiarme?

—Sí, la ropa —Agar sonrió—. Si aparece así en Folkestone se armará un escándalo.

Pierce miró las suaves colinas verdes que desfilaban frente al tren, y oyó el traqueteo del vagón sobre los durmientes. Era un problema que no había imaginado, y por el momento no sabía cómo resolverlo. Pero Agar tenía razón: no podía aparecer en Folkestone como un deshollinador harapiento, sobre todo porque era casi seguro que Fowler le buscaría para despedirse.

—No tengo ropa para cambiarme —dijo en voz baja.

—¿Qué dice? —preguntó Agar, pues el silbido del viento por la puerta abierta del furgón impedía oír.

—No tengo ropa para cambiarme —dijo Pierce—. Nunca pensé… —no completó la frase, y frunció el ceño—. No he traído más ropa.

Agar rió de buena gana.

—Entonces, será un auténtico vagabundo, así como yo he sido un auténtico fiambre —Agar se golpeó los muslos—. Creo que en todo esto hay cierta justicia.

—No es cosa de risa —protestó Pierce—. En este tren viajan conocidos, y seguramente advertirán el cambio.

El regocijo de Agar se extinguió en un instante. Se rascó la cabeza con la mano verdosa.

—Y esos conocidos, ¿se preocuparán si no le ven en la estación?

Pierce asintió.

—Entonces, estamos en aprietos —dijo Agar—.

Examinó el furgón, con sus pilas de baúles y maletas.

—Tiene las ganzúas; ahí encontraremos algunas ropas.

Extendió la mano a Pierce, para recibir la ristra de ganzúas, pero Pierce estaba estudiando su reloj. Faltaban dos minutos para llegar al lugar donde debían arrojar los bolsos. Y trece minutos después el tren se detendría en Ashford; en ese momento, Pierce debía estar fuera del furgón, de regreso en su propio compartimiento.

—No hay tiempo —dijo.

—Es la única forma… —empezó a decir Agar, pero se interrumpió. Pierce le miraba de arriba a abajo con aire reflexivo—. No —dijo Agar—. ¡Maldita sea, no!

—Tenemos aproximadamente las mismas medidas —dijo Pierce—. Vamos, dese prisa.

Se volvió, y el cerrajero comenzó a desvestirse, murmurando toda suerte de imprecaciones. Pierce contemplaba el paisaje. Ya estaban cerca: se inclinó para disponer las bolsas sobre el umbral de la puerta abierta.

Vio un árbol a la vera del camino, uno de los mojones que mucho antes había elegido él mismo. Pronto aparecía la empalizada de piedra… Ahí estaba… Y luego el viejo y oxidado carromato abandonado. Ya estaba a la vista.

Un momento después vio la cima de una colina, y el perfil de Barlow al lado del carruaje.

—¡Ahora! —dijo, y con una exclamación ahogada arrojó una bolsa tras otra fuera del tren en movimiento. Las vio golpear el suelo y rodar, una tras otra. También vio a Barlow que descendía presuroso la colina en dirección a los bultos. Luego, el tren tomó una curva.

Volvió los ojos a Agar, que había quedado en paños menores, y ofrecía a Pierce sus ropas elegantes.

—Aquí las tiene, y maldito sea.

Pierce recibió las prendas, hizo un bulto muy apretado, aseguró todo con el cinturón de Agar, y sin decir palabra salió por la puerta abierta a la plataforma azotada por el viento. Burgess cerró la puerta del furgón, y pocos momentos después el guarda y Agar oyeron el golpe metálico del cerrojo, y otro sonido más seco cuando se cerró el candado.

Oyeron el roce de los pies de Pierce que trepaba al techo; y luego vieron que la cuerda, que antes estaba tensa entre los dos ventanillos, de pronto colgaba flácida. La cuerda se deslizó y desapareció. Oyeron los pasos de Pierce sobre el techo un momento más, y después nada.

—Maldición, tengo frío —dijo Agar—. Será mejor que vuelva a encerrarme —y se deslizó al interior del ataúd.

Pierce no había avanzado mucho en el camino de regreso cuando advirtió que en sus planes había cometido otro error; había supuesto que el trayecto de retorno le llevaría el mismo tiempo que el traslado de su compartimento al furgón. Pero casi inmediatamente advirtió la equivocación.

El movimiento de retorno, de cara al viento, era mucho más lento. Además, le molestaba el paquete con la ropa de Agar; lo sujetaba contra el pecho de modo que le quedaba una sola mano para agarrarse a las maderas del techo, mientras se arrastraba a lo largo del tren. Avanzaba con dolorosa lentitud. Pocos minutos después comprendió que fallaría, y por amplio margen. Aún estaría arrastrándose sobre los techos de los vagones cuando el tren llegase a Ashford; y tan pronto le vieran, todo habría concluido.

Pierce tuvo un instante de profunda cólera porque el paso final del plan era precisamente lo único que ya no tenía remedio. El hecho de que el error fuese exclusivamente culpa suya sólo exacerbaba su furia. Agarró una madera del techo del vagón y maldijo al viento, pero el silbido del aire era tan agudo que ni siquiera oyó su propia voz.

Por supuesto, sabía lo que era necesario hacer, pero no quiso pensar en ello. Continuó avanzando lo mejor que pudo. Estaba en mitad del cuarto de los siete vagones de segunda clase cuando sintió que el tren comenzaba a aminorar la marcha. Se oyó el silbato de la locomotora.

Entornando los ojos, alcanzó a distinguir la estación de Ashford, un minúsculo rectángulo rojo con un techo gris, a lo lejos. No podía ver los detalles, pero sabía que en menos de un minuto el tren se acercaría tanto que los pasajeros que esperaban en el andén podrían distinguirle en el techo. Durante un instante fugaz se preguntó qué pensarían si lo veían, y luego se incorporó y corrió, saltando de un vagón a otro sin vacilación, medio cegado por el humo que brotaba de la máquina.

Al fin consiguió llegar al vagón de primera clase. Bajó rápidamente, abrió la puerta, se metió en el compartimento y cerró las persianas. Ahora, el tren avanzaba muy lentamente, y cuando Pierce se desplomó en su asiento oyó el chirrido de los frenos y el grito de un guarda:

—Estación de Ashford… Ashford… Ashford…

Pierce suspiró. Lo había logrado.

Capítulo
45
EL FINAL DE LA LÍNEA

Veintisiete minutos después el tren llegó a Folkestone, final de la línea del Ferrocarril Sureste, y todos los pasajeros descendieron. Pierce abandonó su compartimento, y según sus propias palabras estaba «mucho mejor de lo que hubiera podido esperar, pero lejos de lo que se entiende como pulcritud del atuendo, para decirlo con la mayor mesura posible».

Aunque se había apresurado a usar pañuelo y saliva para limpiarse la cara y las manos, descubrió que el hollín y el polvo pegados a su piel eran por demás recalcitrantes. Como carecía de espejo, sólo podía imaginar el estado de su cara, pero en todo caso las manos ostentaban un extraño matiz gris pálido. Además, sospechaba que sus cabellos color arena ahora se veían mucho más oscuros que antes, de modo que se sintió agradecido porque podía cubrirlos con el sombrero de copa.

Pero excepto el sombrero de copa, todas las prendas le sentaban mal. Incluso en una época en que la mayoría de la gente vestía mal, Pierce llamaba especialmente la atención. Los pantalones eran casi cinco centímetros más cortos que lo que hubiera sido aceptable, y el corte de la levita, aunque bastante elegante, correspondía a esa moda exagerada y ostentosa que los auténticos caballeros de buena cuna evitaban por considerarla una indecente manifestación del
nouveau riche
. Y por supuesto, hedía a gato muerto.

De modo que Pierce bajó a la atestada plataforma de Folkestone con un sentimiento de temor. No ignoraba que la mayoría de los observadores interpretaría su apariencia simplemente como un modo de pasar por lo que no era: con mucha frecuencia los hombres que aspiraban a que se les tomase por caballeros conseguían ropas de segunda mano, y las usaban orgullosamente, sin advertir que las prendas les caían mal. Pero Pierce sabía demasiado bien que Henry Fowler, cuya atención consciente se concentraba por completo en los matices de la jerarquía social, advertiría en un instante la peculiaridad de la apariencia de Pierce, y se preguntaría qué pasaba. Además, casi seguramente vería que Pierce se había cambiado de ropa durante el viaje, y también querría saber la causa del hecho.

La única esperanza de Pierce era mantenerse a distancia de Fowler. Si era posible, se proponía zanjar el asunto con un gesto de despedida desde lejos, con el aire de quien tiene negocios apremiantes que excluyen las cortesías sociales. Fowler sin duda entendería a un hombre que atendía primero a los negocios. Y desde cierta distancia, con la protección de los grupos de personas que los separaban, era posible que el extraño atavío de Pierce pasara inadvertido para Fowler.

En realidad, Fowler irrumpió a pocos metros de distancia antes de que Pierce pudiese verle. Fowler venía acompañado por la mujer, y no parecía muy feliz.

—Bien, Edward —empezó a decir Fowler con voz tensa—, le estaría profundamente agradecido si usted… —se interrumpió, con la boca abierta.

Dios mío, pensó Pierce. Se terminó.

—Edward —dijo Fowler, mirando asombrado a su amigo.

El cerebro de Pierce trabajaba a presión, esforzándose por prever las preguntas y elaborar respuestas; sintió que empezaba a transpirar.

—Edward, querido amigo, tiene un aspecto terrible.

—Lo sé —empezó a decir Pierce—, como usted comprenderá…

—Parece un muerto, de veras, está pálido como un cadáver. Cuando me dijo que los trenes le enfermaban, no imaginé… ¿Se siente bien?

—Creo que sí —dijo Pierce, con un hondo suspiro—. Creo que mejoraré mucho después de comer.

—¿Comer? Sí, por supuesto, necesita comer inmediatamente, y beber un poco de coñac. Su aspecto demuestra que tiene mala circulación. Lo acompañaría, pero… ah, ya están descargando el oro, y debo afrontar mi responsabilidad. Edward, ¿me disculpa? ¿De veras se siente bien?

—Aprecio su inquietud —empezó Pierce—, y…

—Quizá yo pueda ayudarle —dijo la joven.

—Oh, excelente idea —dijo Fowler—. Espléndido. Sencillamente espléndido. Es una chica encantadora, Edward. Se la dejo.

Fowler le miró de un modo peculiar al mismo tiempo que formulaba este comentario, y luego se alejó apresuradamente por el andén en dirección al furgón de equipaje, pero antes de desaparecer se volvió y dijo:

—Recuerde, le conviene beber una buena copa de coñac —y desapareció.

Pierce emitió un enorme suspiro, y se volvió hacia la joven.

—¿Cómo no ha visto mis ropas?

—Deberías verte la cara —dijo ella—. Tienes un aspecto horrible —examinó las ropas—. Y veo que te has apoderado del traje de un muerto.

—El viento me ha destrozado la ropa.

—Entonces, ¿lo habéis conseguido?

Pierce se limitó a sonreír.

Pierce abandonó la estación poco antes de mediodía. La joven llamada Briged Lawson, permaneció allí para vigilar el traslado del ataúd de su hermano a un coche de punto. Con gran irritación de los mozos de cuerda que lo habían transportado, rechazó varios carruajes que esperaban frente a la estación, alegando que ya había contratado a cierto cochero.

El vehículo llegó después de la una. El cochero, un bruto hostil y macizo con una cicatriz que le cruzaba la frente, ayudó a cargar el cajón, luego fustigó los caballos y se alejó a! galope. Nadie prestó atención cuando el coche se detuvo al extremo de la calle para recoger a otro pasajero, un individuo de color ceniza y ropas mal cortadas. Luego, el coche se alejó y desapareció de la vista.

Alrededor del mediodía, los cofres del Banco Huddleston & Bradford fueron transferidos, bajo la protección de una guardia armada, de la estación ferroviaria de Folkestone al vapor que cruzaba el Canal, y que realizaba el cruce hasta Ostende en cuatro horas. A causa de la diferencia de horas, eran las cinco de la tarde cuando los funcionarios de la aduana francesa firmaron los formularios y tomaron posesión de los cofres. Con otra guardia armada, se los transportó a la terminal ferroviaria de Ostende, para despacharlos por tren a París durante la mañana siguiente.

En la mañana del 23 de mayo los representantes franceses del banco Louis Bonnard et Fils llegaron a Ostende con el propósito de abrir los cofres y verificar el contenido, antes de embarcarlos en el tren de las nueve con destino a París.

Así, alrededor de las 8.15 de la mañana del 23 de mayo se descubrió que los cofres contenían gran cantidad de munición de plomo, en paquetes individuales recubiertos de tela, y que el oro había desaparecido.

Sin pérdida de tiempo, este hecho sorprendente fue informado por telégrafo a Londres, y el mensaje llegó poco después de las 10 de la mañana a las oficinas de Huddlesion & Bradford en Westminster. Provocó la más profunda consternación de que se tuviera memoria en la breve pero honrosa historia de la firma, y la excitación causada no se calmó durante muchos meses.

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