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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (26 page)

BOOK: El guardian de Lunitari
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—Buen trabajo —Touk esbozó una sonrisa siniestra y, sin más palabras, enterró el cuchillo en el pecho de Bren. El hombre de confianza de Angriff Brightblade exhaló un gemido y se desplomó con lentitud, a pesar de que buscó apoyo en la pared. Su cabeza se hundió sobre el pecho, donde la mancha de sangre se hacía más y más grande.

—Vamos, muchachos. ¡Nuestra recompensa! —Touk guió a sus dos compinches escaleras abajo.

Sturm se inclinó sobre el rostro de Bren. A pesar de su palidez cadavérica, los ojos del soldado aún tenían un último destello de vida.

—Joven amo —musitó.

Los trémulos labios estaban manchados de sangre.

Sturm retrocedió.
¡Bren lo veía!

Con calma, en un esfuerzo denodado, el viejo soldado se asió a la tosca pared de piedra y se incorporó.

—Amo Sturm... habéis vuelto. Siempre supe que lo haríais. —Bren alargó una temblorosa mano hacia el joven
Y
éste trató de agarrarla entre las suyas, pero fue en vano. Él era insustancial. Los dedos del viejo soldado pasaron a través de su cuerpo y se cerraron en torno al fanal. Al reclamarlo la muerte, Bren se desplomó y arrastró con él el brazo del hachero a su posición original.

La puerta disimulada comenzó a cerrarse con estrépito. Uno de los ladrones dio un grito y se apresuró hacia la salida. En lo alto de la escalera se detuvo en seco, los desencajados ojos fijos en Sturm.

—¡Ahhh! —aulló—. ¡Fantasmas! —Se tambaleó y al caer arrastró consigo a Touk y al otro salteador. La losa de piedra descendió, y ya no se escucharon sus gritos pidiendo auxilio.

* * *

El mundo se tornó rojo. Sturm sacudió la cabeza, en la que aún resonaban los alaridos de Touk y sus compinches. Caminaba con pasos lentos a través de las llanuras de Lunitari.

—¿De vuelta con nosotros? —preguntó Kitiara. Sturm balbuceó unos sonidos inarticulados. Esta había sido la visión más prolongada que había experimentado y de algún modo, casi al final, los hombres de Krynn lo habían entrevisto. El caballero relató a sus compañeros su última experiencia.

—Ummm, se dice que los moribundos tienen una percepción agudizada —musitó Kitiara—. Bren y el ladrón se estaban enfrentando a la muerte; quizá por eso te vislumbraron.

—Pero me fue imposible ayudarlos —se rebeló Sturm—. Presencié su muerte sin poder hacer nada. Bren era un buen hombre que sirvió bien a mi padre.

—¿No viste ni oíste a tu padre esta vez? —se interesó Argos.

Sturm negó con la cabeza. Aquel detalle en particular lo preocupaba. ¿Qué había ocurrido para que Bren se apartara de lord Brightblade? ¿Se encontraría bien su padre? ¿Dónde estaba?

—¡Veo las huellas! —gritó Alerón. Allí, donde las losas de piedra de un color granate se abrían en dedos pétreos, la arena púrpura se había metido entre los huecos e, impresas en ella, se marcaban con claridad las huellas circulares, con la precisión automática de un mecanismo. Kitiara no se había equivocado...; los Micones habían seguido aquel camino.

18

El valle de La Voz

Al fin, Alerón oteó el gran obelisco. La compañía había llegado a un paraje donde las formaciones rocosas se erigían en picos bajos y cercenados. Kitiara y el piloto escalaron la barrera, semejante a una sierra dentada y, a su regreso, informaron que al otro lado se extendía un magnífico valle cóncavo que se perdía de vista en el horizonte. La mujer no había conseguido otear el obelisco, pero Alerón les aseguró que a unos cuarenta kilómetros se alzaba una solitaria aguja de gran altura, justo en el centro del valle.

Aquellas noticias elevaron la moral de los gnomos, que se habían mostrado inusualmente taciturnos desde que salieron del pueblo.

—La muerte de Crisol los tiene abatidos —le había comentado Kitiara a Sturm en un aparte—. Creo que nuestros amiguitos jamás se habían enfrentado con la parca hasta ahora.

El caballero era de la misma opinión. Lo que les estaba haciendo falta a los hombrecillos era un problema, alguna dificultad que estimulara su imaginación. Los reunió a todos en torno a él y comenzó a hablarles.

—Esta es la situación. Según los cálculos de Alerón, el obelisco se halla a cuarenta kilómetros. Eso significa una marcha de diez horas, si no nos detenemos para descansar ni para comer. Quince horas sería una estimación más razonable; pero, para entonces, el sol ya habrá salido y también los lunitarinos se habrán puesto en marcha.

—Si tan sólo dispusiéramos de algún medio de transporte para bajar más deprisa —intervino Kitiara—. Caballos, bueyes, lo que fuera...

—Incluso unos carros no nos vendrían mal —musitó Sturm.

—Sí, la ladera que baja desde la barrera de peñascos es pronunciada, pero bastante suave. Podríamos descender un buen trecho sobre ruedas, o algo así. —Kitiara le dirigió una mirada de complicidad.

El espíritu del reto técnico se propagó entre los gnomos como una plaga contagiosa y las ideas —las insensatas ideas gnomas— saltaron como chispazos en el reducido grupo. Los gnomos apilaron sus mochilas en un montón y se reunieron en un apretado racimo. Su rápida cháchara resultó incomprensible para Sturm y Kitiara, pero los humanos vieron en aquella actitud una buena señal.

De forma tan repentina como se habían juntado, las cabezas gnomas se separaron, y enseguida aparecieron herramientas, con las que los hombrecillos partieron en pedazos sus mochilas.

—¿Qué haréis esta vez? —preguntó el caballero a Carcoma.

—Trineos —fue la escueta respuesta.

—¿Ha dicho «trineos»? —Kitiara estaba perpleja.

En media hora, cada gnomo construyó, de acuerdo con sus conceptos, un trineo..., es decir, un Artefacto Transportador Por Inercia De Un Gnomo.

—Con ellos descenderemos por la ladera del escarpado a una velocidad prodigiosa —manifestó Argos.

—Y también os romperéis vuestras atolondradas seseras —opinó en voz baja Kitiara.

—Éstos son para ti y para maese Sturm —dijo Bramante que, junto con Remiendos, traía un par de endebles trineos que dejó a los pies de los humanos.

Dado que sólo contaban con trozos de tablillas cortos y finos con los que trabajar, los gnomos habían asegurado sus inventos con clavos, tornillos, pegamento, cuerda, cable y, en el caso de Pluvio, con sus tirantes. Alerón había diseñado su trineo de modo que pudiera montarse tumbado boca abajo; el de Argos permitía que el conductor se reclinara. A causa de la diferencia de tamaño, los trineos de Sturm y Kitiara sólo tenían espacio para sentarse en ellos.

—¡No hablaréis en serio! —protestó la mujer—. ¿Bajar hasta allí montados en esto?

—Será más rápido —dijo Argos para animarla.

—¡Y divertido! —exclamó Remiendos.

—Hemos calculado todos los datos disponibles referentes al desgaste y resistencia del material —abundó Carcoma, que blandía en la mano como prueba su libro de anotaciones, en el que se veían cinco páginas abarrotadas de apretados y diminutos números y letras—. En todos los casos, excepto en el vuestro, existe un factor de seguridad de tres.

—¿Qué quiere decir «en todos los casos excepto en el vuestro»? —preguntó Kitiara.

Carcoma se guardó su libro de anotaciones en un bolsillo antes de responder.

—Por ser más grandes y pesados, causaréis más desgaste en los Artefactos Transportadores Por Inercia De Un Gnomo y, por ello, vuestra posibilidad de llegar al final de la ladera sin sufrir un accidente es casi del cincuenta por ciento.

Kitiara abrió la boca para protestar, pero Sturm la previno con una mirada resignada.

—Esa es una proporción mayor de la que nos darán los lunitarinos —admitió el caballero mientras se cargaba al hombro el endeble trineo—. ¿Vienes?

—¿Por qué no nos quedamos y nos rompemos el cuello el uno al otro? Así al menos nos ahorraríamos las volteretas y los brincos. —La expresión de la mujer era más que desconfiada.

—¿Estás asustada?

Sturm sabía muy bien cómo provocarla. Kitiara enrojeció hasta la raíz del cabello y recogió su trineo.

—Veremos quién llega antes abajo. ¿Quieres apostar algo? —replicó.

—¿Por qué no? —aceptó él—. Pero no tengo dinero.

—¿De qué nos sirve aquí el dinero? ¿Qué te parece si el perdedor acarrea el petate del que gane hasta que alcancemos el obelisco?

—Apostado. —Los dos se estrecharon las manos.

Entretanto, Alerón impartía un improvisado curso de dirección y frenada a sus compañeros.

—Sobre todo, habréis de reclinaros hacia el lado al que os dirigís. Para deteneros, utilizad los tacones de los zapatos, no las punteras. El ímpetu del desnivel os doblaría los dedos y os los rompería —advirtió.

Pluvio y Carcoma abrieron sus libros de notas y garabatearon con entusiasmo.

—Alcanzaremos una velocidad máxima de ochenta y cinco kilómetros por hora...

—Si se frena con unos pies de, más o menos, diecisiete centímetros de largo...

—Se romperían tres dedos del pie izquierdo...

—Y cuatro del derecho —concluyó Pluvio. Los gnomos aplaudieron.

—Alerón acaba de advertirnos que no utilicemos las puntas de los pies para frenar; entonces, ¿por qué demonios calculáis el resultado de algo que nadie en su sano juicio haría? —intervino Kitiara irritada.

—El axioma de una investigación científica no se limita a lo práctico o lo posible —explicó Argos—. Sólo con la investigación de lo improbable y lo impensado se alcanza la suma total del progreso del saber.

—Lo que no comprendo es el motivo de que se rompan más dedos del pie derecho que del izquierdo. —Sturm tenía los ojos fijos en sus pies.

—¡No los animes! —le gritó Kitiara. Luego arrastró el vacilante revoltijo de tablas hasta el borde de la pendiente. La ladera, suave y lisa como el cristal, se hundía en un ángulo sobrecogedor. Kit respiró hondo y miró a sus espaldas; los gnomos se acercaron en tropel al precipicio sin el menor asomo de preocupación o temor.

—Es un ejemplo obvio de concreción vítrea —observó Carcoma, tras pasar la mano por la tersa superficie.

—¿De origen volcánico? —sugirió Alerón.

—Difícil. Más bien parece que la totalidad del valle constituyera un astroblema termofléjico —teorizó Argos.

Kitiara profirió un irritado bufido que cortó cualquier posible ampliación o exposición de nuevas hipótesis; enseguida, dejó caer al suelo su trineo y se montó en él. Al recibir su peso, las tablas del artilugio crujieron de un modo terrible.

—¿Dijiste un cincuenta por ciento? —preguntó a Carcoma.

El gnomo balbuceó algo como «dentro de un margen de dos variaciones normales», por lo que la mujer decidió renunciar a más aclaraciones; luego se impulsó con las manos y los talones hasta dejar el trineo en el mismo borde de la ladera y allí se balanceó.

—¡Vamos, Sturm! ¿O acaso quieres cargar con mi petate los próximos sesenta kilómetros?

El caballero colocó en el suelo su trineo y advirtió a Alerón que Kit y él se proponían hacer una carrera.

—¡Oh, en ese caso, necesitaréis que abajo espere alguien a fin de dictaminar quién es el ganador! Esperad, esperad... iré primero y cuando me haya situado, os daré la señal de salida —exclamó el gnomo.

—¿Estás de acuerdo, Kit? —Ella agitó la mano en señal de aceptación.

—Muy bien, muchachos. ¡Allá voy! —avisó el piloto—. ¡Por la ciencia! —proclamó, y se dio un impulso. Un instante después, el resto de los gnomos se colocaba en línea y se lanzaba en pos de él.

—¡Por Sancrist! —gritó Carcoma y salió disparado.

—¡Por la tecnología! —exclamó Pluvio al tiempo que rebasaba el borde del risco.

—¡Por
El Señor de las Nubes! —
fue el brindis de Bramante.

—¡Por las pastas con pasas! —Remiendos se lanzó tras su jefe.

Argos, el último, colocó cuidadosamente su trineo en el borde, tomó asiento, y ofreció en voz baja.

—Por Crisol.

Los artefactos gnomos se deslizaron tambaleantes por la ladera; daban saltos al rebotar contra las protuberancias de cristal petrificado. Alerón, tumbado boca abajo en su montura, rodeaba con gran habilidad los peores obstáculos, ya que había instalado una especie de timón en forma de yugo en la parte frontal y bajaba la pendiente con un curso sinuoso. Carcoma, con los talones por delante y las rodillas pegadas contra la barbilla a fin de sujetarse la sedosa barba, bajaba en línea recta. Sturm y Kitiara escucharon los agudos «¡Uauuu-auuu!» que profería cada vez que chocaba con las prominencias.

Pluvio, que había instalado un freno en la parte trasera, avanzaba a una velocidad relativamente suave. Bramante, que había diseñado su trineo para montarlo en cuclillas, sobrepasó al meteorólogo con un zumbido y prosiguió la marcha en medio de frenéticos aleteos de brazos en un desesperado intento de mantener el equilibrio. Su aprendiz, Remiendos, también experimentaba toda clase de problemas, ya que su montura era más ancha que larga y tendía a girar conforme se deslizaba, lo que, de algún modo, le hacía bajar más despacio que los demás, pero las constantes y rápidas vueltas amenazaban seriamente con revolverle el estómago. Argos, racional y frío, progresaba con un perfecto control, logrado a base de ligeros y precisos toques de talón en puntos específicos a fin de corregir la trayectoria.

Todo se desarrolló de un modo bastante aceptable hasta que Alerón alcanzó el final, ciento veinte metros más abajo, donde la ladera suave como el cristal daba paso a una rojiza y áspera grava. El trineo se frenó en seco. La parada fue tan brusca, que sus rezagados compañeros —Carcoma y Bramante primero y un instante después Remiendos y Pluvio—, se precipitaron sobre él. Trineos, herramientas y gnomos salieron despedidos por el aire tras una serie de golpes, chasquidos y crujidos espeluznantes. Sturm vio que Argos enfilaba impertérrito hacia sus amontonados colegas y cerró los ojos, con lo que se perdió el preciso giro realizado por el navegante, que se detuvo medio metro a la derecha del maremágnum.

—¡Hectáreas de ladera, y todos frenan en el mismo punto! —Kitiara estalló en carcajadas.

—Espero que ninguno se haya hecho daño. —Sturm frunció el entrecejo.

De la maraña de piernas, brazos y restos del desastre, surgieron cinco gnomos temblorosos. Argos los ayudó a desenredarse. Al cabo de unos minutos, Alerón se volvió hacia los humanos y agitó una mano.

—¡La señal de salida! —gritó Kitiara, al tiempo que se impulsaba ladera abajo. Su acción cogió desprevenido a Sturm.

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